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Capítulo 6
El archipiélago griego

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Al día siguiente, 12 de febrero, al despuntar el día, el Nautilus emergió a la superficie. Yo me precipité a la plataforma. A tres millas, al Sur, se dibujaba vagamente la silueta de Pelusa. Un torrente nos había llevado de un mar a otro. Pero ese túnel, de fácil descenso, debía ser impracticable en sentido opuesto.

Hacia las siete de la mañana, Ned y Conseil se unieron a mí en la plataforma. Los dos inseparables compañeros habían dormido tranquilamente, sin preocuparse de las proezas realizadas mientras tanto por el Nautilus.

El canadiense se dirigió a mí y me preguntó con un tono burlón:

-¿Qué, señor naturalista, y ese Mediterráneo?

-Estamos flotando en su superficie, amigo Ned.

-¡Cómo! ¡Así que esta misma noche! -exclamó Conseil.

-Sí, esta misma noche, en algunos minutos, hemos franqueado ese istmo infranqueable.

-No me lo creo -respondió el canadiense.

-Pues se equivoca, señor Land. Esa costa baja que se redondea hacia el Sur es la costa egipcia.

-A otro con ésas, señor -replicó el testarudo canadiense.

-Puesto que el señor lo afirma, Ned, hay que creer al señor.

-Además, Ned, el capitán Nemo me hizo el honor de invitarme a ver su túnel. Estuve a su lado, en la cabina del timonel, mientras él mismo dirigía al Nautilus a través del estrecho paso.

-¿Oye usted, Ned? -dijo Conseil.

-Usted, que tiene tan buena vista -añadí ; puede ver desde aquí las escolleras de Port Said que se internan mar adentro.

El canadiense miró atentamente.

-En efecto, tiene usted razón, señor profesor, y su capitán es un hombre extraordinario. Estamos en el Mediterráneo. Bien. Charlemos, pues, si le parece, de nuestros asuntos, pero sin que nadie pueda oírnos.

Comprendí la intención del canadiense. En todo caso, pensé que más valía hablar, puesto que así lo deseaba, y nos fuimos los tres a sentarnos cerca del fanal, donde estaríamos menos expuestos a las salpicaduras de las olas.

-Le escuchamos, Ned -le dije-, ¿qué es lo que tiene usted que comunicarnos?

-Lo que tengo que comunicarles es muy sencillo. Estamos en Europa, y antes de que los caprichos del capitán nos lleven al fondo de los mares polares o de nuevo a Oceanía, debemos abandonar el Nautilus.

Debo confesar que continuaba resultándome embarazosa esa discusión con el canadiense. Yo no quería de ninguna forma coartar la libertad de mis compañeros, y sin embargo no tenía el menor deseo de dejar al capitán Nemo. Gracias a él, gracias a su aparato, iba yo completando cada día mis estudios oceanográficos y reescribiendo mi libro sobre los fondos submarinos en el seno mismo de su elemento. Ciertamente, jamás volvería a tener una ocasión semejante de observar las maravillas del océano. Yo no podía, pues, hacerme a la idea de abandonar el Nautilus antes de haber completado el ciclo de mis investigaciones.

-Amigo Ned, respóndame francamente. ¿Se aburre usted a bordo? ¿Lamenta que el destino le haya lanzado en manos del capitán Nemo?

Durante algunos instantes, el canadiense guardó silencio. Luego, cruzándose de brazos, dijo:

-Francamente, no me pesa este viaje bajo el mar. Y me sentiré contento de haberlo hecho. Pero para haberlo hecho, menester es que haya terminado. Ésa es mi opinión.

-Terminará, Ned.

-¿Dónde y cuándo?

-¿Dónde? No lo sé. ¿Cuándo? No puedo decirlo. Supongo que acabará cuando estos mares no tengan ya nada que enseñarnos. Todo lo que tiene comienzo tiene forzosamente fin en este mundo.

-Yo pienso como el señor -dijo Conseil-, y es muy posible que tras haber recorrido todos los mares del Globo, el capitán Nemo nos dé el vuelo a los tres.

-¡El vuelo! -exclamó el canadiense -¿Un voleo, quiere decir?

-No exageremos, señor Land. No tenemos nada que temer del capitán Nemo, pero tampoco comparto la esperanza de Conseil. Conocemos los secretos del Nautilus, y no creo que su comandante tome el riesgo de verlos correr por el mundo, por darnos la libertad.

-Pero, entonces, ¿a qué espera usted? -preguntó el canadiense.

-A que se presenten circunstancias favorables, que podremos y deberemos aprovechar, ya sea ahora ya dentro de seis meses.

-¡Ya, ya! -dijo Ned Land-. ¿Y dónde cree que estaremos dentro de seis meses, señor naturalista?

-Tal vez aquí, tal vez en China. Usted sabe cómo corre el Nautilus. Atraviesa los océanos como una golondrina el aire o un exprés los continentes. No rehúye los mares frecuentados. ¿Quién nos dice que no va a aproximarse a las costas de Francia, de Inglaterra o de América, en las que podríamos intentarla evasión tan ventajosamente como aquí?

-Señor Aronnax, sus argumentos se caen por la base. Habla usted en futuro: «Estaremos allí… estaremos allá-… ». Yo hablo en presente: «Ahora estamos aquí, y hay que aprovechar la ocasión». Puesto contra el muro por la lógica de Ned Land y sintiéndome batido en ese terreno, no sabía ya a qué argumentos apelar.

-Oiga, supongamos, por imposible que sea, que el capitán Nemo le ofreciera hoy mismo la libertad. ¿Qué haría usted?

-No lo sé -le respondí.

-Y si añadiera que esa oferta no volvería a hacérsela nunca más, ¿aceptaría usted?

No respondí.

-¿Y qué es lo que piensa el amigo Conseil? -preguntó Ned Land.

-El amigo Conseil -respondió plácidamente el interrogado -no tiene nada que decir. Está absolutamente desinteresado. Al igual que el señor y que su camarada Ned, es soltero. Ni mujer, ni hijos, ni parientes le esperan. Está al servicio del señor, piensa como el señor, habla como él, y por eso, y sintiéndolo mucho, no debe contarse con él para formar mayoría. Dos personas tan sólo están en presencia: el señor, de un lado, y Ned Land, de otro. Dicho esto, el amigo Conseil escucha y está dispuesto a marcar los tantos.

No pude impedirme sonreír al ver cómo Conseil aniquilaba por completo su personalidad. En el fondo, el canadiense debía estar encantado de no tenerlo contra él.

-Entonces, señor Aronnax, puesto que Conseil no existe, discutámoslo entre los dos. Yo he hablado ya y usted me ha oído. ¿Qué tiene que responder?

Era evidente que había que concluir y me repugnaba recurrir a más evasivas.

-Amigo Ned, he aquí mi respuesta. Tiene usted razón, y mis argumentos no resisten a los suyos. No podemos contar con la buena volunta del capitán Nemo. La más elemental prudencia le prohibe ponernos en libertad. Por el contrario, la prudencia exige que aprovechemos la primera ocasión de evadirnos del Nautilus.

-Bien, señor Aronnax, eso es hablar razonablemente.

-Sin embargo, quiero hacer una observación, una sola. Es menester que la ocasión sea seria. Es preciso que nuestra primera tentativa de evasión tenga éxito, pues si se aborta, no tendremos la oportunidad de hallar una segunda ocasión, y el capitán Nemo no nos perdonará.

-Eso es muy sensato -respondió el canadiense-. Pero su observación es aplicable a toda tentativa de huida, ya sea dentro de dos años o de dos días. Luego la cuestión continúa siendo ésta; si se presenta una ocasión favorable, hay que aprovecharla.

-De acuerdo. Y ahora, dígame, Ned, ¿qué es lo que entiende usted por una ocasión favorable?

-La que nos depararía la proximidad del Nautilus a una costa europea en una noche oscura.

-¿Y trataría usted de escapar a nado?

-Sí, si estuviéramos a escasa distancia de la orilla y si el navío flotara en la superficie. No, si estuviéramos demasiado alejados y con el barco entre dos aguas.

-¿Y en ese caso?

-En ese caso, trataría de apoderarme de la canoa. Sé cómo hay que maniobrar para ello. Nos introduciríamos en el interior, y una vez quitados los tornillos, remontaríamos a la superficie sin que tan siquiera el timonel, situado a proa, se diera cuenta de nuestra huida.

-Bien, Ned. Pues aceche esa ocasión, pero no olvide que un fracaso sería nuestra perdición.

-No lo olvidaré, créame.

-Y ahora, Ned, ¿quiere conocer mi opinión sobre su proyecto?

-Naturalmente, señor Aronnax.

-Pues bien, pienso (no digo espero) que esa ocasión favorable no va a presentarse.

-¿Por qué?

-Porque el capitán Nemo no puede ignorar que no hemos renunciado a la esperanza de recuperar nuestra libertad, y por tanto se mantendrá en guardia, sobre todo en las proximidades de las costas europeas.

-Estoy de acuerdo con el señor -dijo Conseil.

-Ya veremos -respondió Ned Land, que movía la cabeza en un gesto de determinación.

-Y ahora, Ned, dejemos esto. Ni una palabra más sobre ello. El día que esté usted dispuesto, nos lo dirá y nosotros le seguiremos. Lo dejo en sus manos.

Así terminó esta conversación, que habría de tener más tarde tan graves consecuencias. Debo decir que los hechos parecieron confirmar mis previsiones, para desesperación del canadiense. ¿Desconfiaba de nosotros el capitán Nemo en esos mares tan frecuentados, o queria simplemente no ofrecerse a la vista de los numerosos barcos de todas las nacionalidades que surcan el Mediterráneo? Lo ignoro, pero lo cierto es que se mantuvo la mayor parte del tiempo en inmersión y a gran distancia de la costa. Cuando emergía, lo hacía tan sólo mínimamente, asomando la cabina del timonel, pero con más frecuencia se sumergía a grandes profundidades, pues entre el archipiélago griego y el Asia Menor no hallábamos fondo a dos mil metros.

Así, sólo supe de la proximidad de la isla de Cárpatos, una de las Espórades, por el verso de Virgilio que me recitó el capitán Nemo al tiempo que posaba su dedo en un punto del planisferio:

center>Est in Carpathio Neptuni gurgite vates

Caeruleus Proteus…

Era, en efecto, la antigua residencia de Proteo, el viejo pastor de los rebaños de Neptuno, y la actual isla de Escarpanto, situada entre Rodas y Creta. Tan sólo pude ver su basamento granítico a través de los cristales del salón.

Al día siguiente, 14 de febrero, decidí emplear algunas horas en estudiar los peces del archipiélago, pero por un motivo desconocido las portillas permanecieron herméticamente cerradas. Por la dirección del Nautilus observé que marchaba hacia Candía, la antigua isla de Creta. En el momento en que embarqué abordo del Abraham Lincoln, la población de la isla acababa de sublevarse contra el despotismo turco. Ignoraba absolutamente lo que hubiera acontecido con esa insurrección, y no era el capitán Nemo, privado de toda comunicación con tierra firme, quien hubiera podido informarme. No hice, pues, ninguna alusión a tal acontecimiento cuando, por la tarde, me hallé a solas con él en el salón. Por otra parte, me pareció taciturno y preocupado. Luego, contrariamente a sus costumbres, ordenó abrir las dos portillas del salón y yendo de una a otra observó atentamente el mar. ¿Con qué fin? Era algo que no podía yo adivinar, y por mi parte me puse a observar los peces que pasaban ante mis ojos.

Entre otros muchos vi esos gobios citados por Aristóteles y vulgarmente conocidos con el nombre de lochas de mar, que se encuentran particularmente en las aguas saladas próximas al delta del Nilo. Cerca de ellos evolucionaban pagros semifosforescentes, especie de esparos a los que los egipcios colocaban entre los animales sagrados, y cuya llegada a las aguas del río, anunciadora de su fecundo desbordamiento, era celebrada con ceremonias religiosas. Vi también unos déntalos de tres decímetros de longitud, peces óseos de escamas transparentes, de un color lívido mezclado con manchas rojas; son grandes devoradores de vegetales marinos, lo que les da ese gusto exquisito tan apreciado por los gastrónomos de la antigua Roma, que los pagaban a alto precio.

Sus entrañas, mezcladas con el licor seminal de las murenas, los sesos de pavo real y las lenguas de los fenicópteros, componían ese plato divino que tanto gustaba al emperador Vitelio.

Otro habitante de esos mares atrajo mi atención y me hizo rememorar la Antigüedad. Era la rémora, que viaja adherida al vientre de los tiburones. Al decir de los antiguos, este pequeño pez, adosado por su ventosa a la quilla de un navío, podía detener su marcha, y uno de ellos, al retener así la nave de Antonio durante la batalla de Actium, facilitó la victoria de Augusto. ¡De lo que depende el destino de las naciones!

Vi también admirables antias, pertenecientes a la familia de los pércidos, peces sagrados para los griegos, que les atribuyen el poder de expulsar a los monstruos marinos de las aguas que frecuentaban; su nombre significa ‘flor’, y lo justificaban por sus colores bellísimos, que recorrían toda la gama del rojo, desde el rosa pálido hasta el brillo del rubí, y los fugitivos reflejos que tornasolaban su aleta dorsal.

Mis ojos no podían apartarse de esas maravillas del mar, cuando súbitamente vieron una insólita aparición. La de un hombre en medio de las aguas, un hombre con una bolsa de cuero en su cintura. No era un cuerpo abandonado al mar, era un hombre vivo que nadaba vigorosamente. El hombre apareció y desapareció varias veces. Ascendía para respirar en la superficie y buceaba nuevamente.

Me volví hacia el capitán Nemo, emocionado:

-¡Un hombre! ¡Un náufrago! ¡Hay que salvarle a toda costa!

El capitán no me respondió y se acercó al cristal.

El hombre se había aproximado también y, con la cara pegada al cristal, nos miraba.

Profundamente estupefacto, vi cómo el capitán Nemo le hacía una señal.

El buceador le respondió con un gesto de la mano, ascendió inmediatamente a la superficie y ya no volvió más.

-No se inquiete -me dijo el capitán-. Es Nicolás, del cabo Matapán, apodado «El Pez». Es muy conocido en todas las Cícladas. Un audaz buceador. El agua es su elemento. Vive más en el agua que en tierra, yendo sin cesar de una isla a otra y hasta a Creta.

-¿Le conoce usted, capitán?

-¿Por qué no, señor Aronnax?

Dicho eso, el capitán Nemo se dirigió hacia un mueble situado a la izquierda del salón. Al lado del mueble había un cofre de hierro cuya tapa tenía una placa de cobre con la inicial del Nautilus grabada, así como su divisa Mobilis in mobile.

Sin preocuparse de mi presencia, el capitán abrió el mueble, une especie de caja fuerte, que contenía un gran número de lingotes.

Eran lingotes de oro. ¿De dónde procedían esos lingotes que representaban una fortuna enorme? ¿Dónde había obtenido ese oro el capitán y qué iba a hacer con él?

Sin pronunciar una palabra, le miraba. El capitán Nemo cogió uno a uno los lingotes y los colocó metódicamente en el cofre de hierro hasta llenarlo por completo. Yo evalué su peso en más de mil kilogramos de oro, es decir, en unos cinco millones de francos.

Una vez hubo cerrado el cofre, el capitán Nemo escribió sobre su tapa unas palabras que por sus caracteres debían pertenecer al griego moderno. Hecho esto, el capitán Nemo pulsó un timbre. Poco después, aparecieron cuatro hombres. No sin esfuerzo, se llevaron el cofre del salón. Luego oí cómo lo izaban por medio de palancas por la escalera de hierro.

El capitán Nemo se volvió hacia mí:

-¿Decía usted, señor profesor?

-No decía nada, capitán.

-Entonces, permítame desearle una buena noche.

El capitán Nemo salió.

Yo volví a mi camarote, muy intrigado, como puede suponerse. Traté en vano de dormir. Buscaba una relación entre la aparición del buceador y ese cofre lleno de oro. Luego, por los movimientos de balanceo y de cabeceo que hacía el Nautilus, me di cuenta de que había emergido a la superficie. Oí un ruido de pasos sobre la plataforma y supuse que estaban botando la canoa al mar. Se oyó el ruido del bote al chocar con el flanco del Nautilus, y luego fue el silencio.

Dos horas después, se reprodujeron los mismos ruidos, las mismas idas y venidas. La embarcación, izada a bordo, había sido encajada en su alvéolo, y el Nautilus volvió a sumergirse.

Así, pues, esos millones habían sido transportados a su destino. ¿A qué lugar del continente? ¿Quién era el corresponsal del capitán Nemo?

Al día siguiente, conté a Conseil y al canadiense los acontecimientos de aquella noche que tanto sobreexcitaban mi curiosidad. Mis compañeros se manifestaron no menos sorprendidos que yo. -Pero ¿de dónde saca esos millones? -preguntó Ned Land.

No había respuesta posible a esa pregunta. Me dirigí al salón, después de haber desayunado, y me puse a trabajar. Hasta las cinco de la tarde estuve redactando mis notas. En aquel momento sentí un calor extremo, y atribuyéndolo a una disposición personal, me quité mis ropas de biso. Era incomprensible, en las latitudes en que nos hallábamos, y además, el Nautilus en inmersión no debía experimentar ninguna elevación de temperatura. Miré el manómetro y vi que marcaba una profundidad de sesenta pies, inalcanzable para el calor atmosférico.

Continué trabajando, pero la temperatura se elevó hasta hacerse intolerable.

«¿Habrá fuego a bordo?», me pregunté. Iba a salir del salón, cuando entró el capitán Nemo. Se acercó al termómetro, lo consultó y se volvió hacia mí.

-Cuarenta y dos grados -dijo.

-Ya me doy cuenta, capitán, y si este calor aumenta no podremos soportarlo.

-¡Oh!, señor profesor, que el calor aumente depende de nosotros.

-¿Puede usted moderarlo a voluntad?

-No, pero puedo alejarme del foco que lo produce.

-¿Es, pues, exterior?

-Sí. Estamos en una corriente de agua hirviente.

-¿Es posible?

-Mire.

Se abrieron las portillas y vi el mar completamente blanco en torno al Nautilus. Un torbellino de vapores sulfurosos se desarrollaba en medio de las aguas que hervían como si estuvieran en una caldera. Apoyé la mano en uno de los cristales, pero el calor era tan intenso que hube de retirarla.

-¿Dónde estamos?

-Cerca de la isla Santorin, señor profesor -me respondió el capitán-, y precisamente en el canal que separa la Nea Kamenni de la Palea Kamenni. He querido ofrecerle el curioso espectáculo de una erupción submarina.

-Yo creía que la formación de estas nuevas islas había terminado.

-Nada está nunca terminado en los parajes volcánicos -respondió el capitán Nemo-. El Globo está siempre siendo remodelado por los fuegos subterráneos. Ya en el año 19 de nuestra era, según Casiodoro y Plinio, apareció una isla nueva, Theia la divina, en el lugar mismo en que se han formado estos islotes. Se hundió luego en el mar para reaparecer en el año 69, hasta que se hundió definitivamente. Desde entonces a nuestros días el trabajo plutónico quedó interrumpido. Pero el 3 de febrero de 1866, emergió un nuevo islote, al que se dio el nombre de George, en medio de vapores sulfurosos, cerca de Nea Kamenni, a la que quedó unida el 6 del mismo mes. Siete días después, el 13 de febrero, apareció el islote Afroesa, creando entre él y Nea Kamenni un canal de diez metros de anchura. Yo estaba por aquí cuando se produjo el fenómeno y pude observar todas sus fases. El islote Afroesa, de forma redondeada, medía trescientos pies de diámetro y tenía una altura de treinta pies. Estaba compuesto por lavas negras y vítreas, con fragmentos feldespáticos. El 10 de marzo, un islote más pequeño, llamado Reka, apareció junto a Nea Kamenni, y desde entonces, los tres islotes, soldados entre sí, no forman más que una sola isla.

-¿Y este canal en el que estamos ahora?

-Véalo aquí -me respondió el capitán Nemo, mostrándome un mapa del archipiélago-. Como ve, he inscrito en él los nuevos islotes.

-Pero este canal acabará colmándose un día, ¿no?

-Es probable, señor Aronnax, pues desde 1866 han surgido ya ocho pequeños islotes de lava frente al puerto San Nicolás de Palca Kamenni. Es, pues, evidente, que Nea y Palea se reunirán un día no lejano. Si en medio del Pacífico son los infusorios los que forman los continentes, aquí son los fenómenos eruptivos. Mire usted el trabajo que está realizándose bajo el mar.

Volví al cristal. El Nautilus parecía inmóvil. El calor era ya intolerable. Del blanco el mar había pasado al rojo, coloración debida a la presencia de una sal de hierro. Pese a que el salón estaba herméticamente cerrado, había sido invadido por un olor sulfuroso absolutamente insoportable. Veía llamas escarlatas cuya vivacidad apagaba el brillo de la electricidad.

Estaba sudando a mares, me asfixiaba, iba a cocerme. Sí, me sentía literalmente cocido.

-No podemos permanecer en esta agua hirviente -dije al capitán.

-No, no sería prudente -respondió el impasible capitán.

A una orden del capitán Nemo, el Nautilus viró de bordo y se alejó de aquel horno al que no podía desafiar impunemente por más tiempo. Un cuarto de hora después, respirábamos el aire libre, en la superficie del mar. Se me ocurrió pensar entonces que si Ned hubiera escogido esos parajes como escenario de nuestra fuga no habríamos podido salir vivos de ese mar de fuego.

Al día siguiente, 16 de febrero, abandonamos aquella región que, entre Rodas y Alejandría, tiene fondos marinos de tres mil metros. Tras pasar a lo largo de Cerigo y doblar el cabo Matapán, el Nautilus dejaba atrás el archipiélago griego.

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