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Muy honrado me sentí cuando se me invitó a iniciar la Cátedra John Ritchie, en el Instituto Bíblico de Lima. Y más honrado me siento ahora, al poder ofrecer algo de mis meditaciones y consideraciones de entonces a un público lector más amplio.
Por ello, aprovecho esta oportunidad para agradecerles al director de dicho centro teológico, mi apreciado hermano Eliseo Vílchez Blancas, y a la Iglesia Evangélica Peruana “Maranatha”, el honor de esa invitación. Al mismo tiempo, la aprovecho para honrar, en todo el libro pero particularmente en el último capítulo, a uno de los grandes adalides de la fe evangélica en nuestra América, el doctor Alberto Rembao.
A Rembao no se le conoce mucho hoy en nuestra América. No se le conoce porque tenemos una triste tendencia a olvidarnos de nuestro propio pasado. Cuando, allá por el año 1957, tuve oportunidad de tenerle como maestro, al tiempo que admiré sus conocimientos y el donaire de su oratoria, sus excentricidades me ocultaron mucho del valor de lo que decía. Hoy, a medio siglo de distancia, veo que aquellas aparentes excentricidades no eran sino expresión de su profunda fe, de su vida en constante tensión entre una cultura a la que admiraba y defendía y una fe que constantemente le recordaba la carga de pecado de esa misma cultura. Rembao fue iconoclasta, no sólo contra los íconos de la cultura circundante —y ciertamente contra los de la cultura norteamericana— que siempre amenazaba con arrollarnos, sino también, contra los íconos de la iglesia —y ciertamente contra los íconos de la iglesia evangélica. Por ello le tuvimos por excéntrico. Y excéntrico fue ciertamente. Pero su centro era otro.