Читать книгу Geografïa de la oscuridad - Katya Adaui - Страница 6

Оглавление

Por cosas de hombres no debes dejar de creer en Dios

Yo quería pertenecer. Yo quería no estar. Reunir estos dos remordimientos o estos dos ideales.

Llegué a la parroquia, me dio risa presentarme, tal desparpajo, yo no creía en nada, la pasaba de largo, pero había asesoría y era gratis.

Tenía quince años.

Necesitas que te escuchen, me dijo Paco. ¿Hace cuánto tiempo no te sientes escuchado?

Este miedo que yo guardaba: ¿quién va a creerme?

Le proyecté mi casa. Los espacios tomados. A mi padre y a mi madre y a mi hermano mayor y a mis tíos, con alfileres en cada extremidad, hice que los observara muy de cerca. Una vivisección.

La pregunta que no hice: ¿voy a volverme loco yo también?

Paco:

Deja de pensar: ¿por qué a mí? Y más bien cuestiónate: ¿por qué no a mí?

Todos los jueves nos reuníamos en el salón de actos. Los doce rodeábamos a Paco en semicírculo. Rabia, alegrías, amargura. Conversaciones explosivas. A veces llenas de gratificación y otras de culpa. Cada familia, hecha de raíz, de alteraciones y de turbulencias. Nos animaba a existir como elegidos y tanto amor era abrumador. Estábamos confundidos. Temíamos fallar. Ser desterrados.

Nos tranquilizaba:

El corazón está siempre en duda, las tentaciones son el sedal y la carnada, por cosas de hombres no deben dejar de creer en Dios.

Deseábamos ser vistos. Nos llamó uno por uno. Paco nos vio.

Su ojo izquierdo, una mancha nubosa, todo el cielo de Lima anidado en esa cuenca. Un ojo extraño, de espía y de ciego.

Incomodé.

Me convertí en un ateo que dictaba charlas de catequesis. Algo se esperaba de mí y yo sabía qué.

El primer retiro. Cien jóvenes del barrio. Y nosotros, los doce.

Paco nos había dicho:

Hay unos veinte muchachos que no pueden pagar. Haremos un sacrificio en equipo. Vamos a dejar de comer nosotros y con eso les zanjamos el cupo. ¿Alguien se opone?

Tres días de ayuno. Todos aceptamos. Practicar vocación, aunque a mí me costara.

El retiro, en la casona histórica donde había padecido una santa todas sus mortificaciones. Cada edificio pegado al otro. Árboles acongojados y longevos, ¿de qué habrían sido testigos? Decenas de habitaciones monacales. Crucifijo, Biblia y dos catres de una plaza.

Paco miró hacia el campanario, hacia el antiquísimo reloj con esfera de nácar. Impregnados de polvo, una humedad terca y descascarante. No lo habían limpiado en años. Un prodigio que siguiera funcionando. El reflejo del nácar en su ojo izquierdo, igual de empañado. Se notaba que llevaba la cuenta regresiva en la cabeza. Caminó hacia la entrada y anunció:

Ya es la hora. Ni un minuto más, ni un minuto menos. ¡Abran las puertas!

Los doce les pedimos a los cien que pusieran su equipaje en fila india.

Revisaríamos. Nada de comida ni de cigarros. Ellos se hicieron a un lado y procedimos. Incautación. Decomisos de paso fronterizo. Lamentos y reclamos. Les habíamos advertido el carácter de nuestro retiro. Algunas desigualdades o algunas reparaciones, reconocí a unos vecinos, les permití los alfajores camuflados en el fondo de sus mochilas. Ya sabrían ellos lidiar con el deseo.

Me encargaron mi lado más débil: la puntualidad. ¿Alguien más puede ayudarme? No. Tú lideras. Cien como yo, de mi edad, incluso algunos mayores, igual de perdidos. Pensando en la implicación de mi tarea, desastre a desastre, pedí un reloj prestado. Paco veneraba la puntualidad. Por primera vez me convocaba a una batalla.

El turno de los juegos grupales.

Aunque apuré, muchos llegaron tardísimo. No me tomaron en serio. El ojo de Paco sobre mi nuca. Me ardió el estómago, acidez, la saliva se amargó. Para la charla de las cinco me dije van a estar en hora. Faltaban diez minutos. Un grupo conversaba en la azotea de un edificio. Tic tac. Fingían no escucharme. El reloj mordía mi muñeca. Subí setenta, cien escalones. Tic tac. Un muro me separaba de ellos. Correré para saltarlo y los alcanzaré, voy a impresionar. Me harán caso. Corrí y logré una velocidad. Pero no había muro, sino un efecto visual de trampa y muerte. Corría con toda el alma y eran dos edificios similares separados por una brecha de nueve metros. Voy a morir corriendo para que otros se salven, no puedo frenar, voy a caerme al foso, me voy a estrellar, mis padres por fin van a quererme.

¡No!

En el borde mismo, escuché algo que nadie dijo.

Y me detuve de un sacudón.

En el borde mismo. Muchos me vieron parar, sin inercia. Como un suicida que no va a lanzarse. Todo mi corazón pulsaba. Y un ardor sofocaba mis venas, el pulso en trance, un sudor frío. Temblando me llevaron a la capilla, Paco, aquí lo tienes, entré milagroso, hecho evidencia, él estaba rezando y me dijo has experimentado la fe, Dios está contigo, te transformó en hijo suyo, te acogió en el último instante, arranchó el cuchillo de sus propias manos y salvó al cordero. Tantas palabras a mi alrededor apretándome.

Me mandó al comedor a velar por el alimento y el silencio, contar las charolas, que las diez mesas tuvieran su cena. Vigilar: ver comer. Finalizaba el segundo día y con mi grupo desfallecíamos. Madrugar, lavar piaras interminables de platos, barrer, evangelizar, apurar, evaluar, abonar, llevarnos a la boca restos pegoteados de lo que fuera. Yo conté. Conté dos veces. Sobraba una charola. Y la cargué al cuarto de reuniones, tenía una misión, alimentar a mis amigos y ellos detrás de mí, obsesionados.

Pescado frito, dije, y comimos con las manos, arrancando las cabezas, sorbiendo de las cuencas exangües, masticando con alevosía, incluso las pequeñas aletas y las espinas, benditos, éramos benditos, las risas se multiplicaban.

Paco abrió la puerta sacudiéndola en sus goznes. Dejamos de comer.

El ojo raro me acusó:

¿Sabes lo que has hecho?

No.

Contaste mal. Y ahora hay un grupo de chicos muerto de hambre por tu culpa. Debías protegerlos. Cuidar la comida. Eso era todo. ¿Sabes cómo se llama tu papelón?

No.

Piensa.

¿Pecado de omisión?

Error. Gula.

Lo siento.

Tú no lo sientes. Ellos lo sienten en el estómago.

Fue sin querer.

¿Qué se opone a la gula? Paco mismo se respondió: La templanza, solo la templanza. ¿Y qué nos dicen las escrituras?

Yo iba a hablar pero Paco dijo no tú no y su ojo malo se desvió. Paseó la mirada. Algunos se limpiaron con los puños cerrados los labios grasientos. Finalmente, recayó en mi amigo más querido, el que me había prestado el reloj.

Mi amigo respondió bajito:

El infierno está empedrado de buenas intenciones.

Yo agradecí su traición susurrada. Era lo mejor para ambos.

Paco:

Ven conmigo.

Todos, vista al suelo. Su compasión me intimidó.

Había que caminar al aire libre, entre flores amarillas y rosadas y blancas, bellamente recortadas, hasta el final de un pasadizo. La habitación de Paco quedaba lejos de las nuestras. Pasamos junto al campanario, bajo el reloj de nácar. Resplandecía frío, silencioso, las agujas hacia la noche. Yo estaba condenado y sentía alivio. Comparé esta situación, como frente a mi padre, dos tipos tan distintos, yo no estoy indefenso, esta vez no. Preparaba un argumento. Paco me dijo, sin enojo, que los hombres de la antigüedad caminaban y caminaban por comida, hoy en día el cuerpo no necesita hacer la digestión a cada rato, una vez acostumbrado al ayuno, la sensación de hambre pasa. Por algo los presos pueden hacer huelgas de hambre cuarenta días seguidos y no morir, siempre y cuando tomen líquidos, el mismo tiempo que Jesús permaneció siendo tentado en el desierto, y ustedes tienen bebidas a disposición, todas las que quieran.

Cortinas blancas sobre cortinas negras. Era espaciosa. Oscura. Un escritorio y una silla. Un juego de camisas celestes colgaba de una percha. Una cama apenas más grande que la mía, dos mesas de noche.

Dame un momento, dijo.

Tomó una camisa celeste, abrió la puerta del baño, encendió la luz y desapareció.

Miré la hora. Un minuto. Tres minutos. Cuando salió, se había cambiado de ropa. Se había mojado y alisado el pelo. Un perfume a pino ingresó a la habitación. Cinco minutos.

Me miró fijamente, la nube disipándose, encontré vetas amarillas en sus ojos marrones.

Te he traído aquí para hablarte de una vez de hombre a hombre, en privado.

Asentí.

¿Quieres gaseosa? ¿Tienes sed?

Asentí.

Sacó una botella de gaseosa de naranja y una cubetera. La sirvió a partes iguales en dos vasos de vidrio.

¿Quieres hielo?

Negué con la cabeza.

Yo sí.

Se sirvió tres hielos, repiquetearon, bebió y yo también.

Hace mucho calor, dijo.

Sí, respondí con un hilo de voz.

Las manos me sudaban. El vaso se me resbaló. Rebotó contra la cama, cayó al suelo y se rompió.

Miré a Paco.

No pasó nada.

Me lancé a recoger los pedazos y me corté un dedo.

¿Qué has hecho?, preguntó.

Corrió al baño y volvió con un pedazo de papel higiénico empapado en agua fría:

Siéntate.

Me senté en la cama. Él jaló la silla del escritorio y se sentó frente a mí. Unas gotas espesas se deslizaron desde la yema del anular a la muñeca y salpicaron la sábana. Un lunar rojo nacía en la suave piel del algodón. Tomó mi mano entre las suyas. Acercó el dedo herido a sus ojos. Bizqueó un poco, consiguió enfocar. Haciendo pinza pellizcó hasta que asomó el cristal de una astilla, transparente como el ala de una libélula. Con delicadeza tomó el papel higiénico y apretó.

Yo confío en ti, dijo. Creo que a veces te ves a ti mismo como un insecto o como el más fuerte de los animales.

Me conocía, me decía una verdad.

Los ojos se me enturbiaron. Gruesas lágrimas resbalaron por mis mejillas. Las gotas mojaron mi polo. Una porción de piel se transparentó.

Paco se levantó de la silla y se sentó a mi lado. Nuestras piernas se rozaron. Pasó un brazo por sobre mi hombro, me acercó a él. Yo hundí mi cara en su pecho. Todo un bosque se abrió para mí. Sollocé otra vez, la nariz me pesaba, el aroma a pino me ayudó a respirar mejor. Mi llanto empapó su camisa. Un remolino de agua salada en la superficie celeste. Me pasó una mano por la cabeza y acomodó un mechón. Sus dedos desenredaron mis rulos, me peinaron con dulzura.

Paco tomó el papel higiénico y le buscó una zona limpia. Lo acercó a mi cara, me secó las lágrimas y me sonó los mocos.

Más fuerte, dijo.

Una trompeta tronó. Nos reímos. Inspiré hondo. Me fui calmando. Me dio su vaso.

No quiero.

Tómatela.

La bebí toda. Había perdido el gas. En mi casa estaba prohibido tomar gaseosa.

Paco agarró el vaso vacío y lo apoyó:

Si te pido algo es porque sé que tú sí. Quizás los otros no, pero tú sí.

Está bien, dije. Perdón.

Basta de pedir perdón.

Incliné la frente. Tomé la venda, ya un trapo, la enrollé y me levanté buscando el tacho de basura. Pésima puntería. Desapareció bajo la cama.

Paco:

Déjalo, no importa.

Yo:

El diablo está en los detalles.

Apoyé la mejilla contra la fría loseta.

Algo brillaba.

Estiré el brazo y tanteé con la mano herida.

Mi estómago rugió.

Chizitos, papitas, camotes fritos, galletas de animalitos, de vainilla y de chocolate con grageas de colores, chupetines de fresa y de cereza, caramelos de chicha morada, de menta y de limón, latas de leche condensada. Todo lo que habíamos decomisado. Como para armar una bodega y especular con los precios. Muchas bolsas estaban abiertas, flores lustrosas, tan cerca y tan lejos de mi alcance.

Es el escondite ideal, confesé.

Paco se acomodó el pantalón y se agachó a mi lado:

Lo es.

Tomó una bolsa. Se enderezó:

Levántate.

Me puse de pie.

Cierra los ojos.

Cerré los ojos. El reloj otra vez. Tic tac. Tic tac. Nos envolvía.

Abre la boca.

Mis labios, sellados.

Te digo que abras la boca.

Sentí su aliento a naranja. Mi estómago volvió a rugir.

Más… Ahora, la lengua. ¿Dónde está? Quiero verla.

Sin abrir los ojos, saqué la lengua como tantas veces durante la misa al recibir la hostia.

Una esfera encajó en mi paladar. Como hecha a la medida.

Este es nuestro secreto, dijo Paco.

Lamí. Y qué sabor. Un sabor dulce, divino, explotó en mi boca.

Geografïa de la oscuridad

Подняться наверх