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1 En el que inventamos la rueda y, al cabo de cinco mil años, por fin la añadimos a una maleta

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Bernard Sadow era un padre de familia de Massachusetts que trabajaba en la industria del equipaje. Era alguien que recibía un sueldo por sentarse ante su escritorio, día sí y día también, y pensar sobre el comercio de las maletas.1 A sus cuarenta y tantos, se había convertido en el vicepresidente de US Luggage y no se le daba mal su trabajo.

Corría el año 1970 y Sadow volvía a casa tras unas vacaciones con su mujer y sus hijos en Aruba. En los meses de invierno, esta isla holandesa del Caribe recibía la visita de numerosos estadounidenses acomodados en busca de un clima más cálido.

Sadow salió del coche a las afueras del pequeño aeropuerto y agarró las maletas de su familia. Una maleta de setenta centímetros podía contener alrededor de doscientos litros de equipaje y pesar hasta veinticinco kilos, así que con una en cada mano apenas podía equilibrar el peso y avanzar atropelladamente hacia los mostradores.

Esto ocurrió en la época en la que aún era posible presentarse en la terminal veinte minutos antes del despegue. Los treinta y tantos secuestros de aviones que se producían al año en Estados Unidos no habían desencadenado aún la introducción de los detectores de metal o la contratación de personal destinado a evitar que uno embarcara en el avión con una pistola en el bolsillo trasero.2

Ahora bien, el problema que Sadow afrontaba en este viaje de vuelta a casa era otro, un problema al que gran parte de los aeropuertos más importantes del mundo dedicaban muchos trabajadores. Los pasajeros sudaban como pollos, molestos por tener que arrastrar las maletas de un lado a otro de las salas de embarque y a través de unas terminales en constante expansión.

Pero había ayuda a su disposición: por una módica suma, los botones se ocupaban del equipaje y la única alternativa era una compleja red de carritos. Los botones, sin embargo, no eran ni mucho menos omnipresentes y, para poder acceder al sistema de carritos, uno primero tenía que encontrarlo, así que Sadow optó por la opción a la que recurría la mayoría de la gente: cogió las maletas de su familia y las llevó él mismo.

Pero ¿por qué?

Esta es la pregunta que Sadow se plantearía ese día y cambiaría su sector para siempre.

Mientras hacía cola ante la aduana, Sadow se fijó en un hombre que supuso que trabajaba en el aeropuerto.3 Estaba moviendo una máquina pesada sobre una tarima con ruedas. Mientras el trabajador se movía rápidamente junto a él, el hombre de negocios se fijó en las cuatro ruedas que se deslizaban por el suelo del aeropuerto. Sadow bajó la vista a sus propias manos, con los nudillos blancos de agarrar las maletas, y, de pronto, dijo a su mujer: «Ya sé lo que necesita el equipaje: ¡ruedas!».

Cuando llegó su casa en Massachusetts, desenroscó cuatro ruedecitas de un armario y las incorporó en una maleta. Entonces añadió una correa al artilugio y lo paseó, pletórico de alegría, por casa. Era el futuro.4 Y lo había inventado él.

Todo esto ocurría cuando apenas hacía un año que la NASA había mandado a tres astronautas al espacio en el mayor cohete que se había construido nunca. Con millones de litros de queroseno, oxígeno e hidrógeno líquidos como combustible, el Apolo 11 se había liberado de la fuerza gravitacional de la Tierra. Disparados al espacio a una velocidad de unos 32 000 kilómetros por hora, los astronautas habían penetrado la órbita, más débil, de la Luna; navegado el oscuro vacío y dado los primeros pasos de la humanidad sobre un polvo lunar que olía a fuegos artificiales usados.

Con todo, cuando Neil Armstrong, Buzz Aldrin y Michael Collins volvieron a la Tierra, agarraron las maletas por las asas y cargaron con el equipaje de la misma manera en que se había hecho desde el nacimiento de la maleta moderna a mitad del siglo xix. La pregunta, entonces, no es cómo se le ocurrió a Bernard Sadow que las maletas deberían tener ruedas. La pregunta es: ¿cómo no se nos había ocurrido antes?

La rueda se considera uno de los inventos más fundamentales de la humanidad. Sin la rueda no hay carros, coches ni trenes, no hay ruedas hidráulicas para aprovechar la energía hidráulica, ni tornos cerámicos en los que elaborar jarras para acarrear dicha agua. Sin la rueda no tenemos ruedas dentadas, turbinas de avión ni centrifugadoras, ni sillas de paseo, bicicletas ni cintas transportadoras. Pero antes de la rueda llegó el círculo.

El primer círculo del mundo seguramente se dibujó en la arena con un palo. Tal vez alguien había visto la luna o el sol y decidió reproducir su forma. Corta el tallo de una flor y tienes un círculo. Tala un árbol y encontrarás sus anillos anuales. Lanza una piedra a un lago y verás las ondas que se generan en la superficie. El círculo es una forma que surge una y otra vez en la naturaleza: desde células hasta bacterias, desde pupilas hasta cuerpos celestiales. Y en el exterior de cualquier círculo siempre puedes dibujar otro. Esto, en sí mismo, es el principal misterio del espacio.

Para el cuerpo humano, sin embargo, el círculo no es natural.5 Tu dentista te dice que te laves los dientes con pequeños movimientos circulares, pero no lo haces: te los cepillas de un lado a otro. El brazo humano prefiere líneas rectas. Esto se debe al modo en que están dispuestos los músculos y el sistema de tendones y uniones musculares que los conecta a nuestros huesos. No hay ninguna parte del cuerpo humano que sea capaz de rotar trescientos sesenta grados: ni la muñeca, ni el tobillo, ni el brazo. Inventamos la rueda para lograr lo que nuestro cuerpo no puede hacer.

Durante mucho tiempo, los historiadores han afirmado que la primera rueda del mundo se inventó en Mesopotamia. Era un torno de alfarero, es decir, que no se usaba para el transporte. Pero ahora hay especialistas que creen que hubo mineros que sacaban carros de mineral de cobre por los túneles de los montes Cárpatos mucho antes de que los mesopotamios empezaran a hacer vasijas en discos circulares.6 La rueda más antigua del mundo que aún sobrevive data de hace cinco mil años. Se descubrió en Eslovenia, a unos veinte kilómetros al sur de Liubliana.7 En otras palabras, para resolver su problema con el equipaje, Bernard Sadow se percató de que podía utilizar una tecnología que tenía al menos cinco milenios de antigüedad.

La patente de su invención llegó dos años más tarde, en 1972. En la solicitud, escribió: «El equipaje se desliza, en realidad […]. Cualquier persona, independientemente de su tamaño, fuerza o edad puede tirar con facilidad del equipaje sin esfuerzo ni denuedo».8

De hecho, ya existían patentes similares de maletas con ruedas, pero Bernard Sadow no lo sabía al principio, cuando se le ocurrió la idea. Fue la primera persona que convirtió la idea en un producto con éxito comercial y, por lo tanto, se lo considera el padre de la maleta con ruedas.9 Pero el motivo por el cual fue necesario que transcurrieran cinco mil años para llegar a este punto es más difícil de explicar.

La maleta con ruedas se ha convertido en un ejemplo arquetípico de cómo la innovación puede ser un proceso muy lento. Aquello que es tan evidente «que salta a la vista» puede estar ante nuestras narices una eternidad antes de que se nos ocurra hacer algo al respecto.

Robert Shiller, ganador del premio Nobel de Economía, ha sugerido que muchas invenciones tardan tiempo en consolidarse precisamente porque no basta solo con una buena idea.10 La sociedad también debe percibir la utilidad de la idea. El mercado no siempre sabe lo que más le conviene y, en este caso en concreto, la gente no le veía sentido a ponerles ruedas a las maletas. Sadow presentó su producto a los encargados de compras de casi todos los grandes almacenes más importantes de Estados Unidos y, al principio, todos declinaron su propuesta.11

No se trataba de que creyeran que la idea de una maleta con ruedas fuera mala.12 Simplemente, no pensaban que nadie quisiera comprar este producto. Una maleta estaba hecha para cargar con ella, no para arrastrarla sobre unas ruedas.

«Me rechazaron en todos lados donde me presenté» contaría él más tarde. «Me tomaban por loco».13

Un día, el nuevo producto llegó a oídos de Jerry Levy, vicepresidente de la cadena de grandes almacenes Macy’s. Lo arrastró por su despacho y luego hizo llamar al encargado de compras que lo había rechazado y le ordenó que lo comprara.14 Demostró ser una sabia decisión. Pronto Macy’s empezó a promocionar la nueva maleta usando las mismas palabras de la solicitud de patente de Sadow: «La maleta que se desliza». Y hoy en día es imposible imaginarse un mundo en el que las maletas con ruedas no sean la norma.

Robert Shiller argumenta que es muy fácil decirlo ahora, en retrospectiva. El autor señala que el inventor John Allan May había tratado de vender una maleta con ruedas cuatro décadas antes que Sadow. May se había dado cuenta de que, a lo largo de la historia de la humanidad, los humanos habían puesto ruedas a una variedad de objetos cada vez mayor: cañones, carritos, carretillas; en definitiva, cualquier cosa que pudiera considerarse pesada. Una maleta con ruedas era, simplemente, la evolución natural de esta lógica. «¿Por qué no hacer pleno uso de la rueda?» preguntó, cuando presentó su idea a más de cien grupos distintos de personas. Pero nadie se lo tomó en serio. De hecho, se rieron en su cara. ¿Hacer pleno uso de la rueda? ¿Y por qué no poner ruedas a las personas? Entonces, ¡podríamos rodar nosotros! Qué práctico, ¿no?15

John Allan May nunca llegó a vender ninguna maleta.

Los economistas suelen trabajar partiendo de la asunción de que los humanos actúan de forma racional. Pero en realidad nos sobreestimamos y a menudo damos por sentado que todos los buenos inventos ya existen. Por extensión, solemos rechazar las nuevas ideas que nos parecen algo demasiado «simple» o «evidente». Imaginamos que la tecnología que tenemos al alcance de la mano es la mejor que puede haber ahora mismo, un supuesto razonable en nuestro día a día. Si las neveras se abren desde enfrente y los coches se controlan con el volante, debe ser por una buena razón, creemos. Sin embargo, este es el mismo modo de pensar que hace que se nos pasen por alto cosas evidentes, como ponerle ruedas a las maletas.

Robert Shiller no quiere dejar el tema; lo retoma una vez tras otra en su obra. En su libro Narrative Economics (El relato de la economía), el famoso economista sugiere que nuestra resistencia a las maletas con ruedas puede explicarse por la presión de grupo, que a menudo juega un papel en el escepticismo que suscitan las ideas «modernas».16 Asumimos que si nadie más (sobre todo nadie que creamos que tiene éxito) está haciendo algo al respecto, tiene que haber una razón racional y profundamente arraigada que explique por qué no debemos hacerlo tampoco nosotros. ¿Y si es perjudicial… o incluso peligroso? En definitiva, más vale malo conocido que bueno por conocer. Si nadie más lleva ruedas en la maleta, entonces no tiene sentido que lo intentemos. Esta forma de pensar nos impide avanzar. Shiller, no obstante, no estaba del todo satisfecho con esta explicación. El problema de la maleta con ruedas es peliagudo: ¿por qué íbamos a insistir en cargar con nuestro equipaje cuando hacerlo rodar es mucho más fácil?

Nassim Taleb es otro ensayista de fama mundial que se ha preguntado sobre el misterio de la maleta con ruedas. Tras haber cargado con maletas pesadas por aeropuertos y estaciones de tren durante años, quedó estupefacto por su propia aceptación ciega del statu quo. Analizó este fenómeno en su libro Antifrágil: las cosas que se benefician del desorden.17

Taleb considera que nuestra incapacidad de poner ruedas a las maletas es una parábola de la frecuencia con la que solemos ignorar las soluciones más simples. Como humanos, aspiramos a lo más difícil, grandioso y complejo. La tecnología de poner ruedas a una maleta puede parecer muy evidente a posteriori, pero eso no significa que fuera evidente antes.

Del mismo modo, nada garantiza que se haga uso de la nueva tecnología solo porque se ha inventado. Al fin y al cabo, hemos necesitado cinco mil años para ponerle ruedas a una maleta, un periodo de tiempo demasiado largo en contexto, quizá. Pero en el ámbito de la medicina, por ejemplo, es habitual que transcurran décadas desde el momento en el que se realiza un descubrimiento y el momento en el que el producto resultante llega al mercado.18 Entre muchos otros factores, ver el potencial de una nueva tecnología exige que la persona adecuada esté en el lugar adecuado en el momento adecuado. En muchos casos, ni siquiera el inventor es plenamente consciente de las implicaciones que tiene lo que ha inventado. A menudo es necesario que venga otra persona y lo vea para descubrir cómo podría aplicarse, alguien con la capacidad instintiva de ver cómo la nueva tecnología puede transformarse en un producto.

Y si no aparece nadie con este tipo de habilidad, lo más probable es que la invención no sirva para nada. Muchas cosas asombrosas pueden quedarse «a medio inventar» durante siglos, sugiere Taleb. Puede que tengamos la idea, pero no sepamos qué hacer con ella.

«¿Por qué no estáis haciendo nada con esto? ¡Pero si es una genialidad!», gritó un Steve Jobs de veinticuatro años después de ver cómo se movía el puntero por la pantalla de un ordenador por primera vez.19 Esto ocurría en Xerox Parc, un centro de investigación comercial de California que fue la cuna de algunos de los mejores ingenieros informáticos y programadores del mundo en la década de 1970. Jobs había logrado que lo invitaran a una visita turística por el legendario centro a cambio de ofrecerle a Xerox la oportunidad de comprar 100 000 acciones de Apple por un millón de dólares. Resultó ser un mal negocio. Para Xerox.

La causa de la emoción de Jobs era un artilugio de plástico denominado «ratón», que uno de los ingenieros de la visita había usado para mover un puntero por la pantalla de un ordenador. En la pantalla, aparecían «iconos» que abrían y cerraban «ventanas». La clave estaba en que el ingeniero no hacía funcionar el ordenador con órdenes escritas, sino con clics. En otras palabras, Xerox había inventado tanto el ratón como la interfaz gráfica de usuario moderna.20 El único problema es que no veían el potencial de lo que habían creado.

Jobs, en cambio, sí.

Jobs se llevó la idea del ratón y la interfaz gráfica de usuario a Apple y el 24 de enero de 1984 la compañía lanzó su Macintosh, la máquina que llegaría a definir lo que hoy denominamos «ordenador personal».

Con el simple clic de un ratón, podías meter cosas en «ficheros» que veías en la pantalla con forma de iconos. Los Macintosh de Apple costaban 2495 dólares la unidad y cambiarían el mundo. La agudeza de Jobs consistió en darse cuenta de que el ratón que Xerox le había mostrado era mucho más que un simple botón con un cable: era el dispositivo que permitiría que la gente normal empezara a usar los ordenadores. Si Jobs nunca hubiera visitado Xerox ese día, quién sabe, tal vez hubiésemos tenido que esperar cinco mil años para la invención del ordenador moderno. Esto es justo lo que defiende Taleb: las innovaciones no son tan evidentes como lo parece después, en retrospectiva. Steve Jobs fue una persona bastante excepcional, al fin y al cabo: no hay mucha gente que posea su capacidad de ver cómo la nueva tecnología puede usarse para crear nuevos productos.

De una forma parecida, solemos pensar que la invención de la rueda revolucionó el mundo de inmediato, ya que la rueda es, sin duda, la obra de un genio. Con ella, las personas pudieron reducir la fricción, hacer palanca y transportar lo que antes había sido inamovible.

Nos imaginamos que alguien, hace todos esos miles de años, tuvo un momento repentino de iluminación, volvió corriendo a su aldea y, preso de la alegría, explicó a sus compañeros la genial idea que había tenido cuando había visto cómo los troncos de árboles rodaban por el bosque. Sus vecinos debieron de quedarse anonadados y maravillados mientras esa persona les describía su idea, conscientes de que, desde ese momento en adelante, nada en sus vidas volvería a ser igual. Todo iría sobre ruedas.

Pero las cosas no fueron exactamente así. De hecho, durante mucho tiempo, la rueda fue una de esas ideas brillantes que eran maravillosas en teoría, pero no tanto en la práctica.

Como las medias a prueba de roturas.

En el apogeo del Imperio romano, los legionarios romanos, con escudos y cascos con penacho, marcharon desde Roma hasta Bríndisi y desde Albania hasta Estambul, cruzando un imperio conectado por sus calzadas de piedra. Las calzadas romanas eran ideales para que los hombres desfilaran en sandalias. Sin embargo, no lo eran tanto para el transporte sobre ruedas.

Esto se debe a que, cuando construyeron las calzadas, los romanos colocaron grandes losas planas sobre capas de hormigón que a su vez descansaban sobre piedras pequeñas y sueltas. Cuando los carruajes tirados por caballos avanzaban pesadamente por las calzadas, sus ruedas con montura de hierro dejaban surcos en las carísimas losas del emperador, para gran disgusto de este. Así que las autoridades hicieron lo que suelen hacer en situaciones como esta: regularlo. El emperador fijó límites de carga para los carruajes con ruedas, y no fueron generosos.21

Con el paso de los siglos, poco a poco se le dio la vuelta al sistema romano y las grandes losas soportaban las piedras más pequeñas y redondas encima. Esto significó que, de pronto, los vehículos con ruedas podían pesar mucho más sin destruir la estructura de las calzadas por las que transitaban. Pero este sistema no estaba exento de problemas. Cuando las ruedas de un carruaje rodaban por su superficie, empujaban las piedras pequeñas hacia los lados de las calzadas. Por eso había que tener un mantenimiento constante, que era a la vez caro y problemático. De pronto, nuevos procesos, como los sistemas de mantenimiento de las calzadas, eran muy necesarios para que todo funcionara, pero ¿quién iba a asegurarse que se hacía el mantenimiento?

No fue hasta el siglo xviii, cuando el inventor escocés John McAdam se dio cuenta de que las piedras pequeñas podían ser angulares, que la rueda vivió su gran avance en Europa. A diferencia de las piedras redondas que las ruedas de carros echaban hacia fuera, las piedras angulares estaban comprimidas y gracias a eso las calzadas de McAdam no perdían su forma llana.

Sin embargo, había un pero. Lo cierto era que las piedrecitas de su sistema tenían que ser de la medida exacta para que se mantuviera el efecto. Por consiguiente, se colocaron peones a lo largo de los extremos de las calzadas y se les encomendó que rompieran las piedras en piezas de la forma justa y adecuada. Gran parte de estos trabajadores eran mujeres y niños. Para que la rueda revolucionara el mundo, el mundo primero tuvo que adaptarse a la rueda. Y eso requirió tiempo. Eso sin mencionar todos estos trabajos, que precisaban de mucha mano de obra.

A veces ni siquiera valía la pena intentarlo. En Oriente Medio se preferían los camellos a las ruedas como método de transporte. Se trataba de una decisión económica: los camellos eran mucho más baratos de usar: marchaban a diario con cargas de doscientos cincuenta kilos, alimentados por un puñado de ramitas espinosas y hojas secas que masticaban durante horas y horas. Sus rutas no tenían que pavimentarse con piedrecitas con la angulosidad precisa, porque los camellos se movían con libertad por la arena. Esto es lo que suele ocurrir con la innovación: puede que la nueva tecnología sea una absoluta genialidad, pero no siempre es económica. Con todo, cuesta imaginar una explicación económica de este tipo sobre el motivo de que las ruedas no se unieran a las maletas hasta 1972.22

Durante mucho tiempo, los viajes de ocio fueron una actividad reservada solo para la clase alta. Los nobles jóvenes colocaban sus posesiones en baúles tan grandes como armarios y partían en un viaje formativo que los llevaría a París, Viena y Venecia. Por supuesto, cuando uno disponía de sirvientes que cargaran con todos sus bienes, no le hacía mucha falta una maleta con ruedas.

Los viajes en sí también eran muy distintos. En The Emigrants (Los emigrantes), una serie de novelas de Vilhelm Moberg sobre una familia sueca que no tenía un duro y partió hacia América en busca de una vida mejor, los protagonistas meten todos sus bienes materiales, vestimenta y herramientas de carpintería en enormes bultos de metal, madera y cuero. Estos «baúles americanos», como llegaron a conocerse en Suecia, se fabricaban para que pudieran soportar largos viajes en barco, no para facilitar su transporte. Además, las ruedas servían de poco si regresar a Suecia no era una posibilidad.

De hecho, lo que hoy denominamos «maleta» no comenzaría a existir hasta finales del siglo xix, con el despertar del turismo de masas moderno. Fue con los silbidos de los trenes y los bocinazos de los barcos de vapor que la gente empezó a viajar por placer, y lo hizo con un nuevo tipo de bolsa. La innovación de esta bolsa se erigía en la parte superior, donde todo el mundo la podía ver: el asa. Eso es lo que distinguió la maleta moderna de sus predecesoras: que podía agarrarse con solo una mano.

Cuando viajar empezó a popularizarse, las principales estaciones de ferrocarril de Europa se inundaron de botones, que ayudaban a los pasajeros con su equipaje. Pero, a mitad del siglo xx, el número de botones era cada vez más reducido, así que, con mayor frecuencia, los pasajeros llevaban su propio equipaje o usaban carritos.23

En el año 1961, la revista de sociedad británica Tatler publicó un artículo sobre esta problemática. A su parecer, los productos que había en el mercado no eran adecuados para los objetivos de esta nueva era y la industria del equipaje debía idear algo nuevo. Al fin y al cabo, vivían en una era y una economía en las que las personas (sí, incluso los lectores de Tatler) tenían que cargar cada vez más con sus propias maletas. Ibas a sudar como un cerdo antes de llegar siquiera a la aduana de Madrid, anunciaba la revista.24 Había que hacer algo al respecto.

Muchas de las maletas que había en el mercado tenían asas hechas de cuero de alta calidad, pero de todas formas dejaban marcas como «líneas de tranvía» en las manos, según Tatler. Después de que uno recorriera los doscientos metros necesarios para hacer transbordo de tren en la frontera con España, se plantearía darse por vencido. Se trataba de un problema enorme para la nueva generación de trotamundos. Así que en Tatler se arremangaron y aportaron su granito de arena: probaron nuevos modelos de maleta para ver hasta qué punto eran cómodas de llevar.

Por supuesto, podías comprar una maleta en Harrods para simplificar tu viaje, como les dijeron a sus lectores. Estos ilustres grandes almacenes británicos vendían una maleta de lujo que Tatler afirmaba que ofrecía una de las asas más cómodas del mercado. Pero, como ya sabemos, el buen gusto no es barato. Tatler, por tanto, instó a la industria a centrarse en la innovación en términos de diseño. La gran esperanza era que se idearan nuevas asas con materiales punteros, aunque esperaban que no fuera demasiado pedir que no cortaran la circulación.

Tatler, sin embargo, no contemplaba las ruedas. Ese mismo año, 1961, el cosmonauta soviético Yuri Gagarin se convirtió en el primer humano en llegar al espacio. Podíamos llevar gente al espacio, pero parecía que éramos incapaces de concebir maletas con ruedas. A partir de aquí, las cosas empiezan a ser desconcertantes.

De hecho, en la prensa británica se pueden encontrar anuncios de productos en los que se aplica la tecnología de la rueda a una maleta ya en la década de 1940. No se trata de maletas con ruedas per se, sino que son un artilugio conocido como «el botones portátil», un dispositivo con ruedas que podía atarse mediante correas a tu maleta para que pudieras llevarla rodando. En otras palabras, existía un producto comercial que hacía posible que uno se montara su propia maleta con ruedas. Entonces, ¿por qué esta idea no cuajó?

El nuevo artilugio de correas y ruedas se vio por primera vez en la estación del ferrocarril de Coventry en 1948.25 El periódico local informó de que causó furor. Según el artículo, un botones había recorrido el pasillo apresurado para ayudar a una «bonita joven morena y de complexión menuda» con su maleta grande y pesada. «No, gracias, ya la llevo yo», le había replicado ella. Entonces, se agachó, agarró la correa de color caqui y, con aire triunfante, tiró de su maleta con ruedas anexionadas hacia el tren que esperaba. La gente trataba de verla a través de las ventanas del tren, revelaba el artículo, además de añadir una imagen sospechosamente detallada de la mujer en cuestión en el andén.

Para un lector moderno, esta pieza tiene todas las características de algún tipo de estrategia publicitaria. Daba la casualidad de que la empresa que había patentado el producto era de Coventry y en el artículo se citaba a ambos inventores.26 Vieron un futuro brillante para su idea innovadora, sobre todo «en esta época de escasez de mano de obra».

Y aquí encontramos la primera pista para resolver el misterio. La historia en el periódico sobre la mujer que deslizaba su maleta por el andén de la estación se encuentra en realidad en una sección de The Coventry Evening Telegraph titulada «Mujeres y el hogar», junto con consejos de cocina escritos de forma impecable («[La] margarina mezclada con verduras crudas ralladas o cortadas bien finas […] constituye una pasta excelente para untar un sándwich»). Lo que se insinuaba era que solo las mujeres necesitaban hacer rodar las maletas. Los hombres, en cambio, podían seguir cargando con ellas, puesto que ellos tienen, de media, entre un 40 y un 60 % más de fuerza en la parte superior del cuerpo que las mujeres y, cuando se carga con una maleta, son los brazos, la espalda y los hombros los que se llevan la peor parte del peso. En general, aunque no siempre, eso hace que sea más duro para las mujeres.

Respecto a los dos inventores de Coventry, ni que decir tiene que su nuevo producto iba dirigido, sobre todo, a las mujeres. Los inventores llegaron incluso a producir una maleta con ruedas, ya que llegaron a la conclusión no muy descabellada de que, si una clienta podía añadir ruedas a una maleta mediante correas, la empresa también las podía colocar en la maleta desde el principio. Así, manufacturaron una maleta con ruedas mucho antes de que se le ocurriera a Bernard Sadow. Pero era un producto muy nicho y demasiado barato para las mujeres inglesas, y no prosperó.27 Que un producto para mujeres pudiera hacer la vida más fácil a los hombres y transformar el mercado del equipaje a nivel mundial no era una idea que el mundo de la década de 1960 estuviera listo para concebir.

En 1967, una mujer de Leicestershire escribió una carta incisiva al editor de su periódico local. Poseía una bolsa con ruedas incorporadas mediante correas, del tipo que los inventores de Coventry habían producido dos décadas antes. Pero, cuando la había subido a su autobús local en 1967, el conductor la había obligado a comprar un billete adicional para la bolsa, con el argumento de que «cualquier cosa que llevara ruedas era considerada un cochecito». La pasajera, sin embargo, no quedó convencida y preguntó: «¿Si hubiera subido al bus con patines de ruedas, ¿se me cobraría como pasajera o como cochecito?».28

Un hombre que tenía buenas razones para reflexionar sobre el tema de las mujeres y las cargas pesadas era Sylvan Goldman, propietario de una cadena de colmados estadounidenses en la década de 1930.29

Como cualquier buen hombre de negocios, Sylvan Goldman estaba interesado en maximizar los beneficios de sus tiendas. Se había dado cuenta de que la mayor parte de las personas que compraban comida en sus supermercados eran mujeres, pero también de que nunca compraban más de lo que podían llevar en uno de los cestos de la tienda. Llegados a este punto, por lo general, hay dos formas de crecer como empresa: o logras más clientes o vendes más a los que ya tienes. El problema de Sylvan Goldman era que la segunda estrategia parecía estar limitada a lo que las mujeres podían cargar.

Así que Goldman empezó a pensar en qué podría ayudar a las mujeres a llevar más comida a la caja, a poder ser dejándoles una mano libre para que pudieran coger todavía más productos de las estanterías. Fue ese el momento en el que (cuarenta años antes que Bernard Sadow) recurrió a la rueda. Inventó el primer carrito de la compra del mundo y lo introdujo en sus tiendas.

¿Y qué ocurrió entonces?

Que nadie quiso usarlos. Se negaban. Al final, Goldman tuvo que contratar a modelos que llevaran el carrito por la tienda solo para normalizar el concepto. Muchos hombres veían el carrito como una afrenta personal: «¿Me estás diciendo que con mis fuertes brazos no voy a ser capaz de cargar con una puñetera cestita como esta?», gritaban.30 En otras palabras, antes de que su invención lo hiciera multimillonario, Sylvan Goldman tuvo que hacer frente a la idea de que no era propio de un hombre llevar un carrito de ruedas. Era una idea bastante arraigada.

Y, sobre todo, con una larga historia detrás.

En el siglo xv, el poeta Chrétien de Troyes contó la historia de Lanzarote, el desdichado caballero que se enamora de la reina Ginebra, traiciona a su mejor amigo, el rey Arturo, y no consigue encontrar el Santo Grial.31 En el poema de Chrétien de Troyes, secuestran a Ginebra, lo que obliga a Lanzarote a buscar a su querida reina por el largo y ancho mundo. Tras haber perdido su caballo, avanza a duras penas por un camino ataviado con toda su tintineante armadura, cuando un enano pasa por su lado con una carreta.

—¡Enano! ¿Has visto pasar a la reina? —le grita.

El enano no le responde ni sí ni no. Le hace una oferta al desventurado caballero.

—Si te subes al carro, mañana te contaré lo que le ocurrió a la reina —le dice.

Bien, podría parecer que sale ganando con esta oferta: no solo Lanzarote se libra de caminar, sino que además recibe la información que está buscando. Pero, en realidad, el enano le acaba de pedir que realice uno de los gestos más degradantes que existen para un caballero: subirse a un vehículo sobre ruedas. Para un lector del siglo xii estaría implícito, pero no es tan evidente hoy en día, puesto que ¿por qué habría que considerar que la rueda es impropia de un hombre?

En la Antigüedad, guerreros y reyes habían montado carros de guerra a través de los campos de batalla y habían cruzado el Tíber con carros tirados por caballos con prisioneros bárbaros a remolque. Es evidente que dichos carros tenían ruedas. Pero, a medida que la caballería fue ganando importancia militar y estratégica, el carro (y con él, la rueda) cayó en desgracia. Permitir que uno fuera arrastrado sobre un vehículo con ruedas ya no era compatible con ninguna forma de caballerosidad masculina. Este es el quid del dilema que afronta Lanzarote y lo que hace que la oferta del enano sea tan perversa.32

La intención del poema es demostrar cuán bajo es capaz de caer el noble Lanzarote en nombre de la reina Ginebra y el amor. Tan bajo como sea necesario, según parece, pues al final se sube al carro. De esta forma, las ruedas empiezan a rodar hacia el trágico final de su historia.

Pero volvamos a Bernard Sadow y a su innovador invento, la maleta con ruedas. En una de las pocas entrevistas que dio el inventor, expuso lo difícil que fue que cualquier cadena de grandes almacenes estadounidenses le comprara la idea.

«En ese momento, imperaba un espíritu masculino. Los hombres solían llevar el equipaje a sus mujeres. Era… lo más natural, supongo».

En otras palabras, la resistencia del mercado a la que se enfrentaba la maleta era una cuestión de género. Este pequeño factor es algo que los economistas, quienes llevan mucho tiempo reflexionando sobre por qué hemos tardado tanto en poner ruedas a las maletas, han pasado por alto.

No fuimos capaces de apreciar la genialidad de una maleta con ruedas porque no se ajustaba a nuestra visión imperante sobre la masculinidad. En retrospectiva, esto nos puede parecer rocambolesco. ¿Cómo pudo esta noción tan arbitraria de que «un hombre de verdad carga con su maleta» demostrar ser lo suficientemente sólida para obstaculizar lo que ahora percibimos como una innovación de una lógica aplastante? ¿Cómo pudo la visión predominante de la masculinidad ser más obstinada que el deseo del mercado de hacer dinero? ¿Y cómo pudo la sola idea de que los hombres deben cargar con los bultos pesados evitar que viéramos el potencial de un producto que llegaría a transformar una industria global?

Estas preguntas constituyen la esencia de este libro. Porque resulta que el mundo está lleno de personas que preferirían morir antes que liberarse de ciertas nociones sobre la masculinidad. Doctrinas como «los hombres de verdad no comen verdura», «los hombres de verdad no van al médico por minucias» y «los hombres de verdad no tienen relaciones sexuales con condón» matan de forma literal a hombres de verdad, de carne y hueso, cada día. Las ideas que tiene nuestra sociedad sobre la masculinidad son algunas de las nociones más rígidas que tenemos y nuestra cultura suele valorar la preservación de ciertos conceptos de la masculinidad por encima de la propia muerte. En este contexto, tales ideas son sin duda lo bastante poderosas como para impedir la innovación tecnológica durante cinco milenios. Pero no estamos acostumbrados a reflexionar sobre la relación entre el género y la innovación de esta forma.

En un anuncio de una maleta con ruedas de 1972, una mujer con una minifalda y tacones altos tiene problemas para arrastrar una maleta grande y pálida. La mujer aparece en blanco y negro, simbolizando el pasado. El futuro, por otra parte, pasa pavoneándose justo por delante, en forma de otra mujer que lleva un traje marrón andrógino y un pañuelo en el cuello a modo de corbata. Esta mujer (la viva imagen de la modernidad) lleva una maleta con ruedas. Avanza sonriendo y con la mirada levantada hacia la libertad.

La maleta con ruedas solo empezó a tener éxito cuando la sociedad cambió. En la década de 1980, más mujeres empezaron a viajar solas, sin un hombre que cargara con su equipaje, o del que se esperara que cargara con el equipaje, o que corriera el riesgo de que se pusiera en duda su masculinidad si no lo hacía.33 La maleta con ruedas trajo consigo el sueño de una mayor movilidad para las mujeres: una sociedad en la que era tan normal como aceptado que las mujeres pudieran viajar sin un acompañante masculino.

En la película de Hollywood de 1984, Tras el corazón verde, protagonizada por Michael Douglas y Kathleen Turner, el personaje de Turner se lleva una maleta con ruedas a la jungla. La maleta es del mismo tipo que inventó Bernard Sadow: las ruedas están situadas en el lado largo y ella la arrastra mediante una correa. Se le vuelca una vez tras otra entre la densa vegetación tropical, para exasperación eterna de Michael Douglas. Este, por su parte, trata de salvarlos de los malos mientras se cuelga de lianas y busca una esmeralda gigantesca y legendaria. En este contexto, la maleta de Kathleen Turner es un elemento cómico que no deja de tumbarse.

Sin embargo, era un problema real de las maletas que se basaban en el modelo original de Bernard Sadow. Como las ruedas estaban instaladas en el lado largo y no en el corto, las primeras maletas con ruedas no eran demasiado estables. Tenías que tirar de ella con cuidado y lentitud mediante una correa de piel, a poder ser sobre una superficie lisa.

A principios de la década de 1980, la compañía danesa Cavalet ya se había dado cuenta de que podía evitarse este problema colocando las ruedas en el lado más corto.34 Pero como Samsonite, el gigante de la industria, decidió mantener la posición original de las ruedas, este modelo fue el estándar hasta 1987. Fue entonces cuando el piloto estadounidense Robert Plath creó el equipaje de cabina moderno.35 Giró la maleta de Sadow por un lado y la hizo más pequeña. Y a partir de ahí, sí, la rueda finalmente revolucionó la industria del equipaje.

El nuevo producto pronto se convirtió en el último grito. Al principio iba destinado al personal de cabina de las aerolíneas, quienes empezaron a arrastrar sus maletas con ruedas por los suelos lisos de las terminales con sus uniformes elegantes mientras los pasajeros las contemplaban boquiabiertos. Ellos también querían una.

Pronto, todas las compañías de equipajes tuvieron que seguir su ejemplo y la maleta pasó de ser algo que se llevaba del asa a algo que se arrastraba detrás de ti. Esto, a su vez, empezó a influir en el diseño de los aviones y de los aeropuertos. De pronto, gran parte de la industria tuvo que reconstruirse y repensarse. El mercado entero cambió.

La maleta de cabina de Robert Plath se convirtió en un elemento característico del arsenal del hombre de negocios moderno, junto con el discreto deslizar de las ruedas sobre los suelos anónimos de los aeropuertos en zonas horarias lejanas. Se convirtió en un símbolo de la globalización. Los hombres de hoy en día no parecen sentirse amenazados por un juego de ruedas de tres centímetros, pero no hace demasiado, en la década de 1970, sí lo hacían.

No fue hasta que no llegamos a la Luna y volvimos que estuvimos listos para desafiar nuestras nociones de masculinidad lo suficiente como para empezar a colocar ruedas en las maletas. Los grandes almacenes y los encargados de compras que al principio se habían negado a invertir en el producto se dieron cuenta de que los roles de género estaban cambiando: la mujer moderna quería ser capaz de viajar sola y el hombre ya no tenía esa necesidad de demostrar su valía a través de la pura fuerza física.

La propia capacidad de tener estos pensamientos fue el ingrediente que faltaba y que era necesario para hacer realidad la maleta de ruedas. Tenías que ser capaz de concebir que los consumidores masculinos priorizarían la comodidad por encima de su impulso de cargar con los bultos. Y tenías que ser capaz de concebir que las mujeres viajarían solas. Solo entonces podías ver lo que llegaría a ser la maleta con ruedas: una innovación totalmente lógica.

No es difícil entender por qué las tripulaciones de los aviones se convirtieron en las precursoras reales de la maleta con ruedas. Fueron las primeras en adoptar el producto a larga escala y se convirtieron en anuncios de carne y hueso cuando se paseaban por los suelos de los aeropuertos. Eso sin contar que en su mayoría eran mujeres que (seguro que lo has adivinado) viajaban solas. La maleta con ruedas vivió su avance más importante cuando el número de azafatas aumentó.

En resumen, la maleta empezó a rodar cuando cambiamos nuestra perspectiva sobre el género: que los hombres deben cargar con el peso y que la movilidad de las mujeres tiene que ser limitada. El género resuelve el misterio de por qué tardamos cinco mil años en ponerle ruedas a nuestro equipaje.

Quizás esta respuesta resulte sorprendente. Al fin y al cabo, no nos imaginamos que lo «delicado» (las nociones de feminidad y masculinidad) sea capaz de impedir el avance de lo «robusto» (el avance constante tecnológico).

Sin embargo, esto fue justo lo que ocurrió con la maleta. Y si pudo ocurrir con la maleta, entonces, nuestras nociones sobre el género deben de ser en realidad muy sólidas.

La madre del ingenio

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