Читать книгу El amor de sus sueños - Julie Cohen - Страница 6
Capítulo 1
Оглавление«A veces la vida es un asco», pensó ella.
–Entonces, ¿cuánto me daría por mi Mercedes? –preguntó Kitty Giroux Clifford al hombre que tenía frente a ella mirándolo directamente a los ojos.
El vendedor de coches usados se rascó la barbilla y dudó un segundo.
–Tiene muchos kilómetros para ser un modelo del año pasado… Y aquí en Maine no se venden muy bien los descapotables. El invierno es demasiado duro.
Kitty se enderezó en la silla. Necesitaba cada céntimo que pudiera sacar de la venta del coche para pagar sus deudas y mantener su negocio a flote. Pero no quería parecer desesperada.
Aunque lo estaba. Y el vendedor lo sabía. La gente no vendía un Mercedes a no ser que se estuviera pasando una crisis económica.
–Bueno, a lo mejor en el concesionario de Scarborough tienen más demanda de descapotables –dijo ella mientras se abotonaba la chaqueta de su traje de marca y se disponía a levantarse.
–Un momento, señorita Clifford –la interrumpió el hombre–. Estoy seguro de que podemos llegar a un acuerdo.
Sonrió, supo que había ganado. Pero en ese momento su bolso vibró y el corazón le dio un vuelco, siempre le pasaba cuando sonaba el teléfono móvil.
«Esta llamada podría ser la que espero».
–Perdone –se disculpó mientras sacaba el aparato–. Pero tengo que contestar.
Vio en la pantalla que era su madre, para variar, la que llamaba. Pero decidió contestar de todas formas. Le vendría bien que el vendedor de coches pensara que era una mujer ocupada.
–¿Diga? –saludó saliendo al aparcamiento.
–¡Kitty! –gritó su madre entusiasmada–. ¡Te acaba de llamar alguien que quiere contratarte! Y, ¿a que no adivinas para dónde?
Su pulso se aceleró. Había iniciado su negocio como diseñadora de interiores en Maine seis meses atrás y ésa era la primera llamada de interés que conseguía.
–¿Dónde?
–¡Te va a encantar! Ha comprado el cine Delphi y lo está restaurando.
–¡Sí! –gritó Kitty dando un salto en el aire.
El cine Delphi era el edificio más elegante de Portland. Nunca había sido una cinéfila pero siempre le había gustado el Delphi, desde pequeña. Parecía un palacio desvencijado, el tipo de sitio donde podría encontrar a un príncipe azul. Quizá a un príncipe azul también un poco deslustrado pero un príncipe azul al fin y al cabo.
Ya no tenía ese tipo de sueños. Pero, desde su vuelta a Maine, se había parado a admirar el cine en ruinas cada vez que pasaba por allí. Había sido descuidado durante años pero aún conservaba su elegante estilo art decó. Restaurar un sitio así era el sueño de cualquier decorador.
Parecía que su suerte podía empezar a cambiar.
–Dijo que estaría esta tarde en el cine y espera que puedas pasarte –le dijo su madre–. He anotado su número por si quieres llamarlo.
–¡Es genial, mamá! ¿Cómo se llama? –le preguntó mientras volvía a la oficina del vendedor.
–Taylor.
Se quedó parada en mitad del aparcamiento. Recordó que a Jack Taylor le encantaban las películas. Pero no podía ser.
–¿Qué?
–Taylor, se llama Taylor.
–¿Y su nombre de pila?
–No lo recuerdo. Me ha parecido encantador.
Era la primera oportunidad real que tenía en su nuevo negocio y desde su divorcio. No podía creer que su cliente pudiera ser…
–¿Cómo se deletrea?
–Lo he anotado como T, A, I…
–¿Estás segura de que no se escribe con «y» griega?
–Bueno, no lo sé. A mí me sonó de la otra forma. Pero ¿qué más da? Es el trabajo que has estado esperando.
Sí, ese trabajo parecía un sueño. Pero Jack Taylor era su peor pesadilla. Era el chico del que había estado enamorada en el instituto, el que pisoteó su corazón y la humilló enfrente de todo el colegio durante el baile de fin de curso. Era la única persona en el mundo a la que no quería volver a ver en su vida.
Llevaba seis meses viviendo en la ciudad donde había crecido y no se había encontrado con él durante ese tiempo. Eso le hizo pensar que quizá se hubiera ido a otro sitio. Portland era una ciudad pequeña y pensaba que en ella no había suficientes mujeres para tener satisfecho a Jack.
Aunque pensándolo mejor, Kitty decidió que en el mundo no había mujeres suficientes para mantenerlo contento. Tenía más novias y aventuras que pelos en la cabeza.
Eso si no había cambiado desde sus tiempos en el instituto. Y no creía que lo hubiera hecho. Era rico, atractivo y lo suficientemente encantador como para que las féminas cayeran rendidas a sus pies. Igual que le había pasado a ella trece años antes.
–¿Cariño? ¿Quieres el número? Así puedes preguntarle tú misma cómo escribe su apellido.
La voz de su madre hizo que regresara a la realidad y se dio cuenta de que estaba en medio de un aparcamiento retorciendo entre sus dedos un mechón de su pelirrojo cabello mientras agarraba con fuerza el teléfono en la otra mano. El vendedor de coches la miraba por la ventana. Se imaginó que la habría visto saltar de alegría segundos antes. Pero eso ya no le importaba. Si tenía trabajo, no tendría que deshacerse de su coche. Podría hablar con el banco y reorganizar el pago de sus deudas de algún modo…
–Mamá, tengo la agenda en el coche. Te llamo dentro de un minuto para que me des el teléfono del señor Taylor, ¿de acuerdo? Además, necesito hablar con alguien antes.
Kitty metió el móvil de nuevo en el bolso y entró en el despacho. El hombre no se molestó en levantarse al verla pasar.
–He decidido no vender mi coche, señor Dawson –le dijo tomando las llaves que estaban sobre la mesa–. Perdone las molestias.
Se quedó tan sorprendido que Kitty no pudo evitar sonreír al salir de allí. Su suerte estaba cambiando por fin. El cine Delphi era un gran paso.
Salió deprisa hasta su coche, tenía ganas de llamar a su madre y conseguir ese teléfono pronto. Quería ese trabajo. Por el dinero y por sí misma. Había tenido éxito en California pero su matrimonio con Sam había sido un fracaso. Se suponía que volver a Maine debería haberle servido como nuevo comienzo. Quería probar que podía valerse por sí misma. Pero hasta el momento no había sido capaz de conseguirlo y sus ahorros estaban desapareciendo.
Estaba convencida de que toda su vida dependía de que consiguiera ese trabajo y lo hiciera bien. Un cine era un trabajo muy importante. Era como un escaparate para su talento que le proporcionaría más trabajo en el futuro.
Llegó al coche con una amplia sonrisa en la cara. Llevó la mano al bolso para abrirlo pero vio que la cremallera ya estaba abierta. Se le borró la sonrisa, metió la mano y vio que el bolso estaba vacío.
–¡No!
Miró hacia atrás en el aparcamiento. Su monedero, las llaves del coche, su espejo, varios lápices, un pintalabios, un cepillo y su elegante y extremadamente caro teléfono móvil estaban esparcidos formando una especie de camino tras ella.
Comenzó a recoger sus cosas pero tuvo que pegar un salto cuando oyó un claxon muy cerca y vio como un Lexus de color rojo pasaba por encima de su teléfono haciéndolo crujir.
–¡Eh! –gritó enarbolando su bolso vacío contra el coche–. ¡Imbécil! ¡Acabas de aplastar mi móvil!
Corrió tras el coche, pero éste no paró. El conductor ni siquiera miró por el retrovisor.
–¡Espero que compres el coche y te estafen! –exclamó exasperada mientras se agachaba para recoger el resto de sus cosas.
Miró lo que había sido su teléfono. Estaba claro que había muerto y no podía permitirse comprarse otro. Ahora tenía que concentrarse en otras cosas, como en conseguir el contrato para la restauración del Delphi y hacerlo muy bien.
Su madre le había dicho que podía simplemente pasarse por el cine y hablar con el dueño. Así que eso era lo que iba a tener que hacer.
Afortunadamente, llevaba con ella su portafolios a todas partes. Siempre preparada por si aparecía una oportunidad. Además, estaba vestida adecuadamente, llevaba su mejor traje, uno de marca en seda de color marfil. Su intención había sido impresionar al vendedor de coches. Su pelo tampoco estaba mal.
Kitty había aprendido que las apariencias eran importantes. Sabía que una diseñadora de interiores tenía que tener una apariencia elegante. También era esencial que pareciese tener éxito. El llevar ropa cara y conducir un coche lujoso daba confianza al futuro cliente. Al menos eso creía. No siempre le había ido bien. Desde luego no había ayudado con su matrimonio ni había hecho que consiguiera trabajo en Maine hasta el momento.
Pero Kitty entró en su Mercedes convencida de que eso estaba a punto de cambiar. Y si su nuevo cliente era Jack Taylor, tendría que aceptarlo, por mucho que le costase la idea.
Pero sabía que no lo sería. Había cientos de Taylors y Tailors en la guía telefónica. Había muy pocas posibilidades de que su nuevo cliente fuera el chico del que estaba enamorada en el instituto. Sabía que era imposible.
–Jack, ¿no has considerado la posibilidad de que te estés embarcando en un proyecto tan complejo sólo para distraerte de tu frustración sexual? –le preguntó Oz.
Jack gruñó y arrancó el último trozo de la vieja moqueta.
–Te equivocas. Sabes que hace años que quería hacer esto. Recuerda que siempre que pasábamos por aquí pensábamos en cómo habría sido cuando era nuevo.
–Tú lo pensabas. Yo sólo decía: «Tío, este sitio es una ruina».
Jack ignoró el comentario de su amigo.
–¿Y recuerdas lo que escribí en el anuario sobre nuestros proyectos futuros? Yo quería tener mi propio cine y que mi vida fuera una película. Bueno, ya he cumplido la primera parte y sólo he tardado diez años –dijo mientras arrastraba la moqueta a un lado dejando al descubierto los suelos de parqué–. Si a alguien le interesara hacer una película sobre lucha libre con moquetas malolientes también podría cumplir la segunda parte de mi sueño de juventud.
–No creo que tuviera mucho éxito –contestó Oz mientras estudiaba el suelo.
–Por otro lado, eso de frustración sexual que has dicho parece implicar que no puedo tener relaciones sexuales, y sí que puedo. De hecho, anoche me encontré con Sally McKenna y parecía muy interesada en revivir experiencias pasadas conmigo.
–¿Sally quiere acostarse contigo de nuevo? ¿Después de que la rechazaras? ¿Le diste mi teléfono?
–Búscate una novia sin mi ayuda, Oz. La cuestión es que si quisiera acostarme con alguien podría hacerlo. Pero he decidido no hacerlo. Hasta que llegue el momento apropiado.
Oz pasó su mano por el parqué y empujó con fuerza.
–Espero que tu cuerpo esté resistiendo la desatención mejor que este suelo. ¿Cuánto tiempo hace que elegiste el camino de la castidad? ¿Un año?
–Once meses, seis días y ocho horas. Aproximadamente –contestó Jack suspirando–. Y a mi cuerpo no le pasa nada.
–Me alegro mucho de que estés tan seguro porque la adquisición de esta inmensa erección arquitectónica podría ser interpretada como una respuesta compensatoria a las insuficiencias de tu rendimiento físico.
Jack no pudo evitar reír con ganas mientras se limpiaba el sudor de la frente y se echaba su oscuro pelo hacia atrás.
–Muy bien, doctor Strummer. No necesito más lecciones de psicología barata. Compré el cine Delphi porque me gustaba. No tiene nada que ver con mi miembro viril.
Oz levantó la vista para mirar a Jack y abrió la boca para responder pero sólo sonrió.
–Di lo que quieras pero no necesito un título de psicólogo para interpretar eso –dijo señalando algo que había tras Jack.
Éste se dio la vuelta para ver el enorme rollo de moqueta apoyado de pie en la pared. En ese momento, comenzó a doblarse por la mitad y caer poco a poco hasta precipitarse en el suelo.
Jack echó la cabeza hacia atrás y comenzó a reír.
–De eso nada, Oz –le dijo yendo hacia su amigo–. Eso no significa nada. Yo no tengo ningún problema de… ¡Aaaah!
El suelo se venció bajo los pies de Jack y cayó a una especie de oscuro sótano. Se quedó tendido sobre su espalda sin poder moverse. Al momento vio la rubia cabeza de su amigo aparecer sobre él en el agujero.
–¿Estás bien?
–Sí, sí. Sólo algo sobresaltado –repuso Jack sentándose y pasándose la mano por el pelo.
–Creo que te caíste por la trampilla. Supongo que tu peso rompió las bisagras y la puerta cedió.
–Parece que así es como se accede al sótano. ¡Está bien saberlo! –dijo Jack mirando a su alrededor.
Un montón de trapos sucios le habían suavizado la caída, que había sido de unos dos metros. No entraba mucha luz, pero parecía un espacio bastante amplio.
Oz comprobó el estado del suelo y parecía sólido. Se sentó al borde de la trampilla.
–No tengo que explicarte el simbolismo de que te hayas caído dentro de un negro agujero, ¿verdad?
–Ja, ja. Cada día eres más gracioso, Oz. ¿Me vas a sacar de aquí?
–Aún no. Me alegro de tenerte atrapado, Jack, porque así puedo decirte que estoy de verdad preocupado por ti. No puedo creerme que el rey de las conquistas lleve once meses sin sexo. Ése no eres tú. Y todo por culpa de un sueño…
–No fue un sueño cualquiera, fue el mejor de mi vida. Hizo que me diera cuenta de que estaba perdiendo el tiempo pasando de una mujer a otra. Lo que experimenté en ese sueño fue increíble y no veo por qué iba a volver a acostarme con nadie hasta que pueda encontrar alguien con quien pueda tener algo así.
–Jack, los sueños son parte de la fantasía. La realidad no puede ser tan buena como nuestros sueños. Por eso son sueños.
–No, no con este sueño. Va a pasar, lo sé –le dijo Jack mientras se sacaba astillas de la camiseta––. ¿Te conté que mi abuela era adivina? Solía predecir el futuro de la gente. Creo que todos hemos heredado ese talento.
–Tú no crees en esas tonterías, ¿verdad?
–¡Eh! Estás insultando a mi abuela. ¡Debería pegarte una paliza!
–Muy bien –repuso Oz de nuevo con su tono de psicólogo–. Me creo lo que dices del sueño y la fe que tienes en que algún día te encontrarás con alguien en tu vida que te ofrecerá una experiencia igual. Aunque fuera verdad, cuando la conozcas, ¿cómo vas a saber que esa mujer es con las que vas a tener esa increíble conexión sexual?
–Simplemente, lo sabré.
–¿Cómo?
–Lo sabré y ya está.
Oz miró a su amigo con desesperación y suspiró.
–Por esto me preocupas, Jack. Nunca te has comprometido con nada ni con nadie. Has pasado por la vida sin implicarte y ahora de repente te metes en este proyecto descomunal con el cine y renuncias a una vida sexual muy activa y envidiable por culpa de un sueño. ¿De verdad crees que estás preparado para comprometerte con la mujer de ese sueño si es que algún día la encuentras?
–Poco a poco, chico. Quiero encontrarla y acostarme con ella, eso lo tengo claro. En cuanto a lo de comprometerme, eso son palabras mayores…
–¿Nunca has pensado que quieres hacer una película de tu vida porque las películas sólo duran dos horas?
–Lo que el viento se llevó dura más de tres horas y media…
–Ya sabes a qué me refiero. Las películas no son tan complicadas como la realidad. Las ves y después te vas. No tienes por qué implicarte, tus emociones están seguras. ¿Es por eso por lo que quieres que tu vida sea una película?
Jack se encogió de hombros.
–¿Qué quieres decir con todo eso?
–¿Cuánto tiempo has permanecido fiel a algo? ¿Un trabajo, un proyecto, una mujer? Y ahora de repente, tomas todos estos compromisos. Porque son compromisos lo llames como lo llames. Y no sé si estás preparado.
–Deja de psicoanalizarme, Oscar. Puedo prestar atención a algo durante más de dos horas. Puedo probarlo. Te prometo que en menos de un año este cine será un precioso cine funcionando a pleno rendimiento y que habré tenido la mejor experiencia sexual de mi vida. Y estoy dispuesto a hacer lo que sea necesario por conseguir ambas cosas –le dijo ofreciéndole la mano.
Oz tomó la mano de su amigo para sellar el acuerdo.
–Y ahora, ¿vas a ayudarme a salir?
La mano de Oz dejó de moverse.
–Sí, espera un segundo –dijo soltándole la mano y desapareciendo.
–¿Oz? ¡Oz!
Se subió a una pila de ladrillos que había en el sótano pero, aun así, no llegaba hasta el agujero. Oyó pasos alejándose y una puerta que se abría.
–Hola. ¿Es usted el nuevo propietario? –oyó preguntar a una voz femenina.
Jack sintió algo extraño en su pecho. Algo así como una sacudida. Dejó de intentar salir del agujero y se detuvo para escuchar sin hacer ruido.
–No, el propietario está ahora atrapado en un agujero simbólico. Pase, por favor.
–Soy Katherine Clifford, la diseñadora de interiores. Creo que es el señor Taylor con quien tengo que hablar, ¿no?
Jack se dio cuenta que era la diseñadora que había elegido de la guía telefónica. Su voz le resultaba familiar. Había algo en su entonación cantarina o algo en cómo había pronunciado su nombre. No estaba seguro, pero le sonaba de algo.
Sus latidos se aceleraron y las manos comenzaron a sudarle. Tenía el cuerpo tenso, intentando averiguar por qué su voz le era familiar, por qué le sonaba, por qué sentía que quería salir de un salto del agujero en el que estaba.
–Bueno, como puede ver, aquí tiene mucho trabajo –le dijo Oz mientras andaban.
Jack escuchó que sus pasos se paraban de repente.
–¡Escucha! ¿No te conozco de algo? ¿No eres de por aquí? Soy Oscar Strummer.
–¡Oh! ¿Eres Oscar Strummer? ¿Oz?
–El mismo.
–Entonces, el propietario del cine, Taylor…
–Es Jack Taylor. Yo soy el amigo idiota que se ha ofrecido a echarle una mano en su tiempo libre. Entonces, ¿de qué te conozco, Katherine?
–Sí, Katherine, ¿de qué te conozco? –murmuró Jack en las tinieblas del sótano preguntándose si la habría conocido once meses antes en su sueño.
–¿Jack Taylor es el propietario del Delphi? –preguntó ella–. Fuimos al instituto juntos –contestó ella después de un momento–. Los dos erais un año mayores. No te reconocí cuando entré. Eres mucho más alto ahora.
–Sí, di el estirón bastante tarde –repuso Oz–. Yo te reconocí en cuanto vi tu pelo. Pero el nombre de Katherine Clifford no me sonó.
Jack se dio cuenta de que si había reconocido su voz había sido porque habían ido al mismo instituto. Se movió para intentar oír mejor pero tiró uno de los ladrillos y el ruido hizo que se perdiera parte de su contestación.
–… volví a Portland hace unos seis meses para empezar mi propio negocio. Y, sí, la gente suele recordarme por mi pelo –repuso.
Ella rió y Jack comenzó a sudar. Intentó calmarse. Al fin y al cabo, se conocían del instituto, no de su sueño. Si su cuerpo estaba reaccionando así era porque habían estado hablando del sueño minutos antes. Y seguramente estuviera soltando adrenalina con retraso tras la caída. Si eso era posible.
Tenía que salir de allí. Miró de nuevo a su alrededor. Sus ojos se habían adaptado a la oscuridad y podía distinguir algunos bultos grandes cubiertos con sábanas. Oz seguía preguntándole cosas, qué había hecho desde el instituto, si su familia aún vivía en la ciudad y cosas así. No podía concentrarse en sus respuestas, sólo en su voz, dulce y algo ronca. Le acariciaba los oídos con gran sensualidad. No podía dejarla sola con Oz, que también era soltero y atractivo.
Descubrió uno de los bultos, era una vieja silla de terciopelo. La llevó hasta la pila de ladrillos que había bajo el agujero.
Se preguntaba una y otra vez quién sería ella. No podía recordar a ninguna Katherine del instituto y no entendía qué tendría su pelo de especial.
Ella rió de nuevo y cuando la oyó, el cuerpo de Jack rebosó de adrenalina, pero no fue por la caída. Se subió a la silla, agarró el borde de la trampilla y se impulsó para salir del agujero.
Se puso en pie y se apresuró a acercarse hasta donde Oz y Katherine estaban charlando. El corazón le latía con fuerza. Ella, una esbelta mujer, le daba la espalda. Tenía un precioso cabello del color de las hojas en otoño, y lo llevaba recogido sobre la nuca. Le resultaba familiar.
Se paró a su lado y le tendió la mano.
–Hola, soy Jack.
Ella tardó tanto en girarse que le pareció una eternidad. La observó como en una escena a cámara lenta. Su cuello y barbilla eran delicados, su nariz fina y recta, su boca rosada y jugosa, su tez pálida. Y el pelo… El pelo era del color del fuego.
Vaya que si la conocía.
Era probablemente la única persona en el mundo que lo había llegado a odiar.