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El hato La Libertad

El tiempo del hato

Aquí está el llano extendido hasta el cielo

el llano sin principio ni fin como mi alma

el llano que se prolonga de palmera en palmera como el mar de ola en ola

[…] Aquí está la llanura

y en la palma de su mano está la línea de la suerte de mi patria

Eduardo Carranza, “Llano llanero”

Antes de los cercados con alambre de púas, antes de las parcelaciones de las grandes extensiones de los hatos llaneros, antes de las vías transitables para vehículos y de todo lo que ya no puede apreciarse al viajar ahora por la carretera troncal del Llano; antes de esa modernización, fueron las sabanas abiertas amojonadas por sus grandes ríos, caños, surales y bosques veganos. Aguas y flora que además de abrevadero para el ganado servían de linderos demarcadores de grandes propiedades de tierra. Hato Barley, en Tauramena, según el decir de viejos vaqueros, llegaba hasta Arauca, integrando entonces millones de hectáreas. Fueron los tiempos del Llano llanura.

En las tierras delimitadas por los últimos treinta kilómetros de las desembocaduras de los ríos Túa y Upía, buscando el río Meta, se encontraba el antiguo hato La Libertad. Ese nombre evocador adoptado en la primera escritura pública que se hiciese de estos predios en 1948, se refería a una de las siete propiedades parceladas por la familia Acosta de Miraflores (Boyacá). Una notable familia liberal boyacense cuyos ancestros se remontaban hasta el general presidente Santos Acosta en el siglo XIX. Flor Amarillo, Viso del Toro, El Upía, El Fical, El Cuchillo y El Colegial eran los nombres de los otros seis predios que integraban esta gran extensión de tierra antes baldía.


Figura 3. Plano del hato La Libertad (1969). Fuente: IGAC.

El área de cada uno de los predios lo registraron un poco por debajo de las 5000 hectáreas, límite establecido por la ley 200 de 1936 para la titulación de baldíos. Es muy probable que fuese parte de una estrategia de titulación de tierra del Estado, usufructuada por particulares bajo la modalidad de tenencia sin título, pues en cada una de estas parcelaciones figuraba un propietario de la misma familia. Unos años después, volverían a ser integradas en una única propiedad de 34000 hectáreas a nombre de Heliodoro Acosta.

El predio principal era el hato La Libertad, donde aparecía José Bermúdez como titular de sus 4950 hectáreas registradas, yerno de Heliodoro Acosta, padre de todos los demás propietarios. José Bermúdez y su cuñado, Santos Acosta, constituyeron en 1948 la sociedad “Ganadería La Libertad”. Este hato era el más importante en toda esta gran extensión de llanura porque allí estaba el rancho, los corrales, pasturas y abrevaderos que servían de alojamiento de paso a todo el ganado que circulaba por esta parte del Llano desde la orilla nororiental del río Túa, en el área circundante con Maní. Tanto en la imagen aerofotográfica de 1974 como en el plano cartográfico realizado por el Instituto Geográfico Agustín Codazzi en 1969, se pueden apreciar las huellas y los trazos de los caminos ganaderos que confluían en este rancho ubicado en la margen del caño Upía, dibujando una especie de estrella de senderos que se esparcen por las sabanas.

Era el rancho mejor equipado de cuantos había en el entorno. El único que tenía un tractor y una adecuación de aterrizaje para avionetas. El más cercano a Barranca de Upía, distante unos doce kilómetros por el camino ganadero, único centro poblado establecido en los alrededores y punto de paso de los vaqueros con sus manadas de ganado por el río del mismo nombre para seguir luego hacia Villavicencio. El último propietario del hato – Juan Manuel López Caballero – , adquirido en 1974, recuerda cómo era este lugar en esos años:

Cuando nosotros llegamos allí, o cuando yo llegué allí, en todo lo que era del río Upía al Túa no había nada: ni carretera ni nada desde el río Humea. Es decir, en esa época esto era totalmente virgen, salvaje y lejano. Dentro de toda la zona había como población únicamente el caserío (inspección de Villanueva): eran ocho casas tal vez con cien o ciento cincuenta personas. En toda esa zona no había sino un tractor, el de La Libertad. No había un metro de alambre de púas: era pura sabana de ochenta mil hectáreas, sin divisiones ni nada. Y en el hato había por ahí unos ciento cincuenta colonos3.

En el mapa se leen diez nombres con puntos señalados hasta Santa Helena del Upía, que indican viviendas de fundos en las orillas más cercanas al río Upía y otros cuatro sin nombre. La Providencia, El Rincón, El Limón, La Mula, Las Cruces, Cantaclaro, El Diamante, El Pajil, La Pisga, La Fundación. Por la costa del río Túa ocho fundos: La Molinera, Santa Bárbara, El Gallo, El Capricho, Colegial, El Diamante, Camino Alegre y Costa Rica. Hacia el interior, cerca de los caños, otros once asentamientos dispersos: La Conquista, El Desquite, El Caimán, Los Cristales, La Esperanza, La Libertad, La Colcha, La Vega, El Esparramo, El Arbolito y El Retiro. En total treinta y tres demarcaciones nominales de lugares, cuatro de ellas anónimas, que se supone corresponden a las familias de quienes ya aparecían en las escrituras del hato como colonos ocupantes invasores de propiedad ajena. En 1975, después de que la propiedad del hato había pasado a manos de Juan Manuel López Caballero, Rodrigo Rueda Arciniegas realizó una especie de censo de estos residentes en los predios del hato, acompañado por el encargado del mismo, Enrique Bonilla, quien vivía en hato Colegial. Para ese momento ya se habían duplicado las ocupaciones pues contabilizaron 69 familias y unas 5000 cabezas de ganado. Es con estos invasores encabezados por los padres jefes de familia que se iniciarán los acercamientos entre el nuevo propietario y los colonos ocupantes de porciones dispersas del predio adquirido. Julio Mondragón, Eugenio Rueda, Hipólito Castañeda, Misael Antonio Niño, Jesús Durán, Isaías Bohórquez, Narciso Morales, los Tovar, los Figueredo, hicieron parte de ese grupo de forjadores de fundos en tierras ajenas. Uno de ellos ejercía el poder del “derecho de residencia”, a quien los interesados debían pagar para poder asentarse. También las permutas estaban incluidas en el menú de los intercambios.

Un conflicto por la tierra

Para este momento, el hato La Libertad era una propiedad conocida en los medios de negocios ganaderos de Colombia por diversas razones. Una, porque había sido adquirida dos veces en distintos momentos por un reconocido hacendado, Martín Vargas Cualla. A este empresario se le atribuía la propiedad de unas ciento veinte haciendas al momento de su muerte en 1976. Era reputado por su preferencia por las mejores tierras. Desde que adquirió el hato La Libertad por primera vez en 1962 introdujo mejoras en la hacienda. Nuevas razas de sementales, adecuación de pista para avioneta, tractor, algunas mejoras de pastos. Pero además quiso resolver a su manera la cuestión de los colonos ocupantes de predios dentro del hato. Y esa era otra razón por la que este hato era conocido: allí había incubado un conflicto por la tierra. Martín Vargas recurrió a sus derechos de propiedad solicitando a las autoridades el desalojo de los colonos tratados como invasores o encargándoselas a sus propios trabajadores.

Estas ocupaciones provenían de más atrás. La mayoría, y no solo en las tierras de este hato sino desde Aguaclara hacia la sabana, en la planicie de San Pedro y Matasuelta, habían sido campesinos desplazados por la violencia generalizada que se extendió en el país después de 1948. Ellos fueron en especial pertenecientes, simpatizantes o simples votantes del partido liberal que encontraron en el Llano una opción de supervivencia e incluso de resistencia frente a la violencia oficial conservadora. Fue una época que los sobrevivientes de aquellos años refieren con la expresión: “en los tiempos de la guerra de los colores”, aludiendo a los colores de las banderas distintivas de cada partido político tradicional.

Estos colonos ocupantes desde luego que eran personas de difícil trato, desconfiados sobrevivientes de una cruenta persecución. Algunos de ellos habían sido parte de las guerrillas del Llano en los años 50 del siglo XX. En las anécdotas del hato se menciona una petición de venta de tierra a uno de los titulares de la parcelación de 1948 bajo amenaza de muerte. Pero tampoco eran lo que se pudiera llamar en otros contextos de colonización y expansión de frontera unos cazadores de fortuna, porque allí no había ninguna fortuna para hacer, o era muy difícil y lejana. Eran simplemente sobrevivientes de la última de las violencias colombianas. Un rasgo indicador de esta ocupación por supervivencia de refugio, y no de colonización por expectativas de enriquecimiento, apareció en el momento de la firma de las escrituras de titulación. Entre estos llegados al Llano era común cambiarse el nombre y por tanto carecer de cédula de ciudadanía. ¿Por qué razón? Por estrategia de supervivencia. Si en un retén de la policía o de los chulavitas4 les pedían la cédula, deducían por el apellido y el lugar de nacimiento la filiación política del retenido, y si resultaba ser liberal, procedían a ejecutarlo.

Pero entre ellos también había algunos que entendían algo sobre la legislación de tierras vigente en Colombia para ese momento. En un procedimiento bien conocido y establecido incluso en la ley para la solución de estos conflictos, Martín Vargas reconocía un pago por las mejoras que hubiesen hecho los colonos a cambio de que desalojaran los predios. Nada de venderles tierra. En cambio los colonos estaban interesados en comprar la tierra que ocupaban, en donde se habían establecido, construido sus ranchos, cultivado sus sementeras y mantenido sus animales de cría. Seguramente también, si era posible y el propietario lo permitía, trabajaban para el propio hato. Esta utilización del recurso legal y policivo configuró más bien un juego del “gato y el ratón”. Cuando desalojaban a unos, más tarde volvían e ingresaban por otra parte, o bien otros se instalaban en donde estaban los primeros. “Hasta que el viejo se aburrió y vendió”. Estamos en 1975 y el nuevo marco normativo establecido en la ley 5ª dificulta las titulaciones de tierras a los colonos por la modalidad de “tenencia de la tierra”.

La memoria de uno de estos colonos resume exactamente el contexto de esta situación conflictiva:

Cuando compró Martín Vargas, que cuando eso ya estaba encargado Bernardo Ángel, eso nos pegaron un apretón a todos los fundadores, porque para ese entonces ya habíamos hartos; eso nos llamaron a todos que nos iban a comprar las mejoras y que nos fuéramos; entonces ahí el que jodía era el hijo, un tal Álvaro.

A unos sacaron, les echaron el ganado, pagaron un poco y a otro poco les botaron el ganado. Cuando eso ya estaba bien poblado, yo creo que por ahí unos 100 tipos, por ambas partes, por la costa del Upía y por la costa del Túa. Eso fue ya como en el 69. Pero con algunos no le valió, sacaba unos y se le entraban los otros, y después fue cuando se aburrió el viejo y vendió […] Cuando ya compró López eso ya había bastante gente. Eso ya reventó gente por todas partes porque los que estaban al borde de la pura orilla del río, empezaron a salir a la sabana y la gente los miraba; pero cuando compró López se mejoró la situación, porque cuando el viejo Martín él no le vendía a nadie; compraba las mejoras pero no le vendía a nadie, pero cuando ya compraron los López ahí sí se mejoró porque ellos llegaron fue a decir: – “Bueno, nosotros compramos este hato y venimos a arreglar esta vaina. El que con buen gusto nos venda con buen gusto le compramos y el que con buen gusto nos compre también le vendemos, y como nos quieran pagar” – bueno, con toda la amabilidad del caso5.

El acuerdo de titulación

Los años de propiedad de Martín Vargas sobre el hato La Libertad habían dejado una estela de malquerencias, desavenencias, agresiones, y en suma, de relaciones conflictivas entre colonos y propietarios cuyas consecuencias se trasladarían hacia los emprendedores de la iniciativa de acercamiento con los colonos ocupantes de las tierras del hato. Hasta piedra le llegaron a arrojar a uno de ellos durante sus primeras visitas a las tierras recién adquiridas.

Pero la legislación colombiana también preveía otras posibilidades de solución a los conflictos por la tierra. En unos años en que los conflictos por la tierra estaban aumentando en amplitud y en enfrentamientos, la ley 200 de 1936, expedida bajo el gobierno de Alfonso López Pumarejo, buscó resolver estas situaciones reconociéndo la realidad de las posesiones de hecho bajo un nuevo marco normativo6. Recurriendo a esta herencia familiar de política agraria, Juan Manuel López inventa una solución innovadora en varios aspectos. Primero, en la aceptación de la posesión sobre la tierra que tenían los colonos, aquella donde vivían, cultivaban y pastoreaban sus ganados. Hasta ahí hubiese sido suficiente en la solución que se adoptó. Pero se hizo mucho más en otros aspectos.

En este punto es muy importante lo que yo llamo el enfoque: el reconocimiento no sólo del derecho, sino del derecho legal colombiano, que dice que la tierra es de quien la cultiva, del que la tiene. El colono es el que valoriza la tierra, el que la comercializa, se vuelve consumidor, etc. Entonces lo primero que se hizo fue eso. Decirles: bueno, vengan. Los reuní a todos y les dije: les propongo que les reconocemos lo que ustedes tengan en su posesión, les enviamos unos topógrafos; pero ustedes y sus vecinos, de común acuerdo, definan lo que es el predio de cada quien para que se les respeten sus derechos. Para terminar de definir cuál es el verdadero lindero con el hato, y para no tener que estar haciendo cruces, lo que hago es que yo trazo una línea en la mitad de la sabana y una cerca más afuera. Y la diferencia entre lo que les corresponde a ustedes y donde queda la cerca es lo que ustedes me tienen que pagar. Ustedes me lo pagan en forma de cercas y trabajo, no me lo tienen que pagar en plata. Eso ya tenía un criterio un poquito más jurídico y objetivo, y determina un reconocimiento que es muy importante para el colono: que sabe que hay un propietario. Con casi todos – más del noventa por ciento – se hicieron las escrituras7.

Rodrigo Rueda Arciniegas rememora así este proceso:

Resolvimos hacer una reunión en el hato de La Libertad. Era muy difícil para la gente entender qué estaba sucediendo. Todavía hay gente que no lo entiende. Todos iban muy nerviosos porque no sabían a qué iban. Nosotros éramos muy inexpertos. Las reuniones se hicieron sin que se nos ocurriera nunca llevar a cabo una acción jurídica para sacarlos de sus predios. Para nosotros los colonos eran nuestros vecinos, porque en ningún momento se ponía en discusión que las tierras que tenían eran de ellos. Con base en unos caminos que existían y en unas líneas petroleras comenzamos el proceso de definir los linderos. Les dijimos que ya habíamos definido un área con base en esas líneas y a cada quien le fuimos diciendo: les podemos dar hasta esta línea de la petrolera, y vamos a ver cómo logramos que sus fincas avancen hacia la sabana – teniendo en cuenta el ganado que cada uno tenía en la sabana comunal, que era la del hato La Libertad. Nosotros hicimos una cuenta de ese ganado y había más de cinco mil cabezas. En todo ese proceso hubo personas que no convinieron y entonces tuvimos que ceder en mayores áreas. Lo que ellos tenían de tierra era de ellos y a lo que cogían de sabana le pusimos un precio concertado con ellos. En esa época pusimos precios que oscilaban entre $200 y $400 por hectárea. Ellos se comprometían a cercar el lindero y nosotros le reconocíamos la medianía. Valía más la mano de obra y los costos del alambre de la medianía que la misma tierra. Se trataba de hacer la medianía y que les cupiera el ganado – con cuentas de una hectárea por cada vaca. El 10 de noviembre de 1976 hicimos una titulación masiva. Quedamos con un centro de sabana, De las once mil hectáreas nos quedaron ocho mil8.

Del reconocimiento a la posesión de hecho se pasa al reconocimiento jurídico con el otorgamiento del título legal sobre la propiedad de la tierra que le da al campesino una garantía de seguridad. Ese acto de titulación, al que hubo quien lo calificara de “reforma agraria”, habiéndose realizado en una propiedad privada, confiere una especie de carta de ciudadanía para las familias campesinas, pues además de la seguridad de la propiedad les da ingreso a los circuitos comerciales y financieros regulares y satisface el mayor anhelo de un campesino colonizador: poseer su pedazo de tierra.

Adicionalmente, entre los dos reconocimientos, hay otras ventajas para los antiguos colonos. Los nuevos propietarios realizan una evaluación sobre sus condiciones de vida y de su proyección productiva futura en donde se concluye la necesidad de ampliar las áreas de terreno de las fincas que les permitiesen unas mejores economías familiares. Dos de estos colonos evocan esta previsora oferta:

Entonces hicieron (los doctores Juan Manuel y Rodrigo) una resolución salomónica, se podría decir, y fue llamar a toda esta gente y hacer un censo de todos los colonos que había, pero amigablemente, con toda la cabalidad del caso, y decirles: – ¿Cuánta área tienen más o menos ustedes aquí? – Hicieron un croquis de todo eso y le dijeron a la gente: – Vea, ustedes toda esa tierra que tienen aquí es muy poca para vivir una familia. Con el frente que tiene cada uno les vamos a vender más tierra hacia adelante para que hagan fincas de 120, 140 hectáreas; y nos pagan la tierra.

[…] Cuándo él (Juan Manuel López) compra, hay unos cuarenta o cincuenta colonos. Entonces él forma la parcelación del hato. El ingeniero que le hace eso es el doctor Rodrigo Rueda Arciniegas. Empiezan a medir, empiezan a parcelar. Llama a los colonos y les dice: “Bueno, voy a vender el parcelado”. Por decir algo: yo, como colono, soy dueño de una parcela y tengo cien hectáreas, pero no tengo ningún título; y me preguntan si quiero comprar más tierra. Entonces yo acepto y la compro. Me la vende y a la vez me da el título por todo, incluyendo lo que yo ya tenía, lo que ya había trabajado9.

El cuarto beneficio para los colonos fueron las condiciones de pago de la deuda contraída por la nueva tierra adquirida, adicional a la que les fue reconocida como posesión. Incluso se diría que no fue el pago de una deuda lo que se pactó, sino una oferta laboral del nuevo hato parcelado hacia los colonos. Ellos pagarían la tierra adicional con el trabajo de cercado de las medianías de los linderos. También, si se quiere ver desde la otra parte, el hato pagaría con más tierra titulada el levantamiento de sus linderos con los colonos residentes. De tal manera que el pago de la tierra no constituyó ninguna deuda onerosa que pusiese en riesgo la producción o la misma propiedad, como en los créditos comerciales.

Las medianías de los linderos se pactaron, en las del hato, en tres alambres y madera de corazón. En la medianía de los colonos, hasta en dos alambres y madera burda. Y en este aspecto se cometieron errores ambientales, pues las nuevas alambradas se convirtieron en trampas en las que se enredaba la fauna nativa, especialmente los venados moteados.

La titulación de predios que cierra la última etapa de existencia del hato La Libertad en 1976, puso en movimiento la acción cooperativa de empresarios y comunidades, introduciendo así un principio rector que tenderá a ser en adelante una regla de acción colectiva: la búsqueda del juego cooperativo en el que todas las partes involucradas en un asunto de interés compartido, pero diferenciado, obtengan algún beneficio o ganancia en las decisiones e iniciativas que se emprendan.

Momento fundante y fundamental, pues allí se sentaron las bases de esta forma de acción colectiva en que partes dispersas de un conglomerado de seres humanos, todos llegados de otras zonas del país a este territorio, en distintos momentos, entrarán a ser parte de una dinámica de cooperación en dirección hacia el crecimiento económico y el desarrollo social. A través de una apuesta por la concertación, el acuerdo de titulación de predios en el hato La Libertad definió una estrategia empresarial tendiente a superar obstáculos, rescatar inversiones productivas y establecer relaciones de buena vecindad con los demás habitantes del territorio de modo que cada participante en el juego de la cooperación obtuviese algún beneficio aportando también su correspondiente parte.

Por el momento, al final del acuerdo entre los nuevos propietarios de predios en el hato parcelado y los colonos ocupantes, estos últimos obtuvieron el reconocimiento de su posesión en la máxima instancia de ese reconocimiento materializada en el título legal de las escrituras de sus tierras, adquirieron más tierra para sus desarrollos agropecuarios posteriores sin comprometer la nueva propiedad adquirida y establecieron vínculos de intercambio con sus nuevos vecinos los propietarios del hato. Una mirada retrospectiva hace el balance de los beneficios obtenidos en una lógica de “todos ponen, todos ganan”.

Creo que esta negociación fue un éxito porque por parte nuestra, logramos cercar una parte importante de lo que habíamos comprado y logramos sacar de nuestra tierra el ganado que no era nuestro. Por su parte, los colonos lograron un título con toda la tradición exigida por las entidades crediticias sobre los terrenos que tenían encerrados y sobre los nuevos que nos compraron, permitiéndoles así conseguir préstamos para sus cultivos. En esta negociación absolutamente todos cumplieron con sus pagos; ninguno de los compradores dejó vencer su hipoteca. Todos pagaron antes del vencimiento final10.

La suerte posterior de estos nuevos campesinos propietarios de su tierra es interesante y diversa porque deja lecciones acerca del potencial real de esta forma de adquisición de la tierra, por titulación, que ha sido privilegiado como mecanismo de diversas reformas agrarias en Colombia, basadas en unidades productivas individuales o familiares y economías de subsistencia con excedentes para el mercado. No se creó ninguna empresa asociativa, cada quien se dedicó a la explotación de su propia tierra. Algunos se dedicaron a la ganadería, otros sembraron cultivos diversos, especialmente arroz, que originó pérdidas para algunos por inadecuado manejo de los cultivos y a la postre se verían forzados a vender la tierra y trasladarse al casco urbano. Un estímulo a la asociación de estos colonos provino de la donación de Juan Manuel López de un tractor para que lo administraran ellos mismos en la adecuación de tierras. Pero esa organización no se produjo y el tractor desapareció. Entre los que se dedicaron a la ganadería, hay el caso muy exitoso de Julio Mondragón, quien ha llegado a ser un rico empresario ganadero, que incluso adquirió mucha más tierra comprada a sus vecinos colonos. Falencias en el manejo y cuidado de los cultivos y desinterés por la productividad asociativa que crea economías de escala fueron en esta nueva etapa de la vida de los antiguos colonos dos debilidades para la sostenibilidad de sus propiedades.

3 Carrizosa y Asociados, “Antecedentes y perspectivas para un desarrollo regional concertado en el bajo Upía”, Bogotá: Uniandes–CEDE (Mimeo), 1989, 26.

4 Policía conservadora paramilitar de aquellos años.

5 Testimonio de un colono, citado en Carrizosa, “Antecedentes y pespectivas”, 27.

6 Catherine LeGrand, Colonización y protesta campesina en Colombia, (1850–1950). Bogotá: Universidad Nacional de Colombia, 1988.

7 Entrevista a Juan Manuel López, en Carrizosa, “Antecedentes y perspectivas”, 27.

8 Ibíd, 28.

9 Ibíd, 30.

10 Humberto Amaya, Ibíd, 29.

Cachacos en el Llano, llaneros por adopción.

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