Читать книгу Doce mujeres - Kremer Harold - Страница 6

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Llamadas remotas


De nuevo el teléfono timbró y corrí a contestar.

—¿Aló? ¿Aló? ¿Aló?

A veces escuchaba un rumor lejano. Parecían voces. Otras veces creía oír una canción lejana y ruidos, solo ruidos.

De inmediato llamé al hospital y pedí hablar con la habitación de mi hija.

Respondió Mario, mi marido.

—La niña, ¿cómo está la niña? —pregunté.

—Sigue dormida. ¿Qué pasa, Kathy? Es la tercera vez que llamas. Te dije que si sucedía algo te llamaba. Vete a dormir, descansa un poco.

—Ya dormí —dije.

—Entonces toma un buen baño y luego sales a dar una vuelta.

—¿Y la niña?

—Te dije que sigue dormida, Kathy. No podemos hacer nada. Los médicos vinieron dos veces a mirarla. Yo estoy aquí, no te preocupes.

Colgué. El teléfono volvió a sonar. Lo levanté.

—¡Vete a la mierda, hijueputa! —grité—. ¡Ve a joder a tu gran puta madre!

—¡Kathy, soy yo! —Escuché la voz de mi padre—. Kathy, ¿pasa algo?

—¿Papá?, ¿papá?

—Hija, soy yo, ¿qué pasa?

Le conté lo de las llamadas.

—Si nadie habla, deben ser llamadas que se cruzan. No te alteres porque vas a enloquecer. ¿Cómo está la niña?

Le conté lo que me había dicho Mario.

—¿Dormida? —preguntó papá—. ¿Dormida o en coma?

Tomé aire.

—En coma, papá, pero Mario y yo nos decimos que está dormida.

Colgué y me puse a llorar. Luego, me levanté, fui al baño y vomité.


Conocí a Mario cuando trabajaba en un almacén de zapatos. En esa época me encantaba salir a bailar. Tenía novios de ocasión, a veces por una sola noche, pero era lo que me gustaba. No quería compromisos. Veía a mis amigas prisioneras de su pareja, encerradas esperando a sus hombres, algunas de ellas embarazadas. Muchas veces me encontraba a esos novios en las discotecas donde yo iba. Algunos me saludaban, otros se escondían y otros se acercaban a solicitarme complicidad. A Mario le vendí un par de zapatos. Tres días después volvió a comprar un segundo par. Me dijo, mientras se los medía, que realmente quería invitarme a salir. Me llevaba ocho años. Esa noche fuimos a bailar y luego terminamos en un motel. Así era mi vida en aquella época.

Seguimos saliendo. Mario se enteró de que, a veces, yo salía con otros y decidió invitarme más seguido. Luego lo enviaron de la empresa donde trabajaba, Plantas Eléctricas, a realizar un curso en Bogotá. Fue el alumno más destacado y le ofrecieron encargarse de entrenar a los novatos. Y se quedó tres años. De vez en cuando venía a visitarme. A veces, borracho, me hacía escenas de celos. Una vez, me golpeó. Llamé a la policía y lo encerra­ron. Le prohibieron acercarse a mi casa. Se fue a Bogotá y no volvió a llamar. Una noche sonó el teléfono: era él. Me dijo que llamaba de la esquina de la casa, que quería visitarme. Acepté. Un año después, Plantas Eléctri­cas lo trajo de nuevo con un mejor salario. Y fue cuando nos casamos.

Vivimos bien. Era una bonita relación. Mario era muy celoso, pero me enamoró. Quedé en embarazo de Marito, pero al nacer murió ahorcado con el cordón umbilical. Me sentí mal porque, luego lo supe, era un accidente que se podía prevenir. Mario pidió vacaciones y nos fuimos a Europa. Estuvimos un mes, en el que logré dejar atrás la historia de mi hijo. Cuando regresamos, compramos una casa y empecé a tomar cursos para ocupar el tiempo. Aprendí algo de jardinería, cocina japonesa, pintura, danzas folclóricas, cultura general, vitromosaico, escritura creativa. Luego quedé en embarazo de la niña. Me cuidé bastante y Silvia nació sin problemas.


Un día fuimos al centro comercial a comprar ropa y juguetes, y a tomar un helado. Era parte del premio que le íbamos a dar a Silvia. La niña brincaba de la alegría. Primero fuimos a la rueda y al trencito. Luego entramos a un almacén de ropa. Silvia escogió un vestido rojo. Desfiló con él para nosotros.

—Mami, ¿me veo bonita?

—Hermosa —comenté.

—¿Y tú qué opinas, papi?

Mario la levantó, la abrazó y le dijo algo al oído. La niña rio.

Después le compramos zapatos, un bolso, un par de pantalones y tres blusas. Mario dijo que iba a la librería. Nos entretuvimos la niña y yo tomando un helado y hablando de las vacaciones en Cartagena. De pronto alguien me tocó la espalda. Era María, una antigua compañera del colegio. Hablamos de todo y de todos.

—¿Sigues bailando? Eras la mejor, Kathy, siempre pensamos que ibas a ser una bailarina profesional.

—Sí —mentí—. Ya no bailo tanto como antes, pero sigo bailando.

Nos despedimos y me quedé pensando por qué no había vuelto a bailar. ¿Sería para evitar los celos de Mario? Él llegaba tarde del trabajo y yo estaba con la niña, pero a veces sentía nostalgia de algo, no sabía de qué, hasta que hablé con María y lo supe: era el baile, la noche, la rumba.

Mario volvió de la librería y decidimos ir al parque de diversiones. Silvia estaba feliz. La montamos en los caballitos y en los carros chocones. Antes de salir, Silvia insistió en subir a los aviones que giraban.

—No me parece buena idea —dije—. Eres muy niña para montar en esos aparatos.

Mario intervino:

—Montemos todos, la niña se lo merece.

Silvia había ganado con honores el año escolar.

—Yo no me subo —dije.

Mario rio. Me abrazó e insistió que era el regalo de la niña.

—Cierras los ojos —me susurró.

—Te montas tú con ella, yo me mareo —le dije.

—Vamos los tres, mamá —insistió Silvia.

—Sí, los tres —dijo Mario.

Observé los aviones y me pareció que no giraban tan rápido. Subimos. Mario aseguró a Silvia entre no­sotros. Cuando empezó a girar cerré los ojos. La niña gritaba y Mario reía. Los aviones empezaron a girar más rápido y yo me agarré de un brazo de Mario. Seguía con los ojos cerrados. De pronto sentí un golpe y un fuerte tirón. Desperté en el hospital. Mario estaba a mi lado.

—¡Silvia! —grité.

—La están revisando —me dijo Mario—. No fue nada grave.

Intenté levantarme y un fuerte dolor en la nuca y en la cabeza me lo impidió. Grité. Volví a intentarlo y no pude. Dos enfermeras me aplicaron un calmante.

Al despertar, un médico me revisó.

—Los exámenes salieron bien —me dijo—, solo contusiones.

Llamé a Mario y a Silvia. El médico me hizo recostarme. Dijo que él los llamaba. Mario entró solo.

—¿La niña, Mario, dónde está Silvia?

Se sentó a mi lado y me contó todo.

—El avión se zafó y volamos como treinta metros hasta estrellarnos contra un poste.

La niña y yo nos golpeamos en la cabeza. Silvia llevó la peor parte y estaba en coma. Grité, me quité la aguja con la que estaba inyectada y me levanté. Caí al suelo. Mario y una enfermera me levantaron y me acostaron. Luego me aplicaron otra inyección.

Al despertar no me dolía tanto la cabeza. Mario estaba a mi lado. Tenía los ojos rojos. Me apretó una mano y arrancó a llorar. Me sentía tranquila. Le pregunté qué pasaba y el llanto no le permitió contarme. Recordé lo que había sucedido y pensé lo peor, en la muerte. Cuando se calmó, me dijo:

—Silvia sigue en coma. Los médicos dicen que es grave.

Entonces cerré los ojos y sentí que se me inundaban de lágrimas.


A Mario se le incrementó el trabajo por las vacaciones que iba a tomar. Me trasladé a vivir a la clínica. Día y noche estaba al lado de la cama. A veces Mario me reemplazaba en la noche una o dos horas, mientras iba a casa a tomar una ducha y a cambiarme de ropa. No quería separarme de Silvia, pero Mario insistía.

—Debes despejarte un poco —me decía.

Corría y volvía.

Mario se quedaba una hora para hablar, pero no teníamos nada que decirnos, nos quedábamos sentados, tomados de la mano. Silvia llevaba ocho días en coma. Su cuerpo se veía frágil, estaba muy delgada y tenía la piel sin brillo. Hacia las once Mario se despedía.

—Me faltan siete días para salir a vacaciones, Kathy, siete días para dedicarme totalmente a Silvia.

Nos abrazábamos y se marchaba. Mario dormía apenas cuatro horas. A las cuatro de la mañana llegaba a la oficina y salía a las ocho de la noche. Así era Mario, mi marido, un buen hombre, el que nos protegía del maldito mundo exterior.

A veces dormitaba al lado de Silvia, otras le cantaba las canciones que a ella le gustaban o le frotaba el cuerpo con aceite como me había indicado el médico.


No sé cómo sucedieron las cosas. Realmente no lo sé. Era un jueves y Mario llegó a las siete de la noche. Me dijo que había logrado sacar el viernes libre y se queda­ría toda la noche y el día siguiente. Me ordenó que me marchara. Yo no quería, le dije que nos quedáramos los dos, que era lo mejor para Silvia en caso de que despertara.

—Tienes que comprar comida, organizar un poco la casa, descansar. Llama a Pilar para que te ayude y vuelve mañana en la noche. El miércoles salgo a vacaciones. Hagamos un último esfuerzo y ya veremos —dijo.

Me negué. Mario empacó las pocas cosas que yo tenía y abrió la puerta del cuarto.

—Vete —dijo—, vete, la niña te necesita fuerte.

Dudé, Mario fue hasta el asiento y me levantó. Me puse a llorar, me abrazó y nos quedamos un rato en la mitad del cuarto. Me llevó afuera y cerró la puerta. El pasillo estaba vacío a esa hora de la noche. Caminé des­pacio y tomé el ascensor. Afuera un aire tibio recorría la calle. Respiré, miré arriba, al piso donde estaba Silvia, y vi que la luz ya estaba apagada. Pensé que Mario tenía razón, que debía recuperar fuerzas, no dejar que se derrum­bara lo poco que teníamos.

Decidí ir a un supermercado. Compré carne, huevos, sopas en sobre, pollo, verduras, pan, leche, detergente. Hacía la fila para pagar, cuando alguien me llamó. Era Alejandro, un antiguo novio de mi adolescencia. Estaba atrás en la fila y noté que iba a pagar una botella de ron. Nos saludamos. Me pareció que los años aún no lo habían arruinado. Preguntó qué me pasaba. De inmediato me peiné con una mano y me froté el rostro. Le conté lo sucedido con Silvia y nos despedimos. Al salir no conseguí taxi. Me quedé esperando un rato hasta que un carro se detuvo y pitó. Era Alejandro. Ofreció llevarme a casa. Miré a lado y lado de la calle vacía y, casi sin pensarlo, subí.

Alejandro fue el primer hombre con el que tuve sexo. Salíamos a bailar y luego corríamos a moteles. A veces íbamos directamente a moteles y pasábamos la noche entera. Estuvimos juntos hasta que descubrí que salía con otra mujer. Pero siempre fue un buen recuerdo. Luego supe que se casó y tuvo tres hijas.

Alejandro me contó que su hija menor había muerto de un tiro en la cabeza por una bala perdida. Ese acontecimiento dañó su relación matrimonial. Él culpaba a su esposa por dejar que la niña saliera a la calle.

—No es que la acusara —me dijo—, pero sentía que fue por su culpa. Entonces no quise nada con ella. Empecé a dormir en otro cuarto y mi vida se desorganizó: estuve un buen tiempo dándole a la botella y saliendo con mujeres. Un día desperté en el carro. No me acordaba de muchas cosas, solo de rumbear la noche anterior. Llegué a mi casa y no quise entrar, cuadré el carro y me volví a dormir. Al despertar, hablé con mis hijas, con Juliana, hice mis maletas y me marché. Inicialmente viví en un hotel y luego convencí a mi madre de que me dejara vivir con ella. Me puso como condición que bebiera menos, y así lo hice. Eso permitió que mis hijas pudieran visitarme. A la larga fue una buena idea porque ahora todos vivimos en paz. Logré entender con el tiempo que Juliana no era culpable, ni nadie, solo el desgraciado que disparó al aire. Y no sabes cómo te entiendo, Kathy, porque a mí ya me pasó, y fue peor, porque Rosita murió.

Lloré sin poder contenerme. Alejandro me pasó unas toallas de papel. Detuvo el carro y nos quedamos un buen rato al lado de la avenida. Cuando me calmé y le dije que nos marcháramos, tomó una toalla y acabó de limpiar mi rostro. Y no sé si fue él, o yo, pero nos besamos. Al principio apenas pareció que nos rozamos los labios, pero luego empezamos a besarnos con mayor intensidad y terminamos abrazados, tocándonos los cuerpos, acariciándonos. De pronto, logré separarme y le dije:

—No, Alejandro, no, esto está mal, llévame a casa.


No había querido desconectar el teléfono, a pesar de las llamadas en las que solo había ruidos y voces extrañas. Timbró y corrí a contestar.

—¿Kathy?

Reconocí la voz de Mario.

—Sí, ¿qué pasa?

—¡Ven rápido a la clínica, Kathy! ¡Ven rápido!

—¿Qué pasa, Mario? ¿Qué le pasa a la niña?

—¡Ven, Kathy! —dijo y colgó.

La niña había muerto. Varias veces pensé en esa posibilidad y siempre la deseché porque pensaba que a mí no podía pasarme eso. Extrañamente no lloré. Mientras nos entregaban el cuerpo subimos a la habitación por las cosas de Silvia. Me senté en la cama vacía donde ella había estado acostada y luego me recosté. Sentí su olor en la almohada, en la sábana, en la cobija con la que estuvo cubierta. Sentado en la silla, al lado de la cama, Mario lloraba. Me levanté y le acaricié la cabeza. Mario se abrazó a mi vientre y siguió llorando.

—Yo soy el culpable —dijo.

—No, Mario —dije—, Dios sabrá por qué se la llevó.

—Me dejé convencer, Kathy. Tú no querías subir a esos aviones.

—No, Mario, yo acepté también. Fue un accidente, y nosotros no sabíamos qué iba a pasar. A veces las cosas pasan sin que podamos evitarlas.

—¡No a mí! —gritó, levantándose—. ¡Maldita sea! ¡He debido decir no, no y no, y nada hubiera pasado!

Hice todas las vueltas y al día siguiente cremamos a Silvia. Solo estábamos Mario y yo. Mi madre estaba en Europa de vacaciones y papá vivía en Barranquilla. No les avisé que la niña había muerto. Tampoco le avisamos a la madre de Mario, su único familiar, porque estaba muy enferma. Él no fue a la empresa ni llamó para informar sobre su ausencia. Al llegar a casa se tomó un whisky, sentado en la sala oscura. No hablamos. El teléfono timbró dos veces: contesté y, de fondo, se escuchaba una voz en otro idioma. Decía algo que yo no entendía. Pensé que tal vez era mamá. No me alteré. Estaba calmada; me sentía cansada pero serena. Quería estar sola, pero sabía que tenía que acompañar a Mario.

Me serví un whisky y me senté a su lado. Bebí casi medio vaso de un tirón, me recosté y cerré los ojos. Antes de que muriera la niña había pensado en separarme de Mario. La noche que me encontré con Alejandro descubrí que no quería seguir viviendo una vida que me era ajena, una vida que me resigné a vivir para complacer a Mario. No sé cómo sucedieron las cosas, pero esa noche lo traje a casa, bebimos y bailamos toda la noche. Me duele pensar que no acompañé a la niña en sus últimos momentos porque, mientras ella moría, yo hacía el amor con Alejandro. Sé que he debido decir no, no y no, pero algo dentro de mí, algo remoto, algo que me faltaba, me impidió decirlo.

Doce mujeres

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