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4. DE MOSCÚ A NIJNI-NOVGOROD
ОглавлениеLa distancia que Miguel Strogoff tenía que franquear entre Moscú e Irkutsk era de cinco mil doscientas verstas (5.523 kilómetros). Cuando la línea telegráfica aún no existía entre los montes Urales y la frontera oriental de Siberia, el servicio de despachos oficiales se hacía mediante correos, el más rápido de los cuales empleaba dieciocho días en recorrer la distancia de Moscú a Irkutsk. Pero esto era una excepción y lo general era que para atravesar la Rusia asiática se emplease, ordinariamente, de cuatro a cinco semanas, aunque todos los medios de transporte estaban a disposición de estos emisarios del Zar.
Como hombre que no temía al frío ni a la nieve, Miguel Strogoff hubiera preferido viajar durante la ruda estación invernal, que permite organizar un servicio de trineos en toda la extensión del recorrido. De esta manera, las dificultades que entraña el empleo de diversos medios de locomoción quedaban, en parte, disminuidas sobre aquellas inmensas estepas cubiertas de nieve, ya que hay menos cursos de agua que atravesar y el trineo se desliza fácilmente sobre aquel manto helado. Ciertos fenómenos atmosféricos de esta época son temibles, como la persistencia e intensidad de las nieblas, el frío extremado, además de las largas y terribles ventiscas, cuyos torbellinos lo envuelven todo y hacen desaparecer caravanas enteras. Ocurre también que los lobos, acosados por el hambre, cubren a millares las llanuras. Pero era preferible correr esos riesgos porque, con la crudeza del invierno, los invasores tártaros se verían obligados a acantonarse en las ciudades, sus Merodeadores no correrían por la estepa, todo movimiento de tropas sería impracticable y Miguel Strogoff podría pasar más fácilmente. Pero él no había podido elegir su tiempo ni su hora y debía aceptar las circunstancias para partir, cualesquiera que fueran.
Ésta era la situación que Miguel Strogoff apreció claramente, preparándose para afrontarla.
Además, no se encontraba en las condiciones habituales de un correo del Zar, ya que era preciso que nadie sospechara esta circunstancia mientras realizara su viaje, porque en un país invadido, los espías abundan y él sabía que su misión era muy comprometida. Por eso el general Kissoff se limitó a entregarle una importante suma de dinero para el viaje, e, incluso, el medio de facilitárselo hasta cierto punto, pero sin entregarle ninguna orden escrita en la que constara que estaba al servicio del Emperador, «Sésamo» que abría todas las puertas; entrególe únicamente un podaroshna.
Este podaroshna, extendido a nombre de Nicolás Korpanoff, comerciante domiciliado en Irkutsk, autorizaba a su titular para hacerse acompañar en caso necesario por una o varias personas, y era valedero hasta en los casos en que el gobierno moscovita prohibía a sus súbditos abandonar el territorio ruso. El podaroshna es una autorización para tomar caballos de posta, pero Miguel Strogoff no podía emplearlo más que en las ocasiones en que poseer este documento no le hiciera sospechoso, es decir, que únicamente podía hacer uso de él mientras estuviera en territorio europeo. En resumen, cuando se encontrase en Siberia, es decir, cuando atravesara las provincias sublevadas, no podría actuar como dueño de las paradas de posta, ni hacerse entregar caballos con preferencia a cualquier otro, ni requisar medios de transporte para su uso personal. Miguel Strogoff no debía olvidar esto: él no era un correo, sino un simple comerciante llamado Nicolás Korpanoff, que iba de Moscú a Irkutsk y, como a tal, sometido a todas las eventualidades de un viaje ordinario.
Pasar desapercibido, con más o menos rapidez, pero pasar. Tal debía ser su programa.
Treinta años atrás, la escolta de un viajero importante no comprendía menos de doscientos cosacos a caballo, doscientos infantes, veinticinco jinetes baskires, trescientos camellos, cuatrocientos caballos, veinticinco carros, dos lanchas transportables y dos cañones. Tal era el material necesario para un viaje por Siberia. Pero él, Miguel Strogoff, no tenía cañones, ni jinetes, ni infantes, ni bestias de carga.
Iría, si podía, en coche o a caballo; si no había más remedio, iría a pie.
Las primeras mil cuatrocientas verstas (1.493 kilómetros), que comprendían la distancia entre Moscú y la frontera rusa, no debían ofrecer dificultad alguna. Ferrocarriles, diligencias, buques a vapor y caballos de refresco en todas las paradas, estaban a disposición de todo el mundo y, por consiguiente, a la merced del correo del Zar.
Aquella mañana del 16 de julio, desprovisto de su uniforme, portando un saco de viaje sobre sus espaldas y ataviado con un simple traje ruso compuesto de túnica ceñida al talle, cinturón tradicional de mujik, anchos calzones y botas cinchadas al jarrete, Miguel Strogoff se dirigió a la estación para tomar el primer tren que le conviniera.
No llevaba ningún tipo de armas, al menos ostensiblemente; pero bajo su cinturón se ocultaba un revólver y en su bolsillo una especie de machete, de esos que tienen tanto de puñal como de alfanje y con los cuales un cazador siberiano sabe destripar a un oso tan limpiamente que no deteriora en lo más mínimo su preciosa piel.
La estación de Moscú estaba a rebosar de viajeros y es que las estaciones de los ferrocarriles rusos son lugares de reunión muy frecuentados, tanto por los que parten como por los que son simples espectadores de la partida de trenes. Se toma como una pequeña bolsa de noticias.
El tren en el que tomó asiento Miguel Strogoff debía llevarle hasta Nijni-Novgorod, en donde, por aquella época, se detenía el ferrocarril que, enlazando Moscú con San Petersburgo, debía proseguir hasta la frontera rusa. Esto significaba un trayecto de unas cuatrocientas verstas (426 kilómetros), que el tren franqueaba en una decena de horas.
Una vez en Nijni-Novgorod, Miguel Strogoff tomaría, según las circunstancias, la ruta terrestre o uno de los buques a vapor del Volga, con el fin de llegar a los Urales lo antes posible. Se acomodó, pues, en su rincón, como digno burgués a quien no inquieta demasiado la marcha de sus negocios y busca matar el tiempo durmiendo. Pero como no iba solo en el compartimiento, no durmió más que con un ojo y escuchó con los dos oídos.
Sus vecinos, como la mayor parte de los viajeros que transportaba el tren, eran mercaderes que se dirigían a la célebre feria de Nijni-Novgorod; conjunto necesariamente heterogéneo, compuesto por judíos, turcos, cosacos, rusos, georgianos, calmucos y otros, pero casi todos ellos hablando la lengua nacional.
En efecto, el rumor de la sublevación de las hordas kirguises y de la invasión tártara había trascendido algo y los viajeros que el azar le destinó como compañeros de viaje lo comentaban con cierta circunspección. Se discutía, pues, los pros y contras de los graves acontecimientos que se desarrollaban más allá de los Urales, y los comerciantes temían que el gobierno ruso se hubiera visto obligado a tomar medidas restrictivas, sobre todo en las provincias limítrofes con la frontera, con lo cual se resentiría el comercio.
Naturalmente, estos egoístas no consideraban la guerra, es decir, la represión de la revuelta y la lucha contra la invasión, más que bajo el punto de vista de sus intereses particulares amenazados. La sola presencia de un simple soldado uniformado hubiera sido suficiente para contener las lenguas de estos mercaderes, pues ya se sabe cuán grande es la importancia que se da al uniforme en Rusia. Pero en el compartimiento ocupado por Miguel Strogoff, nada hacía sospechar la presencia de un militar, y el correo del Zar, viajando de incógnito, no era de los hombres que se traicionan.
Limitábase, pues, a escuchar.
—Se afirma que el té de las caravanas está en alza —dijo un persa, que se identificaba por su gorro forrado de astracán y su oscura túnica de anchos pliegues, rozada por el uso.
—¡Oh! El té no ha de temer la baja —respondió un viejo judío, de gesto ceñudo—. El que se encuentre en el mercado de Nijni-Novgorod se expenderá fácilmente por el oeste, pero, desgraciadamente, no ocurrirá lo mismo con los tapices de Bukhara.
—¡Cómo! ¿Está usted esperando algún envío de Bukhara? —preguntó el persa.
—No, pero sí lo espero de Samarcanda, y no está menos expuesto. ¡Cuenta con las expediciones de un país en el que se han sublevado todos los khanes desde Khiva hasta la frontera china!
—¡Bueno! —respondió el persa—. Si no llegan los tapices, supongo que tampoco llegarán las letras de cambio.
—¡Y los beneficios, Dios de Israel! ¿No significan nada para usted? —exclamó el pequeño judío.
—Tiene razón —dijo otro viajero—. Los artículos de Asia central corren el peligro de escasear en el mercado. Y ocurrirá lo mismo con los tapices de Samarcanda, las lanas, sebos y chales de Oriente.
—¡Pues tenga cuidado, padrecito! —respondió un viajero ruso de aspecto socarrón—. ¡No vaya usted a engrasar horriblemente los chales si los mezcla con los sebos!
—¡No es cosa de risa! —respondió el comerciante, a quien no parecían gustarle mucho esta clase de bromas.
—Aunque nos tiremos de los pelos y nos rasguemos las vestiduras no haremos cambiar el curso de los acontecimientos. ¡Y menos el de las mercancías! —respondió el viajero.
—¡Bien se ve que no es comerciante! —hizo observar el judío.
—No, a fe mía, digno descendiente de Abraham. No vendo lúpulo, ni edredón, ni miel, ni cera, ni cañamones, ni carne salada, ni caviar, ni lana, ni madera, ni cintas, ni cáñamo, ni lino, ni marroquinería, ni...
—Pero, ¿compra usted? —preguntó el persa, cortando la retahíla del viajero.
—Lo menos posible, y sólo para mi consumo particular —respondió éste, guiñándole un ojo.
—¡Es un bufón! —dijo el judío dirigiéndose al persa.
—¡O un espía! —respondió éste bajando la voz.
—No nos fiemos y hablemos lo menos posible. La policía no es precisamente blanda en los tiempos que corren y uno no sabe nunca al lado de quién viaja.
En el otro rincón del compartimiento se hablaba un poco menos de las transacciones mercantiles y un poco más de la invasión tártara y sus funestas consecuencias.
—Los caballos de Siberia van a ser requisados —dijo un viajero— y las comunicaciones entre las distintas provincias de Asia central se harán bien difíciles.
—¿Es cierto —pregunto su vecino— que los kirguises de la horda mediana han hecho causa común con los tártaros?
—Eso se dice —respondió el viajero, bajando la voz—, pero quién puede presumir de saber algo en este país.
—He oído hablar de concentraciones de tropas en la frontera. Los cosacos del Don se han reunido en el curso del Volga y se les va a enfrentar con los kirguises sublevados.
—Si los kirguises han descendido por el curso del Irtiche, la ruta a Irkutsk no debe de ser muy segura —respondió el vecino—. Además, ayer intenté enviar un telegrama a Krasnoiarsk y no pudo pasar. Me temo que las columnas tártaras hayan aislado la Siberia oriental.
—En suma, padrecito —replicó el primer interlocutor—, estos comerciantes tienen razón al estar inquietos por sus negocios y por sus pedidos. Después de requisar los caballos se requisarán los barcos, los coches y todos los medios de transporte, hasta que llegue el momento en que no se pueda dar un paso en toda la extensión del Imperio.
—Me temo que la feria de Nijni-Novgorod no termine tan brillantemente como comenzó —respondió el segundo interlocutor, moviendo la cabeza—, pero la seguridad y la integridad del territorio ruso está ante todo. ¡Los negocios no son más que negocios!
Si en este compartimiento el tema de las conversaciones no variaba mucho, tampoco era distinto en los otros coches que componían el tren; Pero en todas partes un buen observador hubiera advertido la extrema prudencia en el planteamiento de las impresiones que intercambiaban. Cuando alguna vez se adentraban en el terreno de los hechos, jamás llegaban a insinuar las intenciones del gobierno moscovita, ni siquiera a apreciarlas.
Esto fue justamente advertido por uno de los pasajeros que iban en el vagón de cabeza. Este viajero, evidentemente extranjero, lo miraba todo con ojos bien abiertos y no paraba de hacer preguntas a las cuales sólo se le respondía con evasivas. A cada instante sacaba la cabeza fuera de la ventanilla, de la que tenía el cristal bajado, con vivo desagrado de sus vecinos, y no perdía detalle del paisaje de la derecha; preguntaba el nombre de las más insignificantes localidades, su situación, cuál era su comercio, su industria, el número de sus habitantes, el nivel medio de vida de cada sexo, etc.; y todo lo iba anotando en un bloc ya sobrecargado de citas.
Era el corresponsal Alcide Jolivet, que si hacía tantas preguntas insignificantes era porque entre tantas respuestas como provocaba, esperaba sorprender algún hecho interesante para su prima. Pero, naturalmente, se le tomó por un espía y delante de él no se decía ni una sola palabra que tuviera relación con los acontecimientos del día.
Viendo, pues, que no podría averiguar nada sobre la invasión tártara, escribió en su bloc: «Viajeros, de una discreción absoluta. En materia política, muy duros de gatillo.»
Y mientras Alcide Jolivet anotaba minuciosamente todas sus impresiones sobre el viaje, su colega, que había embarcado en el mismo tren y con igual motivo, estaba entregado a idéntico trabajo de observación en otro compartimiento. Ninguno de los dos había visto al otro aquel día en la estación de Moscú e ignoraban recíprocamente que iban a visitar el teatro de la guerra. Únicamente que Harry Blount, hablando poco y escuchando mucho, no había inspirado a sus compañeros de viaje la desconfianza que Alcide Jolivet con sus preguntas. De manera que no le habían tomado por un espía y sus vecinos, sin apurarse, conversaban ante él, llegando a veces más lejos de lo que su circunspección natural les hubiera debido permitir. Por tanto, el corresponsal del Daily Telegraph había podido comprobar hasta qué punto los acontecimientos preocupaban a los hombres de negocios que se dirigían a Nijni-Novgorod y la amenaza que pesaba sobre los intercambios comerciales con Asia central; por lo que no dudó en anotar en su bloc esta justa observación: «Los viajeros, extremadamente inquietos. Sólo se habla de la guerra, y con una libertad que asombra entre el Vístula y el Volga.»
Los lectores del Daily Telegraph no podían estar menos informados que la prima de Alcide Jolivet. Además, como Harry Blount iba sentado en la parte izquierda del tren y no se había fijado más que en esta mitad del paisaje, sin molestarse en contemplar una sola vez el de la derecha, formado por amplias planicies, no tuvo ningún reparo en apuntar en su bloc, con todo su aplomo británico: «Paisaje montañoso entre Moscú y Wladimir.»
Sin embargo, era evidente que el gobierno moscovita, en presencia de tan graves eventualidades, estaba tomando severas medidas hasta en el interior del Imperio. La sublevación no había franqueado la frontera siberiana, pero en estas provincias del Volga vecinas del país de los kirguises, eran de temer desagradables influencias.
En efecto, la policía no había encontrado aún la pista de Iván Ogareff, el traidor que había provocado una intervención extranjera para vengar sus rencores particulares y parecía haberse reunido con Féofar-Khan, o puede que intentara fomentar la revuelta en el gobierno de Nijni-Novgorod que, en esta época del año, encerraba una población compuesta por elementos tan diversos. ¿No habría entre tantos persas, armenios y calmucos que afluían al gran mercado, agentes suyos encargados de provocar un movimiento interior? Todas las hipótesis eran posibles en un país como Rusia.
Este vasto imperio, que tiene una extensión de doce millones de kilómetros cuadrados, no puede tener la homogeneidad de los estados de Europa occidental. Entre los diversos pueblos que lo componen, forzosamente han de existir diferencias que van más allá de los simples matices autóctonos. El territorio ruso en Europa, Asia y América, se extiende desde los 15 grados de longitud este hasta los 133 de longitud oeste, es decir, a lo largo de cerca de 200 grados (unas 2.500 leguas) y desde el paralelo 38 al 81 de latitud norte, o sea, 43 grados (unas 1.000 leguas). Cuenta con setenta millones de habitantes que hablan treinta lenguas distintas. La raza eslava es, sin duda, la dominante y comprende, además de los rusos, a los polacos, lituanos y curlandeses, y si a ellos añadimos los fineses, estonianos, lapones, chesmiros, chubaches, permios, alemanes, griegos, tártaros, las tribus caucasianas, las hordas mongoles, los calmucos, samoyedos, kamchadalas y aleutios, se comprenderá que la unidad de tan vasto estado es difícil de mantener y no podía ser más que obra del tiempo, ayudado por la sagacidad de los gobernantes.
Sea como fuere, Iván Ogareff había sabido, hasta entonces, escabullirse de las pesquisas de la policía y, probablemente, debía de haberse unido a los ejércitos tártaros. Pero en cada estación donde se detenía el tren, se presentaban inspectores de policía que revisaban a todos los pasajeros y les sometían a minuciosa identificación, pues tenían orden expresa del jefe superior de policía de buscar a Iván Ogareff. El Gobierno, en efecto, creía saber que el traidor aún no, había tenido tiempo de abandonar la Rusia europea. Cuando un viajero parecía sospechoso, tenía que identificarse en el puesto de policía y el tren volvía a ponerse en marcha sin ninguna inquietud por el que quedaba atrás.
Con la policía rusa, excesivamente expeditiva, es inútil razonar. Sus miembros ostentan graduaciones militares. No hay más remedio que obedecer sin rechistar las órdenes de un soberano que tiene potestad para encabezar sus ucases con la fórmula: «Nos, por la gracia de Dios, Emperador y Autócrata de todas las Rusias, de Moscú, Kiev, Wladimir y Novgorod; Zar de Kazan, de Astrakán; Zar de Polonia, Zar de Siberia, Zar del Quersoneso Táurico; Señor de Pskof; Gran Príncipe de Smolensko, de Lituania, de Volinia, de Podolla y Finlandia; Príncipe de Estonia, de Livonia, de Curlandia y de Semigalia, de Bialistok, de Karella, de Iugria, de Perm, de Viatka, de Bulgaria y de muchos otros países; Señor y Gran Príncipe del territorio de Nijni-Novgorod, de Chernigof, de Riazan, de Polotosk, de Rostof, de Jaroslav, de Bielozersk, de Udoria, de Obdoria, de Kondinia, de Vitepsk, de Mstislaf; dominador de las regiones hiperbóreas; Señor de los países de Iveria, de Kartalinia, de Gruzinia, de Kabardinia y de Armenia; Señor hereditario y soberano de los príncipes cherquesos, de los de las montañas y otros; Heredero de Noruega; Duque de Schlewig-Holstein, de Stormarn, de Dittmarsen y de Holdenburg.» ¡Poderoso soberano, en verdad, aquel cuyo emblema es un águila de dos cabezas que sostiene un cetro y un globo, rodeada de los escudos de Novgorod, Wladimir, Kiev, Kazan, Astrakán y Siberia, y que está envuelta por el collar de la Orden de San Andrés y rematada con una corona real!
En cuanto a Miguel Strogoff, lo tenía todo en regla y quedaba al abrigo de cualquier medida de la policía.
En la estación de Wladimir el tren se detuvo durante algunos minutos, los cuales le bastaron al corresponsal del Daily Telegraph para hacer una semblanza extremadamente completa, en su doble aspecto físico y moral de esta vieja capital rusa.
En la estación de Wladimir subieron al tren nuevos pasajeros, entre ellos una joven que entró en el compartimiento de Miguel Strogoff.
Ante el correo del Zar había un asiento vacío que ocupó la joven, después de depositar todo su equipaje. Después, con los ojos bajos, sin haber echado una mirada a los compañeros de viaje que le destinó el azar, se dispuso para un trayecto que debía durar aún algunas horas.
Miguel Strogoff no pudo impedir fijarse atentamente en su nueva vecina. Como se encontraba sentada de espaldas al sentido de la marcha, él le ofreció su asiento, por si lo prefería, pero la joven rehusó dándole las gracias con una leve reverencia.
La muchacha debía de tener entre dieciséis y diecisiete años. Su cabeza, verdaderamente hermosa, representaba al tipo eslavo en toda su pureza; raza de rasgos severos, que la destinaban a ser más bella que bonita en cuanto el paso de los años fijaran definitivamente sus facciones. Se cubría con una especie de pañuelo que dejaba escapar con profusión sus cabellos, de un rubio dorado. Sus ojos eran oscuros, de mirada aterciopelada e infinitamente dulce; su nariz se pegaba a unas mejillas delgadas y pálidas por unas aletas ligeramente móviles; su boca estaba finamente trazada, pero daba la impresión de que la sonrisa había desaparecido de ella desde hacía mucho tiempo.
Era alta y esbelta, a juzgar por lo que dejaba apreciar el abrigo ancho y modesto que la cubría. Aunque era todavía una niña, en toda la pureza de la expresión, el desarrollo de su despejada frente y la limpieza de rasgos de la parte inferior de su rostro, daban la impresión de una gran energía moral, detalle que no escapó a Miguel Strogoff. Evidentemente, esta joven debía de haber sufrido ya en el pasado, y su porvenir, sin duda, no se le presentaba de color de rosa; pero parecía no menos cierto que debía de haber luchado y que estaba dispuesta a seguir luchando contra las dificultades de la vida. Su voluntad debía de ser vivaz, constante, hasta en aquellas circunstancias en que un hombre estaría expuesto a flaquear o a encolerizarse.
Tal era la impresión que, a primera vista, daba esta jovencita. A Miguel Strogoff, dotado él mismo de una naturaleza enérgica, tenía que llamarle la atención el carácter de aquella fisonomía, y, teniendo siempre buen cuidado de que su persistente mirada no la importunase lo más mínimo, observó a su vecina con cierta atención.
El atuendo de la joven viajera era, a la vez, de una modestia y una limpieza extrema. Saltaba a la vista que no era rica, pero se buscaría vanamente en su persona cualquier señal de descuido.
Todo su equipaje consistía en un saco de cuero, cerrado con llave, que sostenía sobre sus rodillas por falta de sitio donde colocarlo.
Llevaba una larga pelliza de color oscuro, liso, que se anudaba graciosamente a su cuello con una cinta azul. Bajo esta pelliza llevaba una media falda, oscura también, cubriendo un vestido que le caía hasta los tobillos, cuyo borde inferior estaba adornado con unos bordados poco llamativos. Unos botines de cuero labrado, con suelas reforzadas, como si hubieran sido preparadas en previsión de un largo viaje, calzaban sus pequeños pies.
Miguel Strogoff, por ciertos detalles, creyó reconocer en aquel atuendo el corte habitual de los vestidos de Livonia y pensó que su vecina debía de ser originaria de las provincias bálticas. Pero ¿adónde iba esta muchacha, sola, a esa edad en que el apoyo de un padre o de una madre, la protección de un hermano, son, por así decirlo, obligados? ¿Venía, recorriendo tan largo trayecto, de las provincias de la Rusia occidental? ¿Se dirigía únicamente a Nijni-Novgorod, o proseguiría más allá de las fronteras orientales del Imperio? ¿La esperaba algún pariente o algún amigo a la llegada del tren? Por el contrario, ¿no sería lo más probable que al descender del tren se encontrase tan sola en la ciudad como en el compartimiento, en donde nadie —debía de pensar ella— parecía hacerle caso? Todo era probable.
Efectivamente, en la manera de comportarse aquella joven viajera, quedaban visiblemente reflejados los hábitos que se van adquiriendo en la soledad. La forma de entrar en el compartimiento y de prepararse para el viaje; la poca agitación que produjo en su derredor, el cuidado que puso en no molestar a nadie; todo ello denotaba la costumbre que tenía de estar sola y no contar más que consigo misma.
Miguel Strogoff la observaba con interés, pero como él mismo era muy reservado, no buscó la oportunidad de entablar conversación con ella, pese a que habían de transcurrir muchas horas antes de que el tren llegase a Nijni-Novgorod.
Solamente en una ocasión, el vecino de la joven —aquel comerciante que tan imprudentemente mezclaba el sebo con los chales— se había dormido y amenazaba a su vecina con su gruesa cabeza, basculando de un hombro al otro; Miguel Strogoff lo despertó con bastante brusquedad para hacerle comprender que era conveniente que se mantuviera más erguido.
El comerciante, bastante grosero por naturaleza, murmuró algunas palabras contra «esa gente que se mete en lo que no le importa», pero Miguel Strogoff le lanzó una mirada tan poco complaciente que el dormilón volvióse del lado opuesto, librando a la joven viajera de tan incómoda vecindad, mientras ella miraba al joven durante unos instantes, reflejando un mudo y modesto agradecimiento en su mirada.
Pero tenía que presentarse otra circunstancia que daría a Miguel Strogoff la medida exacta del carácter de la joven.
Doce verstas antes de llegar a la estación de Nijni-Novgorod, en una brusca curva de vía, el tren experimentó un choque violentísimo y después, durante unos minutos, rodó por la pendiente de un terraplén.
Viajeros más o menos volteados, gritos, confusión, desorden general en los vagones, tales fueron los efectos inmediatos ante el temor de que se hubiera producido un grave accidente; así, incluso antes de que el tren se detuviera, las puertas de los vagones quedaron abiertas y los aterrorizados viajeros no tenían más que un pensamiento: abandonar los coches y buscar refugio fuera de la vía.
Miguel Strogoff pensó al instante en su vecina, pero, mientras los otros viajeros del compartimiento se precipitaban fuera del vagón, gritando y empujándose, la joven permaneció tranquilamente en su sitio, con el rostro apenas alterado por una ligera palidez.
Ella esperaba. Miguel Strogoff también.
Ella no había hecho ningún movimiento para salir del vagón.
Miguel Strogoff no se movió tampoco.
Ambos permanecieron impasibles.
«Una naturaleza enérgica», pensó Miguel Strogoff. Mientras, el peligro había desaparecido. La rotura del tope del vagón de equipajes había provocado, primero el choque, después la parada del tren, pero poco había faltado para que descarrilara, precipitándose desde el terraplén al fondo de un barranco. El accidente ocasionó una hora de retraso, pero al fin, despejada la vía, el tren reemprendió la marcha y a las ocho y media de la tarde llegaban a la estación de Nijni-Novgorod.
Antes de que nadie pudiera bajar de los vagones, los inspectores de policía coparon las portezuelas examinando a los viajeros.
Miguel Strogoff mostró su podaroshna extendido a nombre de Nicolás Korpanoff, y no tuvo dificultad alguna. En cuanto a los otros pasajeros del compartimiento, todos ellos con destino a Nijni-Novgorod, no despertaron sospechas, afortunadamente para ellos.
La joven presentó, no un pasaporte, ya que el pasaporte no se exige en Rusia, sino un permiso acreditado por un sello particular y que parecía ser de una especial naturaleza. El inspector lo leyó con atención y después de examinar minuciosamente el sello que contenía, le preguntó:
—¿Eres de Riga?
—Sí —respondió la joven.
—¿Vas a Irkutsk?
—Sí.
—¿Por qué ruta?
—Por la ruta de Perm.
—Bien —respondió el inspector—, pero cuida de que te refrenden este permiso en la oficina de policía de Nijni-Novgorod.
La joven hizo un gesto de asentimiento.
Oyendo estas preguntas y respuestas, Miguel Strogoff experimentó un sentimiento de sorpresa y piedad al mismo tiempo. ¡Cómo! ¡Esta muchacha, sola, por los caminos de la lejana Siberia en donde a los peligros habituales se sumaban ahora los riesgos de un país invadido y sublevado! ¿Cómo llegará a Irkutsk? ¿Qué será de ella...?
Finalizada la inspección, las puertas de los vagones quedaron abiertas, pero, antes de que Miguel Strogoff hubiera podido iniciar un movimiento hacia la muchacha, ésta había descendido del vagón, desapareciendo entre la multitud que llenaba los andenes de la estación.