Читать книгу Más allá del invierno - Киран Миллвуд Харгрейв, Kiran Millwood Hargrave - Страница 9
2. El desconocido
ОглавлениеQué lenguaje tan masculino para una niña tan pequeña —dijo una voz, profunda y contundente como los ladridos de Danya, que se hicieron más fuertes—. ¿Cómo te llamas?
Mila se levantó la bufanda y se cubrió los labios al notar un sabor nauseabundo e inhalar un asqueroso olor animal, tan amargo como la hierba podrida. Ante ella, se elevaba un caballo que le pareció tan grande y ancho como un granero. Sobre su lomo, viajaba un hombre cubierto de pieles que parecía tan grande como el equino. Llevaba colgada a la cintura un hacha de leñador, como la de su padre, y los ojos le brillaban de un color dorado con un destello salvaje sobre una barba de varios días.
Tras él, había una docena de figuras más pequeñas. Todos iban montados en ponis, camuflados, encapuchados y equipados con antorchas. Uno de ellos levantaba un estandarte bordado con un oso bajo un árbol. Las puntadas de oro de las raíces brillaban a la luz de las antorchas.
De ellos emanaba una nube de vapor caliente y los ponis resoplaban y daban coces para alejarse de los perros, que se lanzaron contra la puerta del cobertizo. El hombre levantó una mano y los dos animales enmudecieron de repente y cayeron al suelo como dos sacos vacíos.
—¡No! —Mila sacó los pies de la nieve, los tenía casi congelados—. ¡Dusha! ¡Danya!
Pero los perros permanecieron tumbados en silencio, con el hocico apoyado en las patas delanteras, las cejas temblando y los ojos muy abiertos. Hasta los árboles de detrás parecieron quedarse quietos.
Mila se volvió con cuidado hacia el grupo que lo acompañaba. Echó un vistazo más allá del hombre para mirar a otro jinete. Tenía el mentón despejado y parecía de la edad de Oskar. ¿Sería el hijo de aquel hombre? Observó las caras de los demás, uno por uno. Todos eran jóvenes, algunos apenas parecían un año mayores que ella. Era imposible que tuviera tantos hijos.
Se le atragantó la voz, como un pájaro enjaulado. El hombre pasó la pierna sobre el lomo del caballo y aterrizó en la nieve. Algo no iba bien…
Mila le miró los pies. Calzaba unas botas de cuero negras, muy elegantes y sin un solo rasguño, que no parecían mostrar ningún indicio de haber hecho un largo viaje, pero eso no fue lo que llamó su atención. El hombre no estaba en la nieve, sino sobre ella. No se había hundido en el suave algodón, aunque ella sentía cómo se le colaba por la parte de arriba de las botas y los ponis de sus acompañantes estaban enterrados casi hasta los corvejones.
Levantó la cabeza y el hombre la miró a los ojos con ferocidad. Cuando bajó la vista, se había hundido en la nieve hasta las pantorrillas. Además, ahora tenía las elegantes botas atadas a las piernas con unos cordeles dorados, como las raíces del árbol del estandarte. Mila parpadeó y el hombre sonrió, enseñando unos dientes grises y serrados como madera carbonizada. Tragó saliva y la bilis le subió hasta la lengua.
—Buen invierno —dijo el hombre y esperó a que le devolviera el saludo, pero no lo hizo—. ¿No vas a darnos la bienvenida?
—N… —Se aclaró la garganta y volvió a intentarlo—. No le conozco.
El hombre soltó una risotada tan cortante como su voz.
—Ni yo a ti, niña. Pero en el lugar de donde vengo, siempre damos la bienvenida a los visitantes que llegan cansados a nuestras puertas.
—¿Mila?
Se volvió como un resorte. No había oído la puerta abrirse, pero Oskar había salido, sin capa ni abrigo y con las botas desatadas. Detrás de él, las caras distorsionadas de sus hermanas se apretujaban contra la ventana de hielo como dos lunas gemelas.
—¿Así que Mila? —murmuró el hombre.
La aludida sintió un pinchazo detrás de los ojos; un aviso de un dolor de cabeza que estaba por llegar. Deseó que Oskar no hubiera dicho su nombre.
Su hermano se acercó caminando en círculos, como lo haría un lobo, atravesó con cuidado la nieve y se colocó entre Mila y el hombre. La empujó un poco y la chica entendió que le indicaba que entrase dentro, pero no quería dejarlo solo con ellos. Su constitución delgada y su cara desnuda hacían que el tamaño del hombre resultara más abrumador; un joven brote enfrentándose a un viejo roble.
—¿Quiénes sois? —preguntó Oskar, con la espalda recta y levantando la voz más de lo necesario.
Mila cayó en la cuenta de que el viento se había calmado y, aunque los árboles estaban más quietos de lo normal, el pelo de su hermano se agitaba sobre sus orejas.
—Hablaré con el hombre de la casa —dijo el desconocido y miró por encima del hombro de Oskar.
—Soy yo —dijo este.
—¿De verdad? ¿Y vuestro padre?
A Mila se le formó un nudo en la garganta y notó la misma tensión en la voz de su hermano al responder:
—Se fue.
—¿Qué edad tienes?
—Quince años invernales.
—¿Cómo te llamas?
—Oskar.
—Oskar —repitió el hombre con una sonrisa cruel—. Buen invierno, Oskar. Como le decía a Mila... —El dolor detrás de los ojos se intensificó—, hemos venido desde el sur. Nos dedicamos al comercio.
—¿Comercio de qué?
—Tesoros.
El hombre sonrió y chasqueó los dedos. Sus acompañantes se abrieron las capas y los cordeles de oro que llevaban en los tobillos quedaron a la vista. Mila nunca había visto oro tan trabajado, convertido en hilos finos y flexibles. Sin embargo, no diría que el resultado fuera bonito. Era nudoso y áspero, como las raíces talladas del cuchillo de Oskar. También feo y elegante, como el desconocido.
Oskar dio un paso vacilante y, como si fueran uno solo, todos los hombres volvieron a cubrirse con las capas.
—¿A dónde lleváis estas riquezas?
—Al norte.
La mirada del hombre dejó claro a Mila que no revelaría más información, pero sabía que no había mucho más al norte: solo la ciudad montañosa de Bovnik y el mar Boreal, el de las historias de islas mágicas donde aún existía la primavera.
—¿Qué asuntos os llevan a Bovnik? —preguntó Oskar.
—Eso es asunto nuestro —respondió el hombre con desprecio, en un tono más duro que antes—. Buscamos comida y permiso para encender un fuego y pasar la noche.
Tras un momento de duda, Oskar contestó:
—No sé si podemos daros nada.
El hombre avanzó un paso y a Mila se le llenó el corazón de orgullo cuando Oskar apenas vaciló.
—¿Cómo dices, chico?
—El invierno se ha vuelto muy duro —respondió—. Y el bosque es cada día menos generoso.
—Somos conscientes, pues lo hemos atravesado —escupió el hombre—. A lo mejor el bosque ya ha dado suficiente.
Oskar tragó saliva, pero añadió:
—No nos sobra comida. No voy a poner en peligro a mi familia.
—¿Así que sois más?
Mila tuvo un mal presentimiento. «No contestes», quiso decirle. El caballero la miró un segundo, como si la hubiera oído. Pero Oskar, que debió de creer que el hombre se había ablandado, contestó:
—Sí. Sanna, Pípa y Mila. Tengo tres hermanas.
—¿Tres? Menudo castigo. —Los demás se rieron y Mila se enfureció cuando Oskar se les unió sin mucho entusiasmo—. Pero son unos nombres bonitos.
Oskar dejó de reír y su gesto se volvió temeroso.
—Como veis, no puedo correr el riesgo de quedarme sin comida.
—Lo comprendo —respondió el hombre con voz suave—. Pero supongo que no nos negarás una porción de tierra y algo de musgo seco para encender un fuego.
—Por supuesto —dijo Oskar—. Voy a por ello.
Hundió los hombros y se volvió hacia su hermana.
—Vamos, Mila.
—Buenas noches, Mila —se despidió el hombre.
Sintió otro pinchazo de dolor en las sienes mientras entraba en casa y Oskar cerraba la puerta tras ellos. Respiró hondo, como si hubiera contenido el aliento hasta ahora, y tembló. Sabía que no dormiría bien con aquellos extraños tan cerca.
—¿Qué ha pasado? —farfulló Pípa. Oskar temblaba, y Sanna se agachó para quitarle las botas—. ¿Quiénes eran?
Pero Oskar la apartó con un gesto y tiró de Mila para frotarle los hombros y abrazarla con fuerza.
—¿Estás bien, Milenka?
Mila se acurrucó entre los brazos de su hermano mayor. Hacía mucho que no la llamaba así ni abrazaba a ninguna de sus hermanas. Desde que papá desapareció en la nieve, hacía cinco años de invierno, Oskar había tenido que madurar tan deprisa que se había dejado el amor por el camino, igual que papá.
—Sí —murmuró.
Oskar la apretó una última vez y la soltó.
—Bien. No quiero que habléis con ellos, ¿está claro? Voy a llevarles algo de musgo y luego nos quedaremos en casa hasta que se hayan marchado. Mañana no saldréis hasta que yo lo diga. ¿De acuerdo?
Incluso Sanna, que odiaba que su hermano pequeño le diera órdenes, asintió. Mila se volvió hacia la ventana helada y creyó ver una sombra que se movía.
El hombre no les había dicho cómo se llamaba. Sin embargo, sabía el nombre de su hermano y sus hermanas. Y también el suyo.