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Capítulo 1

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NUNCA había creído en las sirenas hasta ese momento!

Ni siquiera abrió los ojos. Seguro que el hombre de la atractiva voz era uno de los invitados de su tío y, a juzgar por lo que había visto al llegar, no valía la pena abrir los ojos para mirarlo.

Había llegado desde los Estados Unidos esa tarde. Estaba cansada, desconcertada con el cambio de horario y muerta de ganas de irse a dormir, pero eso era imposible con tanto invitado ruidoso que lo invadía todo.

Finalmente, se refugió en la piscina cubierta que ocupaba la mitad del sótano de la casa. Al flotar en la colchoneta, sintió que el calor del agua la tranquilizaba de una forma que no había podido lograr en el resto de la casa. ¡Lo único que le faltaba era que la encontrase uno de los invitados!

—No tengo cola de sirena —dijo ella, moviendo los dedos de los pies, semidormida, con las manos metidas en el agua. Su cuerpo, que llevaba un biquini turquesa, tenía una delgadez juvenil, y su cabello rubio se sumergía en el agua como una estela detrás de ella.

—Las sirenas no tienen cola cuando están en tierra —se burló él.

—Pero yo estoy en el agua —respondió ella con impaciencia, con la cabeza girada hacia el otro lado. Quizá si se hubiese mantenido callada, el tipo se habría ido.

—Sobre el agua —la corrigió el hombre suavemente—. Dime, ¿es auténtico ese acento o estás ensayando para un personaje?

Ella lanzó un suspiro. Era evidente que si se hallaba allí sola era porque quería un poco de tranquilidad. Y el tipo insistía en hablarle, hasta se atrevía a hacer comentarios sobre su acento americano. ¡Qué pesado!

—¿Y su acento? —preguntó, imitando perfectamente su educado acento británico—. ¿Es auténtico o usted también está ensayando para un personaje?

—Touché —murmuró él apreciativamente.

—¿Qué le hace pensar que soy actriz? —se le ocurrió inquirir, intrigada.

—Todos, o al menos la mayoría de los invitados de Edgar este fin de semana, tienen algo que ver con el mundo del cine —dijo él.

—¿Incluyéndolo a usted? —dijo ella alegremente.

—Incluyéndome a mí —confirmó él con sequedad.

No la impresionó. Su madre la había advertido de un montón de cosas cuando ella le dijo que quería ser actriz, pero había uno de sus consejos que había aprendido a tomar en serio: ¡Nunca te líes con nadie del mundo del espectáculo!

Tenía que reconocer que lo había aprendido a las duras, al enamorarse de uno de los protagonistas de la primera obra de teatro en la que había actuado. No se dio cuenta de que el interés de él duraría solo lo que la obra: ¡tres semanas! Porque él luego se iría a otra obra y con otra actriz ingenua. Todavía le dolía. Que la hubiese plantado el actor. Y que se hubiese acabado la obra de teatro.

Por eso mismo, al ver los invitados, decidió desaparecer a la paz de la piscina. Siempre podría estar con Edgar una vez que ellos se fuesen. Todavía se sentía demasiado sensible como para mezclarse con la gente de la farándula. ¡Dios, todavía se sentía furiosa con Gerry por resultar ser tan cerdo… como su madre la había advertido de que podían ser los actores. Pensaba que lo había superado, pero obviamente no…

Quizás había llegado el momento de mirar a ese hombre misterioso. ¿Quién sabe? Quizá resultaba ser la respuesta a las plegarias de todas las mujeres. ¡Cielos, y a pesar de todo, estaba hecha una cínica! Porque aparte del desastroso romance con Gerry, se había quedado sin trabajo otra vez. Todo lo que había hecho después de acabar la Escuela de Interpretación era un papelito mínimo en una película y una obra de teatro que habían bajado de cartel después de tres semanas.

—Yo que tú, no me dormiría ahí —le dijo el hombre burlonamente, interrumpiendo su soledad una vez más e indicándole con ello que no se había ido.

—Mire, le agradezco el consejo —le espetó con sarcasmo—. Pero haré lo que me venga en… —se quedó muda cuando finalmente giró la cabeza para mirar a su verdugo. ¡No! ¡No podía ser! ¡Ese hombre era…—. ¡Usted! ¡Yo…! —su exclamación de sorpresa se hundió en un remolino de agua, ya que, al girarse bruscamente para mirarlo de frente, la colchoneta se volcó, arrojándola al agua.

¡Ese hombre! ¡Lo conocía! No, no lo conocía, lo que pasaba era que… Cielos, el sabor del agua era horrible. Y parecía que se la estaba tragando toda, era… Tenía que subir a la superficie. Se estaba hundiendo hasta el fondo y…

De repente, hubo un movimiento en el agua a su lado y la fuerza de un brazo alrededor de su cintura que la arrastraba rudamente a la superficie. Habría podido comenzar a nadar entonces, pero ese brazo parecía de acero, obligándola a ponerse de espaldas mientras la llevaba hacia el borde de la piscina y la empujaba sin ceremonias, sacándola del agua. Cuando iba a abrir la boca para protestar, la giró boca abajo y le comenzó a dar golpes en la espalda.

—¡Basta! —logró gritar sin aliento, haciendo aspavientos con los brazos mientras intentaba detener los dolorosos puñetazos en la espalda—. ¡Me está haciendo daño! —gritó impotente.

—¡Haciéndole daño! —repitió él rudamente, dándole la vuelta y poniéndola de espaldas, una rodilla a cada lado de su cuerpo mientras el agua que le chorreaba del cuerpo le caía a ella encima—. ¡Me gustaría darle una azotaina! —exclamó, con la cara contraída por el enfado—. ¿Eres tonta, meterte en una piscina sola cuando ni siquiera puedes nadar? Retiro lo que dije de la sirena. ¡Pareces una ballena encallada en la playa en este momento!

Ella abrió la boca para protestar, pero la volvió a cerrar. Ese hombre parecía capaz de llevar a cabo su amenaza de darle unas palmadas. Lo cual no era sorprendente, ya que se había tirado al agua totalmente vestido para salvarla. No, no debía reírse, porque entonces sí que él le daría la azotaina. Ese no era el momento de verle el lado gracioso, tendría que esperar.

—¡Qué delicado de su parte! —dijo ella con ironía—. Contrariamente a lo que usted pueda pensar, sé nadar. Muy bien, por cierto —lo que pasaba era que la había sorprendido tanto la identidad de ese hombre que se había olvidado de nadar.

Gideon Byrne. El director de cine ganador de un Oscar. Ella misma lo había visto por la tele levantarse para recibir la estatuilla y dar un breve discurso de agradecimiento. Alto y moreno, con ojos gris metálico, tenía una presencia que hubiese sido magnética en una película o en el escenario, pero había elegido usar su talento detrás de las cámaras. Se hallaba tan lejos de ella en el mundo del cine como el sol se hallaba de la luna, ¡y ella lo había estado tratando como si no fuese más que un intruso irritante!

—Entonces, supongo que en esta ocasión has perdido el sentido de la dirección, porque te dirigías al fondo de la piscina, no a la superficie! —se mofó disgustado, levantándose para sentarse al borde de la piscina mientras se pasaba la mano por el cabello mojado.

Ella se dio cuenta de su propio aspecto desarreglado: el cabello rubio, una masa enredada que le caía por los hombros y la espalda, el biquini, apenas cubriéndola. Se puso de pie con un fluido movimiento, acercándose a la tumbona donde había dejado su albornoz al bajar. Al cubrirse con él, entró en calor inmediatamente y se sintió más dispuesta a lidiar con la situación.

—Lo siento mucho, señor Byrne —se disculpó—, yo…

—¿Sabes quién soy? —le espetó rudamente y le lanzó una mirada fría y acusadora.

—Por supuesto —reconoció ella con naturalidad—, ¿acaso no lo sabe todo el mundo? —añadió alegremente al ver que él la seguía mirando con enfado.

Después de su éxito el año pasado, se habían publicado fotos y artículos de él en todos los periódicos. Lo cierto era que siempre salía con cara de enfado en las fotos, haciéndola pensar que era porque no le gustaba que le sacasen fotos, pero no era tan diferente en la realidad, se dio cuenta con ironía. Quizás nunca sonreía, después de todo…

—Que yo sepa, no —descartó con frialdad, poniéndose de pie.

Llevaba vaqueros negros y una camisa de color gris pálido, de seda, si no se equivocaba. Y tenía las dos prendas pegadas al cuerpo con el agua que las empapaba, revelando lo masculino que era, con hombros anchos y poderosos, estómago plano y caderas estrechas. Estaría incomodísimo, y todo por pensar que se estaba ahogando.

—Subestima su fama, señor Byrne —le respondió sin darle demasiada importancia—. Creo que tendría que quitarse esa ropa mojada —sugirió, con una mueca de culpabilidad—, antes de que pille una pulmonía.

—No lo creo posible con este calor —dijo, pero comenzó a desabrocharse la camisa, desvelando el oscuro vello que le cubría el ancho pecho al quitársela y tirarla al suelo antes de desabrocharse los vaqueros, obviamente con intención de hacer lo mismo con ellos.

Por más que tuviese veintidós años y no fuese totalmente ingenua en lo que a hombres se refería, no estaba acostumbrada a que los desconocidos se desnudasen frente a ella.

—Ejem, creo que tío Edgar dejó uno de sus albornoces en el vestuario —se dio la vuelta incómoda—. Iré e ver —dijo, alejándose con prisa, las mejillas ruborizadas de la vergüenza mientras Gideon Byrne seguía quitándose los vaqueros. Era cierto que llevaba calzoncillos negros debajo, pero eso no era ninguna garantía de que se los fuese a dejar puestos.

Gideon Byrne, pensó nerviosa mientras corría hacia los vestuarios, intentando recordar exactamente lo que había leído sobre él en los periódicos el año anterior. Treinta y ocho, cabello castaño oscuro, ojos grises, soltero, el único hijo del hacía años fallecido actor John Byrne…

Pero ninguno de esos datos la habría preparado para el hombre de carne y hueso. ¿Cómo podrían los periódicos describir el aura de energía que lo rodeaba, o el cinismo que teñía cada una de sus palabras?

Bueno, al menos había logrado encontrar la cura contra el desfase horario: ¡una dosis de Gideon Byrne y todo el cansancio de su viaje había desaparecido!

El tío Edgar no le había mencionado que tenía un invitado tan famoso alojado allí cuando la fue a buscar al aeropuerto, ni tampoco en la casa luego. Habría estado más preparada. Sin embargo, no se hallaba más preparada para la belleza de su cuerpo viril cuando volvió con el albornoz, aunque, gracias a Dios, él no se había quitado los calzoncillos.

Supuso que mediría más de un metro ochenta y cinco, ya que parecía que le sacaba bastante, y ella medía uno setenta y cinco. Su musculoso cuerpo estaba profundamente bronceado y cubierto por un leve vello oscuro que se hacía más espeso en el pecho. ¡Era guapísimo!

—Gracias.

—Perdón —murmuró incómoda, metiendo las manos en los bolsillos de su albornoz en cuanto él agarró el que le alargaba para cubrir su casi completa desnudez.

—¿Tío Edgar? —levantó las cejas interrogantes mientras se ataba el cinturón.

—Es un título honorario —la alivió hablar de algo normal después del impacto que ese hombre había tenido en sus sentidos, esperando no haber hecho un ridículo demasiado grande—. Mi nombre es Madison Mcguire —le dijo con naturalidad, alargando la mano—. Edgar Remington es mi padrino.

Gideon no pareció impresionarse ante su explicación. Su boca hizo una mueca de mofa al tocar su mano ligeramente. Pero el contacto fue lo suficiente para que Madison sintiese una excitante electricidad subiéndole por el brazo.

—Edgar es muchas cosas para mucha gente, pero esta es la primera vez que oigo que lo llaman El Padrino —dijo con cinismo—. Aunque sea un manipulador de primer rango.

Ella conocía a Edgar Remington de toda la vida. Era amigo de sus padres y también su benevolente padrino, pero era consciente de que tenía que haber otras facetas de su carácter que lo habían llevado a ser el director de uno de los estudios de cine más importantes, trabajo que desarrollaba a la perfección. Quizás ese era el aspecto que Gideon Byrne conocía mejor.

—No lo sé —dijo Madison, encogiéndose de hombros. Su pequeño papel era en una película producida por la compañía de Edgar, pero aun así, no había tenido contacto con su tío por él, ya que su casi inexistente papel había sido filmado enteramente en Escocia.

Pero lo que sí sabía era que la cena se serviría en una hora y se tenía que dar una ducha y arreglar el cabello antes. Además, ahora que se había despejado del todo, tenía hambre.

—Se está haciendo tarde, señor Byrne…

—Llámame Gideon —dijo él rudamente.

¡Qué modales! ¡Y ella que creía que los británicos eran tan corteses!

—Ha sido muy amable de su parte tirarse a la piscina para salvarme —le dijo con una ligera inclinación de cabeza.

—Cuando me conozcas un poco más, Madison, te darás cuenta de que la amabilidad no forma parte de mi personalidad.

No, ella no creía que lo fuese. Daba la impresión de ser un hombre duro, inflexible, que sonreía poco. Y dudaba mucho que llegara a conocerlo «un poco más», sus caminos no se volverían a cruzar después de ese fin de semana.

—Además, según has dicho, no necesitabas que te salvase —añadió él desdeñoso.

No, era verdad, pero seguía siendo amable de su parte haberlo hecho totalmente vestido, dijera lo que dijese.

—Si se le estropea la ropa, por favor, dígamelo —le dijo sin alterarse—. Se la repondré con mucho gusto.

No estaba muy segura de cómo reaccionaría la seda de su camisa con los productos químicos de la piscina.

—Oh, no se preocupe, ya se lo diré si sucede eso —le dijo—. Dígame, ¿su cabello es rubio natural?

—¿Qué? —Madison se quedó aturdida ante el abrupto cambio de tema, además de que la pregunta era directamente una falta de delicadeza.

En ese momento, su cabello era del color de la miel oscura, pero en cuanto se lo lavase y secase, sería del color del maíz maduro, largo y liso hasta casi la cintura. Sí, era su color natural, como el verde de sus ojos y el moreno dorado de su piel. ¡Toda ella era natural!

—Nunca se sabe actualmente —añadió Gideon Byrne de forma insultante, sin disculparse por el comentario personal.

—Es natural —dijo ella, con una arruga perpleja cruzándole la frente.

Hubiera jurado que ese hombre la odiaba. Pero no podía ser, si ni siquiera la conocía. ¿Sería porque lo disgustaba haberse mojado la ropa?

—Me parecía —asintió abruptamente él con la cabeza.

Puede que ese hombre fuese uno de los directores de cine más importantes del mundo, con un Oscar en casa para demostrarlo, pero también era uno de los hombres más fríos y groseros que Madison había conocido en su vida.

Y, hablando de frío, comenzaba a temblar y le vendría muy bien esa ducha que había mencionado hacía unos minutos.

—Si no le importa, creo que me iré arriba a tomar una ducha antes de cenar —le dijo amablemente.

—¿Y si me importa? —le preguntó con cinismo, retándola con la mirada.

Pero esta vez Madison ni se inmutó ante su grosería.

—Pues me iré igual a tomar la ducha —le dijo directamente. Quizás esa era la única forma de estar con ese hombre. La cortesía ciertamente no parecía funcionar.

Ante su sorpresa, él sonrió. Y la austera frialdad de su rostro se transformó en amistosa calidez.

Bueno, pensó, amistoso era quizás exagerar un poco. Pero parecía menos distante, intentó convencerse Madison. No era que intentara acercarse a él. Se contentaba con despedirse de esa sonrisa, segura de que era más que lo que mucha gente conseguía de él.

—Quizás tú y yo nos llevaremos bien después de todo, Madison McGuire —murmuró él enigmáticamente.

—Si usted lo dice —accedió sin comprometerse—. Encantada de conocerlo, señor Byrne —añadió cortésmente antes de darse la vuelta.

—¡Mentirosa! —se burló él suavemente a sus espaldas.

Madison hizo una pausa, dándose la vuelta lentamente para mirarlo.

—No tengo el hábito de mentir, señor Byrne.

—Creí haberte dicho que me llamaras Gideon —dijo él con rudeza—. ¡Después de todo, hace un rato intenté salvarte la vida!

—Estaba por decirlo, pero realmente no podría tomarme esa familiaridad con un director de cine de su calibre —dijo ella con énfasis—. Pero, pensándolo bien, no tengo el hábito de mentir, Gideon, ¡y no ha sido agradable en absoluto conocerte!

Al alejarse hacia las escaleras que llevaban hacia la planta baja de la casa, hubiera jurado que oyó la risa ahogada de Gideon Byrne. Era ridículo. Ese hombre ni siquiera sabía lo que era la risa. ¡Era un tipo insoportable! Frío. Grosero. Arrogante. Si eso era lo que te pasaba cuando te daban un Oscar, ojalá nunca le dieran uno a ella.

Mejor olvidar que lo había conocido. Con un poco de suerte, se habría ido antes de la cena.

Gideon dejó de reír en cuanto la puerta se cerró tras ella.

La chica tenía carácter, eso tenía que reconocérselo. También era increíblemente hermosa, de la misma forma que había notado la noche anterior al verla en la película de Tony Lawrence. Porque cuando la criada apareció en la pantalla, fue como si le hubiesen dado una corriente eléctrica.

Llevaba buscando una chica como esa seis meses, visto docenas de esperanzadas principiantes, pero ninguna de ellas era lo que quería. Cuando Madison McGuire apareció en la pantalla la noche anterior, supo que había encontrado a su Rosemary.

Era todo lo que él quería que Rosemary fuese. Su rostro tenía la etérea belleza de un ángel y el verde profundo de sus ojos cuando ella miró brevemente a la cámara era un añadido que no esperaba. Su largo cuello parecía demasiado frágil para soportar el peso de la melena de color maíz y su delgada figura tenía el atractivo de un potro.

Sí, ella tenía todo lo que estaba buscando, y cuando al acabar la película él miró los créditos ávidamente, vio que, junto a «criada», ponía Madison McGuire.

¡Madison McGuire! La misma chica por la que minutos antes Edgar había intentado que se quedase. Al mirarlo de reojo vio la sonrisa de satisfacción en su rostro. ¡Demonio de hombre!

Se vio tentado de mandarlo al diablo e irse, pero el profesional que era le decía que sería un tonto si se fuese sin siquiera verla. Aunque no le dijo por qué, le expresó a Edgar que se quedaría un día más después de todo y solo el relámpago imperceptible en los azules ojos del productor delató que este sabía perfectamente qué o mejor quién había hecho que Gideon cambiase de opinión.

Pues bien, ya había visto a Madison, y ella era todo, si no más, lo que había estado buscando en la protagonista de su próxima película. El acento americano lo había sorprendido un poco, Edgar se había olvidado de mencionar ese detalle, y en el papel en que la había visto actuar apenas si murmuraba un: «Gracias, señor», que no indicaba en absoluto su origen. Pero ella le había demostrado hacía unos minutos que era perfectamente capaz de adoptar un acento británico si era necesario, ¡aunque solo lo hubiese hecho para burlarse de él!

Sí, había visto a Madison McGuire. Y ya lo único que tenía que hacer era ofrecerle el papel de Rosemary. Pero no estaba seguro de que ella lo aceptase. Sería una tonta si no lo hiciese, la película la haría famosa. Pero dependería de lo desagradable que a ella le había resultado conocerlo.

—¿Has estado nadando, Gideon?

¡Edgar! Su amigo parecía divertido, casi regocijado, lo que le dio deseos de borrarle la sonrisa de los labios.

—He conocido a Madison en la piscina —le dijo con sequedad.

—¿Sí? —respondió Edgar.

—Yo no tenía traje de baño —se encogió de hombros—, pero eso no pareció molestarla demasiado.

Los ojos de Edgar perdieron el humor y tomaron la dureza del acero, una advertencia para hombres que no eran Gideon.

—Sinceramente espero que estés bromeando, Gideon —masculló rígidamente—. Madison está aquí para descansar y recuperarse, no para tener que lidiar con idiotas a quienes se les ocurre bañarse desnudos en mi piscina.

Gideon se dio cuenta de que Edgar estaba un poco más que enfadado. Jamás lo habría llamado idiota de no ser así.

—Ya te lo he dicho —dijo, encogiéndose de hombros con una sonrisa—, a Madison no pareció importarle. Ahora, si me disculpas, creo que seguiré su ejemplo y me daré una ducha antes de cenar.

Edgar entrecerró los ojos hasta que fueron dos líneas que despedían fuego helado.

—Creía que te ibas antes de cenar.

Ahora que había visto a Madison, no pensaba irse sin antes hablar con ella y mirarla un poco más. Había muchísimo trabajo que hacer y no tenía demasiado tiempo para hacerlo. En realidad, ya que había visto a Madison, no había tiempo que perder.

—He cambiado de opinión —se volvió a encoger de hombros—. Hasta ahora, Edgar —le dijo al otro hombre con firmeza antes de alejarse.

Le daba igual la relación que tuviese ella con Edgar. Si iba a trabajar para Gideon, lo haría según sus términos, o no trabajaría para él.

¡Así de sencillo!

Destinos cruzados

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