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II.

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No comprendo que ningún optimista sea ateo, y menos comprendo aún que lo sea usted, que es el más optimista de cuantos optimistas he conocido.

Aunque yo no aplauda, me explico al pesimista tétrico que no acierta á conciliar la bondad y el poder infinitos de Dios con el mal moral y físico que hay en el mundo, y niega á Dios, prefiriendo la negación á la blasfemia; pero, si el mal es transitorio y ha de venir al cabo á resolverse en bien, resulta la plena justificación de Dios y el cumplido acuerdo de su bondad y de su poder infinitos con la perfección y excelencia de su obra, la cual aparece sin mancha, en la plenitud del tiempo, así en cada singular criatura, como en el conjunto ó totalidad de la creación entera.

A mi ver, usted hace el más elocuente discurso que puede hacerse contra los ateístas al sostener (no diré al probar) que todo está divinamente; que cuanto existe va caminando á un fin dichoso, y que esta escena del Universo y este drama de la Historia terminarán en el más alegre desenlace, en una fiesta espléndida y en un perenne regocijo.

¿Por qué hemos de excluir de esta fiesta á Dios, que es, á lo que entiendo, quien nos la prepara? Paso porque excluyamos de la fiesta al diablo, contra cuya voluntad y propósito se celebra; pero á Dios... me parece una ingratitud y una grosería.

Y, sin embargo, hasta sobre lo de excluir al diablo hay no poco que decir. Discurramos, no metiéndonos en muchas honduras, sino como pudiera discurrir un racionalista de medianos alcances.

Tal vez, diremos entonces, allá en el horror de la caída del Imperio romano y de la civilización antigua, y durante la ulterior tenebrosa barbarie que duró hasta el Renacimiento, hubo de corroborarse el dogma de las penas eternas; pero este dogma repugna á los hombres de nuestro siglo por oponerse, á lo que ellos imaginan, á la bondad del Altísimo, á quien convierte en tirano, enemigo de indultos y amnistías. ¿Quién sabe si, por esto, los más ilustres Padres de la Iglesia griega, y muy especialmente San Clemente de Alejandría, Orígenes y ambos Gregorios, de Nacianzo y de Nyssa, dejándose arrebatar por las sublimes esperanzas que había infundido en sus espíritus el cristianismo, concibieron la fin del mundo según el gusto de ahora, creyendo que todo se resolvería en bien y que hasta el diablo habría de reconciliarse con Dios y ser perdonado? ¿Cómo excluirle de la magnificencia y pompa de la fiesta final y del júbilo perdurable? ¿Cómo no hacer que tenga término el dualismo, que la redención se complete, y que haya bienaventuranza para todos, ora la obtengan unos más tarde y otros más temprano?

Sea de ello lo que sea, no cabe duda en que, así en la teología de toda religión revelada, como en la teología natural, fundada sólo en humano y racional discurso, es gran prueba de la existencia de Dios y hábil refutación de los más válidos argumentos de los que la niegan el afirmar la bondad infinita de la Providencia soberana y omnipotente.

Para llegar al error, lo mismo que para llegar á la verdad, hay cierto encadenamiento dialéctico. Cuando siguiéndolo, se llega por él á la verdad, la verdad brilla más clara. Cuando se va por él hasta el error, el sofisma se disimula, y el error tiene visos y vislumbres de razón y de ciencia. Y, por el contrario, el error anti-dialéctico, parece aún más disparatado, si cabe.

Aplicado esto al ateísmo, se ve que el pesimista tiene fundamento racional en su extravío. Si todo está mal, si el hombre está condenado al infortunio, y si el Universo es un infierno y guerra perpétua la vida, preferible es negar á Dios á abominar de él. Pero si está bien todo, si nada puede estar mejor de lo que está, el ateísmo no se concibe.

Para mí es de toda evidencia que, así en el fondo de mi alma, como en el fondo del alma de todo prójimo mío, dado que como usted, crea en la felicidad, y dado que espere salvación, redención, buen éxito en cualquiera cosa, está el convencimiento profundo de que ni él, ni ningún semejante suyo, ni toda la suma de sus semejantes, basta á salvarle, á redimirle, á hacer su ventura, y á ordenar las cosas todas según un plan indefectible y diestramente trazado á fin de que vengan á parar en general bienaventuranza y en colmo de bienes. Tiene, pues, que suponer un sér inteligente y mil y mil veces más poderoso que él y que todos los hombres habidos y por haber en lo futuro, á quien deba tantos beneficios.

De esta consideración, harto fácil de hacer, nace que yo juzgue muy desatinado el ateísmo optimista y que no me inspire temor; que resulte chistoso, por implicar de parte del ateo el más extremado alarde de pueril vanidad, y que provoque á risa.

De la que á mí me cause espero yo que usted no se enoje. No recae en la persona, sino en la doctrina, que tantos y tantos filósofos y pensadores comparten hoy con usted, porque está de moda el ateísmo.

Entienden estos sujetos, que se jactan de ilustrados y progresistas, que Dios entra en el número de los obstáculos tradicionales, supersticiones y abusos, que todo buen liberal debe suprimir; que Dios es contrario á la ciencia, que Dios es contrario al progreso, y que, pasada ya la edad de la fe, y viviendo, como vivimos, en la edad de la razón, es menester quitar á Dios del medio, como quien quita un estorbo. Así pensaba en Europa Augusto Comte, así piensa la gran mayoría de sus discípulos, y así piensan y predican, usted en Chile, en Méjico D. Jesús Ceballos Dosamantes, á quien he escrito ya varias cartas, y en los Estados Unidos el coronel Roberto Ingersoll, de quien, por ser americano como usted y en Europa poco conocido, he de hablar con extensión en estas nuevas cartas que la Circular de usted me inspira.

Para evitar logomaquias conviene distinguir bien á Dios en sí del concepto ó idea que de Dios nos formamos, por más que sólo le conocemos por este concepto ó idea, á la cual, univocándola con Dios, llamamos Dios.

Debemos decir con el místico alemán Novalis: «Lo que se dice de Dios no me satisface, la sobredivinidad es mi luz y mi vida.» Esto es, que el verdadero Dios está muy por cima del concepto que yo de Dios me formo. Y si Dios está hoy muy por cima del concepto que de él me formo, ¿cuánto más no lo estaría del concepto que de él se formaban hasta los hombres de mayor santidad y de mayor entendimiento hace diez, veinte ó treinta siglos, en el seno de una sociedad bárbara y ruda, mucho menos moral, más ignorante y más cruel mil veces que la de ahora?

Cierto ingenioso amigo mío, glosando á su modo la célebre frase de que Dios está in fieri, en el llegar á ser, lo cual es indudable si se aplica á nuestro humano, racional y limitado concepto de Dios, siempre deficiente aunque va siempre creciendo, decía que Dios hoy le llevaba mucha ventaja, pero que dentro de cierto número de años, sería él y valdría él mucho más que Dios ahora. Ocurriría, no obstante, que Dios en este tiempo habría ganado tanto que se le adelantaría mil veces más que ahora se le adelanta, y así hasta lo infinito, por manera que jamás su mente, ni ninguna otra mente humana, lograría alcanzar y comprender á Dios.

Despojado esto de su aparato paradoxal, que le da trazas de blasfemia, es afirmación juiciosa y hasta de mucha sustancia. Para el hombre que vive en la sucesión de los tiempos, y que vive breve y trabajosa vida, en el seno de las cosas finitas y caducas, no hay más forma de concebir á Dios que prestándole cuantas cualidades hay en el hombre, elevadas por la imaginación á infinita potencia. Si prescindimos, pues, del fetichismo más irracional y grosero ó de un simbolismo anti-estético que tal vez representa y adora las fuerzas naturales por medio de monstruos, no hay religión ni teodicea ó filosofía de lo divino que no sea antropomórfica. Sin duda por un esfuerzo de ingenio logramos abstraer de este concepto de Dios la sustancia material y reducirle á puro espíritu; pero este espíritu será siempre como el nuestro, magnificado y sublimado, en cuanto vemos en él de mejor ó mejor nos parece.

De lo dicho se deduce que cuando la humanidad, en un período de civilización, ó el individuo, en un momento de su vida en que se ha ilustrado y pulido algo más de lo que estaba, llega ó se figura que llega á ponerse por cima del concepto que de Dios tenía, le deseche por falso ó por incompleto. Entonces el que llega á tal situación de espíritu hace una de estas tres cosas: ó forma de Dios otro concepto más alto, ó venerando y respetando el concepto de Dios, que tuvo y que ha desechado, prescinde ya de Dios en sí, porque le niega ó le supone incognoscible, ó bien, no sólo niega á Dios, sino que se vuelve furioso contra todo concepto que de él ha formado hasta su tiempo la mente humana, en su marcha progresiva, á través de varias evoluciones.

Esto último es lo más absurdo. Podemos llamarlo antiteísmo ó enemistad á Dios. D. Jesús Ceballos Dosamantes y el coronel Roberto Ingarsoll son de estos enemigos en el Nuevo Mundo. En este viejo mundo hay tantos, que llenaría yo pliegos enteros con sólo citar nombres de los más famosos.

Por dicha, usted no pertenece á esta clase, sino á la clase de los que siguen el segundo camino. En esta clase hay mil grados y matices, pero, en fin, casi todos los que á ella pertenecen tienen el buen tino y mejor gusto de reverenciar las antiguas creencias religiosas, aun desechándolas ya. En ellas ven, en cada momento histórico, en cada evolución, la más fecunda causa de progreso y de mejora. El supremo sér que imaginó el creyente fué, según ellos, el más alto ideal del hombre mismo objetivado, ó digase exteriorizado, para servirle de guía y de modelo.

Augusto Comte, Littré y usted son así; pero usted de modo más terminante y claro supera y vence á sus maestros en esta veneración de Dios en la historia. Para usted no hay hombre que valga lo que San Pablo después de Cristo y después de Augusto Comte. San Pablo para usted hubiera sido el Apóstol de las gentes en el positivismo si hubiera nacido ahora, y el más ferviente deseo que usted muestra es el de que le salga ó le salte á Augusto Comte su respectivo San Pablo.

El respeto de usted hacia lo pasado, la equidad de usted, el imparcial criterio con que usted practica la máxima de distingue los tiempos y concordarás los derechos, son tales que, después de San Pablo, no hay hombre á quien usted ensalce más (y yo le aplaudo y me adhiero á las alabanzas) que á nuestro admirable San Ignacio de Loyola.

En todo esto, usted es fiel á Augusto Comte y á Emilio Littré; pero usted es más claro, más franco y más explícito. Caro, cuando nos pinta el estado del alma de Littré, después de haber negado, añade; «La filosofía positiva vino á calmar todas las fluctuaciones de su espíritu, fijando su nuevo punto de vista, que es tratar las teologías como un producto histórico de la evolución humana, y convencernos de lo relativo de nuestro entendimiento, y no afirmar ni negar nada en presencia de un inmenso incognoscible.» En nombre de la evolución histórica, se reserva Littré el derecho de no ser «el menospreciador absoluto del cristianismo y de reconocer sus grandezas y sus beneficios.» Littré va más allá: Littré confiesa que «no siente ninguna repugnancia á prestar oído á las cosas antiguas que le hablan en secreto y le echan en cara el que las abandone».

En esta situación de ánimo está usted lo mismo que Littré. Ambos piensan ustedes que hay incompatibilidad entre toda teología y el moderno concepto del mundo; pero ambos ven que las religiones entran en el tejido íntimo de la historia del desenvolvimiento humano, y así, al alabar este desenvolvimiento y la civilización á que nos ha traído, alaban las religiones que han creado é informado dicha civilización.

Y sin embargo, ambos niegan ustedes toda religión, si bien la niegan, no porque quieren, sino porque suponen que no pueden menos de negarla. Parodiando á Pío IX, dicen ustedes: Non possumus.

Tenemos, pues, á ustedes ateos, imaginando que lo son á pesar suyo, porque en el concepto del Dios de los creyentes no cabe el concepto que, según la ciencia, tienen ustedes ó presumen tener de las cosas todas.

El conflicto entre la razón y la fe, entre la religión y la ciencia, se diría que es la causa de todo. No parece sino que es ahora nuevo y recién nacido este conflicto, cuando en realidad, y entendido, no del modo burdo que le entienden Draper, Büchner y otros materialistas, sino por estilo sublime, es conflicto que existe desde que hubo hombre que se puso á filosofar. Elevado este conflicto á su mayor altura, es raíz de lo que llaman los místicos contemplación negativa, por la cual negamos á Dios todo lo que por afirmación le atribuímos: destruímos el concepto de Dios que por afirmación nos hemos formado. Y así, copiando aquí las palabras del iluminado y extático padre fray Miguel de la Fuente, diré «que Dios no es sustancia, porque es más que sustancia; ni es sér, porque excede infinitamente á todo sér, ni es bondad, porque es mucho más que toda bondad; y que Dios, en su sér esencial, no es grande, ni hermoso, ni sabio, ni poderoso, como nosotros le conocemos y le entendemos, porque es de otra muy diferente manera, la cual no la pueden comprender ni alcanzar todos los entendimientos juntos de hombres y de ángeles.»—«De aquí que cuanto lo supremo de nuestra alma puede entender y pensar de Dios, no es Dios.» Muchos santos llaman á este altísimo conocimiento de Dios ignorancia pura, tinieblas de luz inaccesible y falta absoluta de proporción entre nuestra mente y el sér de Dios, por lo cual, quien aspire á conocerle ha de cerrar los ojos.

Augusto Comte, Littré y usted los cierran sin duda, pero de muy distinta manera, y así se quedan sin el concepto de Dios por afirmación y sin el más puro conocimiento de Dios que nace de la contemplación negativa.

Y como conservan ustedes la aspiración y el sentimiento religiosos, ya sin objeto adecuado y condigno, inventan y procuran difundir la nueva religión atea de la humanidad y de su progreso.

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