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VII EL HIMNO AL PROYECTIL
ОглавлениеEn su memorable carta del 7 de octubre, el observatorio de Cambridge había tratado la cuestión bajo el punto de vista astronómico, pero era preciso resolverla mecánicamente. En este concepto las dificultades prácticas hubieran parecido insuperables a cualquier otro país que no hubiese sido América. En los Estados Unidos pareció cosa de juego.
El presidente Barbicane había nombrado, sin pérdida de tiempo, en el seno del Gun-Club , una comisión ejecutiva. Esta comisión debía en tres sesiones dilucidar las tres grandes cuestiones del cañón, del proyectil y de las pólvoras. Se componía de cuatro miembros muy conocedores de estas materias. Barbicane, con voto preponderante en caso de empate, el general Morgan, el Mayor Elphiston y el inevitable J. T. Maston, a quien se confiaron las funciones de secretario.
El 8 de octubre, la comisión se reunió en casa del presidente Barbicane: 3, Republican Street. Como importaba mucho que el estómago no turbase con sus gritos una discusión tan grave, los cuatro miembros del Gun-Club se sentaron a una mesa cubierta de bocadillos y de enormes teteras. En seguida J. T. Maston fijó su pluma en su brazo postizo, y empezó la sesión.
Barbicane tomó la palabra.
—Mis queridos colegas —dijo—, estamos llamados a resolver uno de los más importantes problemas de la balística, la Ciencia por excelencia, que trata del movimiento de los proyectiles, es decir, de los cuerpos lanzados al espacio por una fuerza de impulsión cualquiera y abandonados luego a sí mismos.
Barbicane tomó la palabra.
—¡Oh! ¡La balística! ¡La balística! —exclamó J. T. Maston con voz conmovida.
—Tal vez hubiera parecido más lógico —repuso Barbicane— dedicar esta primera sesión a la discusión del cañón...
—En efecto —respondió el general Morgan.
—Sin embargo —repuso Barbicane—, después de maduras reflexiones, me ha parecido que la cuestión del proyectil debía preceder a la del cañón, y que las dimensiones de éste debían subordinarse a las de aquél.
—Pido la palabra —dijo J. T. Maston.
Se le concedió la palabra con la prontitud y espontaneidad a que le hacía acreedor su magnífico pasado.
—Mis dignos amigos —dijo con acento inspirado—, nuestro presidente tiene razón en dar a la cuestión del proyectil preferencia sobre todas las otras. La bala que vamos a enviar a la Luna es nuestro mensajero, nuestro embajador, y os suplico que me permitáis considerarlo bajo un punto de vista puramente moral.
Esta manera nueva de examinar un proyectil excitó singularmente la curiosidad de los miembros de la comisión, por lo que escucharon con la más viva atención las palabras de J. T. Maston.
—Mis queridos colegas —repuso éste—, seré breve. Dejaré a un lado la bala física, la bala que mata, para no ocuparme más que de la bala matemática, la bala moral. La bala es para mí la más brillante manifestación del poder humano; éste se resume enteramente en ella: creándola es como el hombre se ha acercado más al Creador.
—¡Muy bien! —dijo el Mayor Elphiston.
—En efecto —exclamó el orador—, si Dios ha hecho las estrellas y los planetas, el hombre ha hecho la bala, este criterio de las velocidades terrestres, esta reducción de los astros errantes en el espacio, que en definitiva tampoco son más que proyectiles. ¡A Dios corresponde la velocidad de la electricidad, la velocidad de la luz, la velocidad de las estrellas, la velocidad de los cometas, la velocidad de los planetas, la velocidad de los satélites, la velocidad del sonido, la velocidad del viento! ¡Pero a nosotros la velocidad de la bala, cien veces superior a la de los trenes y a la de los caballos más rápidos!
J. T. Maston estaba arrebatado: su voz tomaba acentos líricos mientras cantaba este himno sagrado a la bala.
—¿Queréis cifras? —repuso—. ¡Os las presentaré elocuentes! Fijaos sencillamente en la modesta bala de veinticuatro 25 : si bien corre con una velocidad ochocientas mil veces menor que la de la electricidad, seiscientas cuarenta mil veces menor que la de la luz, y setenta y seis veces menor que la de la Tierra en su movimiento de traslación alrededor del Sol, sin embargo, al salir del cañón, excede en rapidez al sonido 26 , avanza 200 toesas por segundo, 2.000 toesas en diez segundos, 14 millas por minuto (6 leguas), 840 millas por hora (360 leguas) y 20.100 millas por día (8.640 leguas), es decir, la velocidad de los puntos del ecuador en el movimiento de rotación del Globo, que es de 7.336.500 millas por año (3.155.760 leguas). Tardaría, pues, once días en trasladarse a la Luna, doce años en llegar al Sol, trescientos sesenta años en alcanzar a Neptuno, en los límites del mundo solar. ¡He aquí lo que haría esta modesta bala, obra de nuestras manos! ¿Qué será, pues, cuando haciendo esta velocidad veinte veces mayor la lancemos a una rapidez de 7 millas por segundo? ¡Bala soberbia! ¡Espléndido proyectil! ¡Me complazco en pensar que serás allá arriba recibida con los honores debidos a un embajador terrestre!
Entusiastas hurras acogieron esta retumbante perorata, y J. T. Maston, muy conmovido, se sentó entre las felicitaciones de sus colegas.
—Y ahora —intervino Barbicane— que hemos pagado un tributo a la poesía, vámonos directamente al grano.
—Vamos al grano —respondieron los miembros del comité, echándose cada uno al coleto media docena de bocadillos.
—Ya sabéis cuál es el problema que hay que resolver —repuso el presidente—. Se trata de dar a un proyectil una velocidad de 12.000 yardas por segundo. Tengo motivos para creer que lo conseguiremos. Pero ahora examinemos las velocidades obtenidas hasta la fecha. Acerca del particular, el general Morgan podrá instruirnos.
—Tanto más —respondió el general— cuanto que, durante la guerra, era miembro de la comisión de experimentos. Os diré, pues, que los cañones de a 100 de Dahlgreen, que alcanzaban 2.500 toesas, daban a su proyectil una velocidad inicial de 500 yardas por segundo.
—Bien. ¿Y el columbiad 27 Rodman? — preguntó el presidente.
—El columbiad Rodman, ensayado en el fuerte Hamilton, lanzaba una bala de media tonelada de peso a una distancia de 6 millas, a una velocidad de 800 yardas por segundo, resultado que no han obtenido nunca en Inglaterra, Armstrong y Pallisier.
—¡Oh! ¡Los ingleses! —murmuró J. T. Maston, volviendo hacia el horizonte del este su formidable mano postiza.
—¿Así, pues —repuso Barbicane—, 800 yardas son el máximo de la velocidad alcanzada hasta ahora en balística?
—Sí —respondió Morgan.
—Diré, sin embargo —replicó J. T. Maston—, que si mi mortero no hubiese reventado...
—Sí, pero reventó —respondió Barbicane con un ademán benévolo—. Tomemos, pues, por punto de partida la velocidad de 800 yardas. La necesitamos veinte veces mayor. Dejando para otra sesión la discusión de los medios destinados a producir esta velocidad, llamo vuestra atención, mis queridos colegas, sobre las dimensiones que conviene dar a la bala. Bien comprendéis que no se trata ahora de proyectiles que pesen media tonelada.
—¿Por qué no? —preguntó el Mayor.
—Porque —respondió al momento J. T. Maston— se necesita una bala que sea bastante grande para llamar la atención de los habitantes de la Luna, en el supuesto de que la Luna tenga habitantes.
—Sí —respondió Barbicane—, y también por otra razón aún más importante.
—¿Qué queréis decir, Barbicane? —preguntó el Mayor.
—Quiero decir, que no basta enviar un proyectil para no volverse a ocupar de él; es menester que le sigamos durante su viaje hasta el momento de llegar a su destino.
—¡Cómo! —dijeron el general y el Mayor, algo sorprendidos de la proposición.
—Es natural —repuso Barbicane con la seguridad de un hombre que sabe lo que se dice—, de otra suerte nuestro experimento no produciría el menor resultado.
—Pero entonces —replicó el Mayor—, ¿vais a dar al proyectil dimensiones enormes?
—No, escuchadme. Ya sabéis que los instrumentos de óptica han adquirido una perfección suma. Con ciertos telescopios se han llegado a obtener aumentos de seis mil veces el tamaño natural, y a acercar la Luna a unas 16 leguas. A esta distancia, los objetos cuyo volumen es de 60 pies son perfectamente visibles. Si no se ha llevado más lejos el poder de penetración de los telescopios, ha sido porque este poder no se ejerce sino en menoscabo de la claridad; la Luna, que no es más que un espejo reflector, no envía una luz bastante intensa para que se pueda llevar el aumento más allá de ese límite.
El columbiad Rodman.
—¿Qué pensáis, pues, hacer? —preguntó el general—. ¿Daréis a vuestro proyectil un diámetro de sesenta pies?
—¡No!
—¿Os comprometéis, pues, a volver la Luna más luminosa?
—Precisamente.
—¡Me gusta mucho la ocurrencia! —exclamó J. T. Maston.
—Es una cosa muy sencilla —respondió Barbicane—. Si se llega a disminuir la densidad de la atmósfera que atraviesa la luz de la Luna, ¿no es evidente que se habrá vuelto esta luz más intensa?
—Evidentemente.
—Pues bien, para obtener este resultado, me bastará colocar mi telescopio en alguna montaña elevada, y es lo que haremos.
—Convenido, convenido —respondió el Mayor—. ¡Tenéis una manera de simplificar las cosas...! ¿Y qué aumento esperáis obtener así?
—Un aumento de cuarenta y ocho mil veces, que nos pondrá la Luna a una distancia que será no más que de cinco millas, y los objetos para ser visibles no necesitarán tener más que un diámetro de nueve pies.
—¡Perfectamente! —exclamó J. T. Maston—. ¿Nuestro proyectil va a tener nueve pies de diámetro?
—Ni más ni menos.
—Permitidme deciros, sin embargo —repuso el Mayor Elphiston—, que, aun así, será un peso tal...
—¡Oh, Mayor! —respondió Barbicane—. Antes de discutir su peso, permitidme deciros que nuestros padres hacían, en este género, maravillas. Lejos de mí la idea de que la balística no ha progresado, pero bueno es saber que ya en la Edad Media se obtenían resultados sorprendentes, y aun me atreveré a decir más sorprendentes que los nuestros.
—Eso contádselo a mi abuela —replicó Morgan.
—Justificad vuestras palabras —exclamó al momento J. T. Maston.
—Nada más fácil —replicó Barbicane—, puedo citar ejemplos en apoyo de mi aserción. En el sitio que puso a Constantinopla Mohamed II, en 1543, se lanzaron balas de piedra que pesaban 1.900 libras, que serían de un regular tamaño.
—¡Oh! ¡Oh! —exclamó el Mayor—. Muchas libras son 1.900.
—En Malta, en tiempos de los Caballeros, cierto cañón del fuerte de San Telmo arrojaba proyectiles que pesaban 2.500 libras.
El cañón de la isla de Malta.
— ¡Imposible!
—Por último, según un historiador francés, bajo el reinado de Luis XI, había un mortero que arrojaba una bomba de 500 libras de peso solamente; pero esta bomba, partiendo de la Bastilla, que era un punto en que los locos encerraban a los cuerdos, iba a caer en Charenton, que es un punto donde los cuerdos encierran a los locos.
— ¡Imposible!
—¡Muy bien! —dijo J. T. Maston.
—¿Qué hemos visto nosotros después, en resumidas cuentas? ¡Los cañones Armstrong, que disparan balas de 500 libras, y los columbiads Rodman, que disparan balas de media tonelada! Parece, pues, que si los proyectiles han ganado en alcance, en peso más han perdido que han ganado. Haciendo los debidos esfuerzos, llegaremos con los progresos de la Ciencia a decuplicar el peso de las balas de Mohamed II y de los Caballeros de Malta.
—Es evidente —respondió el Mayor—. Pero ¿de qué metal pensáis echar mano para el proyectil?
—Del hierro fundido, pura y simplemente —dijo el general Morgan.
—¡Hierro fundido! —exclamó J. T. Maston con profundo desdén—. El hierro es un metal muy ordinario para fabricar una bala destinada a hacer una visita a la Luna.
—No exageremos, mi distinguido amigo —respondió Morgan—. El hierro fundido bastará.
—Entonces —repuso el Mayor Elphiston—, puesto que el peso de la bala es proporcionado a su volumen, una bala de hierro fundido, que mide nueve pies de diámetro, pesará horriblemente.
—Horriblemente, si es maciza; pero no si es hueca —dijo Barbicane.
—¡Hueca! ¿Será, pues, una granada?
—¡En la que pondremos mensajes! —replicó J. T. Maston—. ¡Y también muestras de nuestras producciones terrestres!
—¡Sí, una granada —respondió Barbicane—; no puede ser otra cosa! Una bala maciza de 108 pulgadas pesaría más de 100.000 libras, y este peso es evidentemente excesivo. Sin embargo, como es menester que el proyectil tenga cierta consistencia, propongo que se le consienta un peso de 20.000 libras.
—¿Cuál será, pues, el grueso de sus paredes? —preguntó el Mayor.
—Si seguimos la proporción reglamentaria —respondió Morgan—, un diámetro de 108 pulgadas exigirá paredes que no bajen de 2 pies.
—Sería demasiado —contestó Barbicane—. Notad bien que no se trata de una bala destinada a taladrar planchas de hierro; basta, pues, que sus paredes sean bastante fuertes para contrarrestar la presión de los gases de la pólvora. He aquí, pues, el problema: ¿qué grueso debe tener una granada de hierro fundido para no pesar más que 20.000 libras? Nuestro hábil calculador, el intrépido Maston, va a decirlo ahora mismo.
—Nada más fácil —replicó el distinguido secretario de la Comisión.
Y sin decir más, trazó algunas fórmulas algebraicas en el papel, apareciendo bajo su pluma X y más X elevadas hasta la segunda potencia. Hasta pareció que extraía, sin tocarla, cierta raíz cúbica y dijo:
—Las paredes no llegarán a tener el grueso de dos pulgadas.
—¿Será suficiente? —preguntó el Mayor con un ademán dubitativo.
—No, evidentemente, no —respondió el presidente Barbicane.
—¿Qué se hace, pues? —repuso Elphiston bastante perplejo.
—Emplear otro metal.
—¿Cobre? —dijo Morgan.
—No; es aún demasiado pesado, y os propongo otro mejor.
—¿Cuál? —dijo el Mayor.
—El aluminio —respondió Barbicane.
—¡Aluminio! —exclamaron los tres colegas del presidente.
—Sin duda, amigos míos. Ya sabéis que un ilustre químico francés, Henry Sainte-Claire Deville, llegó en 1854 a obtener el aluminio en masa compacta. Este precioso metal tiene la blancura de la plata, la inalterabilidad del oro, la tenacidad del hierro, la fusibilidad del cobre y la ligereza del vidrio. Se trabaja fácilmente, abunda en la Naturaleza, pues la alúmina forma la base de la mayor parte de las rocas; es tres veces más ligero que el hierro, y parece haber sido creado expresamente para suministrarnos la materia de que se ha de componer nuestro proyectil.
—¡Bien por el aluminio! —exclamó el secretario de la comisión, siempre muy estrepitoso en sus momentos de entusiasmo.
—Pero, mi estimado presidente —dijo el Mayor—, ¿no es acaso el aluminio excesivamente caro?
—Lo era —respondió Barbicane—; en los primeros tiempos de su descubrimiento, una libra de aluminio costaba de 260 a 280 dólares (cerca de 1.500 francos); después bajó a 20 dólares (150 francos), y actualmente vale 9 dólares (48 francos).
—Aun así —replicó el Mayor, que no daba fácilmente su brazo a torcer—, es un precio enorme.
—Sin duda, mi querido Mayor, pero no inasequible a nuestros medios.
—¿Cuánto pesará, pues? —preguntó Morgan.
—He aquí el resultado de mis cálculos —respondió Barbicane—. Una bala de 180 pulgadas de diámetro y de 12 pulgadas de espesor pesaría, siendo de hierro colado, 67.440 libras; construida en aluminio, su peso queda reducido a 19.250 libras.
—¡Perfectamente! —exclamó Maston—. No nos separamos del programa.
—Sí, perfectamente —replicó entonces el Mayor—. Pero, ¿no veis que a 9 dólares la libra el proyectil costará...?
—Ciento setenta y tres mil doscientos cincuenta dólares, exactamente; pero no temáis, amigos míos, no faltará dinero para nuestra empresa, yo respondo de ello.
—Una lluvia de oro caerá en nuestras cajas —replicó J. T. Maston.
—Pues, bien, ¿qué os parece el aluminio? —preguntó el presidente.
—Adoptado —respondieron los tres miembros de la Comisión.
—En cuanto a la forma de la bala —repuso Barbicane—, importa poco, pues una vez traspasada la atmósfera, el proyectil se hallará en el vacío. Propongo, por tanto, que la bala sea redonda, para que gire como mejor le parezca y se conduzca del modo que le dé la gana.
Así terminó la primera sesión de la Comisión. La cuestión del proyectil estaba definitivamente resuelta, y J. T. Maston no cabía de alegría en su pellejo, pensando que se iba a enviar una bala de aluminio a los selenitas, lo que les daría una alta idea de los habitantes de la Tierra.