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XI FLORIDA Y TEXAS

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Una cuestión faltaba por resolver, y era la elección del lugar favorable al experimento. El observatorio de Cambridge había recomendado con interés que el disparo se dirigiese perpendicularmente al plano del horizonte, es decir, hacia el cenit, y la Luna no sube al cenit sino en los lugares situados entre 1° y 28° de latitud, o, lo que es lo mismo, la declinación de la Luna no es más que de 28° 34 . Tratábase, pues, de determinar exactamente el punto del Globo en que se había de fundir el inmenso columbiad.

El 20 de octubre, hallándose reunido el Gun-Club en sesión general, Barbicane se presentó con un magnífico mapa de los Estados Unidos de Z. Belltropp. Pero sin darle tiempo de desplegarlo, J. T. Maston pidió la palabra con su habitual vehemencia.

—Dignísimos colegas, la cuestión que vamos a debatir tiene una importancia verdaderamente nacional, y va a depararnos la ocasión de ejercer un gran acto de patriotismo.

Los miembros del Gun-Club se miraron unos a otros sin comprender dónde iría a parar el orador.

—Ninguno de vosotros —prosiguió éste— ha pensado ni pensará nunca en transigir con la gloria de su país, y si hay algún derecho que la Unión pueda reivindicar es el de fundir en su propio seno el formidable cañón del Gun-Club . Así, pues, en las circunstancias actuales...

—Insigne Maston... —dijo el presidente.

—Permitidme desenvolver mi pensamiento —repuso el orador—. En las circunstancias actuales, tenemos que buscar un sitio bastante cerca del ecuador, para que el experimento se haga en buenas condiciones...

—Si me dejáis hablar... —dijo Barbicane.

—Pido que no se opongan obstáculos a la libre discusión de las ideas —repuso el displicente J. T. Maston—, y sostengo que el territorio desde el cual se lance nuestro proyectil debe ser parte integrante de la Unión.

—¡Sin duda! —respondieron algunos miembros.

—¡Pues bien! Puesto que nuestras fronteras no son bastante extensas, puesto que al sur nos opone el océano una barrera insuperable, puesto que tenemos necesidad de ir a buscar más allá de los Estados Unidos este paralelo 28 que nos es tan preciso, se nos presenta un casus belli legítimo y pido que se declare la guerra a México.

—¡No! ¡No! —exclamaron muchas voces al unísono.

—¿Conque no? —replicó J. T. Maston—. No es un monosílabo que me resulta totalmente incomprensible en este recinto.

—¡Pero, escuchad...!

—¡No puedo escuchar nada! —exclamó el fogoso orador—. Tarde o temprano, la guerra se hará, y pido que estalle hoy mismo.

—¡Maston! —dijo Barbicane haciendo sonar el timbre con estrépito—. ¡Os suplico que no sigáis hablando!

Maston quiso replicar, pero algunos de sus colegas pudieron contenerle.

—Convengo —dijo Barbicane— en que el experimento no se puede ni se debe intentar sino en territorio de la Unión, pero si mi impaciente amigo me hubiese dejado hablar, si hubiese recorrido con la vista este mapa, sabría que es perfectamente inútil declarar la guerra a nuestros vecinos, en atención a que ciertas fronteras de los Estados Unidos se extienden más allá del paralelo 28. Mirad el mapa y veréis que tenemos a nuestra disposición, sin salir de nuestro país, toda la parte meridional de Texas y de Florida.

El incidente no tuvo consecuencias, si bien a J. T. Maston le costó no poco dejarse convencer. Se decidió fundir el columbiad en el suelo de Texas o en el de Florida.

Pero esta decisión debía crear una rivalidad sin ejemplo entre las ciudades de estos dos Estados. En la costa americana, el paralelo 28 atraviesa la península de Florida y la divide en dos partes casi iguales. Después, cruzando el golfo de México, se apoya en los extremos del arco formado por las costas de Alabama, Mississippi y Luisiana. Entonces, abordando Texas, de la que corta un ángulo, se prolonga por México, salva Sonora, pasa por encima de la antigua California y se pierde en los mares del Pacífico. Situadas debajo de este paralelo, no había más que las porciones de Texas y Florida que se hallasen en las condiciones de latitud recomendadas por el observatorio de Cambridge.

En su parte meridional, Florida, erizada de fuertes levantados contra los indios nómadas, no tiene ciudades de importancia. Tampa es la única población que por su situación merece tenerse en cuenta.

En Texas las ciudades son más numerosas e importantes. Corpus Christi, en el distrito de Nueces, y todas las poblaciones situadas en el río Bravo: Laredo, Realitos, San Ignacio, Webb, Roma, Río Grande City, Pharr, Edimburgo, Hidalgo, Santa Rita, Panda, Brownsville, La Feria y San Manuel formaron contra las pretensiones de Florida una liga imponente.

Los diputados tejanos y floridenses, apenas conocieron la decisión, se trasladaron a Baltimore, y desde entonces el presidente Barbicane y los miembros más influyentes del Gun-Club se vieron día y noche asediados por formidables reclamaciones.

Con menos afán se disputaron siete ciudades de Grecia la gloria de haber sido la cuna de Homero que el Estado de Texas y el de Florida la de ver fundir un cañón en su regazo.

Aquellos feroces hermanos recorrían armados las calles de Baltimore. Era inminente un conflicto de incalculables consecuencias. Afortunadamente, la prudencia y el buen tacto del presidente Barbicane conjuraron el peligro. Las demostraciones personales hallaron un derivativo en los periódicos de varios Estados. En tanto que el New York Herald y la Tribune se declaraban partidarios de Texas, el Times y el American Review se constituían en órganos de los diputados floridenses. Los miembros del Gun-Club estaban perplejos.

Texas hacía orgulloso alarde de sus veintiséis condados, que parecía querer poner en batería; pero Florida contestaba que, siendo ella un país seis veces más pequeño, tenía doce condados que son, relativamente a la extensión del territorio, más que los veintiséis de Texas.

Texas sacaba a relucir sus 300.000 habitantes, pero Florida, menos extensa, se consideraba más poblada con sus 56.000. Acusaba a Texas de tener una variedad de fiebres palúdicas que costaban la vida todos los años a algunos miles de habitantes. Y, desde luego, tenía razón.

Texas, a su vez, replicaba que Florida, respecto a fiebres, nada tenía que envidiar a nadie, y que no era prudente que acusase de insalubres a otros países un Estado que tenía la honra de poseer entre sus enfermedades endémicas el vómito negro. Y Texas tenía razón también.

Además, añadían los tejanos en el New York Herald , algunas consideraciones que debe merecer un Estado que produce el mejor algodón de toda América y la mejor madera de construcción para buques, encerrando también en sus entrañas un soberbio carbón de piedra y minas de hierro que dan un cincuenta por ciento de mineral puro.

A esto el American Review contestaba que el suelo de Florida, sin ser tan rico, ofrecía mejores condiciones para fundir y vaciar el columbiad, porque estaba compuesto de arena y arcilla.

—Pero —replicaban los tejanos—, antes de fundir algo, sea lo que fuere, en un país, es preciso llegar al país, y las comunicaciones con Florida son difíciles, al paso que la costa de Texas ofrece la bahía de Galveston, que tiene catorce leguas de extensión y podría contener de forma holgada a todas las escuadras del mundo.

—¡Bueno! —repetían los periódicos defensores de Florida—. ¡Gran cosa tenéis en vuestra bahía de Galveston, situada encima del paralelo 29! ¿No tenemos acaso nosotros la bahía del Espíritu Santo, abierta precisamente a 28° de latitud, y por la cual los buques llegan directamente a Tampa?

—¡Magnífica bahía! —respondía sarcásticamente Texas—. ¡Una bahía medio cegada!

—¡Vosotros sois los que estáis cegados por la pasión! —exclamaba Florida—. ¡Cualquiera, al oíros, diría que yo soy un país de salvajes!

—La verdad es que los semínolas recorren vuestras praderas.

—¿Y vuestros apaches y comanches son gente civilizada?

Después de algunos días de dimes y diretes, Florida llamó a su adversario a otro terreno, y una mañana salió el Times con la pata de gallo de que siendo la empresa esencialmente americana , no podía llevarse a cabo sino en un terreno esencialmente americano .

A estas palabras, Texas se salió de sus casillas.

—¡Americanos! —exclama—. ¿No lo somos tanto nosotros como vosotros? ¿Texas y Florida no se incorporaron las dos a la Unión en 1845?

—Sin duda —respondió el Times —, pero nosotros pertenecemos a los americanos desde 1820.

—Ya lo creo —replicó la Tribune —. ¡Después de haber sido españoles o ingleses por espacio de doscientos años, os vendieron a los Estados Unidos por cinco millones de dólares!


Necesidad hubo de poner centinelas de vista a los diputados.

—¡Qué importa! —replicaron los floridenses—. ¿Debemos por ello avergonzarnos? En 1903, ¿no fue comprada la Luisiana a Napoleón por dieciséis millones de dólares?

—¡Qué vergüenza! —exclamaron entonces los diputados de Texas—. ¡Un miserable pedazo de tierra como Florida ponerse en parangón con Texas, que, en lugar de venderse, se hizo ella misma independiente, expulsó a los mexicanos el 2 de marzo de 1836 y se declaró república federal después de la victoria alcanzada por Samuel Houston en las márgenes del San Jacinto sobre las tropas de Santana! ¡Un país, en fin, que se anexionó voluntariamente a los Estados Unidos de América!

—¡Sí, por miedo a los mexicanos! —respondió Florida.

¡Miedo! Desde el momento que se pronunció esta palabra, demasiado fuerte, en realidad, la posición se hizo intolerable. Era de temer un degüello de los dos partidos en las calles de Baltimore. Necesidad hubo de poner centinelas de vista a los diputados.

El presidente Barbicane se hallaba metido en un atolladero. Llegaban continuamente a sus manos notas, documentos y cartas preñadas de amenazas. ¿Qué partido había de tomar? Bajo el punto de vista de la posición, facilidad de las comunicaciones y rapidez de los transportes, los derechos de los dos Estados eran perfectamente iguales. En cuanto a las personalidades políticas, nada tenían que ver en el asunto.

La vacilación y la perplejidad se habían prolongado ya mucho y ofrecían visos de perpetuarse, por lo que Barbicane trató de salir resueltamente al paso ocurriéndosele una solución que era indudablemente la más discreta.

—Todo bien considerado —dijo—, es evidente que las dificultades suscitadas por la rivalidad de Texas y Florida se producirán entre las ciudades del Estado favorecido. La rivalidad descenderá del género a la especie, del Estado a la ciudad, y no habremos adelantado nada. Pero Texas tiene once ciudades que gozan de las condiciones requeridas, y las once, disputándose el honor de la empresa, nos crearán nuevos conflictos, al paso que Florida no tiene más ciudades que Tampa. Optemos, pues, por Florida.

Esta disposición, apenas fue conocida, puso a los diputados de Texas de un humor de perros. Se apoderó de ellos un furor indescriptible, y dirigieron insultos desmedidos a los distintos miembros del Gun-Club. Los magistrados de Baltimore no podían tomar más que un partido, y lo tomaron. Mandaron preparar un tren especial, metieron en él de grado o fuerza a los tejanos, y les hicieron abandonar la ciudad con una rapidez de treinta millas por hora.

Pero, por precipitado que fuese su obligado viaje, tuvieron tiempo de echar un último sarcasmo amenazador a sus adversarios.

Aludiendo a la poca extensión de Florida, península en miniatura encerrada entre dos mares, se consolaron con la idea de que no resistiría la sacudida del disparo y saltaría al primer cañonazo.

—¡Que salte! —respondieron los floridenses, con un laconismo digno de los tiempos antiguos.

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