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III

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Índice

El colegio Chairmán en Auckland. -Grandes y pequeños. Vacaciones en el mar. -El schooner «Sloughi.» -La noche del 15 de Febrero. -Abordaje. -Siguiendo la corriente. -Una tempestad. -Información en Auckland. -Lo que queda del «schooner.»

En aquella época, el colegio Chairmán era uno de los de más fama de la ciudad de Auckland, capital de Nueva Zelandia, importante colonia inglesa en el Pacífico. Este establecimiento de enseñanza contaba con un centenar de alumnos, perteneciendo a las principales familias del país, sin que los maoris, que son los indígenas de aquel archipiélago, hubieran conseguido jamás que admitiesen en él a sus hijos, quienes se educaban en escuelas especiales para ellos. El colegio Chairmán se componía de jóvenes ingleses, franceses, americanos y alemanes, hijos de propietarios, rentistas, comerciantes o empleados del país, recibiendo allí una educación completísima y en todo igual a la que se da en los establecimientos similares del Reino Unido.

El archipiélago de Nueva Zelandia se compone de dos islas principales; al Norte, Ika-Na- Mawi, o isla del Pescado; al Sur, Tawaï-Ponamou, o tierra del Jade-Vert. Separadas por el estrecho de Cook, se encuentran entre el trigésimocuarto y el cuadragésimoquinto paralelo Sur; posición equivalente a la que ocupa en el hemisferio boreal la parte de Europa que comprende desde Francia hasta el Estrecho de Gibraltar y el Norte de África. La isla de Ika-Na-Mawi, muy desigual en su parte meridional, tiene la forma de un trapecio irregular, que se prolonga hacia el Noroeste, siguiendo una curva terminada por el cabo Van Diemen.

Casi en el principio de aquella curva, en un punto en que la península mide apenas algunas millas, está edificada la ciudad de Auckland. Tiene, pues, una situación igual a la de Corinto en Grecia, por lo que se la llama la Corinto del Sur. Posee dos puertos abiertos, uno al Oeste y otro al Este; pero siendo poco profundo este último, en el golfo Hauraki ha sido preciso formar, cual lo hacen los ingleses, alguno de esos largos piers, o pequeños golfos para los buques de medio tonelaje. Entre otros hay el Commercial-piers, en el cual desemboca Queen's-street, una de las calles principales de la ciudad.

Hacia el medio de aquella calle se encontraba el colegio Chairmán.

En la tarde del día 15 de Febrero de 1860 salían del mencionado colegio un centenar de muchachos, acompañados de sus padres, y parecían, más que colegiales, pájaros escapados de sus jaulas, dadas la alegría y algazara con que caminaban.

Y no podía menos de ser así. Era el principio de las vacaciones. ¡Dos meses de independencia y de libertad, con la circunstancia de que para cierto número de ellos existía además la perspectiva de un viaje marítimo, del que se hablaba hacia tiempo en el colegio!

Inútil es decir la envidia que excitaban aquellos a quienes su buena fortuna permitía formar parte de los expedicionarios en un paseo de circunnavegación que debía verificarse a bordo del Sloughi para visitar las costas de la Nueva Zelandia.

Aquel bonito schooner, que pertenecía al padre de uno de ellos, Mr. William H. Garnett, antiguo capitán de la marina mercante, en quien se podía tener entera confianza, había sido fletado y dispuesto para un período de seis semanas. Una suscripción abierta entre las diversas familias de aquellos jóvenes serviría para cubrir los gastos del viaje, que se efectuaría de una manera cómoda y en las mejores condiciones de seguridad.

La realización de este proyecto era causa de gran alegría para los muchachos, y en verdad que no pudo excogitarse mejor medio de dar conveniente empleo a aquellas seis semanas, si se mira bajo el punto de vista de la salud, del esparcimiento, de la instrucción y de la moralidad de aquellos jóvenes.

En los colegios ingleses la educación difiere bastante de la que se da en otros países. En aquellos se deja a los alumnos más iniciativa, y por consiguiente cierta relativa libertad, que influye bastante felizmente en su porvenir. Son niños menos tiempo, en una palabra; la educación marcha de consuno con la instrucción, resultando de aquí que la mayor parte de los jóvenes son corteses y de exquisita atención para las personas mayores, cuidadosos de sí mismos y, lo que es digno de ser notado, poco aficionados al disimulo y refractarios a la mentira, aunque se trate de evitar un castigo. Es preciso advertir también que en aquellos establecimientos escolares los muchachos están menos sujetos a la regla de la vida en común y a las leyes del silencio. La mayoría de los alumnos ocupa habitaciones particulares, comiendo en ellas muchas veces, y cuando se sientan en la mesa del refectorio pueden hablar con toda libertad.

Según la edad, los clasifican por divisiones.

Cinco hay en el colegio Chairmán. Si en la primera y en la segunda los pequeños abrazan a sus padres y los besan en las mejillas, los de tercera cambian el beso filial por el apretón de manos de los hombres.

No necesitan vigilantes; se les permite la lectura de novelas y periódicos; tienen bastantes días de asueto; las horas de estudio son pocas; los ejercicios corporales, como la gimnasia y juegos de todas clases, que tanto ayudan al desarrollo, forman gran parte del recreo; pero como correctivo de esta independencia, de la que los discípulos abusan rara vez, los castigos corporales son de regia, y ocupan el primer lugar los azotes, que para los muchachos anglosajones no tienen nada de deshonroso, y se someten sin protesta a dicho castigo cuando comprenden que lo han merecido.

Los ingleses -nadie lo ignora- respetan mucho las tradiciones, lo mismo en la vida privada que en la pública; y esas tradiciones, aunque sean absurdas, son respetadas también en los colegios, que, lo repetimos, no se parecen en nada a los de otros puntos.

Los alumnos antiguos están encargados de proteger a los nuevos; pero en cambio éstos se hallan obligados a prestarles algunos servicios domésticos, a los que no pueden sustraerse, tales como llevarles el desayuno, a cepillarles los vestidos, limpiarles el calzado y hacerles algunos recados.

Estos servicios son conocidos con el nombre de faggisme, y los que los han de prestar se llaman fags.

Los más pequeños, pertenecientes a la primera división, son los que sirven de fags a los de las clases superiores, y ya es sabido que si rehusaran obedecer, es los haría la vida insoportable. Es costumbre, y se observa religiosamente, sin que nadie piense en protestar. La tradición lo exige así; y si existe un país que observe las tradiciones escrupulosamente, es de seguro el Reino Unido, en donde se imponen lo mismo al más humilde mendigo que a los más altos señores.

Los jóvenes que debían tomar parte en la expedición del Sloughi eran alumnos del colegio Chairmán. Ya hemos visto que a bordo de la goleta los había desde ocho a catorce años, y por consiguiente que pertenecían a varias divisiones o clases del colegio.

Esos pobres muchachos, incluso el grumete, iban a verse lanzados lejos, durante mucho tiempo, en terribles aventuras, e importa que conozcamos sus nombres, su edad, sus aptitudes, sus caracteres, la situación de sus familias, ya que sabemos las relaciones que existían entre ellos en aquel establecimiento que acababan de dejar para entrar en vacaciones.

Exceptuando a los dos hermanos Briant, que son de nacionalidad francesa, y a Gordon, americano, todos los demás son de origen inglés.

Doniphan y Cross pertenecen a una rica familia de propietarios que ocupan el primer rango en la sociedad de Nueva Zelandia. Ambos de edad de trece años y algunos meses son primos y forman parte de la quinta división. Doniphan, elegante y cuidadoso de su persona, es, sin contradicción, el alumno más distinguido. Inteligente y estudioso, procuraba no desmerecer, ya porque le agrada instruirse, ya también por el deseo de sobrepujar a sus compañeros. Cierto aire aristocrático le valió el nombre de «lord Doniphan,» y su carácter altivo le determinaba a querer dominar en donde quiera que se hallase; procediendo de aquí aquella rivalidad de que hablaremos después, cuya fecha se remontaba a mucho tiempo atrás, y que se acentuó más y más desde que las circunstancias acrecentaron la influencia de Briant sobre sus compañeros.

En cuanto a Cross, era un alumno bastante ordinario, pero lleno de admiración por todo lo que piensa, dice y hace su primo Doniphan.

Baxter, de la misma división, de trece años, muchacho de carácter frío, reflexivo, trabajador, muy ingenioso y con mucha destreza, es hijo de un comerciante de mediana fortuna.

Webb y Wilcox tienen doce años y medio, y pertenecen a la cuarta división. De inteligencia menos que mediana, voluntariosos y amigos de querellas, se han mostrado siempre muy exigentes en la observancia de las prácticas del faggisme. Sus familias son ricas y ocupan un puesto elevado en la magistratura del país.

Garnett y su amigo Service, los dos de la tercera división y ambos de doce años, son hijos, el uno de un capitán de marina retirado, y el otro de un colono acomodado, que habitan el North Shore, en la costa septentrional de Waitemala. Las dos familias se profesan una profunda amistad, de esa intimidad resulta que Garnett y Service se han hecho inseparables. Tienen muy buen corazón, pero poco afán por el trabajo, no pensando más que en divertirse.

Garnett es apasionado por el acordeón, instrumento muy apreciado en la marina inglesa. Y como buen hijo de marino, toca dicho instrumento siempre que puede, y ha tenido buen cuidado de llevarlo a bordo. En cuanto a Service, podemos asegurar que es el más alegre y travieso de todos; no sueña sino con aventuras de viajes, alimentando su espíritu con el Robinsón Crusoé y el Robinsón Suizo, que sabe casi de memoria.

Otros dos muchachos de nueve años Jenkins, hijo del director de la Sociedad científica la New-Zealand-Royal Society, e Iverson, heredero del pastor de la iglesia metropolitana de San Pablo, aunque no pertenecen aun más que a la segunda y tercera división, se les considera ya en el colegio como de los más aplicados.

Tenemos después dos pequeñuelos; Dole, de ocho años y medio, y Costar, de ocho; ambos son hijos de oficiales del ejército anglo-zelandés, que habitan la ciudad de Ouchunga, a seis millas de Auckland, en el litoral del puerto de Manukau. Estos niños son de los pequeños, de quienes no se dice nada más sino que Dole es muy terco y Costar muy goloso. Si no brillan en la primera división, creen estar muy adelantados porque saben leer y escribir, cosa de la que no debían envanecerse, por no ser raro a su edad.

Como se ve, nuestros valientes marinos pertenecían todos a dignas familias, establecidas desde mucho tiempo en Nueva Zelandia.

Quedan aun tres muchachos embarcados en el schooner. El americano y los dos franceses, de los que vamos a ocuparnos.

El americano es Gordon: tiene catorce anos; su cara y su porte llevan ya el sello de la rigidez de los yankées. Aunque algo torpe y pesado, es el más grave de los alumnos de la quinta división. Si no tiene el brillo de su compañero Doniphan posee, en cambio, un espíritu justo y un buen sentido práctico, del que ha dado muchas pruebas. Siendo de un carácter observador y de un temperamento frío lo gustan las cosas serias. Metódico por demás, arregla las ideas en su cerebro como los objetos en su pupitre, en el que todo está clasificado con etiquetas y anotado en un cuaderno especial. En suma; sus compañeros le estiman, aprecian sus cualidades, y, aunque no es inglés, se le acoge siempre bien.

Gordon es oriundo de Boston; huérfano de padre y madre, no tiene más parientes que su tutor, antiguo agente consular que, después de haber hecho fortuna, fijó su residencia en Nueva Zelandia, habitando en una de esas lindas villas esparcidas en las alturas, cerca del pueblecillo de Moun-San-John.

Los dos franceses, Briant y su hermano Santiago, son hijos de un distinguido ingeniero llegado hacía dos años y medio para dirigir los trabajos de desecación de los pantanos de Ika-Na-Mawi. El mayor tiene trece años; es poco amante del estudio, aunque muy inteligente; le sucede muchas veces ser uno de los últimos de la división. Sin embargo, cuando quiere, con su facilidad de asimilación y su notable memoria, se eleva al primer rango, con lo que excita la envidia de Doniphan, siendo éste el motivo de que no están nunca en buena inteligencia, como lo hemos visto ya a bordo del Sloughi. Además, Briant es audaz, emprendedor, diestro en los ejercicios corporales, vivo en las contestaciones, servicial, buen muchacho, no teniendo nada del orgullo de Doniphan, y algo descuidado de su persona; en una palabra, muy francés, y por tanto muy diferente de sus compañeros, de origen inglés. Protegía muchas veces a los débiles contra el abuso que los mayores hacían de su fuerza, y nunca quiso someterse a las obligaciones del faggisme. Hubo resistencias, luchas, batallas, de las que salió casi siempre vencedor, gracias a su valor y a sus bríos. Era generalmente querido; así es que cuando se trató de la dirección del Sloughi, la mayoría de sus compañeros no titubeó en obedecerle; teniendo en cuenta que, como lo hemos dicho ya, había adquirido algunos conocimientos de náutica durante su travesía de Europa a Nueva Zelandia.

Santiago había sido considerado hasta entonces como el más travieso de la tercera división, ya que no del colegio entero, sin exceptuar a Service, que lo era mucho también. Inventaba siempre nuevas diabluras, no dejando en paz a ninguno de sus compañeros, y originándose de eso que la castigasen con muchísima frecuencia; pero, a pesar de todo esto, su carácter, como tendremos ocasión de notarlo, se había modificado en absoluto, sin sabor por qué, desde la salida del yate del puerto de Auckland.

Ya nos son conocidos cada uno de los muchachos que la tempestad acababa de arrojar a una de las tierras del Océano Pacífico.

Durante este paseo de algunas semanas a lo largo de las costas de la Nueva Zelandia, el Sloughi debía ser mandado por su dueño, el padre de Garnett, uno de los más atrevidos yactmen de Australasia. Muchas veces el schooner había arribado al litoral de Nueva Caledonia y de Nueva Holanda, había navegado por el estrecho de Torres hasta las puntas meridionales de Tasmania, y hasta aquellos mares de las islas Molucas, Filipinas y Celebes, tan funestos, a veces, aun para los buques de mayor tonelaje; pero no infundía temores, porque era un yate sólidamente construido, muy veloz, y que podía resistir los más fuertes temporales.

La tripulación se componía de un contramaestre y seis marineros, un cocinero y un grumete, Mokó, negrito de doce años de edad, y cuya familia servía desde hacía mucho tiempo a un colono de Nueva Zelandia. Tenemos también que hacer mención de un hermoso perro de caza, Phann, de raza americana, que pertenecía a Gordon y que no dejaba nunca a su amo.

La marcha había sido fijada para el 15 de Febrero. Mientras tanto, el Sloughi quedó amarrado por la popa a la extremidad del Commercial-pier, y, por consiguiente, bien dentro del puerto.

Cuando el 14 por la noche los jóvenes pasajeros fueron a embarcarse, la tripulación no se encontraba a bordo.

El capitán Garnett no debía llegar hasta el momento de aparejar.

Solo el contramaestre y el grumete, recibieron a Gordon y a sus compañeros; los marineros habían ido a beber su última copa de wisky, como ellos decían.

Después de haber instalado cómodamente a todos los niños, el contramaestre creyó poder reunirse a su tripulación en una de las tabernas del puerto, en la que se estuvo ¡falta imperdonable! hasta una hora bastante avanzada de la noche.

El grumete se quedó dormido.

¿Qué sucedió entonces?

Es muy probable que no se sepa jamás.

Lo cierto es que la amarra del yate se desató, bien por descuido o por malevolencia, sin que a bordo lo notaran.

La noche estaba muy oscura y las tinieblas envolvían el puerto y el golfo de Hauraki. El viento de tierra se hacía sentir con fuerza, y el schooner, cogido en la quilla por una corriente del reflujo, fue llevado a alta mar.

Cuando el grumete despertó, el Sloughi andaba como mecido por una ola y con un movimiento que no se podía confundir con el producido por las aguas del puerto.

Mokó se apresuró a subir a la toldilla. ¡El yate seguía la corriente!

A los gritos del grumete, Gordon, Doniphan, Briant y algunos otros saltaron de la cama, lanzándose fuera. ¡Inútil fue que llamaran en su ayuda! No se veía ya ni una luz de la ciudad o del puerto; el schooner se encontraba en medio del golfo, a tres millas de la costa.

En los primeros momentos, por consejo de Briant, al que se unió el grumete, los muchachos procuraron colocar una vela para volver al puerto corriendo una bordada; pero demasiado pesada para ellos, no pudieron orientarla bien y no produjo otro efecto que el de arrastrarlos más lejos, por la presa que daba al viento Oeste.

El Sloughi dobló el cabo Colville, atravesó el estrecho que lo separa de la isla de la Grande Barriére, y se halló pronto a varias millas de Nueva Zelandia.

Fácilmente comprenderán nuestros lectores la gravedad de semejante situación. Briant y sus compañeros no podían ya esperar ningún socorro de tierra. En el caso de que algún buque saliera del puerto a buscarlos, muchas horas tenían que pasar antes de que fuesen encontrados, admitiendo que pudiesen ver al schooner en medio de aquella oscuridad tan profunda. Y aun de día, ¿sería posible divisar un buque tan pequeño en alta mar? En cuanto a salvarse, entregados a sus propias fuerzas, ¿cómo podrían hacerlo? Si el viento no cambiaba, tendrían que renunciar a volver a tierra. Quedábales, es verdad, la esperanza de encontrar algún buque con rumbo a alguno de los puertos de Nueva Zelandia; y previendo esta eventualidad, Mokó se apresuró a izar un farol en la punta del palo de mesana, hasta el amanecer.

Hecho esto, y como los infantiles viajeros no se habían despertado por el ruido de las maniobras, los mayores convinieron en dejarlos dormir, porque su espanto no hubiera producido más que desorden a bordo.

Varias tentativas se hicieron para dar la proa del Sloughi al viento; pero fueron inútiles, porque la goleta se volvía en seguida, corriendo hacia el Este.

De repente, divisaron una luz a distancia de tres millas. Esta luz, blanca y colocada en el extremo de un mástil, era el distintivo de los steamers en marcha.

Bien pronto se distinguieron también las luces de los costados, encarnada y verde; y como ambas aparecían visibles a la vez, era de suponer que dicho steamer se dirigía en línea recta sobre el yate. Nuestros pobres muchachos gritaron en vano; el ruido de las olas, el silbido del vapor al salir por los tubos de escape, y el viento, más violento cada vez, todo contribuía a que las voces de los niños se perdieran en el espacio.

Pero si los marineros de cuarto no podían oírlos, les quedaba la esperanza de que los vigilantes verían la luz que Mokó había colocado en el palo de mesana. Mas ¡oh desgracia! en aquel instante, un movimiento del buque hizo que se rompiera la driza, y el farol cayó el mar.

Nada quedaba ya que indicase la presencia del Sloughi, sobre el que el steamer corría con una velocidad de doce millas por hora. Algunos segundos después, el yate fue abordado, y se hubiera ido a pique irremisiblemente si el buque le hubiera cogido de costado; pero felizmente recibió el choque por la popa, no sufriendo más avería que la pérdida de parte del cuadro, sin perjudicar el casco.

El golpe fue tan débil, que los tripulantes del steamer apenas si pararon mientes en ello, y continuaron su ruta sin preocuparse lo más mínimo del Sloughi, que desgraciadamente quedaba a merced de una próxima borrasca.

Sucede con demasiada frecuencia que los capitanes se cuidan poco de socorrer a los buques con quienes chocan los suyos. Es un crimen del que existen numerosos ejemplos; mas por lo que hace a este caso, es admisible que a bordo del steamer no se hubiera notado el encuentro con aquel ligero yate, a quien no habían entrevisto siquiera en la sombra.

Entonces ya, empujados por el viento, los pobres niños debieron creerse perdidos. Cuando amaneció, la inmensidad del agua estaba desierta. En aquella parte, poco frecuentada, del Pacífico, los buques que van de Australia o a América, y viceversa, corren más al Sur o más al Norte. Ni uno pasó al alcance del yate. La noche llegó, peor que el día aun, y si bien hubo alguna calma, el viento Oeste no cesó de soplar. ¿Cuánto duraría aquella travesía? Ni Briant ni sus compañeros podían formarse una idea exacta de ello. En vano quisieron maniobrar para llevar al yate a los parajes neo-zelandeses; faltábanles los conocimientos necesarios para modificar su marcha, y carecían de la fuerza suficiente para colocar las velas.

En esas críticas circunstancias, Briant, desplegando una energía muy superior a su edad, empezó a tomar ascendiente sobre sus compañeros; ascendiente que sufrió Doniphan como los demás. Y la verdad es que si ayudado por Mokó no llegó a conseguir que el yate tomara rumbo al Oeste, empleó al menos lo poco que sabía para mantenerla en condiciones de navegación. Olvidado de sí mismo, velaba noche y día, y sus miradas recorrían sin cesar el espacio buscando la salvación, sin dejar de echar al mar algunas botellas encerrando un documento relativo al Sloughi, que, aunque débil recurso, sin duda no quiso descuidar por si daba resultado.

Los vientos del Oeste empujaban siempre al yate a través del Pacífico, sin que fuera posible arreglar su marcha ni disminuir su velocidad.

Ya saben nuestros lectores lo que sucedió.

Algunos días después que el schooner salió del golfo Hauraki, se levantó una recia tempestad, que durante dos semanas aumentó extraordinariamente en ímpetu y dio por efecto que, asaltada la goleta por olas monstruosas y expuesta al peligro de destrozaras muchas veces si no hubiera estado sólidamente construida, encalló en una tierra desconocida del Pacífico.

Y ahora, ¿cuál sería la suerte de aquellos colegiales náufragos, a mil ochocientas leguas de Nueva Zelandia? ¿Por dónde les llegarían los socorros de que tanto habían menester? Porque sus familias no los buscarían, en atención a creerlos hundidos en el fondo del mar, juntamente con el yate. He aquí la razón.

Tan luego como en Auckland notaron en la noche del 14 al 15 de Febrero la desaparición del Sloughi, se avisó al capitán Garnett y a los parientes de aquellos desgraciados niños, siendo inútil describir el efecto que tal noticia produjo en la ciudad, en donde fue general la consternación.

Al pronto pensaron que, si bien la amarra se había desatado o estaba rota, era posible que la corriente no hubiese empujado aun al buque hacia alta mar, no siendo difícil encontrarlo, a pesar de que el viento Oeste, cada vez más fuerte, inspiraba seria inquietud.

En tal creencia, y sin pérdida de tiempo, el comandante del puerto tomó sus medidas para socorrer al Sloughi, haciendo que dos vaporcitos saliesen a recorrer muchas millas hacia afuera, empleando toda la noche en andar por aquel mar que empezaba a enfurecerse. Su vuelta quitó toda esperanza a las familias, heridas por tan espantosa catástrofe; pues si esos vapores no habían encontrado al yate, habían hallado, en cambio, los restos del cuadro de popa caídos al mar después del choque con el steamer peruano Quito, choque del que, como hemos indicado antes, ni siquiera se dieron cuenta los tripulantes del steamer. En aquellos restos se leían aun tres o cuatro letras del nombre Sloughi.

La pérdida, pues, del buque, era segura. El schooner se había sumergido a unas doce millas de Nueva Zelandia.

Dos años de vacaciones

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