Читать книгу El Mar - Jules Michelet - Страница 5
II
ОглавлениеPlayas, arenales y costas bravas.
Por doquiera puede verse el Océano; siempre se presentará imponente y temible. Así se ostenta alrededor de los cabos que miran en todas direcciones; así, y en ocasiones más terrible, en los sitios vastos, pero circunscriptos, en que el marco de las orillas le molesta y le indigna, donde penetra violentamente acompañado de corrientes rápidas que á menudo chocan contra los escollos. No se percibe el infinito, empero se siente, se oye, se le adivina así, siendo más profunda la impresión que con ello causa.
Esto me sucedió en Granville, playa tumultuosa de gran oleaje y mucho viento donde termina la Normandía y comienza la Bretaña. La belleza lujuriosa y agradable, á veces vulgar, de la linda campiña normanda, desaparece, y por Granville, por el peligroso Saint-Michel-en-Grève, se pasa de un mundo á otro. Granville es de raza normanda, pero bretón en su fisonomía. Opone fieramente su roca al asalto terrorífico de las olas, que traen unas veces del Norte los discordantes furores de las corrientes de la Mancha, y otras vienen del Oeste engrosándose en su vertiginosa carrera de mil leguas, azotando con toda la fuerza acumulada del Atlántico.
Me era querido aquel pueblecillo original y un poco triste que vive de la grande pesca rodeada de peligros. La familia sabe que obtiene el sustento de las casualidades de esa lotería, de la vida, de la muerte del hombre. Esto presta una seriedad armónica al carácter severo de dicha costa en todas las cosas. Con frecuencia disfruté allí la melancolía de la noche, ya me paseara por los obscuros arenales, ya desde lo alto de la población que corona la roca me entretuviera viendo esconderse el rey de los astros detrás del horizonte un tanto nebuloso. Su enorme mapamundi, rayado fuertemente y con frecuencia de negro y rojo, se abismaba sin detenerse á producir en el cielo los caprichos, los paisajes de luz con que en otras partes suele alegrar la vista. En agosto ya había entrado el otoño: no existía el crepúsculo. Apenas desaparecido el sol, refrescaba la brisa, corrían las olas rápidas, verdes y sombrías. Casi no se veía otra cosa que algunas sombras femeninas envueltas en sus capas negras forradas de blanco. Los carneros retardados en los pobres pastos de la explanada, que se eleva ochenta ó cien pies sobre la playa, entristecían el espacio con sus balidos.
La parte alta del pueblo, asaz reducida, tiene la cara que mira al Norte edificada á pico en el borde del abismo, negra, fría, azotada eternamente por el viento, de frente al Grande Océano. Allí sólo se ven míseras viviendas. Fuí conducido al hogar de un buen hombre que se ganaba el sustento fabricando cuadros de conchas: habiendo subido por una semiescala hasta un cuartito obscuro, apercibí, encuadrado en la estrecha ventana, aquel panorama trágico, panorama que me sorprendió tanto como en Suiza la vista del ventisquero de Grindelwald tomada asimismo desde una ventana.
El ventisquero me representó un monstruo enorme de hielos puntiagudos que avanzaban á mi encuentro; ese mar de Granville, un ejército de olas enemigas que concurrían acordes al asalto.
Mi huésped no era viejo, pero sí achacoso, enfermo. A pesar de que estábamos en agosto tenía cerrada la ventana. Inspeccionando sus obras y charlando, noté que su cabeza no estaba muy firme: la había desarreglado un asunto de familia. Su hermano pereciera en aquella playa que contemplábamos los dos, en una aventura cruel. El mar se le presentaba siniestro, le parecía que alimentaba cierta inquina contra él. Durante el invierno complacíase en flagelar su ventana con copos de nieve ó vientos helados, siendo causa de que no pudiese pegar los ojos. En las interminables noches invernales azotaba sin tregua ni descanso la roca do estaba asentada su vivienda; en verano ofrecíale huracanes inconmensurables, relámpagos de un mundo al otro. Mucho peor era durante el flujo: subía á la altura de sesenta pies, y su furiosa espuma, elevándose más todavía, se estrellaba impertérrita contra su ventana. Y no estaba el buen hombre seguro de que el mar se contentara con eso; su odio podía inducirle á jugarle alguna mala treta. Empero carecía de medios para procurarse un albergue mejor; tal vez veíase clavado allí por una especie de poder magnético, no osando enemistarse del todo con la terrible hada, á la que profesaba cierto respeto. La citaba pocas veces, y cuando lo hacía solía designarla sin nombrarla, así como el islandés en alta mar no se atreve á citar el Orca, temeroso de que le oiga y se presente. Todavía me parece estar viendo su palidez cuando, fijos los ojos en la arena de la playa, me decía: «Esto me da miedo.»
¿Estaba loco? No; hablaba muy razonablemente. Parecióme un ser distinguido é interesante. Era un hombre nervioso, con una organización delicada, demasiado delicada para recibir tales impresiones.
El mar produce muchos locos. Livingstone trajo del Africa un hombre inteligente, valeroso, que hacía frente á los leones; pero nunca había visto el mar. Al embarcarse por primera vez y experimentar la doble sorpresa del temible elemento y de todas las artes desconocidas, su cerebro no pudo resistir tanta emoción. Empezó á delirar, y á pesar de la vigilancia que con él se tuvo, logró escapar, arrojándose ciegamente en brazos de las ondas que tanto le aterrorizaban y no obstante le atraían.
Por otro lado, el mar encariña de tal manera á los hombres que por largo tiempo se confían á su merced, á los que viven con él familiarizados, que no les es dado abandonarle jamás. He visto en un puertecito algunos viejos pilotos que, demasiado débiles, resignaban sus funciones; empero no lograban resignarse con su nuevo estado, y arrastrando una vida miserable, acababan por perder el seso.
En lo más alto de Saint-Michel hay una plataforma llamada de los Locos. En mi vida he visto sitio más adecuado para producir la locura que esa mansión vertiginosa. Figuraos rodeados de una dilatada planicie como de blanca ceniza, siempre solitaria, arena equívoca cuya falsa suavidad constituye el lazo más peligroso. Es y no es la tierra, es y no es el mar, ni tampoco es dulce el agua, aunque por debajo los arroyuelos trabajen el suelo incesantemente. Raras veces, y sólo por cortos instantes, una embarcación se aventuraría en aquellos sitios. Y si uno pasa cuando refluye el agua, corre riesgo de ser tragado: hablo con fundamento de causa, pues faltó poco para que me aconteciera un accidente. Un ligero vehículo en que me encontraba, desapareció en dos minutos, caballo y todo, y yo escapé milagrosamente. Hasta á pie me hundía á cada paso que daba, sintiendo bajo mis plantas un horroroso embate, cual si el abismo me acariciara, me invitara ó atrajera, agarrándome por debajo. Sin embargo, logré encaramarme en la roca, llegar á la gigantesca abadía, claustro, fortaleza y cárcel, de una sublimidad atroz, digna en verdad del paisaje. No es este lugar á propósito para la descripción de aquel monumento. Yérguese sobre una gran mole de granito, y se empina y vuelve á empinarse indefinidamente, cual una Babel titánicamente amontonada, roca sobre roca, siglo tras siglo, empero constantemente calabozo sobre calabozo. Abajo, el in pace de los frailes; más arriba, la jaula de hierro levantada por Luis XI; subiendo siempre, la de Luis XIV; á mayor elevación, la cárcel actual. Todo esto envuelto en un torbellino, una brisa, una confusión eterna. Es el sepulcro sin la calma.
¿Tiene culpa el mar de la perfidia de esa playa? No por cierto. El mar llega allí, como por doquiera, bullicioso y robusto, pero lealmente. La culpa la tiene la tierra, cuya disimulada inmovilidad, parece siempre inocente, mientras filtra por debajo la playa las aguas de los riachuelos, mezcla dulce y blanquizca que no permite consolidar el terreno. El primer culpable es el hombre, por su ignorancia y su negligencia. En los interminables siglos bárbaros, mientras sueña con la leyenda y funda la gran peregrinación del arcángel vencedor del diablo, éste se apoderó de aquella llanura desamparada. El mar está muy inocente de todo: en vez de hacer daño, trae por el contrario en sus amenazadoras ondas un tesoro de sal fecunda, mejor que el limo del Nilo, que enriquece los campos y constituye la encantadora belleza de los antiguos pantanos de Dol, convertidos hoy en jardines. Es una madre un poco exaltada de genio, pero madre al fin. Rica en pescado, amontona sobre Cancale, que está enfrente, y sobre otros bancos, millones y más millones de ostras, y sus conchas desmenuzadas producen la rica vida que se trueca en pastos y frutos, al par que cubre de flores las praderas.
Preciso es penetrarse de la verdadera inteligencia del mar, no dejarse arrastrar por la falsa idea que puede darnos el país inmediato, ni por las terribles ilusiones que nos produciría la sencilla grandeza de sus fenómenos, ni por los furores aparentes que con frecuencia se convierten en beneficios.