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ISABEL DE LA VAQUERÍA
Y LA SEÑORA BALBINA

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Julián Guillamón Puerto y Maria Mota Robert se conocieron en el baile Monumental de la calle Mayor de Gracia. Hasta el momento de casarse a mi padre le gustaban mucho los bailes. Siempre recordaba que el jueves era el mejor día de la semana porque las chachas libraban. En aquella época –finales de los años cincuenta– las empleadas del hogar gozaban del prestigio erótico que más tarde acapararon las separadas. Mi padre y su amigo se acercaron a mi madre y su amiga y en algún momento debieron decirles: «Somos de Toga, Castellón». El lugar era tan desconocido y remoto que era obligado decirlo en un paquete: «Toga, Castellón» o, si el interlocutor tenía un poco de idea de geografía valenciana: «Toga, en la cuenca del río Mijares». Toga era un pueblo de frontera. Siguiendo el Mijares hacia la costa, en dirección a Onda y Villareal, los pueblos tienen nombres de origen catalán: Cirat, Vallat. Siguiendo el Mijares hacia Teruel, en dirección a la Puebla de Arenoso, aragonés: Torrechiva, Ludiente, Arañuel. Los pueblos junto a Toga, Espadilla y Argelita, los he visto escritos como Espadella y Argeleta, con el sufijo catalán. Pienso que si el nombre del pueblo de mi padre hubiera sido aragonés se habría llamado Tuega, y así aparece, de hecho, en documentos antiguos. El nombre de Argelita es indicativo de lo que debió suceder. Toda aquella comarca, desde Onda, en la Plana, hasta Montán y Montanejos, en la Sierra de Espadán, fue tierra de moriscos. Tantos debió haber que Argelita era «la pequeña Argelia». Cuando expulsaron a los moriscos, en 1609, quedó una tierra de nadie que se repobló con gente de otros lugares. He oído decir que en el siglo xvii, en Toga, la peste liquidó a una parte de la población. Y que llegó otra oleada de repobladores, entre los cuales había navarros y mallorquines. De ahí que una de las especialidades que no he encontrado en otros lugares de Castellón ni de Valencia sean las picantosas, unos chorizos con pimentón y mucha guindilla, que quizás originalmente fueron chistorras. Y que mi abuela se llamara Puerto Barceló: Barceló es un apellido mallorquín. Todo esto son suposiciones construidas a partir de las investigaciones de un familiar, abogado, Octavio Guillamón, que tenía curiosidad por la historia, y de los nietos –Mercè Tolrà, Lola Barceló y yo mismo–, que ya hemos vivido siempre en Cataluña. Cuando era un chico me divertía oír a la tía Enriqueta que hablaba de prisquillas babosas (melocotones de agua) y de chullas (costillas de cordero), que mucho después entendí que eran bresquilles y xulles: palabras de frontera.

Mi madre y mi padre se conocen en el Monumental, se hacen novios, se casan. Mi madre era una muchacha del barrio de Gracia, hija de una heredera de Vila-rodona, Pepita Robert, y de un mozo, de Viladrau, Joaquim Mota, camarero profesional, que había trabajado en el Gran Café Barcelona de la plaza de la Universidad y más adelante en el restaurante del Campo de Aviación. De Tarragona y del Montseny. De pronto, mi madre se encuentra viviendo en casa de sus suegros, en Pueblo Nuevo. Mi padre era calderero, había trabajado en distintos talleres. Cambiaba de trabajo a menudo. Al primer cabreo, no le costaba gran cosa cabrearse, cogía el portante. El yayo Julián era un obrero de can Girona –Material y Construcciones S.A.–, era un obrero enfermizo, se retiró prematuramente y murió joven. La yaya Manuela había trabajado en la fábrica Aranyó, una industria textil que ocupaba un edificio que parecía el castillo de Cumbres borrascosas, actualmente es el Campus de Comunicación de la Universitat Pompeu Fabra. Llegaron a Barcelona en los años veinte, o antes quizás, mi padre nació en 1929 en las chabolas de detrás del Cementerio del Este. Pienso en la sensación de extrañamiento que debió sentir mi madre cuando llegó a Pueblo Nuevo. Una casa vieja, con una escalera de paredes desportilladas, y la puerta que daba a la calle, que se abría desde el piso tirando de una cuerda. Cuando yo nací todavía había comuna. Quedaba en un tramo de la calle Luchana –hoy Roc Boronat–, entre el barrio de la Plata (la calle Wad-Ras –hoy Josep Trueta–, entre Granada –hoy Ciutat de Granada– y Badajoz) y la Rambla: un lugar muy despoblado, con pocas casas. Solo teníamos unos vecinos, los Rosich, Vicenç y Trini, una familia trabajadora. Tenían dos hijos, cuatro o cinco años mayores que yo: Jordi y Nuri. El número 18 de Luchana era lo que se llamaba unos pisos altos, una casa que había quedado tocada por una bomba de la guerra. Enfrente, la casa de Mercè y Marcelino. El resto eran almacenes, talleres, agencias de transporte y fábricas abandonadas.

Tenías la sensación de estar viviendo lejos de todo. Y más todavía cuando subías a ver a los abuelos, en Gracia. En el trayecto del autobús 6, desde el paseo de Gracia, frente al rascacielos del Banco Comercial Transatlántico, hasta la esquina de Wad-Ras con Llacuna, parada final, mudabas de piel. La primera parte del recorrido seguía por la Diagonal hasta el paseo de San Juan. El paisaje estaba formado por casas burguesas, con grandes balcones y galerías acristaladas. Me gustaba el monumento al inventor Narcís Monturiol, obra del escultor Josep M. Subirachs, frente al edificio de la Mútua Metalúrgica, que años después supe que era un edificio notable, precursor de la arquitectura moderna de los años cincuenta, proyectado por Oriol Bohigas y Josep M. Martorell. Yo era un chiquillo y se me iban los ojos tras el submarino de bronce que atravesaba la peana escultórica. Llegábamos al paseo de San Juan, con las dos direcciones del tráfico separadas por un seto de pitósporos. En aquella época se utilizaban a troche y moche en la jardinería municipal. El autobús giraba por la calle Caspe en dirección al puente de Marina, que sobrevolaba las vías del tren que iban a morir a la estación del Norte. Después de Buenaventura Muñoz se entraba en una tierra incógnita, de espacios despoblados, las calles estaban adoquinadas y el autobús que llegaba prácticamente vacío, traqueteaba, con un gran estruendo de asientos, plásticos y cromados. En aquella época, la calle Llacuna iba de mar a montaña: el 6 tenía la parada final frente a la fábrica de yute, tristemente famosa porque en los primeros años de posguerra fue campo de concentración. Mi madre, que enseguida empezó a no entenderse con mi padre, debía vivir estos trayectos como un viaje hacia el destierro. Cuando hablaba de Gracia le brillaban los ojos: «Es de Gracia…». Solo faltaba que, siguiendo una costumbre habitual en los pueblos, mi yaya albergara en su casa a un hermano pequeño, que decidió venir a Barcelona tras perder unos camiones que tenía y cerrar la empresa de transportes. Llegaron el tío de mi padre, Manuel Puerto, su mujer, Enriqueta Barberán, y tres hijos: Manuel, Basilio y Enriqueta. Era una presencia extraña para una joven casada que quería vivir con su marido y su hijo y se encontraba compartiendo piso con sus suegros, el hermano de la suegra y su familia, que acaban de llegar de un pueblo perdido. Era un fastidio y fue su suerte: mi madre y la tía Enriqueta llegaron a ser muy amigas, se hicieron mucha compañía y la tía la ayudó a pasar el mal trago de la soledad en el barrio de la Plata.

Yo nací en medio de esta situación de, digamos, choque cultural. Tenía una familia catalana y una familia valenciana que hablaba en castellano. Abuelos y yayos. Un mundo en Gracia y otro en Pueblo Nuevo. A causa de su trabajo en el aeropuerto, en el restaurante de la sección de vuelos internacionales, el abuelo Quimet estaba en contacto con muchas novedades. En la casa de Gracia encontraba objetos preciosos que sugerían una realidad luminosa: cajetillas metálicas de cigarrillos Benson & Hedges, calendarios de la Pan-Am. Mi abuelo trabajaba en el turno de la mañana. Por la tarde, cuando regresaba del trabajo, compraba El Noticiero Universal, un vespertino que leía con fruición. El hermano de mi madre, el tío Josep Maria, era dependiente de una tienda de electrodomésticos: una tienda de postín de la Vía Augusta, que se llamaba Bohigas, junto al Instituto de Estudios Norteamericanos. Mi tía Mari tenía un puesto de pescado en el mercado de la Libertad. Se ganaban bien la vida, viajaban, eran jóvenes y modernos. En Pueblo Nuevo mi padre leía Marca o As, los diarios deportivos de Madrid, porque era del Valencia C.F. y en estos diarios se hablaba más de su equipo que en los diarios de Barcelona. Mi madre compraba Telva y, más tarde, la revista de patrones Burda Moden, de donde sacaba los modelos que confeccionaba con la máquina de coser Wertheim. Mi padre acababa reventado del trabajo de la semana y no aprovechábamos mucho los días de fiesta. Cuando todavía se trabajaba los sábados por la mañana, por la tarde dormía. Salir a tomar un aperitivo era algo impensable: lo consideraba un gasto innecesario, casi un pecado, más tarde supe por qué. Nos levantábamos tarde, remoloneaba por casa, mi madre se desesperaba, mi hermano y yo nos aburríamos esperando. Salíamos cuando ya casi era la hora del almuerzo. A veces subíamos en el 6 hasta el final, en Collblanc, en el otro extremo de Barcelona. Otras veces salíamos a buscar algún quiosco que estuviera abierto hasta las tres, para comprar el As. Pasábamos por aquellas calles tan vacías del domingo a primera hora de la tarde: Badajoz, Ávila, Álava, Pam­plona, Zamora, atravesábamos uno de los pasos a nivel sin barreras y llegábamos a la calle Marina, que era la primera que parecía una calle de verdad y no el patio de una fábrica. La Fundación Torras ocupaba dos manzanas y media, entre las calles Llull y Pujadas. Dos de las naves estaban conectadas por unos raíles como los del tran­vía por donde, en otros tiempos, debían circular las vagonetas con escorias y carbones. Era uno de los lugares que me gustaban, cuando pasábamos caminando a paso ligero el domingo a mediodía.


Maria Mota, Isabel Castelló y Pepita Robert.

Esta gran extrañeza la asocio hoy con la leche. Mis abuelos vivían en la esquina de la calle Neptuno con Luis Antúnez, en la frontera entre el barrio menestral de Gracia y el más elegante San Gervasio. En la esquina de Luis Antúnez con Vía Augusta, a finales de los años cuarenta, existía una vaquería, con sus corrales y sus vacas. Mis abuelos entablaron una gran amistad con los vaqueros Joaquín Bonada e Isabel Castelló, que vivían en la misma escalera. Cuando prescindieron de las vacas, abrieron una lechería en la calle Luis Antúnez, frente a donde habían tenido los corrales. Mi madre y mi abuela ayudaban en el reparto. Conservo una foto de las dos en el portal, con la señora Isabel, con unos delantales impecables. El barrio de Gracia estaba más conectado con el mundo que Pueblo Nuevo y las novedades llegaban antes allí. Cuando subíamos a visitar a los abuelos, entrábamos en la granja de la señora Isabel. Toda la leche era envasada, lo que me llamaba la atención. En Pueblo Nuevo, mi madre me mandaba a buscar la leche con una lechera a la vaquería de la señora Balbina, en la calle Juncar, junto al Casino de la Alianza. La vendían directamente en el corral, con una gran jarra de aluminio y un cucharón. Isabel, en cambio, tenía botellas, bolsas y Tetra Pak. Mi abuela encontraba buenísima la leche de la Cooperativa de los Vaqueros, en bolsa. Descubrí que podía existir un refinamiento de los productos industriales y que la leche en Tetra Pak, solo por estar envasada en Tetra Pak, era especial. Las marcas que empezaban a envasar leche lanzaban promociones con pequeños regalos. Un avión de la marca Letona, que de pequeño me fascinaba, lo encontré años más tarde en un catálogo: era un recortable de Juan Pedragosa, uno de los pioneros del diseño gráfico de los años sesenta.


La señora Balbina y sus hijos.

Cuando empecé a escribir este libro busqué –y conseguí contactar con ella– a Merche Fernández, la hija de la señora Balbina, que vive todavía en Pueblo Nuevo, en el bloque de pisos que se construyó en los terrenos donde su familia había tenido la vaquería.

Merche me explicó que sus abuelos eran comerciantes de ganado en Selaya, un pueblecito de alta montaña de la provincia de Santander. El padre compraba bosques enteros para vender la madera. Era un trabajo muy pesado. Por esta razón, cuando en 1960 surgió la posibilidad del traspaso de una vaquería decidieron venir a Barcelona. La madre enseguida se encontró a gusto en Pueblo Nuevo y ya no se movió de allí. Merche es dos años mayor que yo y me había vendido leche. Me contó que la idea de despachar en la cuadra fue de su padre, que lo entendía como un reclamo comercial. Ordeñaban las vacas delante de los clientes, con un cubo y un colador. La gente se llevaba la leche caliente. Los tíos de Merche tuvieron una vaquería en la calle Providencia, en Gracia, y más adelante, en Las Corts, pero no se adaptaron y regresaron a Santander. Su padre compró una finca en Olesa de Montserrat y montó una granja que todavía funciona. Una ley del año 1962 prohibía las vaquerías en los núcleos urbanos. Su padre resistió hasta el último momento: fue uno de aquellos vaqueros que en 1972 y 1973 aparecían a menudo en los diarios de Barcelona porque se resistían a prescindir del ganado. Lo hacía por la misma razón comercial: la gente decía que la leche de Olesa de Montserrat llegaba mareada y que no era tan buena. Merche me desmontó el mito de la Cooperativa de los Vaqueros: tenían las instalaciones en Pueblo Nuevo, en la calle Pamplona. «No es que la leche fuera de mala calidad, pero estaba muy manipulada y no podía compararse con la leche acabada de ordeñar».


El viaje de la leche. Folleto de La Lactaria Española S.A.

Mientras la cabeza me bailaba entre Isabel de la vaquería, la señora Balbina y su hija Merche, en Pueblo Nuevo la industria de la leche esterilizada funcionaba a toda máquina. En la calle Bach de Roda tenía la fábrica La Lactaria Española S. A., que producía la leche RAM. En la esquina de Perú con Bilbao, en octubre de 1960 se inauguró la nueva factoría de Frigo, que fabricaba batidos y helados. Letona, que también fabricaba el Cacaolat, estaba en la calle Pujadas, pasada la vía del tren. De manera que a pocas calles de distancia convivían la fábrica automatizada y la vaquería de sesenta vacas. Mientras preparaba este capítulo estuve buscando fotografías, folletos y anuncios de las marcas de leche, helados y batidos que se fabricaban en Pueblo Nuevo. Encontré un folleto de la RAM con el ciclo de la leche, desde las montañas a las casas pasando por la fábrica. Mi generación se quedaba pasmada ante ese tipo de diagramas y Pablo Carbonell les dedicó aquella canción tan divertida que se titula «Mi agüita amarilla». Realicé otro descubrimiento más impactante aún. Con la experiencia de mi abuelo camarero, a finales de los años cincuenta la familia de mi madre arrendó en Arbúcies, en el Montseny, un hotel de temporada: Hostal Castell. Los amos del hotel eran también propietarios de una masía, el Marcús, con una gran extensión de bosques y cultivos. Tenían vacas. En el hostal se gastaba leche embotellada, pero traían una pequeña cantidad de leche fresca para nosotros y para algún cliente que mi abuela y mi madre mimaban especialmente. Encontré un calendario de Frigolat, el batido de chocolate de Frigo. Reconocí de inmediato el lugar que aparece en la fotografía: es el puente que conecta la carretera de Arbúcies a Viladrau con el Marcús. Por aquel puente habían pasado muchos litros de leche en dirección al Hostal Castell. Mientras mi abuela compraba bolsas de leche de los vaqueros pensando que era más buena que la de otras marcas, la deslocalización llamaba a la puerta.


El puente del Marcús, en Arbúcies.

El barrio de la plata

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