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Sin aves y sin ruido


Ayer me atropelló un auto. Yo creía que en esos accidentes la gente quedaba desfigurada, despedazada o desangrándose, pero pasa que no siem­pre es así. Al menos no fue mi caso. El problema es que estaba distraída, pensando en Pedro, en lo que dijo el día anterior:

—Me largo porque nuestra relación ya no funciona —había afirmado mientras hacía la maleta.

Yo estaba sentada en la cama, observándolo empacar, muda, incapaz de entender la situación. Tal vez todo sucedió porque no volví a hablar de Simón Bolívar. En ocasiones me miraba, tal vez esperando que dijera algo, tal vez esperando que le ofreciera una explicación; quizá quería que me retractara sobre lo que dije de Simón Bolívar, pero no se me ocurría nada. Era como si el mundo se hubiera vaciado de palabras. Todo en mi vida había dado un giro hasta llegar a un punto en que nunca creí estar.

No es que me importara, sino que no lograba entender por qué lo hacía, y eso me había dejado muda. ¿Era por Bolívar? ¿O porque, sin quererlo, descubrí que él era estéril? Por eso, mientras seguía empacando se me ocurrió pensar en Santiago, el hombre al que había amado de verdad. O eso creía. Tal vez fue el único hombre al que me acostumbré y con quien creí vivir para siempre. Pensé que yo no sabía qué era eso de amar. Con Santiago no alcancé a vivir porque él no quería perder su libertad. Y yo lo aceptaba. Teníamos épocas en las que pasábamos todo el tiempo juntos, incluso en vacaciones. Hacíamos el amor a toda hora, en cualquier lugar. Una vez lo hicimos en el último asiento de un bus. También en la cama de mi madre y en la cama de sus padres. Recuerdo que me dijo:

—Ese es el verdadero lugar del amor, Daniela, allí fue donde nos concibieron.

Quizá yo creía que eso era amar. Luego supe que Santiago salía con otras mujeres. Cuando le hice el reclamo, me dijo que lo necesitaba, que era solo algo físico, que lo nuestro era algo más, algo espiritual.

—Somos dos almas gemelas que se necesitan para poder acceder al verdadero poder del amor —aseguró.

Hablaba bonito, siempre era así. Y, entonces, no me importó, aunque cada vez lo veía menos. Con el tiempo, empecé a salir con otros hombres. Y así lo hice hasta que apareció Pedro.


Pedro y yo nos conocimos en una reunión del sindicato de maestros. Pedro estudió Historia, y yo, Matemáticas. Había mucha gente y es posible que cruzáramos alguna mirada. Alguien, creo que fue Paola, logró arrastrarme hasta un bar al que íbamos a comer empanadas y a beber cerveza. Terminé sentada al lado de Pedro, escuchando no sé qué historia de Simón Bolívar. Luego, sin saber cómo, estaba en un motel, con Pedro encima de mí mientras me susurraba que mi coño estrecho era una maravilla histórica. Recuerdo que me reí y, entonces, se detuvo, me miró y me preguntó de qué me reía.

—De lo que dices —dije.

Enseguida se hizo a un lado y se quedó dormido. Estaba borracho, muy borracho, y no se pudo venir. Dormité un rato y cuando desperté seguía dormido, roncando. Hice algo que siempre hago con todos los hombres que han dormido conmigo: lo olí. Mi abuela me enseñó que eso es la única cosa en la que un hombre no puede mentir. Pedro olía a caña de azúcar agria. Recostada sobre los codos lo miré desnudo, con las piernas abiertas, el pene flácido. Me acerqué y lo empecé a lamer hasta que me lo metí a la boca y chupé. Pedro se revolvió un poco, dijo algo incomprensible desde el mundo de los sueños y se quedó quieto. Chupé hasta que sentí que iba creciendo. Debo decir que a mí siempre me gusta sentir que un pene se ponga duro dentro de mi boca. Y no sé por qué. Hay muchas cosas que no sé por qué las hago. Cuando se le puso bien duro, empecé a masturbarlo. Pedro se estremecía un poco, pero yo estaba segura de que no iba a despertar porque había bebido bastante. Volví a meterlo en mi boca, a masturbarlo, a chupar, hasta que sentí una pequeña explosión. Entonces lo relamí y me tragué todo el semen. Luego me lavé la cara, me vestí y salí. Afuera empezaba el amanecer.


Pedro dijo que se demoró un mes en encontrarme. En ese tiempo las cosas se aclararon aún más con Santiago: una noche, después de hacer el amor, me anunció que se iba a casar.

—¿Con quién? —pregunté.

—Con Marcela.

“La pobre Marcela”, pensé. La mosquita muerta de Marcela, la puta que fingía de niña desamparada y que los hombres siempre querían proteger.

—¿Y la libertad? —le pregunté.

—¿De qué hablas?

—De la idea sartreana de la libertad. Esa de la que tú hablas.

—Eso es pura mierda —me dijo—. Me di cuenta hace poco. Sartre y su mujer son los hijos de puta más grandes que ha dado Francia. Son unos charlatanes que solo quieren ser estrellas de farándula.

—Pero…

—Todos sus libros son reciclados de Kierkegaard, donde ya se plantea la idea del compromiso como una meta en la vida.

—¿Y cuál, entonces, es tu compromiso?

—Con la vida, con la felicidad, vivir sin angustias, ese es el fin.

—¿Y yo qué fui en tu vida?

—Una parte del camino, Daniela, una parte importante para llegar a este momento en que me di cuenta de cuál era mi meta.

Salimos a comer unos patacones con carne. Tenía hambre. Pedimos cerveza mientras los traían. Santiago seguía hablando de los existencialistas.

—Llegué a la conclusión de que las certidumbres reales son de las que debe partir todo hombre para alcanzar la felicidad.

Trajeron los patacones humeantes. Devoré el mío enseguida. Santiago seguía hablando y apenas comía. Pedí otra cerveza y encendí un cigarrillo.

—Está bien —dije—. No quiero oír hablar más de los existencialistas.

Fue cuando se concentró en el patacón hasta acabarlo. Me gustaba verlo comer. Al terminar fuimos al parque de San Antonio, compramos más cerveza y un cigarrillo de marihuana. Luego, fuimos a un motel e hicimos el amor dos veces más.

Y no lo volví a ver.


Durante varios días estuve sola; del apartamento al colegio y del colegio al apartamento. Y luego empecé a salir con algunos hombres. “Nada serio”, me decía, “no quiero nada serio”. Hasta que Pedro me encontró. Al principio me aburrió: los hombres tienen la costumbre de explicar en detalle a sus mujeres los tejemanejes de su profesión. Me ha tocado soportar conversaciones sobre cómo ser un vendedor eficiente, por qué los espaguetis La Muñeca son los mejores del mercado, cómo se construye un edificio, la mejor marca de carros y muchos etcéteras. Y casi siempre les da por hablar de esos temas después de hacer el amor. Es como si precisaran explicar la importancia de su presencia laboral en el mundo, justo después de un orgasmo. Esa vez nos fuimos a beber, yo me emborraché y Pedro me llevó al apartamento. Cuando desperté, estaba sentado en un asiento mirándome dormir.

—¿Dormiste bien? —preguntó.

Me levanté y fui al baño. Al orinar, entre los labios de mi vagina, sentí restos de semen. No me acordaba de haber hecho el amor. Terminé y enseguida vomité. Después traté de recordar cómo había llegado a mi apartamento y no logré juntar dos imágenes. Me bañé y salí. Desayunamos y luego hicimos el amor. Entonces, fue cuando Pedro empezó a hablarme de historia. Su pasión era la vida de Simón Bolívar. Entredormida lo escuché narrar la batalla del puente de Boyacá, la entrada triunfal a Santafé y su relación con Manuelita. Cuando desperté se había marchado. Encontré una nota sobre la mesa de cocina: “Fue una noche maravillosa. Te llamo a las 6. Pedro”. Y llamó.


Terminamos viviendo en mi apartamento. Como dije, no es que lo quisiera, pero me ayudó a soportar el abandono de Santiago. Desde el principio nos dedicamos a tratar de vivir la vida y salíamos a todas partes. Bebíamos bastante, sobre todo Pedro. A veces, cuando se quedaba dormido, me sentaba a contemplarlo. Otras veces lo masturbaba y me chupaba todo el semen. Me gustaba verlo retorcerse, y las cosas que decía dormido y borracho. Y claro que pensaba que él era Santiago.

Y me fui aburriendo, aburriendo de lo predecible que era Pedro, aburriendo de Simón Bolívar, de oírlo repetir, borracho, las proclamas libertadoras. En el fondo de mi alma seguía esperando a Santiago, pero en mi corazón ya sabía que no volvería. Y me dije: “Voy a tener un hijo con Pedro”. Es que dicen que un hijo la cambia a una. Creí que, quizá, empezaría a amarlo, que construiríamos un hogar y una familia. Y, entonces, empecé a coger a Pedro a toda hora: al desayuno, al almuerzo y a la comida. Cuando llegaba borracho, después de masturbarlo y chuparme el semen lo escupía en un vaso. Luego, me acostaba con las piernas abiertas recostadas contra la pared, y con una jeringa sin aguja me lo inyecta­ba en la vagina. Y pasaron seis meses sin que sucediera nada, hasta que el ginecólogo me dijo que el problema era Pedro. Una noche, después de hacer el amor, le dije:

—Quiero un hijo, Pedro, tengamos un hijo.

Se quedó un rato en silencio, fue al baño, luego se sentó con una botella de aguardiente y me dijo:

—Yo no puedo tener hijos, Daniela, soy estéril.

Me explicó que ya lo había intentado dos veces con tratamientos de fertilidad y nada había servido. Fue al escritorio y me trajo los papeles en los que se le ordenaba la prueba y los resultados después del tratamiento. Un sudor frío empezó a recorrer mi cuerpo. Se excusó por no decirlo antes y se justificó diciendo que él creía que yo no quería tener hijos. Cerré los ojos y me dejé ir. Me vi en un lago, flotando desnuda, observando un cielo azul, a veces amarillo, y otras, rojo. Estaba sola, muy sola, sin aves y sin ruido. Era un paisaje extraño y pensé que estaba muerta. De pronto, en el cielo, vi el rostro de Santiago, grande como un estadio, me miraba y me hablaba, pero yo no entendía lo que decía. Entonces, sentí que me sacudían y me llamaban, y era Pedro preguntando qué me pasaba.

—Nada —dije—, no me pasa nada.

—Oye, vamos a algún lado. Salgamos a tomar algo.

—No quiero beber —dije.

—Pues no quiero amargarme la noche con el cuento de no poder tener un hijo.

—Ve tú —dije—, tengo sueño.

Se quedó allí un rato dándole a la botella.

—A veces pienso que si Bolívar hubiera tenido hijos no habría sido el libertador de cinco naciones. Sin embargo dicen que cuando murió María Teresa del Toro, su esposa, estaba embarazada.

Bebió una copa, iba a hablar y guardó silencio.

—Sigue —dije.

—Sigue… ¿qué? —preguntó.

—Sigue hablando, vamos, sigue.

—No quiero seguir hablando.

—¡Lárgate! —le grité—. ¡Lárgate!

Me volteé y me puse a pensar qué iba a pasar con mi vida. No había encontrado un hombre de verdad, uno que quisiera tener un hogar, que estuviera contento solo de estar a mi lado, uno que no cambiara la vida de un hijo por nada, ni siquiera por liberar un país. Y menos un hombre que no había hecho nada en su puta vida (hablo de Pedro) y se alegrara porque María Teresa del Toro murió, y ese acontecimiento liberó a Bolívar para cumplir sus sueños.

Al rato me levanté. Pedro seguía allí, bebiendo.

—Está mal que pelees conmigo —dijo—. No tienes motivos para gritarme.

Seguí al baño, pero antes de entrar me devolví.

—¿Sabes que el hijo de puta de Bolívar dejó morir a su mujer?, ¿lo sabes? ¿Sabes que en la toma a Pasto violó a varias mujeres? ¿Y que donde llegaba violaba a niñas vírgenes? ¿Acaso no sabes que embarazó a muchas mujeres, todas provincianas, y nunca respondió por sus hijos? ¿Ese es tu héroe, malparido?

—¡Lo que dices es falso! —gritó—. ¡Son bochinches santanderistas! ¡No te voy a permitir que difames al Libertador!

Entré al baño y puse el cerrojo. “Que se vaya a la mierda”, me dije.


Esa noche, no sé por qué, recordé a Rosa, una vecina de enseguida de la casa de mis padres. Era una mujer muy bella que se ponía vestidos de campana de telas floreadas, que siempre estaba bien peinada y parecía recién arreglada en todo momento. Sus padres murieron en un carro que se estrelló contra un camión. A mí me encantaba oler su perfume, mirarla caminar con los tacones de punta y, sobre todo, oírla hablar. Visitaba a mi madre cuando mi padre estaba en el trabajo, y se sentaban a hablar de hombres. Rosa tenía la edad de mi madre, unos treinta y cinco años. Habían estudiado la primaria y el bachillerato juntas, y compartido secretos, alegrías y amarguras. Ahora sé (en esa época no lo sabía) que Rosa estaba en la edad límite para empezar a ser considerada una solterona. Creo que era eso lo que la hacía llorar, a veces, cuando susurraba con mamá sobre su desgracia. Corría el rumor, además, de que Rosa era lesbiana. Solo ahora también entiendo lo que sucedía: Rosa era una mujer agradable, alegre, conversadora, buena bailarina, tenía su propia renta y vivía sola. Y eso acobardaba a los hombres: le tenían miedo. Una vez salió con un vendedor de Pereira. Todo era una maravilla. El hombre, Héctor, se aparecía una vez a la semana porque siempre andaba de gira visitando almacenes de ropa. Y llegaba con flores, regalos, serenatas, invitaciones a bailar y a comer. Rosa parecía una adolescente. Estaba radiante, más bella que antes. Y el esplendor llegó cuando él le propuso matrimonio. Recuerdo que mamá la acompañó a hacer las compras del ajuar. Y un día antes del gran día, una mujer tocó a la puerta de su casa: era la esposa de Héctor, la mujer con la que tenía cuatro hijos allá en Pereira. No llegó a hacer un escándalo, simplemente se presentó, preguntó si podía seguir y durante una hora habló con Rosa. En la noche llegó Héctor, salió dos horas después y nunca más se le volvió a ver. El tipo confirmó todo lo que había dicho la mujer y le propuso que de todos modos se casaran, que él la quería, que él podía con dos hogares. Al negarse, con mucha sutileza le insinuó que ella no iba a conseguir, a su edad, un hombre como él. Y quizá ninguno. Rosa, la delicada Rosa, fue a la cocina por un cuchillo, se paró en la mitad de la sala y le dijo que se largara o lo asesinaba. Héctor se marchó. Luego, mamá la acompañó toda la noche hasta el otro día. Papá me dio de comer y me mandó a dormir. Al despertar al día siguiente, escuché a papá y a mamá discutir en la cocina. Papá decía: “No, no, no”, y mamá decía: “No digas no ahora, Rafael, piénsalo y hablamos en la noche”. Lo cierto es que Rosa terminó viviendo con nosotros, alquiló la casa donde vivía y las otras dos casas se las escrituró a mamá. Rosa estaba embarazada y tenía cáncer. Sabía que iba a morir y quería, si lograba nacer su hija, que mamá fuera su madre. Al mes de nacer Teresita, mi hermana pequeña, Rosa murió. Diez años después, Teresita murió. Entonces, mamá vendió todo y se separó de papá. “Descubrí que ya no lo quería”, me dijo una noche que nos sentamos a hablar sobre Rosa. “Es más, creo que nunca lo quise”. Mamá bebía una cerveza, me miró a los ojos un instante y volvió a beber. “Hay cosas que le hacen cambiar el rumbo a la vida”, dijo. “Yo no sabía qué me pasaba, qué sucedía, pero descubrí de repente que tu padre me daba asco. No lo aguantaba encima de mí bullendo como un salvaje. Me parecía que debía ser fiel a la vida de Rosa y de Teresita, y tu padre no cabía allí. Él siempre pensó que Rosa era una buscona, una puta buscona, como me lo dijo muchas veces”. Esa noche en la que mamá y yo hablamos hasta el amanecer me pregunté qué iba a pasar conmigo, con mi vida. Ya salía con Santiago. Era joven, nada me preocupaba, el mundo era reciente, pero esa noche me hice esas preguntas, y luego las olvidé…, hasta ahora, que tengo la misma edad de mamá y de Rosa cuando apareció Héctor.


Tres semanas después, Pedro empacó sus cosas y se largó de mi vida. No me importaba, pero me sentí mal. Creí que podía construir algo, algo significativo, algo que tal vez me acercara al amor, y terminé descubrien­do que en el mundo no hay amor, que me encontraba en una edad con unos sentimientos que nunca creí que llegarían a mi vida. Y todo porque no había pensado en ellos, porque creí que a mí no me sucedería. Me pasé treinta y seis años pensando que yo era única, y en realidad dependía de los demás. Y eso fue lo que estuvo mal, mal para todos.

Cuando se marchó, fui y compré media de aguardiente. Volví a casa y estuve toda la noche despierta escuchando música en una emisora. Pensé en mi padre y descubrí que era un ser lejano, muy lejano, no porque mamá lo abandonara, sino desde antes, desde mucho antes, desde que tengo memoria. Cuando se separaron, se dedicó a la bebida y a hablar mal de mamá. Entre las cosas que dijo, apuntó que, quizá, yo no era su hija. “Quizá”, dijo. No se atrevió a negarme del todo. Mamá dijo: “No importa lo que diga, basta con que seas mi hija”. En verdad no tengo recuerdos de papá durante mi infancia, excepto que llegaba cansado y me mandaba a dormir. A veces escuchaba la cama traqueteando cuando hacían el amor. Una vez los vi. Papá encima de mamá embistiéndola y mamá dejándolo hacer. Esa vez, ella vio que los estaba observando, pero nunca hablamos de esa noche. Nunca salimos juntos, ni me llevó a un cine, o a comer. De vacaciones me enviaban con mi abuela y volvía un día antes de entrar al colegio. Luego me enteré de que vivía con una mujer y después supe que lo mataron en una cantina. Nunca hablé de ese asunto con mamá. No sé si ella se enteró de su muerte, y si lo hizo, creo que no le importó. Recuerdo que mamá me decía: “No te dejes avasallar por un hombre, ellos siempre quieren penetrarte por todos lados…, hasta en tu cabeza. No lo permitas nunca. Gózatelos, acués­tate con ellos, devóralos, pero haz tu propia vida”. Y yo le dije: “¿Cómo una mujer como tú, que solo tuvo un hombre, puede decir eso?”. Mamá no me respondió, pero una sonrisa iluminó su rostro.


Entonces, desperté en el hospital. Una enfermera estaba poniéndome una aguja en el brazo. Un médico me preguntó cómo me sentía.

—Me duele la cabeza —dije.

Llevaba un día inconsciente.

—Estás bien. Solo tienes magulladuras. El dolor de cabeza pronto se te pasará.

A un lado, sobre un asiento alcancé a ver mi ropa y mi bolso. Más allá, sobre una mesa, un ramo de rosas. Pregunté qué me había pasado y me contaron. Recordé todo: creí que alcanzaba a pasar en último momento la vía peatonal. El semáforo ya había cambiado y el carro me atropelló. Afortunadamente, este apenas arrancaba. La enfermera me trajo una sopa que devoré con apetito. Me informó que llamaron a Pedro y que él estuvo al lado de mi cama toda la tarde. Me acercó la tarjeta que venía con las rosas. “Te amo, Daniela”, decía, “quiero que arreglemos nuestras vidas. Pedro”. “Que se vaya a la mierda”, pensé. Luego el médico me puso una inyección para dormir. Desperté a medianoche. Me levanté un poco dolorida y caminé hasta una ventana. La calle, casi oscura, estaba vacía. Había llovido. Respiré el aire, que olía a tierra mojada. Arriba, en el cielo, millones de estrellas titilaban, quizá saludando mi decisión de renovar mi vida. Ahora ya lo sabía: afuera había muchas histo­rias, pero la mía era única, y yo, solo yo, tenía que responder por ella.

Doce mujeres

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