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Los hombres, los animales y la tierra

Los “herrajes caprichosos”


Figura 1. Herrajes caprichosos

Cuando la vida de los llaneros era la vida en los hatos, hace ya mucho tiempo, entre las reses y los caballos, una de sus labores obligadas era el marcaje del ganado. Antes de la utilización de los códigos numéricos y de letras que impuso la Federación de ganaderos, cada criador encargaba a un herrero la fundición de un molde que el mismo ganadero escogía y quizás hasta dibujaba, que le serviría como sello distintivo de sus reses y de su propietario. A estos primeros tipos en su género se les dio el nombre de “herrajes caprichosos”.

Con el mismo hierro que se marcaba el ganado, aplicándole una tintura a base de anilina roja o azul, se registraba el sello de cada propietario en el corregimiento o la inspección de policía más cercana con los datos de identificación de él y de sus tierras o su estancia de permanencia, el tipo de ganados que se iban a marcar – entre vacunos, caballares, mulares y asnales – , los rasgos tipográficos del herraje y las marcas en la oreja. El encabezado del trámite administrativo podía llevar los rótulos de “registro de una cifra quemadora de ganados” o “registro de un fierro”, o también “registro de un fierro quemador de compañía”, para los casos de sociedades entre dos propietarios de los semovientes. En la zona de la que trata esta historia, y de la que existen rastros, este registro lo hacía el corregidor en los años en que Villanueva fue corregimiento.

Las marcas de los herrajes caprichosos nos dicen mucho más sobre la vida de los hatos que sus homólogos federados. Es como si una parte de esa vida se trasladara a la memoria impresa de un registro público para quedar allí plasmada. Esas huellas relatan vidas de vaqueros que evocan el rodeo y los encierros de ganado en las grandes sabanas, la lidia para voltearlo y someterlo al ardor del hierro al rojo vivo, pero también una vida de cazadores y recolectores más que de cultivadores agrícolas. Nombrar la tierra que se habita tal vez sin ser propietario o aun con título de propiedad, remite al entorno del que se hace parte. Poner nombres a las cosas integra a quien las nombra a ellas y a las mismas cosas a una existencia que transcurre entre ellas. “La Comarca”, “La Agualinda”, “La Cabaña”, “La Ceiba”, “La Palmita”, “Los Topochos”, “El Corozo”, “Corocito” son nombres de fincas o de fundos en donde pasta el ganado del que se registra su marca. Puede ir desde el marco geoespacial de referencia más amplio hasta las cosas más próximas. Cualquiera de ellas sirve para designar el lugar que se habita con los animales que se posee.

Así mismo las marcas de los herrajes se agrupan en varios conjuntos de sentido entre el enlace de letras mayúsculas, iniciales de letras sin enlazar, letras o figuras enmarcadas, figuras abstractas y figuras reconocibles. Una de las labores que de forma cotidiana hacían los vaqueros también las hacían los herreros para ellos. Como en las demás letras reconocibles en estos herrajes, sueltas o enmarcadas, seguramente remitían a las iniciales del nombre del propietario o de otro rasgo de identificación personal. Los “herrajes caprichosos” que dibujan figuras reconocibles forman una serie emparentada con la de Goya, pero en lenguaje simbólico, a la manera de los usos expresivos de las tiras cómicas, de los mensajes publicitarios, de las señales de tránsito, de las marcas registradas de productos, organizaciones o empresas, o de antecedentes tan lejanos como los pictogramas del arte rupestre. Allí aparecen el pato y el jaguar – o el gato–, un mango de machete, una hoz – sin martillo–, una estrella de cinco puntas, una especie de vivienda, el símbolo del cooperativismo, una silueta frontal de cintura de mujer.

Considerados como vestigio de un pasado ya desaparecido, los herrajes caprichosos abren el horizonte de la percepción a las actividades ganaderas de las sabanas llaneras que todavía se realizan en algunas zonas apartadas, con otro tipo de herrajes. Ha sido la forma de trabajo más tradicional en la región llanera que se remonta varios siglos atrás pues fueron las misiones evangelizadoras de los jesuitas desde el siglo XVII las que introdujeron el ganado vacuno. Existen estampas de la época colonial que retratan escenas de enlazado de toros a campo abierto. Trabajo y modo de producción que hoy se recrea en concursos de festivales en donde los vaqueros realizan como espectáculo lo que hacen cotidianamente en las fincas donde laboran. Es esta forma de producción, la de la ganadería extensiva en los hatos y bancos de sabana, el punto de partida de la transición hacia otra forma de producción.

La cabalgata de las sombras

Pero en las labores ganaderas no son las reses lo más importante para el vaquero. El animal privilegiado en la vaquería es el caballo. Hombre y caballo forman uno solo frente a la manada y el toro. De allí proviene la importancia y la singularidad del ancestral rito llanero de la doma del potro. Es mucho más que una práctica o un trabajo de vaqueros. Tampoco es solamente la domesticación de un animal salvaje que vive libre en sus campos sin fin. La doma del potro de los viejos llaneros, que tal vez sobreviva en algunas regiones, es la fusión vital entre el jinete y el caballo. Porque no es solo la aplicación de unas técnicas y unos procedimientos bien conocidos para someter a la bestia, donde al final resulta que ya puede ser montada, incluso por cualquiera. No. En la vida de los vaqueros llaneros a la antigua, los que se dedicaban a la ganadería, el inicio auténtico en su condición de vaquero, a la edad que fuese, se efectuaba en el rito de la doma de su potro.

Y el posesivo tiene aquí su importancia, pues no define una propiedad sino un vínculo del animal con su jinete. Ese vínculo es un vínculo de reciprocidad. Para el vaquero llanero es el primer caballo que doma y para el caballo es su paso del mundo salvaje al de la cultura, o sea, su domesticación utilitaria por el hombre. Una vez sometido el potro, es decir, cabalgado con montura y sin resistencia, se diría que ha terminado el asunto y lo que sigue es el adiestramiento para el trabajo o lo que sea. En realidad, y es la singularidad de la doma ancestral del potro llanero, es allí donde comienza la consagración del rito en el que hombre y caballo parten hacia la cabalgata de las sombras.

Una parte importante de la vida de los llaneros de antaño sucede en la noche. En general, en las tierras cálidas del trópico las noches son climáticamente distintas, y muy distintas, a las de las tierras altas frías. En tierra caliente las noches refrescan el ardiente día y en las tierras frías por lo común lo emparaman. De allí la tendencia a resguardarse en estas últimas al anochecer y, por el contrario, a tomar un agradable respiro al aire libre en las primeras. El respiro puede ser largo hasta permitir, con cierta desenvoltura, una vida a espacio abierto en la noche. La doma del caballo terminaba en la noche, porque la noche hacía y hace parte de la vida de los vaqueros llaneros. Cuando se arrea una manada en la extensión de los campos abiertos de estas tierras planas y cálidas, en la noche se le canta al ganado2. Se le canta para que no se agite, para que no salga en estampida, que es la pesadilla de los vaqueros. El canto del vaquero tranquiliza al ganado. También a los caballos, con los que ha forjado un vínculo de alianza desde la doma de su potro.

La doma del caballo se hacía en varias etapas. Primero se encerraban los potros dispersos en libertad en las sabanas para ser llevados a los corrales de los ranchos. Una vez allí, el vaquero escogía la bestia que haría suya en el rito de la doma. Luego se le enlazaba, labor que sin duda requiere destreza con el lazo. Y se le acercaba a otro potro padrino montado por un vaquero para habituarlo a la presencia de las cabalgaduras y reducir su rechazo al siguiente paso: la primera monta. Esta se hace preferiblemente sin silla ni aperos, pues inducen mucha agresividad en los potros cerreros (salvajes) y también pueden producir accidentes graves de llegar a quedar enredado un vaquero entre ellos debido a una caída. Las corcovadas de un potro son una de las imágenes más conocidas y peligrosas de estas faenas. Es otro de los espectáculos salidos de las formas de vida cotidiana.

Así, jinete y potro tienen su primer encuentro cuerpo a cuerpo, que es como un enfrentamiento de dominación mutua. El caballo prefiere su existencia salvaje y el vaquero busca hacerlo entrar en el orden de la cultura, es decir, de la domesticación. Bestia y hombre baten sus fuerzas en lidia. El jinete sobre el lomo desnudo del potro no tiene más agarre que la crin del animal y la fuerza de sus piernas contra sus costillas. Si esta etapa pasa con éxito, es probable que después de muchos golpes y caídas, el animal se rinde, pero aún no está domado; solo está listo para la consagración del vaquero en la cabalgata de las sombras.

Una nueva cabalgadura parte al anochecer. Los últimos arreboles destellan entre las penumbras de los matorrales en los alrededores. Jinete y potro serán uno solo hasta su regreso. Al potro le han puesto unas anteojeras para que no vea. Ahora queda a merced de sus demás sentidos que se agudizan. El jinete le habla o le susurra al caballo para alentarlo, calmarlo y asegurarle que está con él, y para evitar que se desboque. En medio de la oscuridad, los ojos de los dos son los del jinete, pero el caballo lo percibe todo también de otra manera. En su recorrido todo lo que no sea pasto bajo o tierra llana es un obstáculo o una trampa. Piedras, huecos, arbustos, surales, baches en el terreno, hasta el ruido de las chicharras y los animales de la noche previenen al vaquero. Éste debe asegurarse en su caballo y librarse de espantos y temores, pues su caballo percibe estas emociones y no se sabe cómo pueda reaccionar. Esta cabalgata de iniciación en la vaquería, hecha en la noche, pone a prueba las capacidades del hombre y del animal, forjando un vínculo de alianza entre ambos, pues juntos arriesgan la vida o tener un accidente durante la travesía. La noche templa el brío de los dos. El mismo que necesitarán frente a los toros, los potros y sus manadas.

La cuenca del río Upía

Ganado, potros, mulas y burros pastaban en la Mesa de San Pedro de la vereda Matasuelta. En la época de los herrajes caprichosos esta vereda pertenecía al corregimiento de Villanueva, en el municipio de Sabanalarga (Casanare). Esos nombres designan una sección geográfica del suroccidente de Casanare, formada entre dos ríos, en uno de los cuales la geología abrió un cañón en sus costados en esta parte de su recorrido. Cuando se viaja por la región, el cañón y la formación de la meseta se observan claramente en el trayecto entre Tauramena y Monterrey. El cañón del río Túa delimita junto con el río Upía, al final de sus trayectos en el piedemonte llanero, esta particular meseta que se prolonga hasta sus desembocaduras en el río Meta.

Es una zona de confluencia hidrográfica de varios ríos que descienden de la cordillera oriental de los Andes colombianos hacia el Orinoco, formando en el mapa un tejido de hilos de agua que se prolonga hasta el río Meta, a donde llegan todas las aguas de esta parte de los llanos. El río Upía recoge, en el inicio de su parte baja saliendo de las montañas cerca a Sabanalarga, las aguas que provienen de la represa de Chivor, otra cuenca hidrográfica importante del oriente de Boyacá que abastece la hidroeléctrica del mismo nombre.


Figura 2. Mapa cuenca del río Upía

Es uno de los grandes ríos del piedemonte llanero y, como todos ellos, se desbordaba periódicamente en las temporadas de invierno anegando las tierras colindantes en sus orillas. Esta característica del río ha obligado a la formulación de planes de manejo a través de zonas de inundación con usos restringidos.

Pero si bien esta historia quiere describir un proceso de desarrollo en donde los factores económicos, institucionales y poblacionales ocupan los temas centrales, ha sido necesario hacer por lo menos una mención a ese pasado y a la gran variedad y riqueza del ecosistema de fauna y flora que conformaba y aún vive en esta geografía, también al subsuelo que ha adquirido últimamente más importancia que la superficie y el aire.

Al hablar del Llano casi siempre se retratan imágenes y se describen paisajes que ya no se ven cuando se viaja por las modernas carreteras que existen actualmente. El chigüiro de los esteros, la danta, el cachicamo, la lapa, el venado moteado, las corocoras rojas son animales que fueron desplazados por la ocupación humana del territorio y su desarrollo, algunos de ellos en riesgo de extinción. ¿Es inevitable? En cualquier caso ha sido una consecuencia de las formas de desarrollo que hemos implantado. Es necesario hacer un gran esfuerzo de imaginación para hacerse una idea de lo que fue este territorio en términos geográficos y ecológicos hace cincuenta años, en 1970, cuando había más animales que habitantes humanos. Para un residente de una de nuestras ciudades de entonces, era un lugar distante, incomunicado, malsano y casi salvaje. O dicho en los términos del conocido lenguaje de los indicadores de hoy: sin vías, sin escuelas, sin servicio médico, sin saneamiento básico, sin viviendas de barrio, sin supermercados, sin telefonía, sin radio ni televisión. A falta de ello caminos ganaderos – en otras partes llamados de herradura – , yerbatero o curandero, letrinas o descampado, ranchos de bareque, piso de tierra y techo de paja; agua del caño o de la quebrada; recolecta de frutos del bosque, cultivos de pan coger como el plátano topocho, de vez en cuando algún animal de cría o de caza, “y vaya usted con Dios”, como decía Salvador Camacho Roldán. El territorio mismo está hoy amojonado por parcelaciones demarcadas con alambradas que no se usaban en ese entonces. Entre otras cosas porque resultaba costando más el alambre que la propia tierra. Es sobre esa geografía imaginaria que se inicia esta historia del desarrollo en el bajo Upía del piedemonte llanero colombiano.

2 Recientemente la UNESCO elevó estos cantos de vaquería de los llaneros–colombianos y venezolanos–a la categoría de patrimonio inmaterial de la humanidad.

Cachacos en el Llano, llaneros por adopción.

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