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Primeros días

No recuerdo mucho de mis primeros días como cachorro. Eso fue hace tres años, pero a veces se siente como si hubiera sido hace trescientos. Sobre todo, recuerdo haber peleado con mis hermanos por el mejor lugar para comer. Muchos retorcimientos y quejidos. Un tumulto suave con olor a leche. Como si fuéramos un solo animal, grandioso y enorme.

Nunca conocí a papá, y mamá no dijo mucho sobre él, excepto que era un problema. Mamá tenía un hermoso abrigo beige. Chihuahua, algo de esto, algo de aquello. Bonita línea de sangre…

Los mestizos gobiernan.

Mamá nos cantaba. Nos narraba historias. Establecía las reglas.

Me pregunto si sabía que no tendría mucho tiempo para prepararnos para el mundo.

Nacimos en un lugar oscuro. Tal vez bajo las escaleras de un porche, sospecho, porque recuerdo el sonido de botas subiendo y bajando, el horrible y penetrante hedor de los pies humanos.

Ellos llamaban Reo a mamá. Y la alimentaban casi a diario, aunque algunas veces ella debía buscar sola su comida.

Nunca mostró miedo ante los hombres, o respeto. Indiferencia, supongo que dirías tú. A menos que ellos intentaran arrebatarle a alguno de nosotros. Entonces, gruñía, esperando dejar claro que nosotros le pertenecíamos a ella y sólo a ella.

Yo fui levantado un par de veces. Las manos humanas me alcanzaron, me sujetaron con fuerza. Eran rudas y despedían un extraño aroma amargo y carnoso.

El gruñido de mamá me hacía perder el miedo y me retorcía y chillaba. Las manos humanas me empujaban de regreso al lugar cálido, donde podía dormir, beber y soñar a salvo.

Aun así, entendí, a mi simple manera de cachorro, que los perros pertenecemos a los humanos, y que así es como siempre será.

El único e incomparable Bob

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