Читать книгу Más allá del invierno - Киран Миллвуд Харгрейв, Kiran Millwood Hargrave - Страница 11
4. Se ha ido
Оглавление¡Arriba!
Alguien le apartó de golpe las pieles a Mila. Gritó y levantó los puños para protegerse, pero tan solo era Sanna.
—Venga, Mila, levanta.
La luz tenía el tono gris pálido de las mañanas, y su hermana mayor llevaba la ropa de trabajo, el broche de Geir sobre el corazón y el pelo negro recogido en un moño tirante. Entrecerró los ojos y tensó la mandíbula, irritada.
—¿Qué…? —intentó preguntar Pípa, todavía aferrada a la mano de Mila.
—Los hombres se han ido —dijo Sanna con brusquedad.
—Qué bien —respondió Mila, temblando, mientras trataba de taparse con las mantas.
Sanna soltó una risa amarga.
—Nuestro hermano también.
Mila sintió una punzada de terror en el pecho.
—¿Oskar se ha ido? —chilló Pípa.
Mila se frotó los ojos para espabilarse más deprisa.
—A lo mejor los ha seguido hasta la frontera de Stavgar para asegurarse de que se marchaban. O ha ido al árbol corazón…
Sanna la miró fijamente.
—¿Por qué iba a ir allí?
—El hombre —balbució Mila, dudosa—. Ayer nos preguntó por nuestro padre y me hizo pensar en él. A lo mejor le ha pasado lo mismo a Oskar y por eso ha ido hasta allí.
—Nos dijo que no fuéramos nunca —advirtió Pípa, muy seria.
—Ya sabes cómo es, no escucha los consejos de nadie, ni siquiera los suyos —comentó Mila—. A lo mejor ha salido temprano a comprobar las trampas.
Sanna puso los ojos en blanco y el dolor que Mila sentía en el pecho se convirtió en fastidio. ¿Por qué su hermana no estaba más preocupada?
—¿Deberíamos ir a comprobarlo? —preguntó mientras corría hacia el fuego, donde colgaba su túnica para protegerse del frío de la mañana. Se la puso por la cabeza, le dio tres vueltas al cinturón y lo anudó por los extremos antes de ponerse las mallas de lana. Estaban calientes y humeantes. Respiró hondo, más tranquila—. Puedo llevarme a Dusha con el trineo y…
Sanna soltó otra risa extraña y entrecortada. Mila se acercó a ella.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Nada, no tiene ninguna gracia —respondió su hermana con un largo suspiro y echó los hombros hacia atrás. «Es muy guapa», pensó Mila a pesar del enfado, algo distante—. Pero deberíamos haberlo visto venir.
—¿El qué? —preguntó Pípa, pero Sanna se dio la vuelta y descolgó el cubo para la nieve del gancho que había junto a la chimenea.
—Voy a por nieve fresca. Poned más juncos aquí, se están esparciendo.
—¿Qué deberíamos haber visto venir? —volvió a preguntar Pípa, pero Mila se limitó a negar con la cabeza. La mención de los juncos le recordó la sensación de caminar descalza sobre el suelo helado y la extraña conversación con Oskar.
—Anoche vi algo —dijo—. Oskar estaba junto a la ventana. Hablaba con alguien de fuera, creo que…
Sanna se tensó y dedicó una mirada indescriptible a su hermana.
—El hielo tiene un palmo de grosor. No se oye nada a través de él.
—Bueno, pues miraba a alguien y ese alguien lo miraba a él.
Sanna se dio la vuelta rápidamente, pero Mila estaba segura de que había fruncido el ceño.
—Ve a por los juncos.
—¿No puedo ir a buscar a Oskar? Estaba raro, parecía…
—Creo que solo fue un sueño —espetó su hermana—. Haz lo que te digo.
Se puso la capa sobre la cabeza y salió de la cocina. Al rato, escucharon el aullido del viento y una ráfaga de aire invernal se coló en la casa e hizo titilar el fuego antes de que Sanna cerrara la puerta.
Mila conocía ese tono de voz: replicar era inútil. Abrió la puerta de la despensa y descolgó los juncos del gancho donde los secaban. Se le subió una manga al levantar el brazo y dejó a la vista un moratón azulado en la muñeca. «No ha sido ningún sueño», pensó. Oyó un ruido detrás de ella y se volvió. Era Pípa, todavía en pijama y con las zapatillas de piel puestas.
—Ven, Pípa. Vístete y luego me ayudas a cubrir el suelo.
Sanna entró con la nieve fresca cuando salían de la despensa y se frotó los ojos despacio.
—¿Por qué lloras? —preguntó Pípa.
Sanna hizo una mueca.
—No lloro. —Cerró de un portazo. Tenía las mejillas sonrojadas por el frío y la mirada ausente—. Pípa, deja de mirarme.
—¿Había algún rastro? ¿Has visto hacia dónde…? —empezó a preguntar Mila, pero Sanna negó con la cabeza.
—Solo de un animal —dijo con sequedad—. El resto de la nieve estaba lisa como si nunca hubieran estado aquí.
Entró en la cocina pisando fuerte y colgó el cubo junto al fuego para derretir la nieve. Mila se acercó a la puerta principal y, al abrirla, se oyó un crujido. Su hermana no mentía. Aparte de las huellas de Sanna, el suelo estaba inmaculado. También había huellas que parecían de un alce o un lobo, demasiado grandes para ser de cualquiera de los dos, que rodeaban la parcela y desaparecían por un lateral de la casa…, hacia el norte.
—¿Se han ido todos? —preguntó Pípa, que intentaba asomarse desde detrás de su hermana. Mila asintió y tragó saliva. No entendía por qué Sanna no le dejaba ir en busca de Oskar. Pípa se apoyó en su cintura—. ¿Puedo vestirme más tarde? ¿Cuando vuelva Oskar?
Mila asintió.
—Empezaremos por la despensa. Nos pondremos con la cocina después de desayunar, cuando haya vuelto.
Pero, después de dejar los juncos en la despensa, la cocina y el pasillo, Oskar seguía sin haber vuelto.
—Se habrá ido a comprobar las trampas —dijo Mila, más para consolarse a sí misma que a Pípa.
—¿Sin desayunar?
—Pues a la frontera y…
—¿Sin Danya? —la interrumpió Sanna—. Nunca va al bosque sin ese perro. Se ha marchado con ellos.
A Mila le dieron ganas de zarandearla.
—¿Qué? ¿Acaso no es evidente? —dijo Sanna, hablándole como si fuera una niñita estúpida—. Se ha marchado con ellos.
—¿Por qué haría eso? No, no lo haría —replicó Mila, que de pronto tenía mucho calor.
—¿Por qué no? ¿Quién no elegiría vivir aventuras en lugar de cuidar de tres hermanas? En lugar de… ¿cómo dijo que nos había llamado aquel hombre? Un castigo.
—Oskar nos quiere —protestó Pípa, a quien le temblaba el labio inferior—. Nunca se marcharía.
Sanna soltó una carcajada.
—Sí, claro que nos quiere, igual que nos querían papá y mamá.
—¡Sí que nos querían! —gritó Mila al sentirse como si le hubieran dado un puñetazo.
Pero Sanna la fulminó con la mirada.
—Papá nos quería tanto que nos dejó. Se fue y nunca miró atrás. Y Oskar ha hecho lo mismo.
A Mila le costaba respirar, hasta le dolía hacerlo. Nunca hablaban de la marcha de papá, de cómo se levantó temprano en el aniversario de la muerte de mamá y salió al frío sin gorro ni capa.
—Eso no lo sabes. Oskar dice que papá nos quería, solo que a mamá la quería más. No soportaba vivir aquí sin ella.
—¡Ella ya se había ido! —Sanna se puso en pie y gritó. Escupió algo de saliva al hablar y Mila miró nerviosa a Pípa. Mamá había muerto al dar a luz a su hermana pequeña y siempre procuraban no hablar del tema—. Quiso seguirla, pero ya llevaba años muerta. Prefirió dejar a su familia en manos del caprichoso de nuestro hermano, que ha salido huyendo en cuanto ha tenido una oferta mejor.
Mila tenía cada vez más calor y le cosquilleaban las manos. También se levantó.
—No se iría. Se lo habrán llevado.
—No he oído ningún forcejeo. No hay signos de que hayan forzado la puerta ni sangre en la nieve —dijo Sanna con la respiración entrecortada—. ¿Tú has visto algo?
—Había algo raro en el hombre que los guiaba, algo malo. —Mila recordó que sus pies no se hundían en la nieve y cómo hizo callar a los perros con un solo gesto—. Algo peligroso.
—A lo mejor, donde tú viste peligro, Oskar vio emoción —dijo Sanna, más tranquila. Se levantó con los hombros caídos y se clavó las uñas en las palmas—. No le culpo. Si fuera un hombre, también me marcharía. Saldría por esa puerta y no volvería nunca.
Mila se quedó sin aliento. Pípa corrió y se aferró a las faldas de su hermana mayor.
—No te vayas, San.
Sanna la apartó con dureza y soltó otra risa amarga.
—No lo haré. —Levantó la vista y los ojos le brillaron por las lágrimas—. No tengo ningún sitio adonde ir.
Se puso la capa sobre los hombros y al cabo de unos segundos, oyeron un portazo y los ladridos de los perros. Mila sabía que había ido a sentarse con ellos en el cobertizo. Era lo que todas hacían cuando estaban disgustadas.
Tuvo la sensación de que el suelo se había convertido en nieve blanda bajo sus pies y se sentó en el banco. Pípa lloró en silencio y la atrajo a su regazo para mecerla con cariño.
—¿Se va a marchar? —preguntó la pequeña entre hipidos.
—No, solo ha ido a enfurruñarse con los perros. ¿No los oyes lloriquear con ella? —dijo Mila, con la voz más alegre que pudo fingir.
—Entonces… —empezó Pípa—. ¿De verdad crees que Oskar nos ha dejado? ¿Volverá?
Mila enterró la cara en la gruesa trenza de su hermana mientras pensaba.
—Iré a buscarlo. No tardaré si me llevo a los perros. Miraré donde las trampas y el árbol corazón. A lo mejor está herido o… —Tragó saliva—. Volveré antes de que oscurezca si salgo ya.
—¿Puedo ir contigo?
—De eso nada. —Le dio una palmadita en la pierna para que se levantara—. Será mejor que le diga a Sanna que me voy.
Se envolvió en la capa y se puso el gorro. Se detuvo un momento, antes de tomar las prendas de Sanna también, aunque hubiera preferido dejar que se congelase, por mala. Le dio a Pípa otro abrazo rápido y salió en dirección al cobertizo de los perros.
Era una estructura baja con el tejado de paja, siempre cálida, incluso en invierno. En uno de los pocos recuerdos que tenía de su madre, la recordaba tomándole el pelo a papá: «Mimas demasiado a esos perros. ¡Está mejor construido que nuestra casa!». En parte, era verdad: todos los huecos de las paredes estaban cubiertos con paja para protegerse mejor contra el viento y el techo tenía doble grosor. Mila respiró hondo antes de entrar e inhaló el agradable olor a galletas para perro, reconfortante incluso en los momentos más tristes.
Sanna estaba acurrucada en una esquina, con Danya tumbada en el regazo y Dusha a su lado. A Mila se le pasó un poco el enfado al ver a su hermana mayor, siempre serena, tan triste bajo los animales.
—Me voy al árbol corazón y a comprobar las trampas.
—¿Para qué? —dijo Sanna mientras retiraba la mano de la barbilla de Danya. El perro gimió como protesta y la empujó con el hocico.
—Se ha ido, Mila. Igual que papá. —Sacó algo de la bolsa de piel de venado que llevaba en el cinturón—. Encontré esto en la puerta cuando salí a por nieve.
Sostenía el anillo de su padre: un aro de bronce mate con un enorme granate, apagado y liso por el desgaste de años de uso. Mila lo levantó, casi sin respiración.
Su madre le había regalado aquella piedra que había extraído de la mina en la que trabajaba en Bovnik cuando él le pidió matrimonio. Mila recordaba con claridad a su padre jugueteando nervioso con el anillo después de encender la mecha en un plato de grasa de ciervo fría en el aniversario de la muerte de su madre. «Para iluminar su recuerdo».
Le invadió una terrible tristeza que envolvió la preocupación que sentía por Oskar, como una pesada red que atrapa a un banco de peces asustados. «Papá». Su cara ancha y barbuda, sus pulgares acariciando el granate y frotándolo para darle brillo, sus ojos azules como el hielo llenos de desesperación…
Al día siguiente, se había ido. Oskar llamó a sus hermanas y corrió al bosque nevado. Volvió casi un día después, con el anillo en la mano, lleno de arañazos y llorando. «Se ha ido. Se ha ido». Cuando se calmó, les contó que había recorrido todo el bosque.
«Lo encontré junto al árbol corazón», les dijo y abrió la mano para enseñarles el anillo, que le había dejado marcas en la piel.
«¿Has mirado en el árbol? ¿Seguro que no lo ha escalado? —preguntó Mila—. A lo mejor fue allí para recordar a mamá».
Oskar la miró con tanta angustia que ella palideció de miedo.
«¿Qué pasa?».
«No estaba allí. No podemos volver nunca al árbol corazón», dijo con la voz tan apagada como sus ojos. «Prometédmelo».
Todas lo hicieron. Entonces, como si quisiera mantenerlos atrapados en el horrible recuerdo de aquel día, el invierno se alargó. Como si papá se hubiera llevado con él la primavera y los hubiera abandonado al frío.
—¿Mila?
La chica sintió que el miedo le bloqueaba la garganta mientras alternaba la mirada entre la cara de Sanna, con los mismos pómulos altos y ojos que papá, y el anillo. Se apartó y negó con la cabeza.
—Oskar no lo habría dejado. A lo mejor se peleó con ellos. A lo mejor se le cayó del dedo y…
Sanna esbozó una sonrisa triste.
—Estaba delante de la puerta, Mila. Lo dejó ahí para que lo encontrásemos. Es un mensaje.
Mila negó con más fuerza y las orejeras del gorro le bailaron. Sin embargo, al mismo tiempo, sintió que la duda le crecía en la base del estómago. La aplastó y la ignoró, e intentó aparentar seguridad al hablar.
—Voy al árbol corazón. —Le tendió el anillo, la capa y el gorro—. Me llevo a los perros, así que necesitarás esto para no coger frío aquí fuera.
Sanna suspiró, se guardó el anillo en la bolsita del cinturón y le dio un empujoncito cariñoso a Danya para levantar al animal. Se puso en pie y recogió la capa.
—Voy contigo.
—¿Y Pípa?
Sanna dudó un segundo, como si se hubiera olvidado de que ahora solo eran tres.
—Ve a buscarla. Trae también algo de comida. Ataré a los perros.
Mila soltó el aire que había aguantado inconscientemente. Aunque le encantaba el bosque, no le emocionaba la idea de pasar el día recorriéndolo sola. Mientras volvía hacia la casa, echó un vistazo a las huellas que la rodeaban, y más allá, hacia los alerces. Desnudos y pálidos como huesos, se agitaban con el viento helado y parecían mirar atrás.