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Capítulo 2

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HE traído un acompañante.

—¿Cómo?

Serena levantó la cabeza de la revista que había estado ojeando y fijó la vista en el hombre que había hablado desde la entrada.

Rafael Cordoba, claro. ¿Qué otra persona podía ser?

Habían pasado cinco días desde que Serena se había despertado en aquella cama de hospital y había recibido la promesa de aquel hombre de que volvería. Promesa que había cumplido. Al día siguiente, había aparecido al lado de su cama y también el resto los días.

Pero era evidente que la doctora Greene o algún superior había hablado con él. El tono de voz que había utilizado el primer día, agresivo y duro, había desaparecido. Tampoco había vuelto a interrogarla, así que el poderoso atractivo sexual que ella había notado en él parecía haberse hecho más patente.

—Perdón, ¿cómo dices?

Serena rezó para que él no notara el nerviosismo de su voz, el temblor débil, que no pudo evitar, como resultado de la inesperada llegada del hombre. No quería que él sospechara lo que su simple presencia ejercía en ella. Solo la imagen de su cuerpo delgado, su cabello negro y sus ojos dorados hacía que se le formara un nudo en la garganta y que el ritmo de su corazón se alterase.

Y ese día fue aún peor. Cada vez que lo había visto, él había ido con el mismo traje oscuro de la primera vez. Pero en esa ocasión, quizá como concesión al día soleado que hacía, había dejado a un lado toda formalidad y había elegido unos vaqueros cómodos y una camisa de manga corta.

Los pantalones resaltaban su estrecha cintura, acentuando su virilidad de un modo completamente seductor. La camisa blanca de algodón contrastaba con la piel bronceada de sus brazos y cuello, dándole un aspecto más moreno y exótico.

Serena se agarró nerviosamente a la colcha de color melocotón de la cama, consciente de la piel pálida de sus brazos y escote. Deseaba taparse y, a la vez, le daba miedo que él se diera cuenta de lo que sentía.

—He traído conmigo a alguien…

—¿Otra visita? Es una sorpresa. Creo que no conozco a nadie en Londres.

Todavía no recordaba el accidente ni los días anteriores a él y le resultaba muy frustrante que ni Rafael ni la doctora tuvieran intención de contarle nada al respecto.

—Tienes que ser paciente —era la respuesta que oía cada vez que preguntaba algo o se quejaba de su falta de memoria—. Es preferible dejar que tu memoria vuelva poco a poco, en vez de contarte nosotros lo que pasó.

—¿Y dónde está tu amigo?

—Aquí.

Al decirlo, Rafael levantó un bulto con sus bronceados brazos y lo depositó sobre la cama.

Serena se dio cuenta, entre sorprendida y divertida, de que era un cesto y que dentro había un bebé con un traje azul.

—¡Oh, es precioso! —exclamó con una amplia sonrisa.

Sin pensarlo, se inclinó hacia delante para agarrar al bebé. Luego, se quedó inmóvil, dudando de lo que Rafael pudiera pensar.

—¿De verdad lo crees?

La reacción de Rafael fue completamente distinta a lo que ella había esperado. Notó una extraña tensión en su voz, algo que puso los nervios de Serena a flor de piel.

—¡Por supuesto que sí! ¿Quién podría… ?

No terminó la frase, ya que el sonido de su voz hizo que el bebé se estirara de repente. El pequeño movió las piernas y agitó los puños en el aire. Luego, abrió sus enormes ojos negros y los fijó en los de Serena. Esta notó un nudo en la garganta.

—¿Cómo se llama? —consiguió decir.

Serena pensó que el niño tenía cierta semejanza con el hombre que estaba al lado de ella. El hombre cuya imagen atrapaba sus pensamientos durante el día y llenaba sus noches de sueños eróticos de los que se despertaba bañada en sudor.

—Se llama Felipe Martinez Cordoba.

Cordoba. Eso confirmaba sus sospechas. ¿Cómo podía ocurrirle eso a ella? ¿Cómo podía sentirse celosa porque ese hombre, al que había conocido solo hacía unos días, pudiera estar casado? ¿Cómo podía desagradarle la idea de que hubiera tenido un hijo con otra mujer?

—Qué guapo es.

Serena se concentró en el pequeño, que agarró uno de sus dedos con sus manitas. Y en ese momento, fue como si la manita del niño hubiera envuelto también su corazón, aprisionándolo y haciéndola sentir un amor totalmente inesperado.

—Pero es un nombre demasiado rimbombante para alguien tan pequeño.

—Lo llamo Tonio.

—Eso está mejor —replicó ella, sonriendo al niño y agachando la cabeza para evitar las miradas de Rafael—. ¿Es tu hijo?

La respuesta del hombre fue un murmullo que provocó en ella un nuevo comentario.

—No sabía que estabas casado.

—No lo estoy y tampoco lo he estado nunca, a pesar de que una vez estuve a punto de casarme.

—Entonces, Tonio… ¿fue un hijo deseado?

El corazón de Serena estaba palpitando tan rápidamente, que le costaba respirar. Que no estuviera casado no significaba que no estuviera comprometido. Después de todo, ¿qué podía haber más importante entre dos personas que un hijo?

—¿Que si fue deseado? —la maravillosa boca de Rafael hizo una mueca—. Hay personas que lo expresarían de otro modo.

—Pero si su madre y usted están juntos…

—¡No! —exclamó casi con violencia—. La madre de Tonio y yo no estamos… como dice usted tan diplomáticamente, juntos.

El corazón de Serena, que había comenzado a palpitar más lentamente, dio un vuelco ante el repentino cambio del tono de voz de él.

De alguna manera, sin saber cómo, ella había traspasado las barreras que él había levantado alrededor de sí. El hombre al que se había acostumbrado durante aquellos días había desaparecido, dejando paso al hombre al que ella había llamado inquisidor español. El hombre que le había enfadado y asustado el primer día había vuelto.

—Lo siento, no quería… molestarte.

Serena soltó la manita del niño, temerosa de repente de transmitirle sus sentimientos.

—Nunca…

Pero no dijo nada más. El pequeño, furioso porque le habían arrebatado su recién encontrado juguete, murmuró una protesta que se convirtió en un grito y encendió sus mejillas violentamente.

—¡Oh, cariño, lo siento! —dijo ella, inclinándose rápidamente sobre el pequeño.

Rafael se acercó y sacó al niño del cesto.

—Calla, calla. No pasa nada —dijo, consolándolo.

Serena sintió una profunda emoción ante la imagen del bebé contra el pecho duro y fuerte de aquel hombre. La criatura parecía mucho más pequeña y delicada contra aquellos brazos que lo agarraban. Su cabecita parecía más frágil.

Y en ese momento, bruscamente, toda la soledad y el miedo que la habían invadido justo antes de que llegara Rafael, volvieron a asaltarla.

Por eso, a pesar del miedo inicial que había sentido hacia él, se había alegrado tanto de ver a Rafael el segundo día después de que hubiera recuperado la conciencia. No era probable que fuera a visitarla nadie más. No tenía a nadie en quien apoyarse, nadie que pudiera hacerle más agradable su estancia en el hospital.

Y no había tenido que pedírselo. Incluso había ido el primer día con flores, fruta, una bolsa con una selección de cosas de aseo de las mejores marcas. Le había llegado a llevar un par de camisones nuevos, adivinando su talla con una precisión que la había asombrado e inquietado a la vez. Porque indicaba que conocía su cuerpo a la perfección.

—¡Quédatelos! —había protestado él cuando ella había hecho ademán de rechazarlos—. No es nada… puedo permitírmelo.

Pero ella había descubierto aquella mañana que los camisones y las cosas de aseo eran solo una pequeña muestra de la generosidad de aquel hombre, que parecía inmensa.

—¿Es verdad que me está pagando el hospital?

La cabeza orgullosa de Rafael se irguió inmediatamente, sus cejas se juntaron y sus ojos oscuros se entornaron como si quisieran ocultar algo.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó con un tono de voz amenazante.

—Oh, vamos, señor Cordoba —protestó Serena—. ¡Es verdad que he tenido un accidente y que me he dado un golpe en la cabeza… pero no me he vuelto loca!

—Creí que habíamos quedado en que me llamarías Rafael —interrumpió él fríamente en un intento por cambiar de tema.

—¡No hemos acordado nada! Te limitaste a ordenarme que te llamara por tu nombre de pila y me dijiste que no me preocupara por nada, que tenía que dejar descansar mi preciosa cabecita…

Y como era débil y vulnerable, ella lo había hecho. Había aceptado su presencia en el hospital, porque las enfermeras también lo hacían; no había insistido en hacer preguntas, porque todavía le dolía la cabeza y no podía pensar con claridad. Simplemente había aceptado la idea de que Rafael Cordoba pertenecía a una época de su vida que ella no podía recordar, momentos antes o después de un accidente del que todavía no sabía los detalles.

Pero no quería continuar así. Quería respuestas concretas cuanto antes.

—Sí que tienes que cuidar tu cabeza, ya que has sufrido un fuerte golpe. Y no solo eso —continuó diciendo Rafael mientras movía al bebé en el cesto—. Tienes suerte de que no te haya pasado nada más.

—¡La verdad es que sí! —respondió Serena.

Ella todavía sentía escalofríos al recordar el momento en el que, ayudada por una enfermera, se había cambiado la bata que le habían dado en el hospital por la que le había llevado Rafael. Se había quedado impresionada al ver los cardenales que tenía, así como las cicatrices y cortes.

Y cuando, finalmente, había tenido valor para mirarse al espejo, había descubierto que también en la cara tenía cardenales. Toda la frente y parte de una mejilla estaban cubiertos por manchas que se estaban volviendo amarillas. Y el moratón más oscuro lo tenía en torno al ojo. Lo que le había hecho sospechar la gravedad de lo ocurrido y lo cerca que había estado de sufrir una desgracia mayor.

—Pero ya estoy mejor y pronto volveré a pensar como es debido. Para empezar, estoy en una habitación privada. Y sería tonta si pensara que los cuidados que estoy recibiendo, así como la comida que me dan, serían los mismos si me hubieran ingresado en un hospital público. Por eso te he preguntado…

Aquello no pareció gustar a Rafael, cuya expresión cambió totalmente.

—Me han dicho que eres tú quien está pagando el hospital, ¿es cierto?

Durante unos segundos, pareció que no le iba a responder, pero finalmente el hombre asintió.

—Pero, ¿por qué? ¿Por qué debería un completo desconocido hacer todo esto por mí? Es decir, si es verdad que eres un desconocido, como aseguras.

—¿Y por qué diablos iba a mentirte? —preguntó.

Los ojos de él se llenaron de desprecio y la miraron de un modo que ella sintió la necesidad de cruzarse de brazos.

Había conseguido olvidarse temporalmente de que estaban en una habitación, aunque fuera de un hospital, y de que ella llevaba solo una bata mientras que él iba completamente vestido.

—No… no sé. Pero me has dicho que no te conocía de antes y, sin embargo, estás haciendo todo esto por mí.

—Ya te dije que puedo permitírmelo.

—Ya sé que me dijiste eso.

Serena estiró los brazos en un gesto enfadado y eso hizo que se le abriera ligeramente el escote, dejando ver parte de su generoso pecho.

—¡Lo que me preocupa es lo que te estás callando! No me importa que seas un banquero inmensamente rico y que el coste de mi estancia en el hospital sea una minucia para ti. Quiero que me cuentes exactamente por qué estás haciendo todo esto y por qué no quieres confesarlo.

Rafael levantó las manos y, sorprendentemente, hizo un gesto condescendiente. Pero el gesto irónico de su boca y el brillo de sus ojos dejaron ver otra cosa.

—Es evidente que te sientes mejor —murmuró él—. Pero la doctora opina…

—Sí, ya sé que la doctora opina que es mejor esperar y que es preferible que sea yo quien recupere la memoria por mí misma. Pero sigo sin recordar nada y eso hace que… me sienta peor y mucho más confusa. Me siento como si me hubiera vuelto loca. Tengo miedo de…

Su voz se quebró por el llanto.

—En estos momentos, tú pareces la única que persona a la que conozco en el mundo. ¡Pero tampoco te conozco! Solo sé que entras aquí y tomas posesión…

—¡Maldita sea! Me siento responsable.

—¿Responsable? Pero, ¿por qué? —preguntó sorprendida.

El modo en que la miró hizo que se le encogiera el estómago. De repente, deseó no haber abierto la boca.

—Era mi coche.

—Tu…

El tumulto de emociones que se agolparon en su cabeza la impidieron interpretar todo el sentido de aquellas palabras, la emoción que se escondía detrás de ellas. Pero no pudo evitar reaccionar de un modo puramente instintivo, llevándose las manos a su boca temblorosa.

—Tú… ¿eras quien iba al volante?

—¡Dios, no! Ni siquiera estaba en Inglaterra, pero mi… —se detuvo un instante, tratando de elegir las palabras adecuadas—. Fue mi coche el que se vio envuelto en el accidente.

—Tu coche… —Serena apartó la mano de su boca lentamente, pero seguía confusa—. ¿Iba yo conduciéndolo?

—No. Eras una pasajera.

—Entones, ¿qué… ? ¿Cómo… ?

—Te recuerdo que me han dado instrucciones de que no te cuente todos los detalles del accidente. Creo que ya te he dicho que la doctora opina que es lo mejor.

Pero aquello la había dejado muy preocupada. Le daba miedo tener que recordarlo todo por sí misma.

—Pero, ¿por qué? ¿Es que ha ocurrido alguna desgracia? ¿Quién iba al volante? ¿Dónde está él o ella ahora?

—Serena…

—¡Rafael! —ella estaba tan turbada que no se dio cuenta del modo en que había pronunciado su nombre mientras agarraba su mano con fuerza—. ¡Por favor!

Él se quedó pensativo.

—¡Por favor! —repitió ella, dándose cuenta de un modo intuitivo de que él no iba a decírselo—. Necesito saberlo.

Él dio un suspiro entre exasperado y resignado.

—Serena. El conductor… no sobrevivió al accidente.

—¡Oh, no!

Era lo que se había temido. Eso explicaba que él se negara a hablar. Y lo peor de todo era que no podía recordar quién era el conductor.

—¿Quién era?

Pero Rafael había cerrado los ojos, dejando a la vista sus sensuales pestañas, pero escondiendo sus pensamientos.

—Eso tendrás que averiguarlo tú.

—¡Oh, no es justo!

Pero sabía que él no se lo diría. Al fin y al cabo, eran órdenes de la doctora.

—Sé que tenía que conocerlo. Si no, no habría ido con él en el coche.

Ella observó el rostro de él, tratando de hallar una respuesta, pero se encontró con un rostro impasible, que recordaba a esas estatuas de la Grecia Antigua talladas en frío mármol.

—Sé que no —repitió ella, enfatizando sus palabras—. No soy de esa clase de chicas.

Él no dijo nada, pero algo en la expresión de su rostro indicaba que dudaba de sus palabras.

—¿No me crees?

Ella apartó las sábanas enfadada y se puso en pie, estirándose la bata que cubría su camisón. Así se sintió mejor. Desde ahí podía mirarlo a los ojos, a pesar de que él le sacaba aún doce centímetros. Y eso que ella medía uno setenta y cinco.

—¿Cómo te atreves? No tienes ningún derecho a juzgarme cuando aún no me conoces… si es que eso es verdad.

—Nunca te había visto antes de venir a este hospital.

—Entonces… no puedes contarme lo que estaba haciendo cuando sufrimos el accidente…

No quería pensar en que Rafael estaba al lado de su cama, mirándolo y juzgándolo todo desde su majestuosa estatura. Se sentía indefensa a su lado. Su sola presencia hacía que se le helara la sangre en las venas.

—Entonces, no sabrás nada de mí… ni de quién soy ni de qué hago… Así que tendrás que fiarte si te digo que no soy esa clase de mujer.

—Puede que creas que no eras esa clase de mujer… —él no terminó la frase.

—¿Qué quieres decir? ¿Qué es lo que sabes de mí y no me quieres decir?

Pero él apartó la mirada y se volvió hacia donde estaba el pequeño Tonio.

—Tengo que irme —dijo, sin intentar ocultar que estaba ignorando deliberadamente sus preguntas—. Hay que dar de comer a Tonio y…

—¡No! ¡No puedes hacerme esto! ¡No lo permitiré!

Él la miró con indiferencia, dejándole claro que podía hacer lo que quisiera y que ella no podía hacer nada para evitarlo.

¿O sí que podía?

Justo cuando Rafael agarró el cesto del bebé, ella corrió hacia la puerta y se apoyó en ella.

—¡Hablo en serio! —le advirtió, rogando por que su voz sonara convincente.

—Serena… —pronunció su nombre con un tono de advertencia, pero ella no iba a rendirse tan fácilmente.

—No. No te dejaré marchar hasta que me lo digas. Tengo derecho a saberlo.

Al parecer, su tono desafiante solo estaba consiguiendo reforzar su resolución. Lo pudo ver por el modo en que apretó la mandíbula y por la frialdad de su mirada. Así que decidió cambiar de táctica.

—Rafael, por favor… —le rogó en un tono suave.

—Serena, no sigas…

«¿Estás segura de lo que estás haciendo?», le preguntó una voz interior. «¿Estás segura de que quieres saberlo?».

—¡No!

Desechó esos pensamientos testarudamente. No podía dejarlo marchar sin antes recibir una respuesta.

—¡Por favor! No te imaginas lo que es sentirse así. Me paso las noches en vela, tratando de recordar, pero solo me encuentro con un agujero negro. No puedes imaginarte lo terrible que es, lo mucho que puede asustarte.

—¡Maldita sea!

Rafael dejó otra vez el cesto donde estaba y se pasó ambas manos por el pelo en un gesto exasperado.

—Te arrepentirás de esto.

No fue una amenaza, sino la expresión de un hecho y eso la reafirmó aún más en su deseo por saber la verdad.

—Me arrepentiré más si sigo sin saber lo que pasó. Tengo que conocer mi pasado. Si no, ¿cómo voy a seguir adelante?

Rafael volvió a soltar una maldición y luego levantó las manos en un gesto derrotado.

—Muy bien, tú lo has querido. Y quizá sea mejor que sepas la verdad. La fecha que diste…

—¿No era correcta? ¿He estado inconsciente más tiempo del que creía?

—Bueno, la fecha era casi correcta. Estaba bien el día y el mes, pero fue un año antes.

—¿Cómo? No entiendo.

—La fecha que diste a la doctora es de hace un año. Así que no tienes veintitrés años, sino veinticuatro. El accidente te provocó una amnesia parcial. Y no son solo los últimos días lo que no puedes recordar, sino el último año entero.

Perdida en el olvido

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