Читать книгу Los besos del millonario - Kat Cantrell - Страница 5
Capítulo Uno
ОглавлениеLogan McLaughlin odiaba perder. Así que, por supuesto, los hados le habían regalado el peor equipo de béisbol de la historia de las Grandes Ligas. Perder se había convertido en un arte que los Dallas Mustangs parecían empeñados en dominar. Y a Logan se le habían acabado las ideas para ayudar al equipo a salir de aquel bache.
Ser el dueño del equipo y su director debería ser lo suyo. Su padre había dirigido una multimillonaria empresa durante treinta años sin problemas. Era indudable que él tendría que haber heredado parte de la habilidad para los negocios de Duncan McLaughlin, además de su amor por el béisbol y su fortuna.
Pero la venta de entradas para los partidos en casa de los Mustangs indicaba lo contrario. Una racha de derrotas era el único motivo de que Logan hubiera accedido a la idea absurda que su publicista le había propuesto. De otro modo, no hubiera aceptado intervenir en un programa de telerrealidad. Era un intento a la desesperada.
Pero, como le había dicho el publicista, ya no le quedaban más torneos de golf solidarios, que tampoco habían contribuido a vender más entradas. Y, como el equipo no ganaba partidos, Logan necesitaba obtener apoyo público de otro modo.
El plató de Ejecución estaba atestado de gente. Logan se hallaba en un rincón tomándose un café. A pesar de lo mal que sabía, se lo estaba bebiendo porque, si no lo hacía, iba a arrancarle la cabeza a alguien por falta de cafeína. Debería haberse parado en un Starbucks, de camino al estudio, pero ¿quién iba a pensar que en un programa en que se pedía a los concursantes que estuvieran en el plató a las cinco de la mañana no se serviría un café decente?
Le parecía que estaba en el infierno con una taza llena de porquería.
–Logan McLaughlin –una bonita asistente que sostenía un iPad en el brazo miró a los concursantes hasta que lo localizó, separado del resto–. ¿Le importaría sentarse? Vamos a empezar a rodar.
–Gracias, pero prefiero quedarme de pie –contestó él con una sonrisa, para suavizar la negativa.
Una silla era para gente pequeña. Con un metro noventa de estatura y más de cien kilos de peso, no cabía en una silla desde la adolescencia. Además, le gustaba tener una vista panorámica.
Un hombre de mediana edad, trajeado, le hizo una seña con la cabeza.
–Me ha parecido reconocerlo. Soy seguidor de los Yankees desde hace tiempo. Lo veía a usted lanzar hace… ¿cuánto?, ¿diez años?
–Más o menos –afirmó Logan.
Hacía ocho años que los Yankees habían prescindido de él, pero ¿qué más daban los años cuando la carrera deportiva a la que se había entregado en cuerpo y alma había acabado con una operación de un ligamento del codo? El codo le seguía doliendo de vez en cuando, por si acaso no recordaba lo suficiente que sus días de jugador de béisbol habían terminado.
El hombre negó con la cabeza.
–Era usted magnífico. Siento lo del brazo. Es una pena que ninguno de los lanzadores de su equipo se le parezca. A los Mustangs les vendría bien un hombre con su habilidad.
Sí, una pena. Logan asintió con la cabeza para darle las gracias. Tiró la taza a la papelera y se cruzó de brazos. Sentía un vacío en el pecho, que no había llenado ser el dueño de un equipo de béisbol.
Cada vez le resultaba más difícil convencerse de que sus días de gloria no habían pasado.
Ganar partidos, vender entradas, la promoción comercial… Eso era lo que le llenaría el vacío. Y cuando fuera el ganador de Ejecución, los medios de información deportiva tendrían algo más que hacer que arrastrar su nombre por el barro.
La asistente pidió a otras personas que se sentaran alrededor de la mesa de reuniones. Un fotógrafo asomó la cabeza por la falsa ventana que había detrás de la mesa. Los miembros del equipo iban de un lado a otro con las cámaras, en tanto que los técnicos ya estaban sentados en la sala de control con los auriculares puestos.
El presentador del programa presidía la mesa, con las manos entrelazadas frente a él, el cabello perfectamente peinado y una falsa sonrisa televisiva.
–¡Vamos a hacer un buen programa! –la asistente desapareció y el tipo bien peinado inició su discurso.
–Hola a todos. Soy Rob Moore, el presentador de Ejecución, donde equipos formados por dos ejecutivos compiten para resolver un problema que demuestre su capacidad de dirigir un negocio. Los ganadores obtendrán cien mil dólares, que tendrán que utilizar con fines solidarios. ¿Los perdedores? Serán ejecutados.
Logan puso los ojos en blanco cuando el presentador fingió cortar en trocitos la mesa, un movimiento marca de la casa. Era cutre.
Se produjo un leve alboroto y todos miraron a una mujer de cabello oscuro que entró en el plató, con la asistente pisándole los talones.
Logan se olvidó inmediatamente del presentador y de la falsa sala de reuniones para contemplar el verdadero espectáculo: la mujer que había entrado.
Andaba deprisa y con determinación. Cuanto más se acercaba, más interesante le parecía. Llevaba una ancha mecha rosa en el lado izquierdo del cabello. El derecho estaba cortado al cero. El corte asimétrico descentró inmediatamente a Logan. O tal vez fuera el espeso y negro maquillaje de sus ojos, estilo Cleopatra, que era muy sexy.
La atención de todos los presentes se hallaba donde la mujer quería: en ella. Era evidente que una mujer que llevaba un ajustado traje de chaqueta de un sorprendente color rosa, con el escote lo suficientemente bajo para que le asomaran los senos, esperaba llamar la atención.
–Siento llegar tarde –dijo al presentador.
Su voz ronca vibró en el interior de Logan como ninguna otra lo había hecho hacía tiempo, desde sus días de lanzador, cuando tenía seguidoras a patadas, de lo que se había aprovechado menos de lo que habría podido.
La mujer de rosa lo tenía todo… y mucho más, pero no era para él.
Logan huía de esas mujeres como de la peste, ya que solían sorprenderlo para mal. Le gustaban las mujeres sencillas, no afectadas y sinceras, una versión más joven de la mejor mujer que conocía: su madre.
Eso no implicaba que no le gustara una mujer preciosa con una voz sexy.
La mujer imitó a Logan y decidió quedarse de pie, a pesar de las sillas libres que había alrededor de la mesa y de los tacones de aguja que llevaba, que no debían de ser cómodos.
–He intentado decirle que ya habíamos empezado a grabar –dijo la asistente a Rob Moore en voz baja, pero que se escuchó en todo el plató–. De todos modos, ha entrado.
–No pasa nada –dijo el presentador con una sonrisa astuta. Miró alternativamente a Logan y a la mujer de rosa, situada a su lado–. Me gusta. Está muy bien. La chica mala y el chico americano por los cuatro costados. A los telespectadores les va a encantar.
–¿Qué les va a encantar? –Logan se miró la camiseta de los Mustangs y los vaqueros y después miró a la mujer. Y entendió el comentario de Moore–. ¿Quiere que seamos compañeros de equipo? Pues me parece que no va a ser así.
Era imposible. Pero Moore ya había pasado a la siguiente pareja, y los dos miembros parecían aliviados por quien les había tocado en suerte.
A Logan se le encogió el estómago. La mujer de rosa había cruzado los brazos por debajo de sus espectaculares senos, empujándolos hacia arriba, por lo que se le marcaban más que antes. Él apartó la vista mientras ella comenzaba a dar golpecitos en el suelo con uno de los tacones.
–¿Qué tiene de malo ser mi compañero de juego? –su agitación hizo que elevara un poco la voz–. ¿Cree que no se me dan bien los negocios por el pirsin de la lengua? Eso es una estupidez.
¿Un pirsin en la lengua? Automáticamente, Logan se imaginó con exactitud las habilidades que tendría una mujer con la lengua atravesada por una barra de acero. Y todas se centraban en estar desnudos, con la boca de ella en su carne, dándole placer.
Apartar esos pensamientos de la cabeza le costó mucho. Por eso le gustaban las mujeres no pretenciosas, no sexys, no… lo que fuera.
–Ni siquiera me había fijado –dijo él con sinceridad e intentó dejar de hacerlo–. Mi oposición no tiene nada que ver con usted.
Eso era claramente falso. Tenía que ver con el hecho de que ella tenía la palabra «distracción» impresa por todas partes. Era indudable que debía conseguir otro compañero de equipo.
Ella se echó a reír, a saber por qué, y su risa hizo mucho más que vibrar en el interior de Logan.
–Mire a su alrededor. Ya están todos emparejados. ¿Podemos seguir con el programa?
Logan miró el dedo de su nueva compañera, que ella le había apoyado en el pecho. Después la miró a los ojos. Eran de un azul frío, que parecía único, probablemente a causa del maquillaje.
–Yo estoy en el programa –trató de eliminar la excitación que le había causado el dedo–. ¿Y usted? Yo no he llegado tarde.
–Las cinco de la mañana es una hora intempestiva y solo he llegado quince minutos tarde. No puede reprochármelo.
Claro que podía. Él había sido puntual, al igual que los demás. Pero, como parecía que el resto de los equipos ya estaba formado, suspiró.
–Muy bien. La perdono. ¿En qué empresa ha dicho que trabaja?
–No lo he dicho. ¿Cómo ha dicho que se llama?
A él no se le escapó la burla. Había perdido los buenos modales con ella. Su madre se lo recriminaría, porque no lo había educado así.
–Logan McLaughlin. Soy el dueño y director general de los Dallas Mustangs.
–Ya veo que se dedica al campo del deporte. Que no vaya mejor vestido me ha despistado –le miró la camiseta y le tendió la mano para estrechársela mecánicamente.
Sin embargo, cuando su palma se deslizó por la de él, a Logan le subió una corriente eléctrica por el brazo, que se dirigió directamente a su entrepierna. Él dejó que hiciera el recorrido porque era muy potente y porque hacía años que no sentía nada igual. Ella bajó levemente los párpados, antes de mirarlo, también claramente afectada.
–Tengo trajes –murmuró él, soltándole la mano contra su voluntad, a pesar de que era consciente de que debería haberlo hecho medio minuto antes–. Pero prefiero ir desnudo a ponerme uno.
¿Qué estaba haciendo?
«Contrólate, McLaughlin», se dijo.
Esa mujer era justamente lo contrario del tipo de mujeres que le gustaba, y flirtear con ella solo provocaría un desastre, sobre todo porque ambos deberían centrarse en ganar el concurso. Por desgracia, le daba la impresión de que el desastre ya se había producido.
–Yo también prefiero estar desnuda –su voz volvía a ser ronca, como él la prefería–. Trinity Forrester. Sí, como la Santísima Trinidad, la protagonista de The Matrix, y el rio. Ya me sé todos los chistes, así que ahórreselos.
–Supongo que, entonces, no podré preguntarle si es una persona religiosa.
Ella sonrió y se inclinó lo suficiente hacia él para que aspirara su exótico aroma, lo cual aumentó su atracción.
–Si lo hace, le daré la respuesta habitual: «Espero que todo hombre que se halle a tres metros de distancia me trate como a una diosa. Puede empezar a adorarme cuando quiera».
Seguro que a ella le encantaría. Logan entrecerró los ojos.
Si iban a ser compañeros de equipo, deberían aclarar algunas cosas: nada de flirtear y nada de voces roncas acompañadas de miradas invitando a acercarse más. Él llevaría la voz cantante y a ella más le valía estar a la altura. Los tacones sexys eran optativos.
Las cámaras habían captado todas y cada una de las palabras de la conversación. Hasta ahí, todo bien.
Cuanta más veces las cámaras grabaran a Trinity, más veces aparecería en pantalla su nombre y el de Fyra Cosmetics. Era difícil conseguir mejor publicidad y Fyra necesitaba toda la buena prensa que pudiera obtener.
Ella la conseguiría, pasara lo que pasara. No iba a consentir que le sucediera nada a su empresa, que había creado con sus tres mejores amigas de la universidad. Debido a un saboteador interno, Fyra tenía problemas.
Como directora de mercadotecnia, Trinity se tomaba la publicidad negativa como algo personal. Tenía que detener la hemorragia. Y Ejecución era el primer paso de su plan.
Si no, estaría en el despacho trabajando en la campaña de la Fórmula-47, el nuevo producto que esperaban lanzar al cabo de un par de semanas.
El señor McLaughlin seguía estrechándole la mano, como si no fuera a soltársela. Perfecto. Cuanto más embelesado estuviera, más fácil le resultaría a ella tomar las riendas.
Los hombres no le prestaban atención, salvo para llevársela a la cama, sobre todo porque ella prefería que fuera así. El sexo, en su opinión, era lo único que merecía la pena hacer con un hombre.
Sonrió a Logan. Llevaba impreso en el ADN que era de Texas. Si a eso se le añadía el cabello largo y castaño que no dejaba de caerle sobre el rostro y la ropa informal, Logan McLaughlin era la personificación del hombre americano y, por tanto, un buen tipo.
Aunque los buenos tipos siempre ocultaban algo no tan bueno. A la hora de confiar en los hombres, ella había aprendido la lección hacía mucho tiempo: no había que hacerlo. Un embarazo inesperado a los veintitantos la curó de soñar con finales felices, cuando el padre de su hijo se largó. Después, un aborto natural la convenció de que no estaba hecha para ser madre.
–Señor McLaughlin –murmuró–. Si me devuelve la mano, podremos empezar.
Él la soltó como si hubiera descubierto que tenía una víbora y carraspeó.
–Sí, buena idea.
El presentador les entregó un sobre sellado y se dirigieron a una zona donde había un caballete y un gran cuaderno para apuntar ideas. A Trinity le cosquilleaban los dedos porque estaba deseando llenar las blancas páginas con diagramas. Si eso no reactivaba su inspiración perdida, nada lo conseguiría. Y eso que había probado un montón de cosas.
El cámara se introdujo en el pequeño espacio. Seguía rodando. Perfecto.
Trinity pensó que tenían que ocurrírsele más cosas indignantes para que los montadores del programa tuvieran mucho trabajo. Llegar tarde había sido una idea brillante. Y la expresión del rostro de McLaughlin al decirle que no podía reprocharle haber llegado un cuarto de hora tarde no tenía precio. Era evidente que a él le gustaba seguir las reglas. Una pena.
Logan abrió el sobre, sacó el contenido y le echó un vistazo.
–Tenemos que llevar un puesto de refrescos en Klyde Warren Park. El equipo que gane más dinero será el vencedor de la prueba y evitará que lo ejecuten.
–Excelente –Trinity se frotó las manos e hizo un rápido esbozo del puesto, llenándolo de detalles como el sombreado con rayas–. El naranja es el mejor color para pintarlo porque contrasta bien con el verde, suponiendo que estemos en una zona del parque con hierba.
Su compañero, situado detrás de ella, miraba el esbozo por encima de su hombro. Ella notó su aliento en el cuello cuando él estiró el brazo para señalar algo en el papel.
–¿Qué es eso?
–Un rótulo que dice «Refrescos Trinity».
¿Qué se echaba que olía de forma tan masculina?
Las notas cítricas se le extendieron por los sentidos hasta llegar a sus zonas erógenas. Parecía que ninguna de ellas se había enterado de que no le gustaban los hombres de Texas con aspecto de vivir al aire libre.
¡Por favor! Aquel hombre era dueño de un equipo deportivo. Probablemente necesitaría un diccionario para tener una conversación sobre bebidas, en la que, indudablemente, aparecería la cerveza y un centenar de pantallas de televisión con un partido distinto en cada una.
Logan y ella hacían mala pareja para un programa de telerrealidad, mucho más para la vida real, aunque él tuviera unos pectorales de acero.
La punta del dedo aún le cosquilleaba por haberla apoyado en su pecho. No estaba preparada para el cuerpo que había descubierto bajo la camiseta.
–¿Y por qué vamos a llamarlo «Refrescos Trinity»? –pregunto él. Su voz le resonó en el oído.–. «Refrescos Logan» suena mejor.
–Yo entiendo mejor que usted la dinámica de atraer al público. Así que vamos a fiarnos de nuestros puntos fuertes.
Ella añadió unas cuantas líneas al boceto y dio un grito cuando su compañero la hizo volverse para mirarlo. Los labios de él formaban una fina línea y la dominaba con su altura, a pesar de los tacones que ella llevaba. Estaba acostumbrada a mirar a los hombres a los ojos, y no poder mirar así a Logan McLaughlin la puso nerviosa.
–Usted se ha encargado muy bien de no mencionar sus puntos fuertes –afirmó él en tono sarcástico–. Yo dirijo una franquicia deportiva multimillonaria. ¿A qué se dedica usted, señorita Forrester?
–¿No se lo he dicho? –preguntó ella despreocupadamente, a pesar de que sabía que no lo había hecho… a propósito. En el preciso momento en que un hombre como él oyera la palabra «cosmética», emitiría más juicios, y ella ya estaba harta de eso.
Sin embargo, en aquel momento necesitaba que él se diera cuenta de que tenía un trabajo ideal.
–Soy la directora de mercadotecnia de Fyra.
Él le lanzó una mirada anodina.
–¿La empresa de cosmética?
–Esa misma. Así que ya nos hemos puesto al día. La mercadotecnia es mi campo. El suyo es adivinar quién va a golpear la pelota con más fuerza. Cuando tengamos una prueba en que se necesiten pelotas, le dejaré que tome el mando.
Aquel esbozo del puesto de refrescos era el primer diseño creativo que había llevado a cabo desde hacía semanas, lo que era deprimente. La inspiración la había abandonado, lo cual ya era alarmante en sí mismo, pero lo había hecho en el peor de los momentos.
Fyra planeaba lanzar su nuevo producto en un plazo de tres meses. Por suerte, nadie sabía que la creatividad se le había agotado. No podía decirle a sus socias que estaba mentalmente bloqueada con respecto a la Fórmula-47. Confiaban en ella.
Él esbozó una sonrisa que a ella no la engañó ni por un momento.
–Por si se le ha olvidado, somos compañeros de equipo, lo que implica que todas las pruebas necesitan pelotas, las mías, específicamente. Así que apártese y trabajemos juntos.
Muy bonito. Él no solo le había devuelto el juego de palabras, sino que lo había hecho con un estilo que tuvo que reconocer, de mala gana, que le gustaba. Solo por eso se desplazó unos centímetros a la derecha para dejarle sitio frente al cuaderno.
El brazo de él rozó el suyo, porque ocupaba mucho más espacio de lo que ella pensaba. Era un sólido muro, de anchas espaldas y estrechas caderas. Y, sí, había observado lo bien que se le ajustaban los vaqueros a la curva de sus nalgas. Esa parte de él era un regalo para cualquier mujer, y ella se la comía con los ojos.
Sin decir nada más, él agarró el otro rotulador, tachó «Refrescos Trinity» y escribió «McRefrescos». Era perfecto, pensó ella. ¿Cómo podía habérsele ocurrido?
Trinity frunció el ceño y se cruzó de brazos, asegurándose de darle un codazo en las costillas, que fue como dárselo a un pared de ladrillo. Y se hizo daño en el codo.
–Muy bien. Se llamará así, pero el puesto será naranja.
Él se encogió de hombros y le dio, a su vez, un codazo.
–Por mí, no hay problema
Aquel hombre era insufrible. No era un tipo agradable, como había creído. En cuanto había abierto la boca, había perdido todo su atractivo. O eso era lo que se decía a sí misma.
–¿Ah, no? ¿Así que va a vetar aquello con lo que sí lo haya?
Defender su postura no debería costarle tanto, pero aquella montaña inamovible a su lado la desconcertaba, y no solo porque le resultaba imposible pensar con la excitación que le causaba y que no conseguía dominar.
En lugar de fulminarla con la mirada, la expresión de Logan se dulcificó. Respiró hondo.
–Comencemos de nuevo –le tendió la mano.
Llena de curiosidad, ella la tomó y su contacto la estremeció.
–Me llamo Logan McLaughlin. Dirijo un equipo de béisbol que no vende entradas. Mi publicista ha insistido en que este programa sería un buen modo de que el público se fijara en el equipo. Y aquí estoy. Cualquier ayuda que pueda conseguir dirigida a ese objetivo será bienvenida.
Sus ojos castaños se fijaron en los de ella. Su sinceridad le aceleró el pulso. Vaya, era sincero, pero ¿qué se proponía?
–Hola –dijo ella, porque fue lo único que consiguió articular mientras se miraban con una intensidad que la hizo arder–. Me llamo Trinity Forrester. Vendo cosméticos con otras tres mujeres a las que quiero mucho. La empresa está recibiendo mucha publicidad negativa, por lo que a mi publicista se le ha ocurrido la brillante idea de hacerme participar en un programa de televisión. No creo que sea tan buena idea.
Logan se echó a reír, y el sonido de su risa le produjo un calor tan agradable que le temblaron las rodillas. La debilidad era inaceptable en cualquier situación. Sin embargo, endurecerse contra él le suponía más esfuerzo del que debería.
¿Estaba mal dejar que un hombre como él no la dejara indiferente? Era, sin duda, insufrible, obstinado y demasiado virtuoso para su gusto, pero tenía un cuerpo magnífico, una hermosa sonrisa y un largo cabello, hecho para dedos femeninos. No podía ser malo del todo.
–Aunque parezca mentira, yo pensaba lo mismo –reconoció él–. Pero he cambiado de opinión. Creo que podemos ayudarnos mutuamente si trabajamos juntos. ¿Quiere intentarlo?
Trinity supuso que esa era la respuesta a su pregunta de qué se proponía él: iba a ser agradable, en vez de obstinado y estúpido, lo que probablemente la confundiría aún más.
Pero tenía que colaborar con él en favor de los objetivos de cada uno. Se mordió la lengua y se soltó de su mano.
–Puedo intentarlo.
Unieron esfuerzos y, fiel a su palabra, Logan prestó atención a las ideas de ella. Un plus fue que le riera los chistes, lo cual la deleitó secretamente.
***
Al final de la tarde habían conseguido cuatrocientos dólares y un poco de calderilla con el puesto de refrescos. No sabían cómo porque habían discutido por todo: por el precio de los refrescos, por dónde instalarlo y por cuánto líquido servir en los vasos.
Aparentemente, Logan solo se mostraba amable cuando quería algo, actitud que desaparecía cuando lo lograba.
Al final, el productor del programa les pidió que acabaran y se dirigieran al estudio para terminar el rodaje del día. Cada uno fue en su coche al plató y volvieron a encontrarse en la falsa sala de reuniones.
Esa vez, Trinity se sentó. Todo el día de pie con aquellos tacones, la mayor parte de él sobre hierba, le había destrozado el cuerpo.
–¡Bienvenidos de nuevo! –dijo Rob Moore. Los equipos se reunieron en torno a la mesa.
Logan se quedó de pie al fondo y Trinity fingió no darse cuenta de la silla vacía que había a su lado. El resto de los equipos se había sentado por parejas. A ella le daba igual. Su compañero y ella se llevaban mal y habían logrado trabajar juntos porque tenían que hacerlo.
–Hemos hecho el recuento de todas las ventas y debo decir que este grupo de equipos es impresionante –el presentador les sonrió–. ¡Los ganadores son Mitch Shaughnessy y John Roberts!
Trinity, decepcionada, aplaudió cortésmente cuando los dos miembros del equipo chocaron los cinco y corrieron a la cabecera de la mesa para recoger el cheque, cuyo destinatario era el Hospital Infantil de St. Jude. Eso era lo importante, que el dinero estuviera destinado a una buena causa.
–El dinero obtenido por el equipo ha sido… –Rob Moore hizo una pausa para conseguir un golpe de efecto– cuatrocientos veintiocho dólares. ¡Admirable!
¡Madre mía! ¿Habían perdido por veinticinco dólares? Le entraron ganas de darse de cabezazos contra la mesa, pero eso no haría que las cámaras le enfocaran el rostro y apareciera en la pantalla el nombre de la empresa. Pero ¿y si había un modo de conseguir más tiempo en antena?
Las cámaras seguían rodando y tomaban una vista panorámica de los perdedores y el presentador, que se despedía de ellos con los comentarios marca de la casa.
–Encended la silla eléctrica, chicos –gritó–. Hay que llevar a cabo algunas ejecuciones.
Esa era la parte más cutre del programa, que ella esperaba haberse evitado. Tenía una idea sobre cómo hacerlo y, al mismo tiempo, que la enfocaran las cámaras.
Echó la silla hacia atrás con un ruido agudo, se levantó, se dirigió al lugar en que estaba su compañero y le clavó el dedo en el pecho con más fuerza de la que pretendía. Pero ya tenía la atención del cámara, que era lo único importante.
–Es culpa suya, McLaughlin. Habríamos ganado de no ser por usted.
Él entrecerró los ojos y le quitó el dedo de su pecho
–¿De qué habla? El barco empezó a hundirse en cuanto nos emparejaron. Chica mala conoce a chico americano por los cuatro costados. ¡Por favor! Deberían habernos llamado tren lanzado a descarrilar. A ella le pareció una forma tan perfecta de describir el día que estuvo a punto de echarse a reír, pero se contuvo. Admiraría su ingenio más tarde, con una copa de vino para celebrar que no volvería a verlo.
–¿Sabes lo que te pasa? Espero que no te importe que te tutee.
–Seguro que vas a decírmelo –dijo él cruzándose de brazos, en una pose a la que ella había tratado de no prestar atención durante todo el día, sin conseguirlo. Cuando él lo hacía, los bíceps se le marcaban bajo la camiseta y pedían a gritos que los tocaran. Ella quería hacerlo, solo una vez. ¿Era mucho pedir?
–Alguien debe hacerlo. Si no, seguirás yendo con el libro de reglas metido en el… trasero –se corrigió ella, no fuera a ser que los productores cortaran toda la conversación debido a su sucia boca–. Hay reglas que uno debe incumplir. Por eso hemos perdido. Si quieres comportarte como un santo, hazlo cuando estés solo.
Él se enfureció.
–¿Me estás llamando santurrón?
–El que se pica, ajos come –afirmó ella con dulzura–. Y ese ni siquiera es el peor de tus problemas.
Él la miró con ojos que despedían fuego. Ella estuvo a punto de callarse, porque estaba muy enfadado y, aunque quería que las cámaras los grabara, se sentía muy mal por estar metiéndose con él. Pero el enfado hizo que él perdiera todos los filtros y que centrara toda su atención exclusivamente en ella.
–Vamos a oírlo. Por favor, ilumíname.
–Te atraigo y no lo soportas.
Eso era como el refrán: «Dijo la sartén al cazo, apártate, que me tiznas». Aunque ella no iba a reconocerlo y mucho menos en voz alta.
–Perdona, ¿cómo dices?
–Ya me has oído.
Le volvió a presionar el pecho con el dedo. Era duro, delicioso, y resultaba muy excitante lo inamovible que era él. Logan era sólido, un hombre que no se arredraría ante problemas inesperados. A veces, una mujer necesitaba un hombro fuerte en que apoyarse. Él tenía dos.
–Te he oído –dijo él y levantó la mano para, supuso ella, apartarle el dedo, pero la aplastó contra su pecho, agarrándolo–. Es lo más disparatado que has dicho, de momento.
El cámara estaba grabando la discusión en primer plano. Ella lo miró de reojo y estuvo a punto de sonreír.
Esa publicidad no tenía precio. Al día siguiente, a aquella hora, y con su ayuda, el clip se haría viral: Dos ejecutivos se enfrentan en el plató de un programa de telerrealidad. Los espectadores verían a una mujer fuerte que no le pasaba ni una a su compañero. Con tal de que escribieran Fyra correctamente, la publicidad positiva contrarrestaría la negativa.
–Pues prepárate para más disparates porque no solo te atraigo, sino que no dejas de pensar en cómo sería besarme. Reconoce que el pirsin de la lengua te despierta la curiosidad.
–Por supuesto –masculló él.
¿Ah, sí? Fascinada, lo miró y, en efecto, la expresión de su rostro denotaba más agitación. Logan McLaughlin nunca había besado a una mujer con un pirsin en la lengua. Y quería hacerlo.
El deseo y la excitación fluyeron entre ellos. El corazón de él latía aceleradamente bajo la mano de ella, lo que reflejaba perfectamente lo que le sucedía al suyo.
–Cualquier hombre con sangre en las venas sentiría curiosidad –murmuró él–. Solo hay un motivo para tener la lengua atravesada por una barra de metal: complacer a un hombre.
Cerró los ojos durante unos segundos y al volver a abrirlos había un brillo perverso en ellos que hizo que a ella se le desbocara el pulso. Atrapada por su mirada llena de deseo, ella se inclinó hacia él y cerró el puño agarrándole la camisa.
–Solo hay un modo de averiguarlo…
La boca de él se unió a la suya antes de que se diera cuenta de que se había movido. Y todo pensamiento racional despareció de su mente mientras Logan la besaba. El plató se evaporó, al igual que los fascinados espectadores, cuando él la estrechó en sus brazos.
Justamente donde ella quería estar.
Logan McLaughlin era perfecto bajo sus manos, porque, en efecto, todo en él era duro. Su espalda podría calificarse de obra de arte, definida por cimas y valles que ella no había notado en ningún otro hombre. Era increíble descubrir algo nuevo en un cuerpo masculino.
Quería más. Y lo tomó.
Ladeó la cabeza para besarlo con mayor profundidad y él contraatacó inmediatamente, lanzando la lengua al encuentro de la suya, lo que aumentó el deseo que corría por las venas de ella. Su boca. Qué cosas le estaba haciendo. Qué cosas podría hacerle.
De repente, sus labios desaparecieron y ella se inclinó hacia delante, en un intento desesperado por recuperarlos. Él, en cambio, le rozó la oreja con ellos.
–¿Qué tal lo he hecho? –murmuró–. ¿Se ha aproximado a lo que buscabas?
Trinity rio porque, ¿qué otra cosa podía hacer?
–Sí, ha sido perfecto.
Él le había seguido el juego todo el tiempo, por supuesto. ¿Qué se creía ella?, ¿que a un hombre que era la encarnación del compromiso y del sueño americano iba a interesarle una mujer como ella, que había convertido su independencia en un escudo? ¿Que a él le había gustado el beso tanto como a ella?
Que fueran pareja nunca tendría sentido, a no ser que se tratara de un engaño.
Aquel era un sitio estupendo para despedirse.
Sin embargo, por algún motivo, a Trinity le resultó muy difícil apartar las manos del cuerpo de su compañero.