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¿Isla o continente? -Excursión. -Briant parte solo. -Los anfibios. -Bandadas de aves. - Almuerzo. -Desde lo alto del cabo. -Los tres islotes de alta mar. -Una línea azul en el horizonte. –Vuelta al «Sloughi.»

¿Isla o continente? Esa era siempre la cuestión más grave que preocupaba a Briant, Gordon y Doniphan, cuyo carácter e inteligencia hacían verdaderamente los jefes de aquella sociedad en miniatura. Pensando en el porvenir, cuando los pequeños no se acordaban más que de lo presente, hablaban muchas veces de ello. En todo caso, ya que aquella tierra fuese isla, ya continente, era indudable que no pertenecía a la zona tropical. Esto se conocía en su vegetación, compuesta de robles, abedules, hayas, alisos y pinos de diferentes clases, numerosos mirtáceos y saxífragas, que no son árboles ni arbustos, vegetales todos esparcidos por las regiones centrales del Pacífico. Hasta parecía que aquel territorio debía de tener una latitud algo más alta que Nueva Zalandia, y por consiguiente más próxima al polo austral. En este caso se podía temer que el invierno fuese en extremo riguroso. Ya una espesa alfombra de hojas secas cubría el suelo en el bosque que se extendía al pie del acantilado. Los pinos eran los únicos que conservaban sus hojas, pues sabido es que estos árboles se renuevan de año en año sin despojarse por completo jamás.

-Me parece prudente, dijo Gordon al día siguiente en que transformaron el Sloughi en vivienda, no instalarnos definitivamente en esta parta de la costa.

-Ese es también mi parecer, respondió Doniphan. Si esperamos la estación de los fríos, será demasiado tarde para llegar algún sitio habitado, pues por poco que tengamos que andar, siempre será algunos centenares de millas.

-¡Paciencia! replicó Briant; no estamos aun más que a mediados de Marzo.

-Pues bien, repuso Doniphan; el buen tiempo puede durar hasta fines de Abril, y en seis semanas mucho camino se puede andar...

-¡Cuando hay caminos! replicó Briant.

-¿Y por qué no ha de haberlos?

-Sin duda, respondió Gordon. Pero si hay alguno, ¿sabemos adónde va?

-No sé más que una cosa, repuso Doniphan, y es que sería un absurdo no abandonar el schooner antes de la estación de los fríos, y de las lluvias, y para esto es menester que no surjan dificultades a cada paso, más vale preverlas que aventurarse como locos a través de un país desconocido.

-¡Qué pronto llamáis locos a los que no son de vuestro parecer! -replicó Doniphan.

Tal vez la respuesta de este último hubiese hecho degenerar la conversación en querella, sin la intervención de Gordon.

-De nada sirve disputar, dijo, y para salir de este atolladero es preciso empezar por entendernos.

Doniphan tiene razón en decir que si estamos cerca de algún país habitado, se hace necesario ir, sin más tardanza. Pero ¿es eso posible? pregunta Briant, y tiene razón.

-¡Que diablo, Gordon! replicó Doniphan; remontándose hacia el Norte, bajando al Sur, dirigiéndonos hacia el Este, concluiríamos por llegar...

-Sí, con tal que nos encontremos en un continente, dijo Briant; pero no si estamos en una isla, y si esta isla está desierta.

-Así, pues, repuso Gordon, es preciso saber a qué atenerse. En cuanto a dejar el barco sin asegurarnos antes si hay o no un mar al Este...

-¡Ah! Sobre eso digo que él es el que nos dejará.

No podrá resistir las borrascas en esta playa, exclamó Doniphan, siempre inclinado a aferrarse en sus ideas.

-Convengo en ello, replicó Gordon; y sin embargo, antes de aventurarse por el interior, es indispensable saber adónde se va.

Las razones expuestas por este último eran de tal peso, que Doniphan no tuvo más remedio que rendirse ante la evidencia.

-Estoy pronto a ir a la descubierta, dijo Briant.

-Yo también, respondió Doniphan.

-Y lo estamos todos, añadió Gordon; pero como sería una imprudencia llevar a los pequeños a una exploración larga y fatigosa, dos o tres de nosotros bastarán para realizar nuestro propósito.

-¡Lástima es, observó Briant, que no haya una colina bastante elevada desde la que se pueda examinar el territorio! Por desgracia, estamos en una tierra muy baja, y es lo cierto que desde alta mar no he visto ni una sola montaña en el horizonte. En verdad que no aparece por aquí más altura que este acantilado que se eleva detrás de la playa. Más allá, sin duda, encontraremos llanuras, bosques y pantanos, a través de los que corre ese río cuya embocadura hemos explorado.

-Sería útil, sin embargo, tener un conocimiento exacto de esta comarca antes de dar la vuelta al acantilado, en donde Briant y yo hemos buscado en vano una cueva.

-Pues bien: ¿por qué no irnos al Norte de la bahía? dijo Briant; me parece que subiendo al cabo que la cierra se vería muy lejos.

-Esto es precisamente lo que yo pensaba, respondió Gordon. Sí; ese cabo, que puede tener de doscientos cincuenta a trescientos pies de altura, debe dominar el acantilado.

-Me ofrezco a ir... dijo Briant.

-¿Para qué? replicó Doniphan; ¿que se podrá ver desde allá arriba?

-¿Qué se podrá ver? ¡Lo que hay! respondió Briant.

En efecto, en la punta extrema de la bahía se alzaba un amontonamiento de rocas como cortadas a pico del lado del mar, y que del otro lado parecían unirse al acantilado. Desde el Sloughi hasta aquel promontorio, la distancia era, a lo más, de siete a ocho millas, siguiendo la curva de la playa, y de cinco a vuelo de abeja, según dicen los americanos; así, pues, Gordon no debía equivocarse mucho estimando en trescientos pies sobre el nivel del mar la elevación del cabo.

Esa altura ¿bastaría para que la vista pudiera extenderse sobre el país? ¿La mirada no sería detenida hacia el Este por algún obstáculo? De todos modos, se vería lo que existía a más allá del cabo, es decir, si la costa se prolongaba indefinidamente al Norte, o si el Océano se desarrollaba más allá.

Convenía, por lo tanto, irse a la extremidad de la bahía y verificar la ascensión. Por poco que el territorio estuviese en descubierto, la vista abrazaría una extensión de varias millas.

Discutido el punto, se decidió que el proyecto es pondría en ejecución, pues si Doniphan no veía su utilidad, era sin duda porque la idea pertenecía a Briant, y no a él; mas esto no impedía que diese buenos resultados.

Acordaron también con firme resolución no abandonar el Sloughi hasta tener la seguridad de si había encallado en el litoral de un continente, el que no podía ser otro que el americano.

La excursión no pudo emprenderse durante los cinco días siguientes, porque el tiempo se puso nebuloso, cayendo de vez en cuando una lluvia muy fina. Si el viento no refrescaba, los vapores que ocultaban el horizonte harían inútil el proyectado reconocimiento.

Aquellos días no fueron perdidos: se emplearon en diversos trabajos. Briant se ocupaba de los niños, sobre los que velaba incesantemente, como si el esparcirse en afecto paternal fuera una necesidad de su naturaleza. Su constante preocupación en cuidarlos todo lo mejor que permitiesen las circunstancias, así es que como notase que la temperatura tenía tendencias a bajar, les obligó a ponerse vestidos de más abrigo, arreglando para ellos los que se habían encontrado en los cofres de los marineros. Esta fue una obra de sastre, en que las tijeras trabajaron más que la aguja, y para la que Mokó, que en clase de grumete sabía algo de costura, se mostró muy ingenioso. Decir que Costar, Dole, Jenkins e Iverson fueron elegantemente vestidos con aquellos anchos y largos pantalones y aquellas blusas, no es posible; pero poco importaba, con tal que estuvieran bien abrigados.

Tampoco se les dejaba ociosos. Bajó la vigilancia de Garnett o de Baxter iban a menudo a recoger mariscos en la bajamar o a pescar con redes o cañas en el río, cosa que era divertida para ellos y provechosa para todos; con la ventaja de que, ocupados alegremente, no pensaban en su situación, y si bien el recuerdo de sus padres les entristecía, la tristeza no era constante, máxime cuando a ellos no se los ocurría que tal vez no los volverían a ver jamás.

En cuanto a Gordon y Briant, podemos decir que apenas dejaban el buque, toda vez que se habían reservado el cuidado de su conservación.

Service se quedaba algunas veces con ellos, y, siempre alegre, su compañía les era útil. Amaba a Briant, y jamás se unió con aquellos de sus compañeros que hacían causa común con Doniphan; así es que Briant sentía gran afecto hacia tan buen muchacho.

-¡Vamos, esto va bien, bien! repetía a veces Service. En verdad que nuestro barco ha sido colocado perfectamente en la playa por una ola complaciente, que, tratándole con cariño, no le ha destrozado mucho... He aquí una suerte que no han tenido ni Robinson Crusoé, ni Robinson Suizo en su isla imaginaria.

¿Y qué era de Santiago Briant? Si bien ayudaba a su hermano en las diversas faenas de a bordo, apenas respondía a las preguntas que se le dirigían, apresurándose a hurtar la vista cuando se le miraba de frente.

Esta actitud de Santiago no dejaba de inspirar alguna inquietud a Briant, que, como mayor, ejercía sobre el pequeño cierta influencia. Desde la partida del schooner, lo hemos dicho ya, el carácter de Santiago se había modificado de tal modo; que parecía presa de los remordimientos. ¿Había cometido alguna grave falta, que no se atrevía a confesar a su hermano? Lo cierto es que más de una vez sus ojos enrojecidos atestiguaban que acababa de llorar, y Briant, impresionado, no dejaba de preguntarse si la salud de Santiago estaría en peligro.

Si enferma ese niño, se decía, ¿qué cuidados podrían prestársele? Esta consideración le apenaba mucho y le impelía a interrogar a su hermano sobre lo que tenía; pero éste contestaba siempre:

-¡No... no... no tengo nada... nada!

Era imposible sacar de él otra contestación.

Desde el 11 al 15 de Marzo, los náufragos se ocuparon en dar caza a los pájaros anidados en las rocas. Iban siempre todos juntos; pero Doniphan, Wilcox, Webb y Cross procuraban apartarse de los demás de un modo tan notable, que Gordon se apesadumbraba por semejante proceder; y cuando la ocasión se presentaba propicia mediaba entre unos y otros, procurando hacerles comprender la necesidad de estar todos unidos. Pero Doniphan respondía con tanta frialdad a esas observaciones, que el americano juzgaba prudente no insistir. No desesperaba, sin embargo, de destruir esos gérmenes de disensiones, que podían llegar a ser funestos, confiando también en que los acontecimientos quizás llegasen a conseguir lo que sus consejos no habían podido obtener.

Durante aquellos nebulosos días que impidieron emprender la excursión proyectada por la orilla de la bahía, las cacerías fueron bastante provechosas.

Doniphan, apasionado por aquel ejercicio, era verdaderamente hábil en el manejo de la escopeta.

Extremadamente orgulloso con su habilidad, desdeñaba todos los demás artefactos de caza, trampas, redes o ballestas. Wilcox, por el contrario, prefería éstas, con las que prestaba muy buenos servicios. Webb tiraba bien, sin pretender por eso igualarse a Doniphan. En cuanto a Cross, no tenía afición, y se contentaba con aplaudir las proezas de su primo. Conviene también mencionar a Phan, que se distinguía en aquellas cacerías y no titubeaba jamás en lanzarse en medio de las olas para buscar la caza caída entre los arrecifes. Es preciso confesar que entre las piezas muertas por nuestros cazadores, había gran número de aves marinas que no se podían comer; pero en cambio abundaban las palomas, los ánades y ocas, cuya carne fue muy apreciada por nuestros jóvenes náufragos. La dirección que seguían los gansos cuando huían oyendo las detonaciones, indicaba que debían habitar el interior de aquella tierra. Algunas de esas aves necesitaban cierta preparación, que no salía siempre bien; pero no se podía ser exigente, como lo repetía muchas veces el previsor Gordon, porque era preciso economizar las conservas del yate, toda vez que, como hemos dicho antes, sólo la galleta existía en cantidad considerable, no siendo ésta la menor razón de sus afanes por realizar la ascensión del cabo, ascensión que les resolvería tal vez la importante cuestión de saber si aquella tierra era isla o continente. De eso, en efecto, dependía el porvenir, y por consiguiente la instalación provisional o definitiva en aquella parte del globo.

El 15 de Marzo el tiempo pareció favorable para el éxito de aquella empresa. Durante la noche, el cielo se despejó de los vapores amontonados por la calma, el viento de tierra lo serenó en algunas horas.

Vivos rayos de sol doraron la cima de las rocas, se podía esperar que después del medio día el horizonte del Este estaría bastante limpio para examinarlo detenidamente, porque, en efecto, si por aquel lado se veía una línea continua de agua, aquella tierra era una isla, y los socorros no podrían esperarse sino de algún buque que surcara aquellos mares.

No se habrá olvidado que la idea de esa excursión pertenecía a Briant, que resolvió hacerla solo. Mucho gusto hubiera tenido sin duda en que lo acompañase Gordon; pero el pensamiento de que sus compañeros no estuviesen bajo la vigilancia del americano, lo atormentaba demasiado.

El día 15 por la noche, después de haberse asegurado de que el barómetro señalaba buen tiempo, Briant anunció a Gordon que partiría al día siguiente al amanecer. Andar una distancia de diez u once millas, ida y vuelta no era cosa que arredrara a un muchacho vigoroso que no temía a la fatiga. El día entero le bastaría seguramente para llevar a cabo la exploración, y el americano podía tener la seguridad de que volvería antes del anochecer. Briant partió, pues, al despuntar el día, sin que los demás tuviesen conocimiento de su marcha. Iba armado con un bastón y un revólver, por si encontrase alguna fiera, si bien es verdad que los cazadores no habían encontrado huella alguna de esos animales en sus precedentes excursiones. Briant no olvidó un instrumento que debía facilitar mucho su empresa cuando llegase a lo alto del promontorio: hablamos del catalejo de gran alcance y cuyos cristales eran de notable limpieza. Una cestita colgada de su cinturón encerraba algunas galletas, un trozo de carne salada, una calabaza con agua y unas gotas de brandy, lo suficiente para almorzar y comer si algún percance retrasara su vuelta a bordo.

El muchacho, andando a buen paso, siguió la curva de la costa, señalada en el límite de los arrecifes por una fila de plantas acuáticas, húmedas aun por las aguas de la bajamar. Una hora más tarde, dejaba detrás de sí el sitio en que Doniphan y sus compañeros cazaban las palomas. Estos volátiles no tenían nada que temer de él en aquel momento, porque no quería perder un minuto para llegar cuanto antes al pie del cabo. Siendo el tiempo bueno y el cielo completamente despejado de nubes, era preciso aprovecharle de tales circunstancias, pues si los vapores llegaban a amontonarse por la tarde hacia el Este, el resultado de la expedición sería nulo. Durante la primera hora, Briant anduvo con bastante rapidez, recorriendo la mitad del trayecto, y por lo tanto, no presentándose ningún obstáculo, contaba con llegar al promontorio sobre las ocho de la mañana; pero a medida que el acantilado se acercaba a los arrecifes, el suelo ofrecía más dificultades, pues el camino arenoso era tanto más estrecho cuanto más avanzaba hacia las rompientes, y en vez de aquel terreno, movedizo, sí, pero seguro, que se extendía entre el bosque y el mar, en las cercanías del río nuestro joven se vio reducido a aventurarse a través de un sinnúmero de rocas resbaladizas, de balsas de agua que tenía que rodear, de piedras movedizas, sobre las que no encontraba suficiente apoyo, ocasionándole todo esto una gran fatiga, y, lo que era aun más sensible, un retraso de dos horas por lo menos.

-¡Es preciso, no obstante, que yo llegue al cabo antes de la pleamar! se decía Briant. Esta parte de la playa ha sido cubierta por la última marea, y lo estará también por la próxima hasta el pie del acantilado. Si me viese obligado a retroceder o a refugiarme sobre alguna >roca, llegaría demasiado tarde. ¡Es necesario que pase, cueste lo que me cueste, antes de que las olas invadan la playa!

Y el valeroso muchacho, no haciendo caso de la fatiga que empezaba a entumecer sus músculos, procuró tomar el camino más corto. Tuvo muchas veces que quitarse botas y calcetines para atravesar anchas lagunas con el agua a media pierna, y luego, cuando se encontraba otra vez en la superficie de los arrecifes, seguía su camino, no sin tener alguna caída, por más que las evitaba a fuerza de agilidad y destreza.

En aquella parte de la bahía las aves acuáticas abundaban más que en ninguna otra; pululaban de un modo asombroso. Vio también dos o tres parejas de focas solazándose cerca de las rompientes; no demostraban ninguna señal de espanto, ni trataron de esconderse debajo del agua, lo que hacía creer que si aquellos anfibios no desconfiaban del hombre, es porque no tenían por qué temerle; prueba segura de que hacía muchos años que ningún pescador había ido a cazarlas.

No obstante, reflexionándolo bien Briant comprendió, por la presencia de esas focas, que aquella costa tenía una latitud más elevada aun de lo que él creía, y que, por consiguiente, se hallaba más al Sur que el archipiélago neo-zelandés. El Sloughi había torcido el rumbo hacia el Sudeste durante su travesía en el Pacífico. Esta opinión se confirmó cuando llegado por fin al pie del promontorio, distinguió una bandada de una especie de gallinetas que frecuentan los parajes antárticos. Se movían sin cesar, agitando torpemente sus alas, que, más bien que para volar, les sirven para nadar. No son comestibles, porque su carne es rancia y aceitosa.

Eran ya las diez. Las últimas millas habían agotado las fuerzas del joven, que extenuado y con apetito, juzgó pertinente tomar algún alimento antes de emprender la ascensión del promontorio, cuya cima se clavaba a trescientos pies sobre el nivel del mar.

Se sentó sobre una roca, al abrigo de la marea, que llegaba ya a los arrecifes. Una hora más tarde no hubiera podido pasar sin riesgo, a causa de la pleamar; mas eso no era ya de temer, y por la tarde, cuando la marea bajase, encontraría de nuevo el paso libre.

Un buen trozo de carne y algunos sorbos de agua con brandy fueron bastante para que Briant recuperase sus fuerzas. Solo, lejos de sus compañeros, nuestro muchacho se puso a considerar fríamente su situación, bien decidido a proseguir hasta el fin, con mayores bríos, la obra de salvación para todos. La actitud de Doniphan y de sus parciales no dejaba de preocuparle, porque veía en ello el manantial de serias disensiones; pero estaba firmemente resuelto a oponer una absoluta resistencia a todo acto que perjudicase al bien general. Luego se acordó de su hermanito, cuyo modo de ser la daba mucho en que pensar. Parecía que aquel niño ocultaba alguna falta cometida antes de la salida del schooner, y se prometía instarle tanto, que le obligara a contestarle.

Después de una hora de descanso, empezó Briant la ascensión de las primeras rocas.

El promontorio, terminado en punta aguda y situado en la extremidad de la bahía, presentaba una estratificación y una formación geológica bastante rara: parecía una cristalización ígnea formada bajo la acción de fuerzas plutónicas, y se componía de rocas graníticas, en vez de calizas, parecidas a las que rodean el mar de la Mancha en Europa.

Nuestro joven observó también que un estrecho paso separaba aquel promontorio del acantilado. Más allá, al Norte, la playa se extendía fuera del alcance de la vista; pero, en suma, lo importante era que el Cabo fuese bastante alto para que la mirada alcanzase una gran extensión de terreno.

La subida fue en gran manera penosa, y gracias a su agilidad, a su audacia y a sus costumbres de la gimnasia, pudo, por fin, llegar hasta la punta, no sin haber evitado muchas veces caídas que hubieran sido mortales.

Ya en lo alto, tomó el anteojo y dirigió la visual hacia el Este. Aquella región era llana en todo lo que abarcaba la mirada. El acantilado formaba la principal altura, si bien su meseta se inclinaba al interior; y aun cuando más allá se presentaban algunas tumescencias, éstas no modificaban en nada el aspecto del país. Verdes bosques cubrían el suelo en aquella dirección, ocultando bajo su follaje el lecho de los ríos que corrían hacia el litoral. Era una superficie plana, cuyo radio podía calcularse en unas diez millas, y el mar parecía ser el límite de aquel territorio; mas para cerciorarse de si era continente o isla, hacíase preciso organizar en dirección al Oeste una excursión más larga.

Al Norte, nuestro intrépido explorador no distinguía la conclusión del terreno, que se desarrollaba en una línea recta de siete u ocho millas, y a lo lejos se divisaba un nuevo cabo, muy largo, formando una concavidad semejante a una inmensa playa arenosa, que presentaba a la imaginación la idea de un vasto desierto.

Al Sur, detrás del cabo, afilado en la extremidad de la bahía, la costa se dirigía de Noreste a Sudeste, rodeando un inmenso pantano, que formaba contraste con la desierta playa del Norte.

Briant miró con atención todos los puntos de aquel ancho perímetro. ¿Era una isla? ¿Era un continente? No se atrevería a decirlo. Todo lo que podía afirmar era que, en caso de ser una isla, tenía gran extensión.

Se volvió después al Oeste. El mar resplandecía bajo los rayos oblicuos del sol, que bajaba con lentitud hacia el horizonte.

De repente, nuestro joven alzó con presteza el catalejo, fijando su mirada en alta mar.

-¡Buques!... exclamó: ¡buques que pasan por allí!...

En efecto; tres puntos negros aparecían en la superficie de las relumbrantes olas a una distancia que no llegaba tal vez a quince millas.

¡Qué emociones tan grandes experimentó Briant! ¿Sería una ilusión? ¿Era cierto que tres buques se encontraban allí?

El muchacho limpió el anteojo y miró de nuevo...

Aquellos tres puntos negros parecían, en efecto, buques de los que no se veía más que el casco, sin que ningún humo indicase que fueran steamers en marcha.

El joven pensó que si efectivamente eran buques, estaban demasiado lejos para distinguir sus señales, y siendo posible que sus compañeros no hubiesen visto aquellos barcos; lo mejor sería volver pronto al Sloughi para encender una gran hoguera en la playa, y entonces... después de la puesta del sol...

Briant, al hacer estas reflexiones, no dejaba de observar aquellos tres puntos negros. ¡Y cuál no fue su desengaño al notar que no se movían! Fijó de nuevo el anteojo, y no tardó en conocer que lo que había creído buques no eran ni más ni menos que tres islotes situados al Oeste de la costa, cerca de los que había debido pasar el schooner cuando la tempestad le arrastraba en medio de las nieblas.

Su decepción fue grande.

Eran ya las dos. El mar empezaba a retirarse, dejando en seco los arrecifes al pie del acantilado.

Pensando que era ya tiempo de volver, Briant se dispuso a bajar del promontorio. Quiso, sin embargo, echar una última ojeada al Este, permitiéndole tal vez la posición más oblicua del sol alcanzar a ver algún punto del territorio que no había fijado aun su atención.

Y no se arrepintió de aquella buena idea, pues distinguió más allá de los bosques una línea azulada, prolongándose de Norte a Sur en una extensión de muchas millas, y cuyas extremidades se perdían detrás de la masa compacta de árboles.

-¿Qué puede ser? se preguntó. Y miró aun con más atención.

-¡El mar... sí... es el mar!...

El anteojo estuvo a punto de caérsele de las manos.

Puesto que el mar es extendía al Este, ya no cabía duda; no era un continente aquella tierra en la que había encallado el Sloughi, era una isla; una isla en aquella inmensidad del Pacífico; una isla de la que sería imposible salir.

Entonces asaltó al espíritu de Briant la consideración de todas las vicisitudes que tendrían que sufrir, y su corazón se encogió de tal modo, que dejó de sentir sus latidos; pero sobreponiéndole a aquella debilidad, impropia de su carácter, comprendió que era preciso no abatirse, por oscuro que es presentase el porvenir. Un cuarto de hora después había bajado a la playa, volviendo a tomar el camino que había seguido por la mañana, y antes a las cinco llegó al Sloughi, en donde sus compañeros le esperaban con gran impaciencia.

Dos años de vacaciones

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