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El suicida inglés
ОглавлениеLos periódicos discuten ahora si la gente tiene derecho a matarse o no. Desde luego: si la gente tiene derecho y razón para matarse en alguna parte del mundo, yo creo que debe tenerlos sobre todo en Londres, en este país de nieblas y de gente triste, del que decía Oscar Wilde: «No se sabe si son las nieblas las que producen los hombres tristes, o si son los hombres tristes los que producen las nieblas». Precisamente estos hombres tristes son los que se oponen a que la gente se mate. El suicida es casi siempre un optimista, un hombre al que la vida le parece muy alegre; pero que se considera incapacitado para disfrutar de ella, a veces por una enfermedad crónica y otras —las más— por falta de dinero.
—Ya que personalmente no puedo disfrutar de esta vida tan agradable —se dice el optimista—, donde hay tantos bistés con patatas y tantas admirables pantorrillas, lo mejor es que me mate.
Pero los hombres tristes se oponen:
—¡Eh! ¿Qué es eso de matarse? ¿Se cree usted que se puede uno matar como se va uno de juerga? No, señor. Aguántese usted, y viva.
Hay que vivir, no porque la vida sea divertida, sino por deber, por obligación, hasta por heroísmo; a lo menos éstas son las palabras que emplean los enemigos del suicidio, y al suicida le llaman cobarde.
En España o en Francia, y en cualquier lado del Mundo, excepto Inglaterra, legislar contra el suicidio es perder completamente el tiempo. Se puede legislar; pero
¿cómo va a llevarse la legislación a la práctica? ¿Qué se le va a hacer al suicida una vez suicidado? Porque, en fin, no se es suicida como se es concejal o miembro del partido republicano; sólo se es suicida después de muerto, y el único castigo que se le puede imponer a un muerto por haberse suicidado es resucitarlo. Mientras no se pueda resucitar a los suicidas, será inútil legislar contra ellos.
Hay, claro está, los suicidas frustrados. Yo, por mi parte, los considero unos farsantes; pero supongámoslos sinceros en sus convicciones suicidas. Contra estos hombres sí es posible entablar una acción ejemplar. La más ejemplar de todas las penas, sin embargo, la pena de muerte, no sería para ellos una pena, sino el triunfo, la consagración legal de sus ideales. Es decir, sería una pena como falsos suicidas que yo los considero, pero no como suicidas auténticos, que es como debe considerarlos la justicia para combatir en ellos el suicidio.
Y por eso es inútil legislar contra el suicidio en todas partes.
En Inglaterra, no. El suicida inglés respeta la ley. Puede no estar conforme con la vida, pero respeta la ley. Puede decidirse a separarse de la sociedad, a romper con la existencia, a desaparecer del Mundo, pero como vea un cartel que diga «Se prohíbe suicidarse», el suicida inglés no se suicidará. ¡Envidiable país el que cuenta con tales suicidas!
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