Читать книгу Cámara oscura - Julián Isaza - Страница 3
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la noche en que se desencadenaron los extraños eventos, me encontraba leyendo en la poltrona que tengo frente a mi ventana. Soy una lectora voraz y una vez termino mis labores domésticas, que consisten en asear la casa, preparar mi almuerzo y regar las plantas del jardín, me dedico desde la tarde hasta bien entrada la noche a mis libros. Y esa noche tibia estaba sumergida en la apasionante historia de los atlantes y su relación con los visitantes de otros mundos, un tema que me intriga desde hace tiempo, como en su momento lo hicieron las Pirámides de Egipto, el Triángulo de las Bermudas, o las extrañas señales que han aparecido en los campos de trigo de todo el mundo. Por eso, ahora que reflexiono y veo todo en retrospectiva, no podría asegurar que el singular suceso fue del todo azaroso, aunque tampoco podría decir que fui escogida. Lo que sí puedo afirmar, sin duda alguna, es que mi existencia serena desde entonces fue cubierta por un manto siniestro.
Tenía los pies en alto, como se aconseja para favorecer la circulación sanguínea, y pasaba las hojas del libro cuando en el cielo hubo un destello intenso, como si una de las tantas estrellas que perforaban la oscuridad del firmamento hubiese estallado. La claridad de una fracción de segundo fue superior a la del relámpago, y yo, que siempre fui una mujer muy nerviosa, quedé petrificada. Un instante después mis naranjos, afuera, se sacudieron con violencia y los cristales de las ventanas se cimbraron con tal vigor que me pareció increíble que no se quebraran.
Ni siquiera pude gritar. Estaba tiesa. Cualquiera que me hubiese visto en ese momento, engarrotada, con los ojos saliendo de sus órbitas y con los inequívocos signos del rigor mortis, habría concluido que estaba muerta. Pero seguía viva, vivísima: el corazón lo sentía en la boca. No sé con exactitud cuánto tiempo estuve así, pero al cabo de un rato empecé a moverme con cautela, con el sigilo que me permite este viejo cuerpo de 67 años.
Finalmente salí al jardín y me encontré con el manto de la noche, así que encendí la luz exterior. Corría una brisa fresca y mansa. Avancé, no sin temor, para inspeccionar los posibles daños a mis plantas e incluso para hallar algún tipo de indicio que explicara lo que acababa de suceder, mas no encontré nada salvo hojas y ramas revueltas. Respiré hondo y comencé a fabricar hipótesis de lo más mundanas. Lo primero que se me ocurrió es que había caído un rayo, pero enseguida descarté la posibilidad al ver el firmamento completamente despejado; luego pensé que se trataba de un corto circuito en alguna de las torres eléctricas, pero esa opción también se deshizo al comprobar que en mi casa las bombillas estaban prendidas. Me hallaba sumida en esas cavilaciones cuando escuché un ruido, más bien el débil crujido de la hierba seca. Pensé que lo mejor sería regresar enseguida y buscar refugio, pero más pudo la curiosidad y mis piernas avanzaron trémulas hacia el lugar de donde venía el sonido.
A medida que me acercaba, mis ojos entendían un poco mejor las formas en la penumbra. Al fondo, a unos cuantos metros, descubrí en el suelo una pequeña figura que yacía en posición fetal. Fuera lo que fuera, parecía bastante desvalida, apenas se movía. Observé a la criatura durante algunos segundos, pero era difícil determinar qué era. Alargué la mano con la esperanza de que el tacto me diera mayores pistas. Las yemas de mis dedos se posaron en lo que podría ser su lomo. Sentí su piel blanda. El pequeño ser se estremeció, pero no opuso ninguna resistencia, así que me agaché y lo alcé. Era extremadamente ligero, como si por dentro no tuviese órganos ni huesos. Apenas lo tuve en mis brazos sentí lo que podría ser su mano aferrándose a uno de mis dedos como un recién nacido, aunque estaba segura de que no era humano ni pertenecía a este mundo. Y esa certeza me aterró y me llenó de júbilo, pues de alguna manera sentí que esta pobre vieja tenía el privilegio de ser parte de un encuentro excepcional.
Lo llevé adentro y lo examiné. No superaba los 70 centímetros, su cabeza era muy grande y tenía dos ojos enormes, los brazos eran largos, delgados y muy lisos, como si no tuviesen coyunturas, al igual que sus piernas que caían desgonzadas. Me recordó enseguida a un viejo muñeco que le perteneció a mi hijo, una Rana René que aún conservo con algunas de sus otras pertenencias en el fondo de alguna caja en la que fue su habitación. Su anatomía señalaba fragilidad por todas partes. Y la piel era extraña, verde y elástica, como la de un anfibio.
Me miraba fijamente con unos ojos negrísimos; en realidad, apenas pupilas. Me miraba como si me estuviese estudiando, pero también con una expresión de profundo desamparo. Pensé que era lógico, pues parecía tan exhausto, tan enfermo o tan herido, que en ese estado era totalmente vulnerable. Le hablé y le dije que podía estar tranquilo, que estaba en buenas manos. Aunque era probable que no hubiera entendido mis palabras, su cuerpo se relajó y volvió a poner su diminuta mano de tres dedos sobre la mía. Luego, una membrana blanquecina cubrió sus ojos.
Como no permitiría que durmiera en mi habitación, pues mi temeridad no me daba para tanto, era preciso que lo instalara en el cuarto de mi hijo. Y así lo hice, lo acomodé en la cama y cerré la puerta. No mentiré, en varias ocasiones me levanté con la firme intención de sacar a la criatura y dejarla en la maleza, pero luego me devolvía desconcertada por lo que me parecía una idea cruel y repugnante. Conciliar el sueño fue imposible, toda clase de elucubraciones cruzaron por mi cabeza, cada una más disparatada que la anterior. Pensaba, por ejemplo, en el origen de ese ser. Pero especular era inútil, pues la respuesta no estaba a mi alcance. Luego pensé en sus intenciones y me llené de terror. ¿Qué tal si pretendía experimentar conmigo o si era la avanzada de una invasión o si entraba por la puerta con el propósito de asesinarme? Temblé y maldije la hora en que lo recogí, pero intenté tranquilizarme con lo tristemente obvio: si fingía ese estado lamentable y tenía una intención siniestra, qué podía hacer yo, una pobre anciana, para oponerme. Además, si su intención fuera atacar, ya lo habría hecho.
Vi cómo la noche cedió ante los primeros rayos solares. Me levanté ojerosa, cansada y cubierta de sudor. Y el día tampoco prometía un descanso mayor. Mi vida, que siempre ha sido sencilla, se había roto y ahora compartía el techo con un huésped a quien compadecía y temía. Caminé por la casa y comprobé que todo seguía igual, aunque evidentemente todo había cambiado.
Abrí la puerta del cuarto de mi hijo y encontré que mi invitado había recuperado su fuerza. Dio un salto largo, propio de un batracio, y se ocultó debajo de la cama. Al agacharme solo pude ver el brillo líquido de sus enormes ojos que con cautela se acercaron lo suficiente para que me pudiera ver reflejada en ellos. Sentí vértigo: su mirada no decía nada, era inerte y enigmática. Retrocedí y la combinación de mis pies torpes y mis carnes pesadas me enviaron al piso. Caí bocarriba como un escarabajo y, mientras trataba de reincorporarme, la criatura salió de su escondite y se paró a mi lado. No podía estar más confundida ante su presencia y no resolvía si lo más conveniente era quedarme quieta o seguir retrocediendo. Sin embargo, la decisión que tomaría sería la consecuencia de un acontecimiento de lo más estrambótico: el pequeño ser abrió sus brazos y se pegó —no encuentro una palabra más precisa— a mi cuerpo; entonces no moví un músculo hasta que él, luego de unos minutos, decidió liberarme.
El resto de esa mañana evité aquella habitación. Me encontraba aturdida, incluso diría que perdida ante la perspectiva de una situación que cualquiera habría calificado de delirante. Pero conforme pasó el tiempo empecé a relajarme ante la certeza de que ahora contaba con esa singular compañía. Incluso comencé a preocuparme por él, por su bienestar.
Fue hasta la tarde cuando caí en cuenta que aquel ser no había comido. Como todo ser vivo era de esperarse que consumiera algún tipo de alimento, lo que me planteó un dilema de proporciones jurásicas, y una angustia de dimensiones similares. ¿Cómo podría nutrir a aquel organismo cuya biología era un misterio? ¿Acaso podría siquiera digerir alguna comida terrícola, o le resultaría tóxica cualquier cosa que le ofreciese? No había manera de saberlo y la única posibilidad sensata que se me antojó consistía en que él mismo me indicara el camino a seguir. Así que preparé en una bandeja varias opciones: un poco de fruta, carne cruda y cocinada, vegetales, algo de queso e incluso un poco de la crema de pollo que me preparé de almuerzo, además de agua en un vaso.
La puse frente a mi invitado, pero nada atrajo su atención ni mucho menos su apetito, ni siquiera el agua. De hecho, contrajo los labios declarando con ese gesto un evidente repudio a lo que le ofrecía. Poco pude hacer más que retirar la charola y disponerme a dejarlo solo de nuevo, pero justo cuando le daba la espalda, él me rodeó otra vez con sus brazos, abrazó mi pierna por un lapso de quince segundos, luego me soltó y se marchó para acurrucarse en un rincón oscuro.
La escena se repitió durante los días siguientes. Cuando entraba en su habitación, él salía sorpresivamente de algún recoveco y me aprisionaba. Como si cayera en una emboscada, jamás sabía de qué lugar saltaría hasta que lo tenía encima. Tenía la suficiente velocidad como para convertirse por un instante en una mancha. Una vez me soltaba, se daba vuelta con tranquilidad y regresaba a su escondite. No era un abrazo, no era amor, ni siquiera una muestra de simpatía. Era otra cosa, una menos emocional y más práctica.
Con el tiempo la descubrí. Empecé a espaciar mis visitas a su cuarto con la intención de identificar algún cambio en su comportamiento. Si dejaba de ir un día completo, al siguiente la criatura se mostraba menos ágil y ya no me sorprendía con facilidad; si mi ausencia se prolongaba dos días, mi pequeño invitado ya ni siquiera era capaz de emboscarme, apenas salía caminando, arrastrando los pies hasta mí. Si eran tres, lo descubría durmiendo, en un letargo casi comatoso. Cuanto más tiempo pasaba, mayor era su debilidad, y al encontrarnos nuevamente se pegaba a mí con mayor avidez. Concluí que aquel «abrazo» no era otra cosa que la forma en la que aquel ser se alimentaba y, por lo tanto, yo era su única fuente nutricional.
Pude preocuparme por el hecho de ser su vianda, pero no lo hice por las siguientes dos razones: la primera es que me sentía perfectamente; quiero decir que no sentía ninguna disminución física o quebranto de salud, como podría esperarse en caso de que esta relación fuese parasitaria. La segunda es que empecé a sentirme mejor de ánimo, pues desde que mi hijo se marchó hace diecisiete años, me había convertido en una mujer solitaria y triste, cosa que cambió de inmediato con la llegada de este ser a quien, a propósito, decidí bautizar como René, dado el parecido ya mencionado con aquel viejo muñeco de mi hijo. El solo hecho de tenerlo como compañía y de procurar su comodidad me prodigaba placer y llenaba mis días de actividad. De alguna manera los dos nos manteníamos vivos, era un estado simbiótico perfecto.
Todo habría andado de maravilla de no ser por el nuevo rumbo que tomaron los acontecimientos. A la sazón René llevaba conmigo poco más de dos meses, y yo ya me había acostumbrado a su presencia. Ya no me erizaba cuando lo descubría espiándome detrás de alguna puerta o cuando lo escuchaba durante las madrugadas escarbando las cajas que contenían objetos de mi hijo. Ya no me perturbaba esa mirada que había juzgado siniestra cuando, en medio de la noche, se paraba junto a mi cama a contemplarme. Sin embargo, esa naciente rutina se interrumpiría de nuevo con la llegada de otro visitante.
Recuerdo nítidamente que llovía con tanta ferocidad que la tormenta parecía el exordio del Apocalipsis. Era como si anunciara el funesto futuro con la violencia de los truenos que estallaban en los tímpanos y la intensa luz azulada que golpeaba los objetos. Nada bueno puede ocurrir en un momento así.
Alguien tocó la puerta, apenas se oía por la intensidad de la tempestad, pero pronto los golpes fueron más vigorosos. Me asomé por una ventana y vi a un hombre de espaldas. Un hombre grande y vestido de negro. Jamás recibía visitas, por lo que intuí que se avecinaba la calamidad. Los golpes arreciaron y parecía que iban a tumbar la puerta. Entonces decidí abrir, no sin antes asegurarme de que René estuviese bien oculto.
Ante mis ojos estaba mi hijo Antonio.
Me costó un instante reconocerlo, no solo porque estaba más gordo y más calvo, sino porque en los últimos diecisiete años lo había visto dos veces, y de pasada. Una vez cuando murió mi madre, y la otra cuando vino por algunas de sus pertenencias. En todo este tiempo mi hijo se encargaba de evitarme: no llamaba ni recibía mis llamadas, no me visitaba y mucho menos me invitaba a visitarlo.
Durante ese tiempo me pregunté qué había hecho yo para ganarme tan hondo desprecio, tan cruel indiferencia. Por terceros me enteré de que vivía en la ciudad, era exitoso, se había casado y tenía dos hijas. Fueron años amargos en los que pergeñé toda clase de teorías para explicar su actitud, en los que me sindiqué de todo tipo de delitos, en los que mi mente sufrió tanto como mi cuerpo; en los que tuve que tomar toda clase de medicamentos para calmar el dolor profundo que puso en jaque mi salud y mi cordura. Al final, solo me quedó la resignación y la escasa información que llegaba a mis oídos. Y ahora estaba aquí, mojado, silencioso, quebrando el delicado equilibrio que había fabricado con René.
Entró sin decir una palabra, como si nunca se hubiese marchado, y se sentó en una de las sillas del comedor dejando tras de sí un rastro líquido y fangoso. Resopló y tamborileó con sus dedos sobre la mesa. Tenía un aspecto grave.
—Mamá, me jodí, lo perdí todo —dijo al fin con una voz arcillosa.
—Hola, hijo —murmuré el saludo que él no fue capaz de darme mientras observaba su espalda.
Por un rato olvidé al pequeño huésped en la habitación y me dediqué a escuchar un monólogo en el que Antonio contó que había perdido su trabajo, que su mujer le pidió el divorcio y que sus hijas no lo querían ver. Habló durante horas como si estuviera solo. Lloró con la cabeza entre los brazos y supongo que esperó mi consuelo maternal que no llegó, porque yo, en medio de su letanía, guardé la esperanza de una disculpa, por mínima que fuera.
Al final se secó las lágrimas y tuve —¡tuve!— que ofrecerle su antigua habitación. En ese momento recordé a René. Me enfrenté a una serie de dilemas que requerían soluciones inmediatas. ¿Le contaría de él a mi hijo? No, eran bastantes azarosas las consecuencias de revelar tan inaudita presencia. Y si no los presentaba, ¿cómo mantendría a Antonio ignorante de la existencia de René? El problema requirió de una cuota de pericia, así que le dije a Antonio que necesitaba despejar el dormitorio, para de esa manera poder ocultar a René en una caja de cartón y trasladarlo a mi pieza.
No sé si fue la mejor idea. Desde ese momento René durmió a mi lado y, así, me tuvo a su disposición para alimentarse toda la noche. Durante horas seguidas se adhería mi espalda y su piel fría y viscosa se calentaba con la temperatura de mi cuerpo. Me sostenía con la fuerza suficiente para que mis movimientos nocturnos no lo desacoplaran y pude sentir cómo me drenaba, como se transfería la energía de un cuerpo al otro, al punto que cuando quise, ya no tuve las fuerzas para retirarlo.
Tuve los sueños más inauditos. Con el transcurrir de las noches mi cerebro se dedicó a recrear situaciones grotescas, a perderse en escenas que parecían salidas de la mente de un enfermo de malaria, pero que en medio del disparate mostraban cierto sentido de continuidad y me condujeron a pensar que mi inconsciente no era el autor, al menos no el único. Soñé entonces que paría una inmensa rana, que luego la ponía en mi pecho y le daba de lactar. También soñé que Antonio era de nuevo un niño que se sentaba a la mesa a devorar un monstruoso batracio, mientras exhibía una sonrisa ladeada y maligna. Soñé con miles de sapos gimiendo y estirando sus patas palmeadas, como rogando por mi ayuda. Delirio, delirio puro.
Cuando despertaba sentía a René a mi lado y no podía discernir si protegía mi sueño o si me acechaba. Sin embargo, sabía que ya no era necesaria su cercanía física para sentirlo. Y cuando digo sentirlo, me refiero a que podía percibirlo con claridad, podía entender su deseo de que no nos separáramos, su pánico intenso hacia Antonio, su ambición por abarcarme entera.
Las pocas veces que yo abandonaba la habitación, René me dedicaba una mirada rencorosa desde la oscuridad. Y, para ser honesta, a mí tampoco me agradaba del todo salir. Cada vez me incomodaba más cruzarme con el hijo malagradecido que me tocó en suerte, con ese hombre que a estas alturas era un extraño que solo me usaba para que le diera un techo mientras pasaba el temporal de su vida, que tenía el descaro de esperar a que yo lo alimentara pero que gruñía en cada ocasión que intenté pedirle una explicación de su abandono. Ese al que yo le producía la suficiente vergüenza como para exiliarme de su existencia.
Un abismo hondo y silencioso se abrió entre nosotros. Yo me limité a apretar los dientes, y él a ignorarme.
Y no sé por cuánto tiempo habría continuado esa rutina de no ser porque René envió aquel mensaje claro —mucho más claro que cualquiera de esos sueños crípticos y delirantes— y directo a mi mente. Fue como un fogonazo. Estaba en ese instante preparando el almuerzo cuando entendí lo que René me sugería. Eran una idea y las instrucciones para llevarla a cabo. Entonces, sin meditarlo y como guiada por una fuerza superior, me descubrí condimentando la comida con una buena ración de veneno para ratas. Luego me encontré a mí misma sirviendo el plato, poniéndolo sobre la mesa y llamando a Antonio.
Supe exactamente lo que sucedería, pero era como si estuviese encerrada en mi propio cuerpo, observando todos los acontecimientos desde una ventana. Así que vi a mi hijo tragar, lo vi convulsionar, vi la espuma espesa brotar de su boca, sus venas hinchadas, la cara roja. Lo vi agonizar y me vi a mí misma acurrucada junto a él, sosteniéndole la cabeza y tarareándole una canción de cuna. También vi a René salir del cuarto, caminar despacio y sentarse junto a nosotros, como un niño que viene a curiosear.
Los siguientes tres días me entregué al arduo trabajo de cavar su tumba en mi jardín y darle sepultura. La tarea fue un desafío colosal para una mujer de mi edad, pero la asumí con toda la entrega que me proporcionó mi amor de madre. Incluso le puse flores y recé.
La rutina se instaló de nuevo en nuestras vidas con su acostumbrada mansedumbre: éramos René y yo cómodos, juntos. Dondequiera que yo iba, allí iba René. Si me paraba al baño, él me seguía. Si salía a cuidar de mis plantas, él estaba allí. Y creo que no exagero si digo que la felicidad era casi completa. Y uso la palabra «casi» porque aun entregándole todos mis cuidados y mimos a mi pequeño huésped, sabía que se sentía solo y aburrido.
Por ese motivo se me ocurrió darle, como a los niños, una compañía inanimada, una que le sirviera de distracción. Y pensé entonces que sería una buena idea regalarle ese viejo muñeco de la Rana René que alguna vez hizo tan feliz a Antonio, y que seguramente haría aún más feliz a René, pues dado su extraordinario parecido a lo mejor le serviría como sucedáneo de un compañero de su misma especie. Pero por más que busqué aquel juguete, por más que revolqué la casa y escudriñé cada rincón, no lo pude encontrar. Aquello me desconcertó. Sin embargo, todo se olvida, más cuando lo veo ahí sobre el sofá, con sus piernas y brazos abiertos en cruz, con su boca abierta de dicha, como si estuviese a la espera de un abrazo. ∞