Читать книгу Perdida en el olvido - Kate Walker - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеRECUERDA quién es usted?
La pregunta fue tan clara y brusca, que Serena parpadeó mientras trataba de concentrarse en el entorno. Estaba cansada y se notaba un poco mareada.
—¡Vaya una pregunta… ! ¡Claro que sé quién soy! Me llamo Serena Martin y…
La muchacha frunció el ceño y entornó los ojos en un gesto de concentración mientras se echaba hacia atrás el pelo rojizo. Observó el tono pastel de las paredes de la habitación, así como las cortinas anaranjadas, que hacían juego con la colcha de la cama donde estaba tumbada. A pesar del evidente esfuerzo por que resultara acogedora, la habitación conservaba un halo impersonal y burocrático. La mujer de pelo oscuro que estaba sentada a su lado en la cama fijó sus ojos grises en el rostro de Serena. Llevaba una bata blanca que delataba su profesión.
—Me imagino que esto es un hospital, ¿no es así?
—Exacto.
—¿Y sabe qué ha pasado?
Dos voces sonaron entonces a un mismo tiempo, pero Serena se dio cuenta de que la mujer de la bata blanca, la doctora, no había sido quien había hecho aquella pregunta.
La pregunta había salido de los labios de un hombre que estaba a unos metros de ellas. Un hombre cuya estatura y complexión llenaban por completo el hueco de la entrada.
Era alto y seguro de sí mismo, con un aspecto casi amenazador. ¿Amenazador? La palabra inquietó a Serena. Estaba segura de que no había visto jamás a ese hombre. Entonces, ¿por qué lo describía así? No sabría decirlo, pero le parecía bastante extraño.
—¿Lo sabe? —insistió el hombre.
El intrigante acento que Serena había notado minutos antes se intensificó por la forma en que el hombre hizo la pregunta.
—¿Puede decirme cómo ha llegado hasta aquí?
Eso era difícil de responder. Serena trató de recordar para responderle, pero lo único que vino a su mente fueron pensamientos confusos y recuerdos vagos. También sensaciones de ruido y pánico, un tremendo golpe y alguien gritando de miedo.
¿Habría sido ella misma quien había gritado?
—Yo… me imagino que ha debido ser algún tipo de accidente.
—¿Qué tipo de accidente?
A pesar de que el hombre no se había movido de la puerta, su modo de hablar la hizo sentirse como si hubiera entrado en el dormitorio y casi como si la tuviera atrapada contra la pared.
—¡No lo sé! —exclamó, enfrentándose por primera vez a sus ojos—. ¿Por qué no me lo dice usted?
¿Quién era aquel hombre? ¿Otro doctor? Pero no llevaba ninguna bata blanca como la mujer que seguía sentada a su lado, sino un traje oscuro de buena tela y perfecto corte que solo un hombre de posición acomodada podría permitirse.
Pero quizá fuese porque tenía un cargo más alto que la mujer. Podría ser un cirujano o un especialista. ¿No prescindían a veces de la bata blanca y había que dirigirse a ellos como señor tal y no como doctor tal?
Fuera quien fuera, era impresionante, un hombre guapísimo. Mirarlo era como mirar directamente al sol. Tenía el mismo efecto devastador sobre sus sentidos.
Era un hombre muy alto y su abundante cabello era de un color negro, como el azabache. Lo llevaba peinado hacia atrás, de un modo que resaltaba los pronunciados rasgos de su rostro. Serena observó detenidamente su nariz recta, así como la mandíbula firme y la boca sorprendentemente sensual, pero fueron los ojos lo que más le llamaron la atención. Rodeados de unas pestañas oscuras y fuertes, eran de un color dorado profundo, casi del color del fuego e igual de brillantes que este.
El color bronceado de su piel no era el resultado de dos semanas de vacaciones en una playa mediterránea, sino que era su tono natural, el color de piel de unos antepasados que, evidentemente, no eran ingleses.
Serena se movió inquieta en la cama como si de pronto se hubiera visto invadida por un gran calor. Tenía de repente en la sangre una nueva frescura que hacía que su corazón latiera más deprisa, que sus mejillas se sonrojaran… haciéndole consciente de que debajo de las sábanas llevaba solo un camisón corto que le habían dado en el hospital.
Y lo más inquietante era que podía ver sus propios sentimientos reflejados en los ojos de aquel hombre. En sus enormes pupilas negras, en la intensidad de su mirada, a pesar de que su expresión jamás se alterase y permaneciera tan firme y segura como al principio. El contraste entre la aparente calma de su expresión y el primitivo brillo de sus ojos, la hizo tragar saliva.
—¿Por qué piensa que yo puedo saberlo? —preguntó el hombre con un acento que confirmó a Serena sus sospechas sobre sus antepasados.
—Señor Cordoba… —explicó la doctora con suavidad.
Pero tanto Serena como el hombre ignoraron la interrupción y siguieron concentrados el uno en el otro.
—¿Se supone que debería conocerlo?
—¡Para nada!
Un gesto arrogante de su mano dejó claro que el comentario de ella no tenía sentido.
—Al contrario, nunca me había visto antes.
Bueno, eso era un alivio. Serena estaba segura de que si se hubiera encontrado alguna vez a aquel hombre, lo recordaría…¡sin ninguna duda! No sabía cómo había llegado allí, a aquel hospital, ni tampoco lo que le había ocurrido, pero desde luego era un alivio que… ¿cómo lo había llamado la doctora?… que el señor Cordoba no se hubiera cruzado jamás en su camino.
—Entonces, ¿quién es usted?
—Me llamo Rafael Cordoba.
Era evidente que el hombre lo había dicho esperando darle alguna pista. Y Serena hubiera deseado que así fuera. En ese momento, le encantaría saber por qué ese hombre estaba en su habitación. Así evitaría tener que responder un montón de preguntas.
Pero tuvo que reconocer que lo que de verdad quería era verse libre de esa inquietud, de ese sentimiento incómodo que él había creado en ella. Nunca antes había sentido tan intensamente la presencia de alguien. La naturaleza carnal de los pensamientos que provocaba en ella le hacía muy difícil poder concentrarse en nada más.
—¿Y usted? —Serena se volvió hacia el rostro amable que estaba a su lado y que era como una luz en medio de la confusión y la incertidumbre.
—Soy la doctora Greene —contestó la mujer—. ¿Cree que está en condiciones de contestarnos a algunas preguntas?
—Lo intentaré.
Tuvo que hacer un enorme esfuerzo por ignorar al señor Cordoba. Y a pesar de que trató de concentrarse en la doctora, seguía viéndolo por el rabillo del ojo. Su presencia en la entrada era una verdadera amenaza.
—¿Se llama Serena Martin?
—Así es.
—¿Cuántos años tiene?
—Veintitrés.
Serena comenzó a relajarse. Eso era más fácil. Las preguntas de la doctora Greene no conllevaban problemas ni sugerían amenazas. Así que la confusión de su mente comenzó a desaparecer. Si podía contestar con esa rapidez, seguramente no habría sufrido daños graves en el posible accidente.
—¿Puede decirme su dirección?
—Calle Alban, número treinta y cinco, en Reyton… ¿Qué pasa? —preguntó Serena al ver que la mujer se detenía bruscamente al oír el nombre de la población.
—¿Reyton, en Yorkshire?
—Sí.
—¿Y entonces qué está haciendo en Londres?
De nuevo aquella voz. La del acento que erizaba el vello de su nuca y provocaba escalofríos en su espalda. Debería haber imaginado que el señor Cordoba no podría estarse callado durante mucho tiempo.
—¿Londres? ¿Es donde estamos?
—Así es —contestó él, ignorando la mirada de desaprobación de la doctora Greene—. Está usted en Londres, y ahí es donde ha tenido lugar el accidente, donde…
—Ya es suficiente, señor Cordoba.
Pero a Rafael no le preocupó lo más mínimo la intervención de la doctora y, dando dos pasos largos, entró en el dormitorio con la cabeza alta y los ojos dorados brillantes.
—¿Qué está usted haciendo aquí, si vive en… ?
—¡No lo sé! —exclamó ella impaciente.
No podía más. Le dolía la cabeza y se sentía cansada, agotada como si hubiera corrido un maratón. Hizo un gesto de impaciencia con la cabeza y los ojos se le llenaron de lágrimas, impidiéndole ver el rostro moreno del hombre.
—Quizá estoy de vacaciones. Quizá…
—¡He dicho que basta! —repitió la doctora Greene—. Tengo que velar por mi paciente. La señorita Martin está muy cansada. Ha pasado por una experiencia horrorosa y necesita descansar. Así que yo, como doctora, debo cuidar de que así sea.
Pero era evidente que aquello no era lo que el señor Cordoba quería oír, pensó Serena al descubrir la rabia que reflejaban sus ojos y su boca.
Y esa rabia le era tan conocida, que en ese momento le pareció conocer al señor Cordoba desde hacía mucho tiempo. Fuera quien fuese, era evidente que no estaba acostumbrado a que le llevara la contraria alguien a quien considerase un inferior. Serena estaba segura de que iba a estallar de un momento a otro, pero pareció pensárselo mejor y, finalmente, se controló.
—¡Como usted diga!
La doctora Greene se volvió satisfecha hacia Serena.
—¿Hay algún familiar con el que podamos contactar? ¿Sus padres o cualquier otro familiar cercano?
—No, mi madre falleció de cáncer el año pasado y mi padre murió de un infarto dieciocho meses antes. No tengo a nadie.
Serena tuvo que luchar una vez más contra las lágrimas. Parpadeó para no dejarlas salir mientras la doctora colocaba una mano sobre la suya en un gesto consolador.
—No se disguste. Tiene que descansar y tranquilizarse, recuperarse poco a poco…
—Pero, ¿cómo voy a descansar si no sé qué es lo que ha pasado? —preguntó con voz temblorosa.
¿Cómo podía relajarse alguien sin saber el motivo exacto por el que estaba en ese hospital y sin saber qué había pasado antes de eso?
Porque no podía recordar qué es lo que había pasado ni cómo había sido llevada allí. Y en cuanto a estar en Londres…
—¡Por favor! —exclamó, agarrando la mano de la doctora como si fuera su única tabla de salvación, el único vínculo con la cordura después de que el mundo pareciera haberse vuelto loco de repente.
—¡Debe decírmelo! ¿Por qué estoy aquí?
—Tuvo un accidente —contestó la doctora Greene—, un accidente de coche y se dio un golpe bastante fuerte en la cabeza. Ha estado inconsciente durante un tiempo.
—¿Un tiempo? ¿Cuánto tiempo?
—Hoy hace diez días. Los primeros días estuvo totalmente inconsciente. Luego, se despertaba y volvía a dormirse.
—¿Sí?
Serena trató de recordar. Si se esforzaba, podía recordar cosas vagas que había pensado que eran sueños. Momentos que parecían emerger a una superficie turbia y trataban de encontrar desesperadamente algo a lo que aferrarse.
Y entonces, por un breve instante, fue capaz de abrir los ojos y mirar a su alrededor antes de que una cortina pesada y oscura descendiera de nuevo y la envolviera, dejándola fuera.
—Había alguien…
Alguien había estado sentado a su lado, observándola y esperando a que se despertara. Alguien que había oído los gemidos y las palabras tristes y preocupadas mientras yacía inquieta, luchando contra la pesadilla en la que estaba envuelta. Alguien que le había retirado el pelo de la frente con una mano suave y fría.
Y ese alguien también le había dado un vaso de agua y lo había sostenido mientras ella intentaba humedecer su garganta dolorida.
—Estuvo alguien conmigo…
—Una enfermera. Ha estado bajo vigilancia continua.
—No…
No había sido una enfermera. No sabía por qué, pero era lo único que recordaba de verdad. El buen samaritano, la voz suave del que la había cuidado en la oscuridad de la noche no había sido la de un profesional ni la de una enfermera. La voz que había oído…
¡La voz!
Se volvió sorprendida hacia Rafael Cordoba, que tenía los ojos fijos en ella.
—Ha tenido el mejor cuidado posible, señorita Martin —dijo fríamente, como si ella se lo hubiera preguntado sin hablar.
Pero ella en realidad no tenía necesidad de preguntarle nada. Sabía lo que había escuchado y había escuchado aquella voz suave de él en mitad de la noche, consolándola y confortándola. Entonces, ¿por qué de ser un ángel de la guarda él se había convertido en un inquisidor español?
—Y… —comenzó.
Necesitaba saber la verdad, pero parecía incapaz de controlar su voz.
—Está cansada —dijo la doctora Greene—. Debe tener cuidado de no esforzarse demasiado en estos momentos. Debe descansar.
Serena asintió despacio. Sí, estaba cansada. Sus pensamientos parecían deshacerse lentamente como algodón dentro de su cabeza. Se recostó de nuevo sobre la almohada y cerró los ojos.
—Vendré a verla pronto. Y no se preocupe, todo saldrá bien.
—¡Todo! —fue casi un grito lo que salió de los labios de Rafael al mismo tiempo que hacía un gesto de impaciencia con la mano—. ¡Todo! Madre de Dios, qué…
—¡Señor Cordoba! —exclamó la doctora, bastante disgustada—. ¡He dicho ya que basta! Y quiero que se vaya ahora mismo… que deje sola a la señorita Martin.
El hombre estuvo a punto de rebelarse contra aquella orden. Una vez más, la rabia brilló en sus ojos y una vez más, se controló.
—Muy bien —dijo—, me iré, pero…
Al volver la cabeza y mirar a Serena, dejó claro que sus palabras eran solo para ella.
—Volveré —dijo en voz baja y dura—. Se lo prometo. Volveré en cuanto pueda.
Eran solo palabras, se dijo Serena, hundiéndose en el colchón y tapándose con las sábanas. Solo palabras. Pero había visto los ojos de Rafael Cordoba mientras las decía. Había visto el peligro brillando en ellos, la llama de algo que la hizo estremecerse inquieta.
Rafael Cordoba volvería. Ella no dudaba de ello. Y la verdad era que la idea de volver a encontrarse cara a cara con él la hacía estremecerse de aprensión.