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IV

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Desde ese dia un notable cambio se efectuó en su carácter. A la inquieta turbulencia del niño, sucedieron la mesura y la reflexion del hombre; al gusto por los juegos, el amor al estudio; á su indiferencia cosmopolita, el sentimiento exaltado de la nacionalidad.

Cuando en los dias clásicos, al flamear de la bandera tricolor, sus compañeros cantaban: «Allons enfants de la patrie,» Mauricio buscaba en el cielo, el azul pabellon; y del fondo de su alma exhalábase el grito sagrado del himno nacional. Allá, surgiendo de las brumas del lejano pasado, la imágen de la patria aparecíale con su inmensa pampa, su magestuoso rio, sus cerúleas lontananzas, llamándolo con poderoso reclamo.

Pero ¡ah! siempre que estas luminosas imágenes visitaban su mente, un siniestro recuerdo venía á oscurecerlas.

Su madrastra.

Este sentimiento de repulsion creció más todavía, cuando Mauricio comprendió por las cartas de su padre, la humillante dependencia en que yacía. Cada frase parecía consultada, corregida ó dictada por el déspota que leía sobre su hombro.

El jóven vertía sobre ella lágrimas de indignacion y de dolor; y una palabra de uno ú otro, contenían sus respuestas.

Así, la correspondencia entre padre é hijo tomó un carácter de acritud que, poco á poco, degeneró en frialdad.

Y, cuando á la edad de diez y ocho años, acabados sus estudios y rendido con brillo el último exámen, su padre le habló de regreso.

—Amo á mi patria y anhelo volver á verla—respondió Mauricio,—amo á mi padre y deseo estrecharlo en mis brazos; pero no podría presenciar el espectáculo vergonzoso de su servidumbre; y porque lo amo; y porque lo respeto, prefiero un eterno destierro.

A esta declaracion siguió un profundo silencio; y como única respuesta Mauricio recibió una carta que contenía inesperadas revelaciones. Suscribíala el escribano D..., uno de los hombres más honorables de Buenos Aires.

—«Alejados y sin conocernos uno á otro—decíale éste—únenos, sinembargo, el mandato de una persona que ya no existe; y que para mí fué por esto, más sagrado.—Y proseguía:

—«Hace quince años, fuí llamado un dia á casa del señor Cárlos Ridel, cuya esposa, en trance de muerte, debía otorgar testamento.

«Mi colega, el señor R..., autorizaba el acto; y yo creía haber sido requerido como testigo, cuando la testante, habiendo declarado que dejaba á su hijo único, Mauricio Ridel, el valor de doscientos mil pesos en propiedades urbanas y rurales, volviéndose á su esposo, pidióle permiso para instituirme á mí, hasta la mayoría de aquel, guardador de dichos bienes.

«Repugnábame una mision visiblemente motivada por disensiones conyugales; pero los ojos de la moribunda enviáronme una mirada de angustioso ruego, que me hizo aceptarla.

«Ella entónces suspiró como aliviada de una grave preocupacion; estrechó mi mano con gratitud, y murió en paz.

«Yo he cumplido fielmente el deber que me impuse: he administrado esos bienes con el acierto que dá una larga experiencia en los negocios; los he conservado, los he hecho fructificar: pero siempre en el limite que mi delicadeza me prescribía: no como guardador, sino como administrador, rindiendo cuentas de mi cometido y entregando al señor Ridel las fuertes sumas que producen.

«Hoy me ha hecho saber que V. se ha emancipado; y que, por tanto, la ingerencia que yo le daba en los asuntos de su hijo, ha cesado.

«Por consecuencia, y persuadido de que él habrá informado á V. del estado floreciente de su fortuna, no solo por mi buena voluntad en su administracion, sino á causa del subido precio que ha adquirido la propiedad, réstame solo ponerla á su disposicion, y pedirle se sirvo impartirme sus órdenes».

Esta carta de un tutor hasta entónces ignorado, fué un rayo de luz en el misterio que rodeaba el pasado de Mauricio, y efectuó un cambio favorable en su destino.

Alejado de su padre, por la funesta influencia que se alzaba hostil entre ambos, el hijo desechado, bendijo la ternura previsora de aquella madre moribunda, que viendo cernerse la desgracia sobre la cuna del niño que le era forzoso abandonar, había querido, asegurándole una fortuna independiente, preservarlo en los azares del porvenir.

Mauricio expresó su profunda gratitud al honrado escribano; confióle los dolorosos motivos de su doble ostracismo; y le suplicó, en nombre de aquella cuyo encargo había tan noblemente cumplido, quisiera favorecerlo á él, continuando en la administracion de aquellos bienes, para lo cual le confirió un pleno poder.

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