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3. Francia

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Llegué a París por primera vez un viernes, lo recuerdo muy bien. Estaba empezando la primavera. Al aeropuerto me fue a buscar el jefe de relaciones públicas de Aérospatiale. Ese primer curso que hice fue de cuarenta días en la fábrica Aérospatiale. Después me agregaron otro en París. En general tenían que ver con el lanzamiento de misiles desde helicóptero. Este jefe de relaciones públicas me recibió muy bien y me llevó a un hotel lujoso en el centro. Me acuerdo que me pagaban 175 dólares de viáticos por día y el hotel salía 150. Me alojé ahí y él me dijo que a la noche me pasaba a buscar para ir a comer. Así que esa noche éramos él con su mujer, yo y vinieron también el embajador argentino, que estaba recién llegado a París, y el agregado naval, cada uno con sus mujeres. Fuimos al Lido donde se cenaba y después siempre había algo. Esa noche la que actuaba era Nélida Lobato. Así que cenamos y después empezó un espectáculo con unas lianas y las bailarinas pasaban por arriba de las mesas medio desnudas. Yo no lo podía creer. Cuando terminó el show, nos invitaron a pasar por el camarín para saludar a los artistas. Fuimos. Yo jamás había estado en un teatro y de golpe estaba en las bambalinas de uno de los teatros más importantes del mundo. Me devuelven al hotel y el hombre de Aérospatiale me dice que el lunes me pasan a buscar de la empresa para llevarme a la fábrica. Así que duermo esa noche en el hotel caro y la mañana del sábado salgo a buscar un hotel más acorde a mi presupuesto. Llegué a Montmartre. Estaba lleno de artistas, de turistas, de plazas. Encontré un hotel de 25 dólares donde cada seis meses te cambiaban las sábanas. La única ducha del piso estaba en mi cuarto. Y había muchas estudiantes suecas y noruegas. La ducha estaba abajo de una escalera donde habían puesto una cortina. A la tarde venían las chicas del hotel y me pedían permiso para bañarse. Ya al final ni me pedían permiso. Me pedían que les alcanzara algo que se habían olvidado. Y me fui a instalar ahí, claro. No lo dudé. A la noche salgo a caminar por Montmartre y escucho: “Uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños.” Me quedo ahí. Aparece un negro enorme, gorra, boina, la guitarra. “Uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños.” Terminó y pasaba la gorra: “El artista, el artista...” Me acerco, le digo que soy argentino. Era cubano. Me pregunta con mucha amabilidad si lo quiero acompañar. ¿A dónde? Lo acompaño a otro café, otra terraza, como dicen ellos. Y de vuelta: “Uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños.” Yo sentado tomando un vaso de vino. Pasa la gorra: “el artista, el artista.” Vamos a otro café. “Uno busca lleno de esperanzas el camino que los sueños.” Solamente tocaba Uno el cubano. Otra vez: “Sentate acá, esperame.” Otros dos vasos de vino. Y así. Al cuarto café ya era yo el que pasaba con la gorra: “el artista, el artista...” Y en un momento lo pensé. ¿Mirá si en uno de esos cafés llegaba a estar el agregado naval o la esposa del embajador? Pero qué importaba...

La fábrica Aérospatiale era enorme, un monstruo. A la una menos cuarto se hacía el almuerzo. No sé con cuánta gente, miles de personas, almorzando todas juntas. Mesas largas, llenas. En la cabecera, mirando para acá, el presidente, los directivos, y después los empleados, todos por orden jerárquico, hasta los de limpieza, al final. Yo comía en la mesa de los aeronáuticos y los pilotos. Charlábamos bastante. Todos los días se servía un menú de cinco pasos. Sopa, ensalada, plato principal con carne, queso y postre. Cuando llegaba el carrito de los quesos era un espectáculo. Tres pisos de quesos distintos. Los probé todos. Fui en orden y los probé todos. Una copa de vino. Y eso que después nos íbamos a volar o al simulador. Pero la copa de vino estaba, no faltaba. A la noche no comía, o pedía una croissant en un bistro. Ahora, lo que sí me gustaba eran los helados. Los helados me resultaban muy buenos. Acá no eran de esa calidad, con esa variedad de gustos, esas cremas. Frente al hotel había un café, en una esquina. Un café que estaba abierto toda la noche. En la caja había una mujer alta y grandota. Yo siempre caía tarde, bastante tarde. No había nadie en las mesas. Y pedía un helado. A ver, yo tendría unos veintitrés, veinticuatro años. La mujer, unos cuarenta. Para mí era una señora. La primera noche que fui quería helado de chocolate. Pero no lo sabía pedir. Y me trajeron una leche chocolatada. Media hora para que me entendiera. Y me preguntaba de todo, cómo me llamaba, de dónde era, qué hacía en París. Yo balbuceaba el francés. Al día siguiente lo mismo. La misma rutina de la leche chocolatada, el mismo equívoco, la misma charla. Me acuerdo que llevaba una libretita y anotaba. Le hacía firmar las frases.

Cada vez que no me entendía o no me podía expresar, yo puteaba: la concha de la lora... El helado era buenísimo. Y yo volvía y siempre la misma situación. Pasaron unos meses y me tenía que volver. Así que le compré una cadenita, o unos aritos, no me acuerdo, y se los llevé. Se emocionó. Y cuando se repuso de la emoción, me dijo en perfecto español: pues hombre, habrás aprendido a hablar francés. Y yo no tengo ninguna concha verde. Era gallega. Alguna sospecha había tenido de que no era francesa porque los franceses, y más los de París, son bastante fríos. Pero nunca me había imaginado que me entendía cuando insultaba.

Los franceses no tenían un solo barco de guerra que no tuviera un helicóptero artillado arriba. Eso es lo que nosotros queríamos cambiar y no se pudo. Nosotros pretendíamos que el helicóptero fuera parte del sistema de armas del buque. El helicóptero lo queríamos integrado al buque. Para lo único que lo tenías que sacar era para hacer el mantenimiento. A donde iba el buque, tenía que ir el helicóptero. Y si el buque estaba en puerto, el helicóptero estaba en el buque en puerto. Como nosotros nunca tuvimos muchos helicópteros, se lo embarcaba ya con el buque en operaciones. Entonces los pilotos siempre eran de afuera, no llegabas nunca a ser parte de la tripulación. A mí me gustaba llegar y ser voluntario para hacer guardia en el puente. Me presentaba y me ofrecía. Llega un momento en que tenés que trabajar en equipo y por eso es muy bueno que el comandante del buque sepa de las limitaciones y de las ventajas que tiene el helicóptero.

Después yo encontré un curso que daba la ALAT, la Aviación Ligera del Ejército Francés. Mandé los informes y me autorizaron a ir. Esa vez la visita a Francia se prolongó casi por un año y medio. Me pasé del 73 al 75 yendo y viniendo porque ya estaba casado y con hijas. Habré venido tres o cuatro veces. Le saqué mucho provecho a esos viajes. Hicieron una gran diferencia. Mis instructores en ese período habían combatido en Argelia. Los veías y estaban todos pinchados. Tenían cicatrices, agujeros en los brazos, bayonetazos en el pecho. Siempre me acuerdo del primer turno de instrucción nocturna que tuve. Estábamos en el norte, en Magi. Salimos a volar con mi instructor. Me hace girar a la izquierda, hacia el sur. Me señala unas nubes. Vamos bien. Charlando, todo tranquilo. Estaba oscuro. El Alouette no tiene instrumentos para volar de noche, tenés que volar siempre con referencias visuales y de noche eso hace que estés siempre atento. Buscas la referencia del horizonte, si está más claro. Esas cosas. Estábamos ahí entonces, y el francés me dice que mire a la izquierda. Yo estaba sentado a la derecha, él en el medio. Cuando giro la cabeza me grita “¡emergencia!” En Espora hacíamos eso. Te gritaban “¡emergencia!” y te bajaban el paso colectivo. O sea, te bajaban la potencia a ralentí. Seguís volando y tenés el motor encendido. Ante la menor duda, ponés potencia y salís. Si ves que el tipo no responde, le das potencia al motor y el helicóptero sale. Pero el francés no. Me apagó de golpe la turbina. ¡Emergencia! ¡Tack! Cortó todo. Para ponerla en marcha otra vez la turbina necesitás cinco minutos. No se pone en marcha enseguida. Me cortó todo. Todo a cero de golpe. Lo bajé como pude. Encontré un lugar y lo bajé. Caímos como una bolsa. El francés ni se mosqueó. Nada. Con los brazos cruzados. Mientras yo lo bajaba miraba por la ventanilla. Aterrizamos y se estira. Me mira, serio. Me felicita. Me dice en francés algo que fue como un “bien pibe, muy bien, estuviste muy bien.” No agarró una palanca. Acá el instructor no te larga así. Siempre agarra por las dudas. Pero el tipo, nada. Y yo le pregunto... Le tuve que preguntar. Mi cara debe haber sido ser muy expresiva. “Y si yo no podía Si no me daba...” El francés hizo una mueca sin ganas: “qué sé yo, si no te salía, nos matábamos.” Esa seguridad tenían los franceses. Como si dijeran “si estuve en África, no me voy a matar acá con vos.”

En Francia, en menos de un año, tiré unos treinta misiles. Y acá, antes de ir para allá, en todos mis años de entrenamiento y servicio, habré tirado cinco. Cuando volví a la Argentina, ya en el 76, la marina armó la segunda escuadrilla de helicópteros. Y cuando volví, volví con todo el sistema de armas para el Alouette. Misiles S-11, S-12. No sé por qué. Qué motivó ese interés. Quizás algo de lo que yo escribía. Me imagino que para algo sirvió. Acá no se conocía nada de eso. Pero a partir de la compra de esos misiles nuestra escuadrilla se empezó a llamar Primera Escuadrilla de Helicópteros de Ataque. En Argentina, el helicóptero nunca prendió. No sé por qué. En todas las ciudades grandes del mundo hay helicópteros. De pasajeros, para turismo, de empresas, privados, de transportes de caudales, ambulancias, de la policía, pero acá no. Llegó muy tarde y nunca del todo. Y esos misiles que traíamos eran filoguiados.

Necesitabas mucho adiestramiento. Hay que contar en segundos, agarrarle muy bien la mano. Marcelo Miranda vino después a Francia y también Imperiale estuvo un tiempo, y con ellos, somos los tres que nunca erramos un tiro de misil. Los que nos formamos allá lo aprendimos bien. Insisto, tirar un filoguiado es difícil. El que tira es el comandante del helicóptero. Va en el medio. El piloto tiene que hacer lo que dice el comandante. Y por eso hay que cambiar la cabeza de todos. El piloto es piloto. Pero el comandante puede ser incluso uno que no vuele. En cualquier situación el que tiene la palanca, el que tiene el fierro en la mano, manda. Y acá no. Es otro concepto de vuelo. Costó mucho armar eso. Aparte los que podíamos demostrar experiencia como comandantes de helicóptero de ataque teníamos un grado muy bajo. A la derecha siempre había un tipo que seguro era más antiguo y que pensaba: ¿vos me vas a decir a mí cómo poner el helicóptero? Y sí, el piloto tiene que hacer lo que dice el comandante. El comandante es el que está con la mira, que es una especie de periscopio, y es el que sabe cómo se tienen que poner para poder llevar ese misil al blanco. Recién cuando tuvimos pilotos más nuevos pudimos armar una tripulación adecuada y compacta. Pero entonces llegó Malvinas.

Remo Omar Busson

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