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Introducción

El tiempo entre conjuras

La transición a la democracia en España es un proceso histórico que debemos examinar. No es preciso santificar o sacralizar lo que nuestros antepasados hicieron. Incluso nosotros, hoy en día, emprendemos acciones bien intencionadas que serán objeto de chanza o vilipendio por nuestros nietos. Ya los veo: ah, estos ancianos de 2015 parecían muertos de miedo. De hecho, cualquier cosa en la que se aventuraban era patéticamente cobarde. ¿Cobarde? ¿Cobardes?

A nuestros nietos sólo les pediremos, si es que estamos en condiciones de solicitar algo, un poquito de compasión, simpatía por los viejos diablos (sympathy for the devil) que cargaron con la maldad de los otros, con la perfidia de un régimen inicuo, la dictadura, el franquismo; y con un error frecuente en el que incurrimos: las cosas se pueden pactar, convenir. Llegaremos a un punto insatisfactorio, pero ese lastre podremos sobrellevarlo con honra. Algunos reprochan a las izquierdas y a la socialdemocracia sus abdicaciones y sus fantasías. No está mal. Deberían aplicárselo en primera instancia: muchos fueron novísimos maoístas de pro, cosa que no censuro; y otros fueron después bolivarianos, partidarios de Hugo Chávez.

Los jovencitos de la Transición pudimos errar con porfía, con obstinación, con mala fe incluso, en 1978 o en 2015, pero nuestra intención no era ciertamente angelical. Por favor que no nos tomen por tontos y por tantos. Nuestra actitud era mundana, sublunar. No aguardábamos la salvación. Nos conformamos con sobrevivir brava, llanamente, a y en un país equiparable a los del entorno, estados que estaban librando la Guerra Fría, naciones que respiraban malamente, con estertores: con conspiraciones, conjuras y fabulaciones sin cuento.

Podemos debatir sobre el principio de la Transición (1973 o 1975); podemos discutir sobre su final (1978 o 1982), sobre el curso de los acontecimientos, sobre el sentido que les damos. Ahora, eso sí: frente al revisionismo desnortado que hoy tanto abunda, fruto frecuente de la ignorancia o de la hostilidad, el historiador ha de observar los devenires ya pasados con gran cautela. Un historiador no es un archivero (profesión y facultativos a los que debemos casi todo).

Un historiador busca el sentido de hechos que no parecían tener conexión. Examina datos brutos que no nos satisfacen: es más, datos brutos que muy frecuentemente nos avergüenzan. Nacimos en un país lleno de cargas y de defectos, de servidumbres de paso. La ventaja de los llorones es que siempre pueden reprochar a otro el mal infligido. A nosotros, los peatones españoles, no nos queda más que caminar para llegar a una meta aceptable, nada egregia, y eso: española, qué quieren. Poca cosa.

Los investigadores miran los hechos principales de los que queda vestigio, en este caso los protagonistas de la democracia de 1978 (cuando se aprobó una Constitución que no nos avergonzaba)..., y algo aún más importante: los historiadores ponen el significado en el contexto en que las acciones humanas tienen lugar. No es ninguna broma. Es la tarea fundamental del analista.

Evaluar, aprobar o condenar fuera de contexto nos deja efectivamente ignorantes de la complejidad de las decisiones y realizaciones. Pero también nos impide averiguar lo que los propios protagonistas desconocían. La transición democrática española fue, por supuesto, una meta compartida desigualmente por numerosos agentes, por individuos de procedencias muy diversas. Ahora bien, el resultado no es exactamente el previsto.

Ni su motor fue el miedo, como indica alguien aventurándose con mucha arrogancia. La transición democrática no fue una cosa generacional, un compadreo, como algunos abuelos o jovencísimos reprochan. Fue una obra de gran finura, teniendo en cuenta la calidad de los recursos, la fatiga de los materiales para una arquitectura tan frágil y la inocencia de los recién llegados. Detrás estaba la CIA, claro. Eso se dice como cargo o reproche. Conclusión: no somos capaces de nada si no nos asisten los Servicios Secretos de Estados Unidos, de Francia, de Alemania y de Marruecos. No me pregunten por qué, por qué somos tan faltos, cortos, escuetos. Yo viví creyendo que el MI5 y el MI6 eran cosa de ficción. ¿Es entonces su existencia fruto de la conspiración?

La vida no es conjura. Que hay conspiraciones está fuera de toda duda; que algunos se basan en el orden secreto de lo obvio, en la palabra sagazmente interpretada, también. Conozco protagonistas de la Transición que quedaron apenados y apeados: para ellos todo es mano negra y rencor. Imaginemos que sea cierto.

Estar en el ojo del huracán, como nos recordaba Umberto Eco en una de sus novelas, Número cero (2015), no es estar en lo peor. Estar en el ojo del huracán no significa estar en la zona convulsa. Puedes estar en Waterloo y sólo percibir detonaciones, pólvora y polvo. Como el Frabrizio del Dongo ideado por Stendhal para La cartuja de Parma (1839). Pero el ojo del huracán es zona tranquila e inerte frente a lo que queremos pensar.

De ello se infiere que quienes están al borde del abismo, quienes creen saber qué ocurre más allá, no siempre son conocedores de las consecuencias de sus acciones. En sociología a esto se le llama efectos de composición. Así los denominó Raymond Boudon en su libro La lógica de lo social (1981). Es feote el sintagma. También se le ha denominado consecuencia inintencional de la acción o efecto perverso. Karl Popper se extendió sobre ello.

¿Perverso? Al emplear dicha expresión no hay juicio moral. Simplemente con estas designaciones se alude a los procesos históricos cuyos resultados se desconocen o al menos cuyos derroteros concretos se ignoran porque se improvisan en parte o porque las acciones conjuntas de los actores se refuerzan o se niegan mutuamente.

Con todas sus carencias, la transición democrática española no se explica a partir de una teoría de conjura o conspiración de agentes sabedores: lo que no significa, por otra parte, que no hubiera conspiradores muy concienzudos o de pacotilla. Hay más. Los sujetos históricos obran con escasos datos y se dicen o analizan las cosas conforme van sucediendo, conforme los hechos acontecen. Eso significa que, de entrada, nosotros ahora sabemos más que los protagonistas. Ellos disponían de planes y metas. Nosotros tenemos o disfrutamos o padecemos las consecuencias. Pero tampoco nosotros estamos al final del proceso: no podemos elevarnos para verlo todo con claridad. Échenle un vistazo a los hechos y admitan sin soberbia lo incierto de lo que vemos o creemos vislumbrar. Ése es el principio que rige la buena conducta de todo historiador.

Y, sin embargo, la Transición tiene en estos momentos mala prensa. ¿Qué puedo decir hablando con esa cautela que me impongo? La transición a la democracia en España recibe hoy toda clase de desprecios. ¿Por qué razón? Durante años, las élites políticas y académicas valoraban muy positivamente el curso de los acontecimientos, la prudencia de quienes hicieron posible el advenimiento del sistema de libertades. Hay, sin embargo, una idea reciente o relativamente reciente que desmiente el juicio positivo. La sostienen quienes tienen un concepto peyorativo de lo que se hizo y de los resultados. ¿Y a qué se debe este giro tan brusco?

Primeramente, es probable que quienes hicieron el encomio de la Transición hablando de ésta como modélica, prácticamente ideal, hayan favorecido su autorretrato generacional y la reacción contrariada de aquellos que hoy les va mal, aquellos que tienen mal acomodo en una sociedad y en una política en crisis. Pero no hace falta estar pasando penalidades para denostar lo hecho tras la muerte de Francisco Franco: hay una izquierda joven o no tan joven que concibe la Transición como una derrota de sus mayores, como una entrega ante la presión del franquismo y de lo que se llamaba y aún se llama los «poderes fácticos».

La libertad o el bienestar, a la postre, sólo serían el beneficio de unos pocos. El resto tendría que someterse, plegarse a los dictados o criterios de quienes cuentan económica y políticamente. Si ahora no nos agrada el curso de las cosas, eso se debería a la dejación de quienes capitanearon el proceso: éstas son las consecuencias, vendría a decirse. Además, aquellos pactos, acuerdos, compromisos habrían sido transacciones ruinosas. Entre el sistema y la oposición a Franco se habría librado un juego de suma cero. No hay convenios posibles: lo que tú ganas, yo lo pierdo; lo que los ex franquistas lograron (no ser sometidos a la justicia reparadora), fue una pérdida absoluta para quienes eran o encarnaban a las víctimas de la dictadura.

Por tanto, la Transición tendría que condenarse por haber sido una dejación culpable de la izquierda, de la izquierda moderada. Así, Santiago Carrillo, el líder comunista, habría sido un inteligente táctico y un pésimo estratega. Hablaremos de Carrillo, pero no es ahora la cuestión. El asunto es que: o bien todo estaba pactado y controlado por Estados Unidos; o bien éramos tan tontos, pero tan sumamente tontos..., que los pérfidos franquistas se habrían aprovechado con malicia manifiesta. En realidad, el pacto constitucional –esto es, la Carta Magna de 1978– habría sido la última gran batalla de Franco tras su muerte. En aquel momento se acepta la principal imposición del Caudillo: una monarquía instaurada en la persona de Don Juan Carlos de Borbón.

Según esta tesis, los reformistas del Régimen habrían obtenido una victoria en toda regla: si el sistema dictatorial ya no era eficaz para un mercado que necesitaba de Europa, entonces había que liquidar el franquismo ornamental. Se aceptó un sistema de partidos, incluso el Partido Comunista de España, ¿pero a cambio de qué? De su capitulación. Santiago Carrillo habría sido un traidor que vino a aceptar una reforma (y no una ruptura) que permitiera constituir un régimen de partidos. Por fuerza se le habría impuesto la monarquía parlamentaria, la bandera bicolor y el tránsito de una legalidad a otra, de una dictadura terminal a una democracia alicorta. El Ejército velaba para que el cambio fuera puramente cosmético. Por supuesto, esta idea de la derrota del antifranquismo contiene hechos que son ciertos, pero el hilo y el sentido son erróneos. La Transición no fue un juego de suma cero.

En cualquier pacto o acuerdo hay siempre un toma y un daca, una prestación y una contraprestación: te doy para que me des. Efectivamente, los comunistas aceptaron la monarquía parlamentaria y todo lo que ello suponía. ¿Acaso por debilidad? Por supuesto, el antifranquismo era menos potente de lo que muchos querían creer, pero los comunistas no se entregaron a los descendientes de un dictador tras la larga experiencia de su oposición. Desde finales de los años cincuenta del siglo XX, el PCE había adoptado una política de moderación, de integración y, por supuesto, de oposición al Régimen. La Huelga Nacional Pacífica, por ejemplo, fue el primer hecho de una organización que había contado mucho y que iba a contar más en los sesenta y en los setenta.

La tarea que se propuso Carrillo y con él otros dirigentes de la oposición (como, por ejemplo, Felipe González) fue loable. Supieron anteponer la responsabilidad profunda a las convicciones más negociables. Tenían, por supuesto, una idea máxima, un programa más radical, pero de los logros políticos debían beneficiarse todos. Sostener la convicción por encima del acuerdo, del consenso, es una política torpe. Si lo que había que conseguir era un sistema de libertades, un sistema de partidos, entonces encastillarse sólo podía llevar a la ruina y a la derrota, ahora sí. ¿Y la Guerra Civil? ¿Desempeñaron su recuerdo o sus heridas algún papel? Como veremos más adelante, por supuesto la contienda estuvo bien presente, una contienda de principios y de convicciones, una guerra total, un choque armado que llevó al aniquilamiento.


Había que vivir en aquella España posterior a la muerte de Franco para evaluar cuáles eran las ganancias del pacto y había que estar en aquel país tan sombrío y prometedor para sopesar la esperanza que se abría con el fallecimiento del Generalísimo, que vemos aquí, en la obra de Antonio Barroso. Luce un cutis increíblemente terso. Entonces, si esto que ahora digo es tan evidente, ¿por qué se repudia la Transición con tanta frecuencia? Por las razones que arriba enumeraba, principalmente por concebir la política como un juego de suma cero. Hoy, integrados en la OTAN y sin graves cuestiones militares, sin golpismo, tendemos a pedir más, a exigir más.

Pensamos que las cosas podrían haber ido o haberse hecho de otra manera, sin ningún tipo de imposición. Es más, cunde en ciertos ambientes no ya la idea de la dejación o de la traición, sino de la conspiración. La reserva con la que se pactaron las cosas sólo podría deberse a conjuras de las que salieron beneficiados los ex franquistas y unos opositores muelles, venales.

Los partidos de la oposición, de la izquierda y nacionalistas, abundantes pero poco articulados, habrían tenido que resignarse a pactar un marco constitucional con todo tipo de limitaciones y abdicaciones (no precisamente reales, del rey). El resultado de esta conspiración concebida y ejecutada en petit comité por unos dirigentes venales habría sido la formación de una casta, de unos privilegiados: algunos herederos del franquismo y otros, unos advenedizos procedentes del antifranquismo. Por haber desechado el recuerdo de la Guerra Civil, su reparación, y por haber agraviado a las víctimas, su memoria. La izquierda perdió y el franquismo habría salido incólume tras la muerte del dictador. ¿Es así? Punto y aparte.

Don Francisco Franco Bahamonde vino al mundo en El Ferrol el 4 de diciembre de 1892. O sea, en el siglo XIX, cuando España, la España contemporánea, estaba a medio hacer, cuando el Estado liberal apenas tenía unas décadas, cuando el capitalismo industrial era un esbozo. Nació en una familia de linaje castrense. Su señor padre —que era un hombre mundano, resuelto y mujeriego— alcanzó el grado de capitán de la Armada. Su señora madre, una dama recatada de provincias, destacó por sus arraigadas creencias. También era descendiente de militares.

La milicia era sobre todo un dominio del catolicismo más ultramontano. Ultramontano quiere decir atávico, incluso antimoderno. En el Ochocientos, los católicos tuvieron graves problemas de conciencia. El Papado renegaba del liberalismo, al que condenaba por pecaminoso. Pero la concepción liberal era el porvenir de la gente bien. Al menos eso era lo que muchos esperaban.

El joven Franco vivió el patriotismo desde chiquitito: esos arrestos y esa furia del soldadito español, precisamente heridos por la pérdida de las últimas posesiones territoriales, el Desastre de 1898. Tras siglos de Imperio, de esplendor colonial y miseria administrativa, un sueño se derrumba. La laceración es irrestañable. La generación española del 98 tuvo que hacer frente a una pérdida: prácticamente a la agonía de la Patria. Ese mal no tiene lenitivo. Así pensaban muchos.

Que la Nación se arruine y que el padre es un hombre de mundo que corteja a todas las damas son hechos insoportables, son heridas, son dolencias de difícil cura. A cualquiera le habrían agriado el carácter y le habrían avinagrado la conducta. Francisco Paulino Hermenegildo Teódulo, que así fue bautizado, destacó bien pronto por ser un jovencito severo, recto: justamente lo contrario de su progenitor. En ese negativo exacto forjó su voluntad. Careció de una anatomía membruda o muscolosa. Jamás logró desarrollar un esqueleto bien formado. Nunca fue un hombretón.

Ahora bien, Francisco Franco siempre hizo por levantarse, por auparse, por sacar pecho y cuello: como es preceptivo en la milicia. El futuro Generalísimo y jefe de Estado tendrá poco organismo y más adelante mantecoso, con una gordura flácida, con carnes adheridas a la escasez de su anatomía. Ignoramos si fue un mozo atractivo. Ignoramos si despertó la concupiscencia de su prometida. ¿Acaso Paco tenía un cuerpo marcial? No. Las fotografías que se conservan nos sirven para constatar su pequeñez.


Tal vez, muchos piensen que esto es irrelevante para juzgar la figura política de un dictador. Quizá el lector considere estas cosas como muy secundarias si lo que evaluamos es el porvenir de España, eso que está en juego. O, mejor dicho, en peligro. Yo no pienso así. La fisonomía te revela, la indumentaria habla de ti, tu osamenta te descubre.

Doña Carmen Polo de Franco fue siempre una mujer sobria, casi filiforme. Vistió con gusto..., con exquisita sencillez. Únicamente se permitió engalanarse con collares, con joyas de valor que −suponía− realzaban su clase... No era señora de atractivo natural: tiraba a fea, incluso a muy fea. Por el hieratismo. Tampoco sus prendas despertaban lascivia alguna. Su cuerpo, generalmente esquelético, carecía de las carnes que tanto apreciaban los soldados hambrientos. Estas cosas podemos decirlas hoy, cuando las mujeres neumáticas despiertan la concupiscencia de los machos. En otro tiempo, el vestir cauteloso y el aire avinagrado eran signo de buena estirpe.

Décadas después, cuando Francisco Franco haya crecido madurando y viviendo su momento de esplendor militar y político, esa anatomía del soldado volverá a achicarse: para sorpresa de su señora y restantes familiares. A la altura de 1973, el Caudillo ya no nos impresiona. Más aún: su escaso esqueleto da pena. La guerrera, lejos de auparle, le mengua. Incluso parece haberse disfrazado. ¿Y cuando viste de civil? A mediados de los setenta, la ropa le sobra, las hombreras le merman. Luce unos lentes de sol que le dan un aspecto sombrío y escueto. Así escapa a las miradas de quienes lo admiran o lo odian. La figura retratada en 1975 es evanescente, prácticamente se evapora. Y su voz, siempre escasa, dice mucho de su estado decrépito.

Esa anatomía aún padecerá mayores ultrajes, padecimientos que le harán fallecer de modo doloroso e involuntariamente sarcástico. ¿Justicia poética? Su muerte será una larguísima agonía que despertará incluso la conmiseración de sus adversarios. Desde la tromboflebitis, que padece en el verano de 1974, hasta su óbito —el 20 noviembre de 1975—, el Generalísimo únicamente fue un pálido reflejo de lo que había sido. No había tenido un cuerpo fortachón, pero su gordura de posguerra le daba fisonomía. Ahora, muchos años después, era un espantajo.

Su yerno, el Dr. Martínez-Bordiú, marqués de Villaverde, don Cristóbal, dirigió de una manera personal —prácticamente tiránica— el tratamiento y cuidados médicos recibidos por el Caudillo. Por lo que se sabe trató de tapar o de ocultar la extrema gravedad del Generalísimo, su suegro. Por ello, de ser cierto, habría prolongado al máximo la agonía del General. ¿Para qué? Para mantenerlo vivo, para mantener una existencia puramente vegetativa, para conservar la auctoritas aún admitida, para mantener los privilegios de la camarilla Franco.

El último Consejo de Ministros que presidió el Generalísimo lo hizo en unas condiciones tan extremas que el Equipo Médico Habitual que lo atendía accedió pero monitorizando sus constantes vitales desde una dependencia contigua, lugar en que se hallaban los galenos. Según parece, los miembros del Gabinete ignoraban la circunstancia: el cableado del Caudillo no era visible. En un determinado momento, los facultativos apreciaron una significativa alteración en esas constantes vitales. Por ello, los médicos ingresaron de forma estrepitosa en la Sala del Consejo. Querían prestar auxilio, cuidados, todo ello con la sorpresa de los miembros del Gobierno.

Pese al malísimo estado de salud, el yerno insistirá en sus dictados: que don Francisco no abandone el Palacio del Pardo, residencia oficial. Pero el lugar carecía de las condiciones requeridas. Así no se podía atender a un enfermo de tal gravedad. Para solventar la circunstancia, los facultativos llegarán a improvisar un quirófano de campaña. ¿Dónde? En una de las dependencias de Palacio: un almacén o garaje. Las consecuencias serán nefastas. Aparte de habilitar un grupo electrógeno por falta de potencia que iluminara la intervención, la cirugía es calamitosa.

Aquello que empieza mal termina peor. La circunstancia se hizo insostenible. Por esa razón, los facultativos y las autoridades optaron por evacuar al enfermo. Había que llevarlo urgentemente a un hospital. En vez de trasladarlo al centro de Puerta de Hierro, cercano al Palacio del Pardo, se decidió transportarlo a la Ciudad Sanitaria de La Paz, donde el doctor Cristóbal Martínez-Bordiú tenía su plaza oficial.

El desplazamiento se efectuó en una ambulancia ya gastada, de un modelo muy reconocido por aquellos tiempos: un Simca 1200. A toda pastilla, a toda velocidad, por las vías y calles de la Capital, con la sirena y con el aullido de la ambulancia y de las escoltas policiales. El convoy llegará dando tumbos. A tiempo. A tiempo de prolongar en el hospital esa agonía. Fueron instantes propios de una medicina loca. Los facultativos, que emitían partes sobre el estado del enfermo, que llevaban tiempo publicando diagnósticos rutinarios, darán a entender que la recuperación marcha bien. El Equipo Médico Habitual no pudo salvar al General, pero dio a los españoles una clase de medicina interna. El cuerpo del Caudillo ya no servirá para posteriores tratamientos, pero el experimento médico del Generalísimo acabará con una pesadilla.

¿De qué libro estamos hablando?

Antonio Barroso es un artista muy cotizado, muy bien considerado. Su obra, conocida en los círculos artísticos y en el mercado ha despertado el interés de estudiosos españoles y de otros países. Su taller ha sido visitado por universitarios alemanes: catedráticos y profesores de aquel país. Sus producciones no sólo persuaden o inquietan como piezas artísticas: también sorprenden como elementos del diseño. Su concepción es audaz por la mezcla de materiales, por las técnicas utilizadas, por la combinación de fotografía y pintura.

Es un maestro del retrato: somete a sus modelos a una intervención directa. Con sogas, con plásticos, con animales, con libros, con símbolos de poder. Interviene sobre sus epidermis, sobre sus cuerpos, con elementos extraños. Las poses pueden resultar conocidas, pero esa intervención provoca un efecto de desasosiego, de inquietud. De estricta novedad. Lo religioso, lo pagano, lo cotidiano, lo político, etcétera, se mezclan en perfecta aleación creando un marco nuevo para efigies reconocibles.

Españoles, Franco ha muerto es una obra escrita y pensada para Punto de Vista Editores. No es una historia del franquismo; menos aún de la economía, la política o la cultura bajo el franquismo; tampoco es un estudio sobre la transición democrática. Pero tiene algo o bastante de esos períodos y tiene mucho de ensayo en el que aparecen películas, novelas o procuradores en Cortes. Un ensayo no es el género de la arbitrariedad. Es, por el contrario, la escritura del rigor, justo cuando no contamos con todos los medios para liquidar un objeto.

El franquismo no podemos liquidarlo, si por tal se entiende algo así como su olvido o mero entierro. ¿Acaso se trata de ganar una guerra cuarenta años después? No. Mi ensayo está concebido como una reflexión erudita para lectores interesados o incluso desinteresados. Para quienes ignoran el avatar y su entorno. Hay que captar la atención para hacer ver el peso del pasado, las rutinas que hemos heredado, los automatismos que la dictadura nos dejó. El Régimen no se perpetúa, como dicen algunos maliciosamente. Pero las inercias del franquismo aún se detectan en comportamientos sociales y culturales. De Franco recibimos muchos una educación calamitosa.

¿Por los contenidos académicos? No me refiero a eso. Aludo al sectarismo, al fanatismo, al cinismo. Etcétera. Sin duda, esos vicios humanos no son obra del dictador, pero la tiranía nos habituó a la incultura, a la falta de modales, a la ausencia de formas corteses y democráticas. Los españoles que vivieron la Transición debieron aprender qué es la libertad, qué son los derechos, qué es la tolerancia, qué es el acuerdo, qué es la política. Por ello, hay que despertar el interés por la transición democrática, por lo que se sabía y por lo que no se sabía. La historia no es fruto de la conspiración (ya lo hemos dicho), aunque haya todo tipo de confabulaciones. Los seres humanos no predicen con rigor aun cuando tengan planes perfectamente acabados.

Por eso, escribo como observador, como peatón de la historia; escribo exhumando algunos de mis recuerdos, ciertas rememoraciones que no sólo me pertenecen, lo que yo detectaba o apenas vislumbraba y ahora registro. Según diré más adelante, la memoria no es sólo una facultad individual: recordamos colectivamente, recordamos socialmente. Formamos parte de comunidades humanas que dan sentido a las cosas que nos ocurren y cuya rememoración es experiencia personal y vivencia compartida. Y escribo, en fin, como historiador, como estudioso que se documenta. El resultado es un libro serio, pero no severo; una obra rigurosa, aunque concebida con toda la ironía de la que he sido capaz. No se trata de aburrir, sino de deleitar enseñando. O, mejor, de aprender con la sonrisa en la boca.

Todo –hasta lo más cruel, lo más sanguinario o lo más triste– puede ser sometido a la chanza o al sarcasmo. En mi caso, la ironía es una defensa contra las ofensas de la vida. Y Franco fue realmente ofensivo. Me interesa conocer su manera de obrar, de conducirse, de tratar a los demás. Me interesa averiguar cuáles eran sus principales carencias psicológicas, sus astucias más sombrías. Me interesa colocarlo en su contexto. Que este libro tiene un sentido irónico se aprecia ya en las ilustraciones que Antonio Barroso ha concebido expresamente para este volumen. La cubierta es sorprendente y las restantes ilustraciones con la figura del Caudillo quedan levemente retocadas. O mejor: fuertemente intervenidas por el artista. ¿Lo apayasa? No se trata de una mera burla. Se trata de sacarle los colores. De sacarle los colores a Franco, de hacerlo con finura, habilidad, técnica y contención.

Aparte de las obras de Barroso, que dan color, incluso un color sombrío, a un Régimen tan gris, el libro tiene otra parte gráfica que complementa. Son fotografías llevadas al límite, generalmente retratos del Caudillo y de su entorno. Presentan el lado más horroroso o incluso más siniestro de unos mandamases que se hacían retratar. Si fuerzas la imagen, te sale un espectro.


Indicaba Roland Barthes en La cámara lúcida que a la efigie retratada puede llamársela propiamente Spectrum, con esa acepción fantasmal a la que alude la palabra. El retratado suele ser alguien que adopta una pose, su mejor pose, para inmortalizarse como un tipo que se muestra y cuya fachada oculta lo que piensa, siente, hizo o hará. En el caso de Franco y sus camaradas y familiares, las fotografías son espectrales, sí, pero esa pinta que exhiben no encubre ni disimula: sólo hay que proponer un sentido, que es la imagen filtrada hasta el límite.

Alguien podría reprocharme hablar de espectros, haberlos convertido en tal cosa, cuando no eran tal cosa. Ellos ofrecían su mejor rostro, una ficción representativa, como es la foto oficial o autorizada. Antonio Barroso les descubre su lado ridículo, con ese patetismo colorista que tienen algunas pesadillas; yo muestro su lado más siniestro. Ambas operaciones no son más ficticias que la iconografía oficial del Régimen. Yo he disfrutado concibiendo esta obra y creo que se apreciará. Ojalá el lector pueda compartir esa experiencia.

Españoles, Franco ha muerto

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