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LE HAVRE
(PRINCIPIOS DE DICIEMBRE)

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La señorita volvió a su hogar en la atmósfera suave y celeste de las cinco de la tarde. Pasó por los bassins du Commerce, du Roi y de la Manche para llegar al quai de Southampton, donde se detuvo al pie del conjunto de edificios frente a la terminal de cruceros. Encajada en la desembocadura del río como el diente de un tenedor, la punta de Florida recibe los buques de pasajeros que hacen escala. Mientras la mujer cumplía con su cita en la agencia de empleo, llegó un barco. Es un crucero moderno, trescientos metros de largo y diez pisos que se alzan sobre el agua tranquila. Unas cuatro mil personas deben de circular por estas superestructuras, pero la pared brillante no deja adivinar nada de ese ajetreo, totalmente ajeno a la ciudad que se extiende más allá del muelle.

Ella escuchó en los noticieros que, cuando naufraga un crucero, las parejas sobrevivientes presentan una tasa de divorcio bastante más alta que el promedio. Como lo había comentado el periodista, este fenómeno se explica porque la gente tiende a pisotear a los demás para salvarse el pellejo. La señorita no está expuesta a ese tipo de problemas –es el anverso de su medalla–, sube sola los dos pisos del monoambiente donde también vive sola, tan desligada de la tierra firme como los pasajeros del navío. Este le tapa la vista desde su puerta ventana, que ahora da a una grilla de ojos de buey.

La arquitectura del monoambiente, hecho con ángulos rectos, equipos funcionales y ventanas verticales, es testigo de un estilo que predominaba en la época de la Reconstrucción. En cuanto al piso, exhibe las marcas de un desastre más reciente: libros de la mediateca aplastados en el suelo, envases de yogur, envoltorios de comidas preparadas, papel absorbente, esmalte de uñas, algodón hidrófilo, hisopos, es un asco, qué carajo importa.

Hay una banqueta orientada hacia el estuario. La señorita duerme ahí, a veces a la tarde, acunada por el balanceo del agua y las nubes. Sería mejor que respondiera a las ofertas de la agencia de empleo. Urge encontrar un nuevo trabajo. Las cartas que se amontonan en su buzón se lo recuerdan todos los días, facturas pendientes, buenos recuerdos del fisco, acreedores que no tardarán mucho en tomar medidas en caso de que ella no regularice su situación. Pero la señorita ya no abre su correo.

Observa el crucero, llamado Sirius según las letras gigantes pintadas en la proa (Alpha Canis Majoris, dirá el Inspector). El casco refleja los últimos rayos rosados y amarillos mientras se van iluminando una a una las cabinas, los pasajeros se preparan para cenar en uno de los ocho restoranes del barco, para entretenerse cerca del bar o gastarse tres salarios mínimos en la ruleta.

Decenas de cruceros acostan bajo su ventana. Pasan por ahí dos o tres por semana, a veces los mismos, porque los barcos –como los trenes en el campo, los aviones en el cielo– no tienen una presencia ilimitada en el mar. Van y vienen, se resguardan por un rato y luego retoman su ruta, así que este puede haber venido a descansar ante sus ojos hace unos días o unos meses.

Como si le disgustara la idea, cierra las cortinas, que enseguida le tapan la vista con un carraspeo de chatarra, va hasta la pequeña cocina, donde llena la pava eléctrica y pulsa el interruptor que está en el asa. Hurga en la alacena en busca de alguna cosita para picar, descubre un paquete de magdalenas de marca Saint-Michel, la “verdadera receta con huevos extrafrescos”. Epa, no recuerdo haberlo comprado, pero mi memoria es un colador. En cuanto el aparato empieza a hervir, pone el interruptor en off, escalda la tetera y le arroja una lluvia de hojas enrolladas en bolitas. Mientras vigila el segundero del reloj de pared, desliza una mirada hacia la ventana de la cocina. Desde ese ángulo, el crucero aparece por la parte trasera, aplanada para ofrecer una superficie máxima para los ojos de buey y aumentar la rentabilidad del navío. Algunos pasajeros toman aire en las crujías, ella sigue distraídamente sus trayectorias mientras la infusión reposa y vuelve a sentarse en la banqueta con la taza en la mano derecha y una magdalena en la izquierda.

Primero el té o la magdalena. Humedecer las papilas para mejorar lo esponjoso o morder la masa abombada de agradable color amarillo anaranjado. Parece un detalle sin importancia, pero es delicado, esa clase de decisiones orienta el futuro. Primero, probar la magdalena. Sí, es más lógico. Deja la taza, abre la boca y se detiene. No, remojarla. Recupera el té, está a punto de sumergirla. Ya no sabe. Gira alternativamente hacia la taza y hacia la magdalena y les dirige su más bella mirada de medusa. Pero los objetos se resisten a ese interrogatorio y, por despecho, termina vertiendo el contenido de la taza en la maceta de una pequeña palmera y engulle una tras otra casi todas las magdalenas.

Una lluvia de migas le cae sobre el pantalón deportivo y entre los pies, donde están esparcidos los restos, botones, bulones, tapones, una lapicera azul sin tapa.

Bérénice Beaurivage.

Revuelve sus cosas, exhuma una libreta decorada con estrellas brillantes. Unas finas rayas celestes esperan el momento de guiar la escritura a través de las páginas, y ella, prudentemente, la abre en la tercera, ya que ha notado que suele ser mejor no empezar por el principio.

Luego, solo hay que ponerse a. Masticar la punta de la lapicera, alzar los ojos hacia el techo, bosquejar un atisbo de idea, transcribirlo antes de darse cuenta de que es demasiado tonto. Tachar tres palabras, volver a empezar. Volver a preparar té, volver a pasar frente al crucero, que sigue obstruyendo el campo visual, liberar la mente de pensamientos negativos, volver a escribir tres palabras mientras se piensa Después de todo, hay que avanzar, lo corregiré más tarde. Volver a leer esas tres palabras, tacharlas con fuerza, la hoja se rompe.

Qué rabia me da, resuelve cerrando la tapa con brillantes. Traga una última magdalena y va hasta la ventana para contar el número de puentes en el crucero (11), el número de ojos de buey por puente (55), luego los multiplica para llegar a 605: hay al menos 605 cabinas en esta ratonera flotante de turistas.

La aritmética apacigua. Tranquiliza tanto que ella ha ido desarrollando sus dones. Por un lado, fue por esa cualidad por la que la contrataron en la tienda de electrodomésticos Darty en el mes de mayo; por el otro, porque al responsable de tienda ella le gustaba mucho. Este había dicho que la joven rubia estaría muy bien para el puesto después de una entrevista de quince minutos en la que solo él había hablado, mientras la señorita se cuidaba de interrumpirlo. Ella solo había aclarado que no tendría ningún problema con los stocks, sabía contar. Y se las arregló más o menos durante dos meses. Había abierto el local casi puntualmente, había vendido un poco menos de ollas a presión y robots de cocina que su cupo, pero el stock estaba en perfectas condiciones, y el responsable había declarado que esa bella persona tenía futuro, solo había que darle tiempo para que incorporara las bases del comercio y los rudimentos de los buenos modales.

Entonces terminó el período de prueba y se planteó la cuestión de las vacaciones. Se acercaba el verano, el aire se hacía más cálido, y ella no pensaba pasarse el día bajo las luces de neón del local, quería ver el mar por las tardes. Pero cuando comentó sus planes al jefe de sección, monsieur Baridou dijo No. No, señorita, usted no puede tomarse vacaciones en verano, son vacaciones escolares y usted no tiene hijos; de todas maneras madame Bloquet y monsieur Piton, que sí los tienen, ya me dieron sus fechas, así que es demasiado tarde, usted se las tomará en noviembre, como todos los solteros.

Pero resulta que en ese momento la señorita acababa de hacer una demostración para una señora gorda que buscaba una batidora, y que finalmente no había comprado nada. Ella seguía con el utensilio en la mano y de pronto se lo blandió en la cara al jefe de sección. Con el volumen al máximo, gritó ¿Está seguro, monsieur Baridou? ¿Seguro que no me puedo ir en verano? Y acercándose más, prosiguió Porque yo sí creo que me voy a tomar esas vacaciones y la prueba es que se puso pálido, sí, monsieur Baridou, está entrando en razón, se está acordando de que aquí tenemos igualdad de derechos, etcétera, y me tomaré las vacaciones cuando yo quiera, faltaba más.

La situación se había complicado. Alertadas por el runruneo prolongado del aparato, las vendedoras de la sección de belleza vinieron a ver qué estaba pasando. Claro que monsieur Baridou no les caía muy bien ni a Sylvie ni a Mathilde, ambas habían trabajado bajo sus órdenes antes de que las destinaran a la sección de accesorios para damas. La primera, que justamente llevaba consigo una depiladora, la había encendido alentada por la segunda y amenazaba con retocar la tonsura del jefe de sección, inmovilizado contra un mostrador. Hizo falta que intervinieran los vendedores de equipos de alta fidelidad, luego los brazos fuertes del servicio posventa para terminar con el caos.

Monsieur Baridou había corrido a presentar la denuncia. Pero al día siguiente, la prensa local, so pretexto de un rasguño, tituló “Pánico en la sección cocina”, y él renunció a emprender acciones legales para no volver a aparecer en los diarios con sesgo tan desfavorable. Despidieron a la señorita, suspendieron a Sylvie y Mathilde recibió un llamado de atención. Las tres lamentaron tener que separarse tomando cócteles en el Victoria.

A la señorita le caían bien sus dos compañeras. Pero ellas, que a pesar de su juventud ya tenían maridos e hijos, y aunque se quejaran de ellos constantemente, disfrutaban a todas luces evocando sin parar a un montón de suegras, cuñados, cumpleaños y ceremonias religiosas inverosímiles. A lo que la señorita jamás sabía qué contestar, y se había cansado muy pronto de las conversaciones cuando las tres dejaron de compartir el tema de Darty.

Habría podido buscar un trabajo. Pero andaba con pocas ganas. Empezó a frecuentar la mediateca, las salas de cine que ofrecían tarifas reducidas a personas en su situación. Al pasar los meses y cuando las horas se volvieron interminables, sus acciones ya solo fueron guiadas por accesos súbitos de deseo o hastío.

Como el que acaba de tener: cansada de chocarse con las paredes, sentir el deseo de tomar aire. Se vuelve a poner las zapatillas con velcro, el anorak plateado forrado con piel sintética, y baja a toda prisa las escaleras del edificio.

En el quai de Southampton, no hay ni un alma y ni siquiera un árbol, el arquitecto de la Reconstrucción pensó seguramente que la vegetación desviaría inútilmente la mirada de sus edificios de hormigón armado. Efectivamente, los volúmenes cuadrangulares dan una bella impresión de equilibrio gracias a las variaciones de alturas, al juego de elementos horizontales –plazoletas, pórticos, balcones, terrazas– que modulan delicadamente la composición de las fachadas.

En la primera esquina dobla en la rue de París, llamada así porque está construida siguiendo el modelo de la rue de Rivoli. Aun así, hay diferencias. Las galerías cubiertas se sostienen en pilares toscos en vez de en arcadas elegantes y, en lugar de lujosas tiendas, cobijan agencias de trabajo temporario, de alquiler de automóviles, y una droguería que ofrece una gama especialmente amplia de productos repulsivos: contra los mosquitos, las polillas, las moscas, las cucarachas, las termitas, las ratas, los ratones y los ratones de campo.

Como no circulan más autos por la calle que peatones por la vereda, ella camina por la línea blanca con el cuidado de dar cada paso sobre la raya. Las perpendiculares de la rue de París forman con esta una cuadrícula regular según el trazado ortogonal típico de las ciudades construidas en campo raso. No se trata de una granja aislada que se volvió una aldea, luego un pueblo y una ciudad, sino de un conjunto edificado en una superficie yerma, una llanura, un desierto o tras la destrucción total del anterior. Después de un bombardeo, por ejemplo.

No queda ninguna huella de las arquitecturas que se sucedieron, entremezcladas antes de que los Aliados las arrasaran. Las calles nuevas resisten solas, vaciadas de la población que no regresó cuando se terminaron las obras de posguerra. Pasaron años, los habitantes se habían establecido en la periferia, en barrios infectados por rotondas, centros comerciales, tal es así que ella llega al monumento a los muertos sin haberse cruzado con una sola persona.

El cenotafio bordea una explanada adornada con dos extraños volúmenes blancos. Chatos en la cima, y luego ensanchados en dirección al suelo, tienen la curvatura de las reservas de agua, de torres de enfriamiento de una central nuclear o más sencillamente de un par de yogures mal desmoldados (parabolohiperbolóidicos, dirá el Inspector). Varios restoranes enmarcan la explanada. Considerando que le queda suficiente para pagarse un omelette, la señorita cruza más allá de los yogures para examinar el menú.

En las vidrieras de los restoranes, los clientes pican sus entradas sin interrumpir las conversaciones. Ella se había olvidado de que era viernes a la noche. Cada uno cena con sus amigos o con la otra mitad de su pareja, es deprimente, especialmente porque al fondo de un salón divisa el perfil de monsieur Baridou acompañado por su esposa –otro inconveniente de las aglomeraciones de tamaño mediano: cada vez que una se cruza con un conocido, es un inoportuno–. Renuncia al omelette y se dirige hacia el bassin du Commerce y lo bordea por trescientos metros antes de doblar a la derecha.

Plantada con robustos edificios, esa parte de la ciudad se presenta como un islote trapezoidal, delimitado por un estanque de cada lado. La señorita pasa por el mercado de pescado, el restorán Punjab, la crepería La Paimpolaise y se detiene frente al Home. Un público de entre veinte y treinta años de edad pide tragos sofisticados en un ambiente de bar lounge. Se sabe qué clase de lugar es: iluminación casi inexistente a pesar de los esfuerzos de algunas luces de neón dispersas en los rincones, precios prohibitivos y una despreocupación disuasiva del personal del salón. La señorita había ofrecido allí sus servicios al llegar a la ciudad. El gerente le había respondido No, gracias, a la par que miraba alevosamente a la bartender, una planta trepadora pintarrajeada y llena de tatuajes, diez años menor que la señorita. Ella había entendido el mensaje, así que listo, otra vez a la agencia de trabajo temporario.

Empuja la puerta del bar lounge. Evitando las mesas numerosas, donde todos se sienten obligados a expresar exageradamente su felicidad, encuentra un rincón y se arrellana en un sillón blando. En el menú, el cóctel más barato cuesta ocho euros.

Voy a pedir un Ruso negro, le dice al camarero apretado en su camiseta tensa como un elástico y un bóxer que se le escapa por los tres cuartos del jean deshilachado.

¿Un qué?, contesta el muchacho, cuya mirada se dirige ostensiblemente hacia otro lugar.

Uno de estos, desarrolla ella señalando una línea en el menú de cócteles.

Un Black Russian, articula él mientras su mirada se fija en la piel sintética que bordea el anorak de la señorita, que todavía tiene la capucha en la cabeza.

Como usted diga.

El camarero se da vuelta y ella relee los nombres de las bebidas para que parezca que está haciendo algo. El Black Russian, como se acaba de enterar, se hace con vodka, café, Coca-Cola. Más vale que despierte a la gente. Que la agite, que la zarandee, que la vuelva a poner en el buen camino, si no, es una vía muerta, sí, señorita, insistieron hace un rato con eso en la oficina de empleo. Ella vuelve a cerrar el menú, se pierde en la contemplación de sus rodillas para dejar claro lo poco que le importa estar sola en ese bar lounge un viernes a la noche.

Apenas se ausenta alguien en otra mesa, la otra persona aprovecha para interrogar el teléfono, esperando una conversación más interesante o que simplemente el aparato pueda paliar el abandono. La señorita no tiene los medios suficientes como para contratar una compañía telefónica. Su mirada deriva hacia la ventana, un cuadro opaco donde se reflejan los clientes: grupos de estudiantes, pero sobre todo parejas muy clásicamente formadas por un hombre y una mujer. Tres trajes con corbata esperan a que los sirvan en el bar, entre ellos uno azul oscuro rayando la obsolescencia, que denota al viajante de comercio en tránsito.

Y el vaso de ella está vacío. Al cabo de unos minutos en los que ningún gesto significativo logró llamar la atención del camarero, ella atraviesa el salón para interpelarlo. Quiero otro Ruso negro, reclama dando saltitos alrededor del camarero, que hace todo lo posible para darle la espalda. Ya se lo llevo, concede con tono de extremo cansancio, y obedece más de quince minutos después.

El vaso la tiene algo ocupada. Lo envuelve con sus manos, estudia el reflejo de las lámparas de neón en el líquido, se lo lleva a los labios y observa de nuevo el vaso, el salón, el salón en el vidrio, después el vaso en el vidrio, el vidrio en el vaso, el salón en el vidrio del vaso, el salón el vidrio el vaso el vidrio el salón el vaso, será efecto de los cócteles, la mirada se estimula sola.

Cerrar los ojos. Se despiertan los dedos. Golpetean contra el borde de la mesa, pulgar, índice, medio, anular, meñique, y la inversa: izquierda, derecha, y las dos al mismo tiempo.

¿Está marcando el compás?

(Detectando una voz masculina a mano izquierda).

Y sin embargo, la música no está fuerte.

(Girar cautelosamente hacia el intruso).

Apenas se la oye.

(Bronceado marítimo, maxilares cuadrados, porte flexible y erguido. Excelente rendimiento en educación física).

Qué pena, me hubiera gustado bailar.

(Pero de dónde salió, los había fichado a todos en la vidriera).

Con usted, naturalmente.

(El viajante de comercio).

Usted se habría sacado la capucha, el anorak,

(Sí, es él).

y habríamos,

(Caminó en la sombra, esquivando las lámparas de neón),

habríamos,

(se acercó por un punto ciego).

bailado hasta el alba.

(Culpa de los Rusos negros, me nublan la vista).

Luego habría regresado al Sirius.

(Sacarse la capucha).

Lo habrá visto seguramente, hacemos escala en la punta de Florida.

(Pensar).

Soy comisario de abordo, me llamo Steven.

(Pensar más fuerte, concentrarse muchísimo).

Y usted es

Soy

Es

Soy Bérénice. Bérénice Beaurivage, sí, así me llamo. Y de repente le parece que hace demasiado calor en este bar lounge, se desabrocha el anorak.

A partir de ahí la mujer se limita a seguirle la corriente al comisario de abordo, que resulta estar muy a gusto con el ejercicio de la palabra solitaria. Maneja a la perfección las banalidades de circunstancias condimentadas con discretos halagos e informaciones estratégicas. Así es cómo ella se entera de que él es propietario de un monoambiente en la ciudad –mi puerto base, de alguna manera–, en el complejo lujoso que está sobre la rada de los navegantes aficionados.

A su buque, ya lo vi en otro lugar, interrumpe Bérénice.

Querida, imposible. Es nuestro crucero inaugural, los astilleros de Saint-Nazaire entregaron a Sirius el mes pasado.

Yo sé lo que digo, ya lo vi, reanuda ella mientras se acerca a la mesa con una ondulación del busto que deja ver sus senos firmemente contorneados.

Un sister-ship, Bérénice. Debe haber visto a su doble, no exactamente el mismo, ni del todo diferente.

No era otro, era este, segurísima.

Entonces, usted fue a Saint-Nazaire.

Ya no me acuerdo.

Sirius, desarrolla el comisario de abordo, una de las tres estrellas del Triángulo de Invierno, que desde nuestro punto de vista parece casi equilátero. Y prosigue Algunos leen los astros, yo leo las manos, y con ese pretexto toma las de la mujer.

Sus antebrazos dibujan arabescos al ritmo indefinido y lento del fondo sonoro, un tapiz de bajos no distinguibles. Espirales que se propagan por las muñecas y a lo largo de los dedos. Es mecánico, las manos se enlazan para guardar el calor, y por arriba se murmuran palabras inaudibles sin que nadie se preocupe por agregarles sentido. Tal vez ni siquiera sean palabras, sino simplemente sílabas para mover los labios, mostrar el extremo de los dientes y descubrirlos todos, porque hay muchas risas en ese intercambio sin lógica aparente pero con precisa comprensión mutua, hasta el punto de que el comisario de abordo termina por hacerse cargo de la cuenta que no dejaba de crecer a medida que aparecían en la mesa cócteles exorbitantes que se liquidaban enseguida. Deja un billete grande en la mesa. Nos vamos, anuncia tomando el brazo de Bérénice, quien solo atina a agarrar el anorak.

Qué extraña la piel del otro cuando vuelve a ser del otro, recostada en la sombra contra la suya y a medida que desaparecen los efectos de los Rusos negros. Un poco pesado también cuando una trata de liberarse. Serán al menos las cuatro de la mañana considerando el tiempo de espera, con la mirada clavada en el techo para no perturbar el sueño del comisario de abordo. No, las 2 y 36 en el despertador electrónico que está sobre la mesita de luz. El halo proyecta un cono de luz verde en el cuarto desordenado. Podría irme. Vestirme, salir en silencio de esta residencia del quai François-Ier y rumbear hacia el faro, en cinco minutos llegaría a mi casa. A mi casa, es un decir. Dentro de poco van a llegar los agentes judiciales, van a embargar todas mis cosas. Podría huir. Irme a otra ciudad costera, comenzar de nuevo, eso tendría que hacer. Son las 3 y 14.

Podría quedarme, desayunar, buen día señor, buen día señorita, cómo amaneció, y fue un placer conocerlo, ah ya se va de viaje, muy bien, muy bien. Podría podría podría.

A través del ventanal distingue los brazos del malecón, que protegen los barcos de recreo, mecidos por el chapoteo del agua oscura. Sigue con la mirada el contorno de los embarcaderos donde están amarradas las lanchas, los veleros, recorre el fino enrejado de los aparejos. A lo lejos se deslizan sombras, portacontenedores, buques de carga, ferris, formas negras sobre fondos negros que avanzan hacia la entrada del puerto. El horizonte palidece levemente y ella vislumbra el volumen de las nubes, el contorno de las naves que se va precisando en planos cada vez más cercanos, por fin puede leer los nombres.

Al salir de la cama en puntas de pie recupera su ropa, una media enrollada en los flecos de la alfombra, su buzo debajo de un sillón, un vestido de encaje en el bar americano. Se apoya en ese mueble para ponerse la segunda media, y roza al pasar la chaqueta del comisario de abordo, colgada del respaldo de una silla. Cierra los ojos mientras su mano se pierde en el bolsillo interior sobre la billetera, un estuche de cuero blando rellenito: la había visto anoche cuando él pagó la cuenta. Con los párpados bien cerrados, hurga en el bolsillo grande del estuche, oye el dulce estremecimiento de los billetes de banco. Luego los acerca abriendo bien grandes los ojos: hay trescientos. Qué bien.

El triángulo de invierno

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