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Prólogo

Álvaro Pablo Ortiz

Nunca llegué a imaginarme que el prólogo de mi autoría tendría carácter póstumo. En efecto, el fallecimiento de Luis Enrique Nieto Arango me tomó por sorpresa lo mismo que a tantos que merecieron y disfrutaron de su amistad. En mi caso —y pido excusas por la autorreferencia—, se extendió transparente, leal y franca por casi tres décadas. Abatido por la noticia, me conmovió hasta el fondo el indisimulable dolor de la secretaria general, doctora Catalina Lleras Figueroa; proporcional en intensidad a la que sintió Marta Chocontá, actual secretaria privada de la doctora Lleras, y que igualmente lo fue cuando el doctor Nieto ocupó por varias décadas esa dignidad.

Nuevamente volví a experimentar en carne propia y con el mismo desasosiego lo inútiles que resultan las palabras ante determinadas situaciones límite de las que ningún ser humano queda exonerado: salvo aquellos cuya humanidad parece estar permeada por un bloque de hielo. En cambio la del doctor Nieto fue esculpida por la sencillez, hasta lograr desarrollar en todo el conjunto de su personalidad ese poder de encantamiento —que sigue llamándose carisma— que le permitía brillar con luz propia en aquellas todas las circunstancias de su vida. En efecto, nunca pasó desapercibido. Liberado por vía de un riguroso trabajo de elaboración interna, esquivó la tentación de incurrir en la arrogancia o en la impostación. Por el contrario, tuvo como asideros la espontaneidad, un finísimo y decantado humor, y una sincera y permanente disposición de escuchar al otro. En ese contexto puedo afirmar con conocimiento de causa, que después de conversar con Luis Enrique uno salía increíblemente reconfortado.

Dios me permitió conocer a un hombre de excepción que en la jerarquía de sus afectos privilegió siempre al Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario. Desde el recuerdo lo veo sonriente, optimista, dispuesto entre otros asuntos a poner en servicio de nuestra universidad su erudición inmensa en estrecha simbiosis con la más formidable memoria que yo haya podido conocer. Él, que amaba la poesía de Antonio Machado, gustaba con su memoria prodigiosa recitar sus poemas como el siguiente: “y cuando llegue el día del último viaje, y esté al partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar”.

Ahora solo atino a decir: paz en su tumba.

En definitiva, era Luis Enrique, y vuelvo a retomar al poeta Andaluz, “en el buen sentido de la palabra, bueno”. A esa conclusión llegamos Kevin Hartmann y yo, luego de las largas horas en que entrevistamos a Luis Enrique Nieto Arango, que hoy ha derivado en este valioso texto que tienen hoy los lectores entre sus manos y al que no vacilo en calificar de balsámico.

A su distinguida esposa doña Estela Meneses quisiera decirle que asumo su dolor como propio, al igual que para sus seres queridos.

Ahora sí el prólogo. Independientemente de otras consideraciones lo escribí con el alma, con la piel, con la gratitud, procurando retratar de cuerpo entero a un hombre superior en un mundo cada vez más acorralado por la medianía y la frivolidad.

Me parece ver a Borges —la otra gran pasión del doctor Nieto— asintiendo con un movimiento de su cabeza.


Si hoy estoy escribiendo este prólogo y si ustedes tienen el singular texto que viene a continuación en sus manos, es gracias al impulso porfiado y perseverante del colegial y abogado Kevin Hartmann, dispuesto siempre a poner lo mejor de su inteligencia y de sus altas aspiraciones al servicio de su alma mater. Para este joven que actualmente cursa estudios de doctorado en Lovaina, Bélgica, el mundo es más una suma de deberes que de derechos, contrario a ese deslinde de actuar bajo la línea del menor esfuerzo.

De entrada, fue él quien tuvo la idea de que el doctor Luis Enrique Nieto Arango, Director desde el 2010 de la Unidad de Patrimonio Cultural e Histórico de la Universidad del Rosario, aceptara en su condición de rosarista integral hilvanar una serie de vivencias, que debían traducirse en un libro. El objetivo: ofrecer a propios y extraños una visión de conjunto de una institución como el Rosario tan cara al corazón de los colombianos, y dispuesta como está, a celebrar en los escenarios más apropiados los 365 años de su fundación. El doctor Nieto aceptó. En buena hora lo convenció, y lo repito una vez más, la tenacidad sin pausas por parte de Kevin Hartmann.

Luis Enrique Nieto Arango se tomó su tiempo para dar el sí tan esperado. Con su proverbial franqueza había confesado en su momento lo siguiente: “yo soy muy desjuiciado para escribir”. Me atrevo, sin embargo, a tomar dicha afirmación con beneficio de inventario. El doctor Nieto ha escrito numerosos artículos y ensayos que se leen con verdadero agrado; que producen en el lector inteligente la sensación de un “sauna mental”.

Obtenido el tan ansiado sí, surgió un gran interrogante: ¿cuál debía ser la metodología más idónea que permitiera reagrupar los recuerdos, anécdotas y vivencias de Luis Enrique Nieto en su relación con el Rosario?

Después de largas deliberaciones se optó por la entrevista como el vehículo más eficaz que, después de un enorme trabajo de transcripción y edición, adquieren hoy un incalculable valor histórico y, sobre todo, humano.

Desde el comienzo nos comprometimos a evitar al máximo —salvo que fuera inevitable— toda alusión al espacio íntimo y privado del doctor Nieto y más bien enfocarnos en su visión y recuerdo del Rosario. Este libro que la Comunidad Rosarista venía extrañando y reclamando de tiempo atrás. No es una biografía en el sentido estricto del término, pero si privilegia episodios de vida tanto cotidianos como coyunturales de Luis Enrique Nieto en el Rosario.

Este anecdotario es un aparente y gigantesco rompecabezas, que una mirada superficial juzgaría carente de un hilo conductor. Pero una vez que las piezas comienzan a ordenarse, adquieren una fuerza expresiva y descriptiva de alto calado, como podrá advertirlo el lector inquieto, por ejemplo, en el relato concerniente a la fundación del Colegio. Allí podrá advertir todos los avatares por los que tuvo que atravesar el Arzobispo Cristóbal De Torres para lograr la autonomía del Colegio y enrutarlo por la vía de la secularización. También, podrá ser testigo de su simpatía indisimulable por Lorenzo María Lleras; su devoción por la parábola histórica y política de Rafael Uribe Uribe, sumada a la que siente por Eduardo Santos, por Alfonso López Pumarejo y por su hijo, el rosarista Alfonso López Michelsen, o por Alberto Lleras Camargo. Ahora bien, en el plano personal, Luis Enrique nos transmitió su pasión por Borges y otros grandes de la literatura; su estadía en Francia que coincidió con el famoso mayo del 68 en París; el conocimiento directo y personal de altas figuras del quehacer cultural nacional como Álvaro Castaño; o de cineastas como Francisco Norden.

Pero hay más. Sería un olvido imperdonable no aludir en estas líneas a sus profundos conocimientos de la epigrafía, al punto que, de las numerosas placas que existen en su Alma alma mater, al menos tres son de su autoría: la que sintetiza en magistral prosa y que en rendido homenaje está dedicada a Luis A. Robles. Lo propio sucede con la placa que exalta las virtudes republicanas del ya citado presidente Alfonso López Michelsen y, por supuesto, la placa al maestro Darío Echandía. En ese orden de ideas tenemos que destacar su curiosidad convertida en “eureka”, al encontrar la placa correspondiente, al homenaje que, en esa modalidad, la universidad le tributara al General y Presidente Rafael Reyes. Esa profunda erudición sobre la pictografía lo llevó a ser aceptado como Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua. Ese día, los que lo acompañamos a tan significativo evento celebramos ese nuevo triunfo intelectual de Luis Enrique Nieto Arango como si fuese propio.

Retornando a la razón de ser de estas modestas palabras mías, el hecho de dar a conocer este formidable testimonio oral, en haberlo ordenado, como lo ordenó con pulcritud y meticulosidad Kevin Hartmann, sin alterar en lo más mínimo su esencia, estoy seguro de que dejará más que satisfecho al lector y a las lectoras de turno, y, sobre todo, a la gran familia rosarista en su conjunto.

De otra parte, considero de elemental justicia —para no hacerme monotemático— una última consideración: el hecho de que la totalidad de las declaraciones estén dictadas de viva voz; de una voz reposada y serena, no pierden para nada al quedar consignadas por escrito, la espontaneidad y el personalísimo sentido del humor unido a ese cronista avezado y excelente conversador.

Vuelvo a confesar mi asombro por la capacidad argumentativa del protagonista en inevitable y deseable comunión con su profundo y sutil memorioso conocimiento de tantos temas rosaristas. Un libro con estas características, en donde el autor se concede a sí mismo uno que otro derecho al sarcasmo —fino y largamente decantado—, más temprano que tarde será de consulta indispensable. Leerlo supone adentrarse en un fascinante laberinto borgiano. Yo por mi parte, le agradezco a determinadas circunstancias mi cotidiana cercanía con este rosarista tan ejemplar, tan a carta cabal, “tan humano, demasiado humano”, tan pleno de solvencia moral e intelectual. Empeñado a fondo en continuar rescatando el sentido de lo histórico de este entrañable claustro signado contundentemente por las más acendradas exigencias académicas, fundado en un inolvidable 18 de diciembre del 1653 para bien de la nación colombiana.


Luis Enrique Nieto Arango†

Luis Enrique Nieto Arango: reminiscencias de un rosarista

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