Читать книгу Los irreductibles II - Julio Rilo - Страница 10
IV
ОглавлениеTodos los días que no libraba, Ricardo se levantaba muy temprano y de muy mal humor al no ver el sol en el cielo. Desayunaba frugalmente y salía de su pequeño y austero piso en la calle de Antonia Lancha para ir caminando hasta la parada del metro mientras se fumaba el primer cigarro del día. En aquella estación, nueva pero ya vandalizada, cogía el tren de la recientemente ampliada línea 5 de metro hasta Gran Vía, donde hacía trasbordo a la línea 1. Kino no perdía detalle en cómo eran los vagones antiguos del metro, ya que por muy nuevos que estuvieran, a él le parecían piezas de museo con aquellas vías metálicas y los cableados eléctricos que tan poco eficientes eran en comparación con los sistemas de transporte modernos. En Plaza de Castilla se volvía a bajar, y subía hasta el intercambiador donde tomaba el bus que lo llevaría hacia Alcobendas.
Salvo los días de verano que amanecía antes, era al salir de la boca de metro en Plaza de Castilla donde Ricardo veía el sol por primera vez. Y aún no estaba más despierto que cuando acababa de salir de su casa. Después de un aburrido trayecto en un bus que avanzaba traqueteando por las calles pobremente asfaltadas de aquella zona de la ciudad, Ricardo se bajaba en Las Tablas y desde ahí iba caminando tranquilamente, mientras se fumaba otro cigarrillo, a uno de los recientemente construidos polígonos industriales del barrio de Valverde, que era el lugar en donde se alzaba el edificio naranja que albergaba los estudios de la TVE, y donde se grababa el programa más importante de la televisión nacional. Teniendo en cuenta todos los trasbordos, raro era el día en el que Ricardo tardaba menos de dos horas en hacer el viaje desde la puerta de su casa hasta la de su trabajo, más el trayecto de vuelta por la noche, que a veces duraba más tiempo ya que era cuando había menos transporte público.
Al llegar, siempre se quedaba charlando un rato con alguno de los conserjes a los que relevaba, o Humberto o Romualdo, quienes como llevaban doce horas allí plantados sin nadie que les diese bola solían tener ganas de palique. Cuando se iba el del turno anterior, Ricardo se cambiaba, y entonces por fin empezaba su jornada.
—Menuda paliza.
—Pues ese viaje me lo metía todos los días dos veces. Uno de ida, y otro de vuelta. Y no te creas que me fue fácil conseguir este curro —decía el fantasma de Ricardo mientras, una vez más, parecía rejuvenecer por momentos—, al principio no me querían ni recibir dentro del edificio al no tener yo nada que ver con la tele, y luego me tuve que enterar de cuál era la empresa que se dedicaba a contratar a los conserjes.
—¿No era el propio estudio?
—Qué va. Bueno, el caso fue que, tras mucho insistir, y un poco de suerte, conseguí el trabajo —dijo radiante Ricardo.
—¿Un poco de suerte?
—Uno de los conserjes que trabajaba aquí estaba cerca de jubilarse, y como ya le quedaba poco, a él lo prejubilaron y a mí me dejaron empezar aquí.
—Pero ¿por qué era tan importante que trabajases aquí? Es decir, no es que empezases trabajando en ninguna tarea creativa ni de producción. Ni siquiera de asistente o ayudante. ¿Cómo fue que terminaste haciendo todo lo que hiciste si empezaste trabajando de conserje?
—Verás, Joaquín, como ya te dije, el cargo o la profesión no era importante en este caso. Lo importante era trabajar en este estudio. Aquí era donde se grababa el Un, dos, tres… —Ricardo esperó una respuesta de algún tipo por parte de su hijo, pero no recibió nada más que un encogimiento de hombros—. ¡El Un, dos, tres…! ¿No sabes lo que era el Un, dos, tres… Responda otra vez?
—No. ¿Qué era?
—Pues el concurso más famoso y visto de España. Un concurso que lo vio una generación completa, y gran parte de las siguientes. Llegó a tener más de veinte millones de espectadores que, si ya era una burrada de audiencia en los años posteriores al boom de la tele en España, lo era más si tienes en cuenta que en los setenta solo había treinta y pico millones de españoles. Fue tan exitoso y popular que su formato se exportó a otros países como Reino Unido o Italia.
—Me suena que en alguna otra sesión me comentaste que en España por esta época solo había dos canales de televisión.
—Sí. ¿Y?
—Que entonces es normal que fuese el concurso más visto, ¿no? —alegó Kino con una sonrisa burlona.
—Pfff, tú no lo entiendes —contestó Ricardo ofendido.
—Hombre, entiendo que para ti era importante trabajar aquí, pero lo que no entiendo es por qué.
—Pues porque este concurso estaba producido por una de las mentes más lúcidas y brillantes de la industria audiovisual de la época.
Enfrente de la puerta de entrada de los Estudios Roma, el joven Ricardo vestía su uniforme (camisa azul cielo y pantalón negro) mientras se apoyaba sobre su mesita con los brazos cruzados. La vista pendiente del reloj de pared, pues a esa hora solían terminar las lecturas de guion los domingos como aquel. Los primeros en abandonar los estudios solían ser los actores, músicos y artistas invitados, que a no ser que fueran grandes estrellas siempre iban a las lecturas y a los ensayos. Después de las modelos y secretarias del programa salía el presentador, el polifacético Kiko Ledgard, quien siempre con su peculiar vestuario (elegante pero excéntrico, con calcetines de diferentes colores o varios relojes) y sus buenos modales, salía despidiéndose de Ricardo, fría pero amablemente. Y, por último, cuando ya parecía que no debía quedar nadie más en el edificio que los vigilantes, conserjes y limpiadoras, salía la cabeza pensante.
—Buenas tardes, don Narciso.
—Buenas tardes, don Ricardo —contestó Chicho Ibáñez Serrador con su peculiar y melódico acento, un deje muy sutil de la mezcla de acentos de su Uruguay natal y su Argentina adoptiva, aunque muy bien disimulado con el mismo tono neutro que empleaban los locutores de radio españoles al hablar.
Caminando por los pasillos de Televisión Española apareció un hombre que para Kino tenía aspecto de profesor de Historia, o de Lengua y Literatura. Era un hombre de facciones angulosas, aunque suavizadas por unos kilos que, aunque no le sobraban sí evitaban que se le pudiese llamar delgado. Tenía una abundante mata de pelo oscuro que se peinaba hacia la derecha salpicada con alguna que otra cana, y la tupida barba le tapaba los carrillos. Desde detrás de unas enormes y cuadradas gafas de cristal brillante se podían ver dos ojos de mirada penetrante que brillaban aún más que sus lentes, como si a través de su iris pardo se pudieran ver reflejos y destellos de todas las historias que constantemente tenían lugar en el interior de aquella cabeza tan imaginativa.
—Por favor, don Narciso —dijo Ricardo algo apurado—. Me da mucha vergüenza que me trate de usted.
—Y a mí me haces sentir viejo, pero tú sigues tratándome de usted. Que no hay manera, macho, por gente como tú envejeceré antes.
—Bueno, pues haré lo que pueda por tutearlo.
—¿Cómo «tutearlo»? Será «tutearte» —replicó Chicho fingiendo indignación.
—Era para ver si estabas atento.
Ambos se rieron.
—Será descarado…
—¿Qué tal la lectura, don Chicho?
—¿Don Chicho no era el de «El Padrino»?
—Sí, es verdad —contestó Ricardo riendo al caer en la cuenta de que su interlocutor tenía razón—. Era el cacique de Corleone.
—¿Qué me quieres decir con eso, Ricardito? —Nuevamente se rieron los dos—. Ven, vamos afuera que necesito algo de aire.
Como bien sabía Ricardo, lo que en realidad quería decir era que le apetecía fumar y, paradójicamente, al aire libre para respirar mejor. Cosas suyas. Si bien es cierto que a diario tampoco se cortaba un pelo a la hora de fumarse un puro en pleno estudio, que para algo era el jefe, ¿no?
En el exterior, Ricardo se sacó un Ducados de la cajetilla, y Chicho movió la bufanda blanca que le colgaba por los hombros para coger de su chaqueta gris un Montecristo que tenía ya empezado, probablemente de cuando estaban enfrascados en la lectura del guion. Por la cara que lucía aquel día, probablemente tampoco fuera el primero ni el segundo.
—Pues eso, ¿qué tal fue la lectura?
—Horrible, Ricardo, horrible. ¡Maldita sea la hora en la que le hice caso a Kiko con la temática de la semana que viene!
—¿Cuál será?
—«La máquina de vapor». ¿Cómo mierdas haces una temática para un concurso familiar que gire en torno a una cochina máquina? ¿Cuántos datos curiosos se pueden sacar para hacer interesantes las preguntas? Esto está siendo más un trabajo de investigación que de escritura. Yo no sé qué vamos a hacer, de verdad… Todas las ideas para anécdotas y preguntas que se han sacado los guionistas son muy flojas.
Mientras le daba una larga calada al puro, Ricardo aprovechó para hablar:
—Los gringos han empezado a trastear hace poco con un nuevo concepto en la ciencia ficción que tiene algo que ver con eso. Se llama «steampunk», y consiste en mezclar aspectos de la estética y la tecnología victoriana con conceptos habituales de la ciencia ficción.
—Vaya… no tenía ni idea, pero suena muy interesante. ¿Cómo dices que lo llaman?
—Steampunk.
—Steampunk… Parece el nombre de un grupo de música inglés. —Hizo una pausa para dejar que Ricardo riera—. Voy a buscar más sobre el tema. Aunque no creo que valga ya, porque este programa se tiene que estar emitiendo el viernes. Ay, se supone que el director soy yo, pero aquí opina todo el mundo. ¿Te puedes creer que hoy nos ha venido el representante de Camilo Sesto con la propuesta de un número cómico y chistes para después de su actuación musical? ¡Chistes! ¿Desde cuándo se dedica a la comedia este… pelotudo?
—Pues hombre, con ese pelo yo sí le veo futuro como cómico.
—¡Ja! Sí… No, pero en serio, hacer comedia es un arte en sí mismo. Por eso me revienta que me vengan a meterse en cosas que no son lo suyo, porque si queda mal, es el programa el que queda mal… En fin, perdóname, que te estoy calentando la oreja, pero es que me tienen las bolas por el piso.
—No es molestia, hombre.
—¿Y cómo te va lo tuyo?
—Pues ahí va.
—¿Cuándo veré esa novela terminada?
—Pues no lo tengo nada claro, don Narci… Chicho. No lo tengo nada claro, Chicho.
—¿Y eso?
—No sé, creo que no es lo mío.
—¿Escribir?
—¡No! Escribir sí. Las novelas.
—Ah, claro. Cada formato tiene su intríngulis. ¿Y por qué no te ves haciendo novela?
—Pues porque hay demasiada descripción que meter entre las escenas de diálogos. Siento que no hago avanzar la acción y que no llego nunca a aquellas escenas sobre las que quiero escribir. Además, que no sé qué pasos tendría que seguir para conseguir que me editaran.
Kino no dijo nada, pero entendía perfectamente cómo se había sentido su padre.
—Te entiendo —dijo Chicho—. Pero también te digo que hasta que no termines nada de lo que tienes no vas a poder dedicarte a esto. Preocúpate antes por terminar, que si el producto se puede vender los contactos saldrán solos. Además, tú tienes buenas ideas. Como la serie aquella sobre una habitación de hotel que cada capítulo está ambientado en una época diferente y con un reparto distinto y tocando géneros desiguales. O la otra serie de los viajes en el tiempo sobre la que me estuviste contando aquel día. Aquella que me recordó a Dr. Who. Que, por cierto, ¿has conseguido ver ya algún capítulo?
—Aún no.
—Ay, es que son difíciles de conseguir, y yo los que he visto son en inglés. Aunque te gustaría. Pero eso, que tienes buenas ideas.
—Y alguna cosa terminada.
—¡No me digas! Pero, si dices que la novela se te atraganta…
—Exactamente. Son guiones lo que tengo terminado.
—¿Tú haces guiones? No serías tan amable de ocuparte del guion de esta semana, ¿verdad? —Ricardo se rio nasalmente mientras fumaba—. No, pero en serio. ¿Escribes también guiones? Con la de veces que nos hemos quedado aquí hablando y no me habías dicho nada…
—Ya, bueno… Es que me da vergüenza.
—Entonces, poco futuro te veo yo como escritor, Ricardo, si te avergüenzas de tu trabajo.
—No es eso. Es solo que le tengo mucho respeto. —Chicho hizo una mueca levantando las cejas—. Perdón. «Te» tengo mucho respeto.
Chicho se quedó mirando su puro girar entre sus dedos con una enigmática sonrisa en los labios y sin decir nada. Kino, que siempre se había jactado de que era muy bueno leyendo a la gente, hubiera puesto la mano en el fuego porque Chicho no solo no se había creído que ese fuera el motivo principal, sino que además daba por hecho que Ricardo no quería aprovecharse de que lo conocía. No quería pedirle un favor.
Sin embargo, Kino sabía que no era del todo así. Puede que su padre y Chicho se hubiesen hecho amigos a base de hablar todas las noches en las que trabajaba allí Ricardo, pero el motivo por el que este había ido a trabajar allí en primer lugar era que quería conocer a Chicho. Él mismo lo había admitido.
De manera que finalmente allí estaba Ricardo creando una ocasión para hablar de sus guiones de una forma fortuita con el gran Chicho Ibáñez Serrador. A quien, por cierto, parecía que le solían gustar las ideas que tenía el joven Ricardo.
—Parece que tengas miedo de algo —dijo Chicho.
—Sí. De que me plagies el guion.
—Yo ya no estoy pa esas —contestó Chicho después de una potente carcajada.
—¿No vas a volver a hacer cine nunca más?
—Ni loco. Ya era suficientemente difícil hace diez años, así que ahora ni me planteo volver a intentarlo. Es curioso, ese fue el motivo por el que me metí en tele y, sin embargo, aquí estoy, trabajando más y pasándolo peor que en cualquier rodaje.
—Seguro que también te lo pasarás mejor. Algo bueno le verás.
—Hombre, esto tiene sus cosas, no te voy a mentir. Bueno, entonces, ¿de qué trata ese guion tuyo? ¿Es corto o largometraje?
—Es de largometraje.
—¿Y de qué trata?
—Pues a ver, lo primero, es una película que es imposible que algún día se llegue a rodar en España. Si fuese a alguna productora yanqui me compraría el guion al instante, pero aquí ni de coña.
—¿Por qué?
—Pues porque es una cinta de acción y aventuras.
—Umm… Tienes tu parte de razón. No es un género que esté muy de moda hoy en día. Y menos en España.
—Que es precisamente uno de los motivos por los que sería un éxito. No tendría competición dentro del género. Igual que pasó hace un par de meses, en noviembre, con La Guerra de las Galaxias. Nadie daba un duro por ella, y mira…
—Buena observación. Quizá como no está de moda ese género el mercado no está saturado.
—Efectivamente.
—¿Pero también sería como La Guerra de las Galaxias? ¿Con navecitas y luces de colores?
—No, no, no. Nada que ver. Bueno, hay algún elemento fantástico, pero nada que ver.
—¿Y qué tiene esta película? ¿Qué cosas hay que llamen la atención?
—Pues verás, como te decía sería una historia de acción y aventuras al estilo de los antiguos seriales radiofónicos de cuando éramos pequeños, que contaban las andanzas de aventureros que iban en pos de antiguas ciudades perdidas —Chicho hizo un gesto de aprobación silenciosa mientras sonreía—, con mucho tiro y mucha situación imposible de sobrevivir. Pero que obviamente pues el protagonista sobrevive.
—Obviamente.
—La historia estaría ambientada en 1937.
—¿En plena Guerra Civil? —exclamó Chicho con los ojos como platos—. Muy arriesgado…
—Sí, bueno, el protagonista es un exiliado que está escondido en Egipto, y allí sobrevive con otro granuja amigo suyo, Yassine. Hasta ellos dos llega un día una joven…
—Ah, el interés romántico. La dama que necesita ayuda…
—No exactamente. Aunque bueno, también. Más que pedir ayuda les contrata. Ella es una mujer de armas tomar y se convertirá en la jefa de los dos cuando les encargue una misión: encontrar a su padre, quien fue secuestrado por los nazis.
—Oohhh… me encanta lo que estoy escuchando. Me tienes intrigado. ¿Hay un título? Porque no puedes vender un proyecto así sin un título.
—Claro que sí. —Ricardo hizo una pausa dramática y alzó las dos manos apuntando hacia el vacío delante de ambos—: Mateo Salazar y el oasis de Dakhla.
Tanto el recuerdo de Chicho como Kino se sorprendieron ante esta declamación. El primero porque reconocía el potencial en la obra que le describía Ricardo, y Kino se sorprendió y dio un respingo al conocer la historia de cómo germinó la idea de la que sería el primer gran taquillazo de la ya de por sí exitosa carrera de su padre.