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Los pulpos tienen tres corazones

Se había enterado de su nueva dirección y fue a buscarlo.

Aquí es donde duermo.

Decía que solo necesitaba una cama y un oficio, nada más. Encontró que era cierto.

Le mostró un colchón inflable, tenso, listo para estallar. En la pared sobre la cama había interruptores. Los contó. Una pequeña central eléctrica, un despropósito.

Cada vez que un vecino grita en las escaleras, tira una piedra o no paga la luz y nos jode a todos, yo lo dejo a oscuras.

Para demostrarlo, bajó un interruptor. Brazos largos sin flacidez y sin músculo.

¡¡¡Carajo!!!

¿Ves? Acción, reacción.

Lo subió. ¡Uff!, se volvió a escuchar a lo lejos.

¿Qué son estos papeles?, y señaló una mesa. En ella había un plato de loza y pilas de sobres tamaño carta. Parecía una oficina de correos en huelga indefinida.

Los papeles de mis juicios. Ellos se vengan. Pero si no se van en fecha, desalojo. Alguien tiene que traer algo de cordura al edificio.

Tú no eres abogado.

Voy aprendiendo.

¿Cómo conseguiste vivir aquí?

Desde que me lanzó a la calle. Yo tengo el veinte por ciento de esta propiedad. Mi viejo la compró para su fábrica de hilos. Ahí tengo dos máquinas todavía. Las vendería como chatarra, pero no dan nada.

No sabía que esto era tuyo.

Hay muchas cosas que no sabes.

Avanzó dentro del cuarto, espió detrás del biombo de cartones: las máquinas huecas, unos esqueletos desnutridos, con puntiagudas garras en alto y cientos de agujas atrofiadas por falta de uso. Si su padre pretendiera sacarlas de cuerpo entero, solo a través de un forado. Y por el frontis. El abuelo había fundado la fábrica de hilos más importante del sur del país. Esto era lo que quedaba: excusas y rastros. Fulminada, como el abuelo, un infarto masivo. ¿Se imaginan dónde estaríamos ahora, sin una crisis detrás de otra?, el monólogo repetido, a su madre y a él, cuando aún habitaban la misma casa.

He venido para invitarte a almorzar.

Yo tengo comida. Tengo para ti y para mí.

Vio la refrigeradora. En la fachada, sonrientes mujeres desnudas, sentadas y de pie, pegadas con goma, los ojos y los labios pintarrajeados con plumón indeleble. Las había maquillado. Hubiera podido ser un departamento de soltero. Hubiera.

Sé bueno con mis chicas.

Un hedor los alcanzó. Aquí está, permiso. Sacó un recipiente, le mostró huevos revueltos con tomate:

Los hice el miércoles. No, el jueves. Probó. Están bien todavía. Tomó dos tenedores y le entregó uno. Encendió la hornilla con un fósforo. Calentó la comida.

¿Qué tal está?

Rico.

¿Tú sabes cómo me enteré de que tu madre estaba embarazada de ti?

Sí, me lo has contado mil veces.

Cuando me lo dijo estábamos en el zoológico, ¿sabías?

Mentira. Y ya no hay zoológico.

¿Tú sabes qué hacen los animales que ya no pueden cazar?

Dímelo tú.

Duermen, comen y cagan en su sitio.

Papá, ¿cómo llegaste a esto?

¿De verdad quieres que te lo diga?

Lo pensó como un pulpo, tentáculos para subir y bajar palancas y normar el brillo y la tiniebla. Un dios flotante. Los pulpos son astutos y escurridizos. Escapistas profesionales. Huyen por orificios angostos, laberintos de los barcos pesqueros; se devuelven al mar, se chorrean a él, de nuevo vastos. Los pulpos tienen tres corazones. Dos llevan sangre sin oxígeno a las branquias. El tercero; la sangre oxigenada a todo el cuerpo. Desde que lo supo, dejó de comerlos.

Cuando cocines pasta, el agua debe estar tan salada como el agua de mar, decía su madre. Los nadadores de aguas abiertas soportan mejor el río que el mar, recordó. En el mar la sal hiere: lastima las manos hinchándolas. Su padre-pulpo en esta casa inadmisible, como en una olla al fuego escociendo sal.

Podía ser el mejor y el peor lugar.

Ella odiaba el zoológico, para qué encontrarse allí. Los animales le producían efecto de sedación, una anestesia que le tomaba el cuerpo por partes. La vio llegar, sonrisa y beso. Pasaron de largo la zona de los monos y de los leones. La fetidez de la urea irritaba. Avanzaron en silencio a través del refugio de los reptiles, ninguno atreviéndose a dar la mano. Burbujas en el estanque. Un cocodrilo emergió, se deslizó hacia un tronco y se envolvió en el fondo verde oscuro. Un petirrojo descendió a la orilla. En el barro se empachaba de mosquitos. El cocodrilo enfiló en silencio haciendo temblar el agua.

Aquí vivirá el oso nuevo, mira. En el periódico han puesto un aviso para elegirle un nombre. Los niños siempre inventan buenos nombres. Él habló intentando entusiasmo, se ahogaba: había pensado en la laxitud del animal en cautiverio, nunca más cazador, todo le es dado.

Frente a la jaula vacía, ella se tomó unos segundos y luego:

Estoy embarazada.

¿Es mío?

¿Qué pregunta de mierda es esa?

Es una pregunta. Dime.

Claro que es tuyo.

¿Y qué has pensado hacer?

Tenerlo, por supuesto.

Yo te avisé, no quiero ser padre. Y ahora me has puesto en esta situación sin pedirlo.

Me parece una locura que vivas en estas condiciones, papá. Múdate a otro lado.

A mí me gusta estar acá. Tengo mi independencia. Me necesitan. ¿Qué harían si yo no estoy? Esto sería el caos.

¿Puedes hacer eso por mí?

¿No hice ya suficiente?

No me querías tener. Ojo que no te estoy reclamando.

Te tuvimos, ¿no? Que estés aquí hablando, ¿o eres un holograma? A ver…

Le dio un manotazo en la cara. No retrocedió a tiempo. Debía estar más alerta. La tosquedad conocida. Un exceso, un salto del gesto amable al violento. Esta vez, una diferencia:

Perdón, no calculé.

Sí calculas, pero igual lo haces.

¿Quieres cerveza o no?

Sí.

Bebieron sin brindar.

Al rato, alzó su botella:

Por ellas, menos tu madre.

Lo miró, se prometió nunca parecerse a él. ¿Cómo iba a lograrlo? No sabía. Demasiados años observándolo. Observando se aprende.

¿Por qué me miras así? Estás viendo a un hombre libre. Alégrate.

Alzó la botella, tronaron sin quebrarse, y buscó por qué podía brindar.

El padre se había quedado sin palabras. Ensimismado, solo tenía ojos para los fajos de sobres y facturas. Suspiró. ¿O fue un quejido? Caminó con pasos lentos y se ancló frente a la mesa. Abandonó la botella en el borde. En esa espalda, cuando desnuda, quemada y cuarteada por el largo sol, el hijo había hecho círculos de lapicero azul cercando lunares negros; se montaba en ella y gritaba ¡cocodrilo! y el padre bajaba las gradas reptando, gruñían sus fauces con pésimo aliento. Esa espalda había sido todo un verano.

Tengo mucho trabajo. Pero alguien tiene que hacerlo.

¿Te ayudo?

Solo yo entiendo esta porquería. Ve. Lanzó sobres al aire. ¿Por cuál comienzo? Agarro este.

Como en un sorteo de su propia suerte, el tentáculo atrapó uno al vuelo.

El hijo terminó la cerveza:

¿Dónde la pongo?

Cuando te vas te la llevas. Es mi excusa para salir. Si tengo tacho, acumulo y no salgo nunca.

Voy a regalarte mi lavadora. Te la traigo la próxima semana.

Agitando el sobre, sin voltear, para sí mismo:

No necesito nada.

Te la cambio por algo.

Me das tu lavadora y yo te lavo la ropa, también te la plancho, si gustas. La vienes a recoger cada domingo, ¿te parece?

¿Cada domingo? Mucho antes de que se fuera de la casa, nunca lo había visto con tanta frecuencia.

¿Tú eres idiota o qué? Ya te dije: No necesito nada. ¿Y para qué has venido? ¿Para irte de espía donde la loca de tu madre? ¿Para chismearle dónde vivo? ¿Qué quieres de mí?

Nada. Y apretó la botella: arrancaría ya mismo esos interruptores y lo dejaría en la oscuridad.

Se le acercó ampliando el pecho:

Atrévete, pues. ¿Eres hombre? Lánzamela. Quítate las ganas. Rómpeme la cabeza. Aquí.

Lo tuvo frente a frente y lo vio. La mirada no se equiparaba con lo que había salido de su boca. Una pátina. Un velo. La advertencia de una catarata. Aflojó la mano y la botella tembló en su sitio.

La boca del padre se transformó en un rictus de asco. Se había mordido el labio y puntos rojos alumbraban desde las comisuras. Los desapareció de un lengüetazo:

Jódete, eres débil y siempre lo serás.

Con una rabia nueva y vieja, con la misma rabia con la que había nacido:

Ahora ya sabes a qué sabe un muerto.

Y caminó hacia la puerta sin girar ni hundir la cabeza.

A punto de abrirla, descubrió pegada contra el marco de fierro una foto suya. En vez de alegrarse, la imagen lo agredió. Siete años. Uniforme escolar. Rulos negros. Ambos eran calvos, ni un pelo. Sin embargo, una gracia en los ojos. Un desafío. ¿Qué habría estado mirando o a quién? Un gesto adulto. Reconcentrado. ¿A él, a su madre, a los dos? A esa edad todavía se sentía seguro.

La arrancó.

Ningún grito a sus espaldas, ninguna risa; notaría la ausencia después.

Un entrecortado zumbido metálico, el parpadeo del neón y a ciegas todo el pasillo. Por un rato no pudo moverse.

Tanteó paredes, desplegó los brazos.

Se orientó hacia las escaleras, escalón por escalón, con alivio de irse y con melancolía de irse. Descender a un fondo abisal y escapar de los designios del padre. Si uno de los corazones del pulpo falla, todos colapsan. Lo supo endiosado. Riendo, por fin, su método de tortura: la ceguera. Jaaaaaa. Funciona. La risa cavernosa y tentacular lo alcanzaba, claro que funciona, jó-de-te.

Una vez en la calle, la claridad del mediodía, bocinazos y gritos apurados, le costó enfocar y acostumbrarse de nuevo a la luz. Se detuvo en una semisombra bajo el umbral del edificio.

Observó la foto, ¿por qué la había elegido? Exhibirlo a la entrada, ofrecer la convicción de un parentesco, la memoria de un nombre, al hijo único, en edad fábula, haciéndola eterna, ¿qué daba a entender? Y él, sustrayéndose de ahí, del altar donde lo habían perpetuado. Pensó: no me olvida.

En su propia imagen robada, hilachas de tinta azul le atravesaban la cara y el cuello. ¿Qué podría haberle escrito? Recuperar las dedicatorias de la infancia. Retejerlas.

Había usado demasiado pegamento.

Diminutas volutas desprendiéndose, piel tensa, capa por capa expuesta, desde los lunares hasta los tendones, pellejos. Ojalá al menos el recorrido amputado de una palabra.

No había nada al reverso.

Geografïa de la oscuridad

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