Читать книгу Miguel Strogoff (texto completo, con índice activo) - Julio Verne - Страница 10
6. HERMANO Y HERMANA
ОглавлениеEstas medidas, tan funestas para los intereses privados, estaban justificadas por las circunstancias.
«Prohibido a todo individuo de nacionalidad rusa abandonar la provincia bajo ningún concepto.» Si Iván Ogareff se encontraba aún en la provincia, esto le impediría, o le impondría serias dificultades al menos, reunirse con Féofar-Khan, con lo que el terrible jefe tártaro contaría con un gran auxiliar.
«Orden a todos los extranjeros de origen asiático de abandonar la provincia en el plazo máximo de veinticuatro horas.» Esto significaba alejar en bloque a los traficantes venidos de Asia central, así como a las tribus de bohemios, egipcios y gitanos, que tienen más o menos afinidad con las poblaciones tártaras o mongoles y a los cuales había reunido la feria. Por cada persona era de temer un espía, por lo que su expulsión era aconsejable, dado el estado de cosas.
Pero se comprende fácilmente que estos dos artículos hicieron el efecto de dos rayos abatiéndose sobre la ciudad de Nijni-Novgorod, necesariamente más amenazada y más perjudicada que ninguna otra.
Así pues, los nacionales que tenían negocios que les reclamaban más allá de la frontera siberiana no podían dejar la provincia, momentáneamente al menos. El tono del primer artículo era serio. No admitía excepciones. Todo interés privado debía sacrificarse ante el interés general. En cuanto al segundo artículo del decreto, la orden de expulsión era, asimismo, inapelable. No concernía a otros extranjeros que a los de origen asiático, pero éstos no tenían más remedio que empaquetar sus mercancías y reemprender la ruta que acababan de recorrer. En cuanto a todos los saltimbanquis, cuyo número era considerable, tenían cerca de mil verstas que recorrer antes de llegar a la frontera más próxima y para ellos esto significaba la miseria a corto plazo.
Inmediatamente se elevó un clamor de protesta contra esta insólita medida, un grito de desesperación que fue prontamente reprimido por los cosacos y los agentes de policía. Casi al instante comenzó el desmantelamiento de la vasta explanada. Se plegaron las telas tendidas delante de las barracas; los teatrillos de feria se desarmaron; cesaron los bailes y las canciones; se desmontaron los tenderetes; se apagaron las fogatas; se descolgaron las cuerdas de los equilibristas; los viejos caballos que arrastraban aquellas viviendas ambulantes fueron sacados de las cuadras para ser enjaezados a las mismas. Agentes y soldados, con el látigo o la fusta en la mano, estimulaban a los rezagados y derribaban algunas de las tiendas, incluso antes de que los pobres bohemios hubieran tenido tiempo de abandonarlas. Evidentemente, bajo la influencia de tales medidas, antes de la llegada de la tarde, la plaza de Nijni-Novgorod estaría totalmente evacuada y al tumulto del gran mercado le sucedería el silencio del desierto.
Es preciso repetir todavía, porque se trataba de una agravación obligada de las medidas, que a estos nómadas a los que les afectaba directamente el decreto de expulsión, les estaban también prohibidas las estepas siberianas y no tendrían más remedio que dirigirse hacia el sur del mar Caspio, bien a Persia, a Turquía o a las planicies del Turquestán.
Los puestos del Ural y de las montañas que forman como una prolongación de este río sobre la frontera rusa, no podían traspasarlos. Tenían, pues, ante ellos, un millar de verstas que se verían obligados a atravesar, antes de pisar suelo libre.
En el momento en que el jefe de policía acabó la lectura del decreto, por la mente de Miguel Strogoff cruzó instintivamente un pensamiento:
«¡Singular coincidencia —pensó— entre este decreto que expulsa a los extranjeros originarios de Asia y las palabras que se cruzaron anoche entre los dos bohemios de raza gitana! “Es el Padre mismo quien nos envía a donde queremos ir”, dijo el hombre. Pero “el Padre” ¡es el Emperador! ¡No se le designa de otra forma entre el pueblo! ¿Cómo estos bohemios podían prever la medida tomada contra ellos?, ¿cómo la conocían con anticipación y dónde quieren ir? ¡He aquí gente sospechosa a la cual el decreto del gobernador parece serle más útil que perjudicial!»
Pero estas reflexiones, seguramente exactas, fueron cortadas por otra que ocuparía todo el ánimo de Miguel Strogoff. Y olvidó a los gitanos, sus sospechosos propósitos y hasta la extraña coincidencia que resultaba de la publicación del decreto... El recuerdo de la joven livoniana se le presentó súbitamente.
—¡Pobre niña! —exclamo como a pesar suyo no podrá atravesar la frontera...
En efecto, la joven había nacido en Riga, era livoniana y, por consecuencia, de nacionalidad rusa y no podía, por tanto, abandonar el territorio ruso. El permiso que se le había extendido antes de las nuevas medidas, evidentemente ya no era válido. Todos los caminos de Siberia le estaban inexorablemente cerrados y, cualquiera que fuese el motivo que la conducía a Irkutsk, ahora le estaba totalmente prohibido.
Este pensamiento preocupó vivamente a Miguel Strogoff, el cual se decía, aunque muy vagamente al principio, que sin descuidar nada de lo que su importante misión exigía de él, quizá le fuera posible servir de alguna ayuda a esta valiente muchacha. La idea le agradó. Conocedor de los peligros que él mismo, siendo hombre enérgico y vigoroso, tenía personalmente que afrontar en un país del cual conocía perfectamente todas las rutas, no tenía más remedio que pensar en que estos peligros serían infinitamente más temibles para una joven. Ya que iba a Irkutsk, tenía que seguir su misma ruta, viéndose obligada a atravesar las hordas de invasores, como él mismo iba a intentar conseguir. Si, por otra parte, ella no tenía a su disposición más que los recursos necesarios para un viaje en circunstancias ordinarias, ¿cómo podría llevarlo a cabo en unas condiciones que las circunstancias habían hecho, no solamente peligrosas, sino tan costosas?
«¡Pues bien! —se dijo, ya que toma la ruta de Perm, es casi imposible que no la encuentre. Así podré velar por ella sin que se dé cuenta, y como me da la impresión de que tiene tanta prisa como yo por llegar a Irkutsk, no me ocasionará ningún retraso.»
Pero un pensamiento sugiere otro y no había pensado hasta entonces que en la hipótesis de que pudiera realizar esta buena acción, recibiría un buen servicio. Una idea nueva acababa de nacer en su mente y la cuestión se presentó ante él bajo otro aspecto.
«De hecho —se dijo— yo puedo tener más necesidad de ella que ella de mí. Su presencia no me será perjudicial y me servirá para alejar de mí las sospechas, ya que un hombre corriendo solo a través de la estepa puede fácilmente ser tenido por un correo del Zar. Si, por el contrario, me acompaña esta joven, puedo tranquilamente pasar ante los ojos de todos como el Nicolás Korpanoff de mi podaroshna. Es, pues, necesario que me acompañe. ¡Es preciso encontrarla! ¡No es probable que desde ayer por la tarde haya conseguido encontrar un coche para abandonar Nijni-Novgorod! ¡A buscarla, pues, y que Dios me guíe!».
Miguel Strogoff abandonó la gran plaza de Nijni-Novgorod, en donde el tumulto provocado por la ejecución de las medidas prescritas había llegado a su punto álgido. Recriminaciones de los extranjeros proscritos, gritos de los agentes y cosacos que la emprendían a golpes con ellos... Era un barullo indescriptible. La joven que buscaba no podía estar allí. Eran las nueve de la mañana. El vapor no partía hasta el mediodía, por tanto, Miguel Strogoff disponía de unas dos horas para encontrar a aquella que quería convertir en su compañera de viaje.
Atravesó de nuevo el Volga y recorrió otra vez los barrios de la otra orilla, donde la multitud era bastante menos considerable. Puede decirse que revisó calle por calle de la ciudad alta y baja, entró en las iglesias, refugio natural de todo aquel que llora, de todo el que sufre y en ninguna parte encontró a la joven livoniana.
—Y, sin embargo —se repetía— no puede haber abandonado todavía Nijni-Novgorod. ¡Continuemos buscando!
Miguel Strogoff continuó errando durante dos horas sin pararse en ninguna parte ni sentir la fatiga; obedecía a un sentimiento imperioso que no le permitía reflexionar. Pero fue en vano.
Le pasó entonces por la imaginación que podía ser que la joven no conociera el decreto, circunstancia improbable, ya que un golpe como ése no podía asestarse sin ser conocido por todo el mundo. Además, interesada evidentemente por conocer cualquier noticia proveniente de Siberia, ¿cómo podía ignorar las medidas tomadas por el gobernador y que tan directamente la afectaban?
Pero, en fin, si ella las desconocía, estaría a aquellas horas en el embarcadero y allí, cualquier insoportable agente le negaría sin miramientos el pasaje. Era necesario verla antes a cualquier precio, para que gracias a él evitara tal contrariedad.
Pero fueron vanos todos sus esfuerzos y estaba perdiendo toda esperanza de encontrarla. Eran entonces las once. Miguel Strogoff, aunque en cualquier otra circunstancia no era necesario, fue a presentar su podaroshna a la oficina del jefe de policía. El decreto no podía, evidentemente, afectarle, ya que esta circunstancia estaba prevista, pero quería asegurarse de que nada se opondría a su partida de la ciudad.
Tuvo, pues, que volver a la otra orilla del Volga, en donde se encontraban las oficinas del jefe de policía. Allí había gran afluencia de gente porque aunque los extranjeros tenían que abandonar el país, estaban igualmente sometidos a las formalidades de rigor. Sin esta precaución cualquier ruso más o menos comprometido en el movimiento tártaro hubiera podido, gracias a cualquier ardid, pasar la frontera, lo que pretendía evitar el decreto. Se les expulsaba, pero necesitaban un permiso de salida.
Así, pues, saltimbanquis, bohemios, cíngaros, gitanos, mezclados con los comerciantes persas, turcos, hindúes, turquestanos y chinos, llenaban el patio y las oficinas de la policía.
Todos se apresuraban, ya que los medios de transporte iban a estar singularmente solicitados por tal multitud de expulsados y los que llegasen tarde corrían el riesgo de no poder cumplir con el plazo fijado, lo cual les expondría a la brutal intervención de los agentes del gobernador.
Miguel Strogoff, gracias al vigor de sus codos, pudo atravesar el patio, aunque entrar en la oficina y llegar hasta la ventanilla de los empleados era una hazaña realmente difícil. Sin embargo, unas palabras dichas al oído de un agente y la entrega de unos oportunos rublos fueron suficientes para abrirle paso.
El agente, después de introducirle a la sala de espera, fue a avisar a un funcionario de más categoría. No tardaría, pues, Miguel Strogoff, en estar en regla con la policía y libre de movimientos.
Mientras esperaba, miró a su alrededor y... ¿qué vio? Allí, sobre un banco, echada más que sentada, una joven, presa de muda desesperación, aunque no pudo apenas distinguir su rostro porque únicamente su perfil se dibujaba sobre la pared.
Miguel Strogoff no se había equivocado. Acababa de reconocer a la joven livoniana.
Desconociendo el decreto del gobernador, había venido a la oficina del jefe de policía para hacerse visar su permiso... Pero se le había negado el visado. Sin duda estaba autorizada para ir a Irkutsk, pero el decreto era formal y anulaba todas las autorizaciones anteriores, por lo que los caminos de Siberia se le habían cerrado.
Miguel Strogoff, dichoso por haberla encontrado al fin, se acercó a ella.
La joven lo miró un instante y sus ojos brillaron por un momento al volver a ver a su compañero de viaje. Se levantó instintivamente de su asiento y, como un náufrago que se agarra a su única tabla de salvación, iba a pedirle ayuda...
En aquel momento, el agente tocó la espalda de Miguel Strogoff.
—El jefe de policía le espera —dijo.
—Bien —respondió Miguel Strogoff.
Y, sin dirigir una sola palabra a la que tanto había estado buscando, sin prevenirla con algún gesto que podría haberlos comprometido a los dos, siguió al agente a través de los grupos compactos de gente.
La joven livoniana, viendo desaparecer al único que podía acudir en su ayuda, se dejó caer nuevamente sobre el banco.
Aún no habían transcurrido tres minutos cuando reapareció Miguel Strogoff acompañado por un agente. Llevaba en la mano su podaroshna que le franqueaba las rutas de Siberia.
Se acercó entonces a la joven livoniana y, tendiéndole la mano, le dijo:
—Hermana...
¡Ella comprendió y se levantó, como si una súbita inspiración no le hubiera permitido dudar!
—Hermana —prosiguió Miguel Strogoff— tenemos autorización para continuar nuestro viaje a Irkutsk. ¿Vienes conmigo?
—Te sigo, hermano —respondió la joven enlazando su mano con la de Miguel Strogoff.
Y juntos abandonaron las oficinas de la policía.