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De los espacios aéreos a la hojarasca

Pulsaciones

Apartándome del grupo por un momento, me detuve en silencio entre las hileras de enredaderas, árboles frutales, tubérculos y arbustos. Los girasoles que tenía a mi lado se recostaban levemente. Una brisa casi imperceptible ponía a temblar las enredaderas. Desde el suelo se elevaba el olor de cáscaras de fruta en descomposición. A lo lejos se sentía un batir de alas. Más cerca se oían el mordisqueo de las larvas en las hojas de granadilla y el zumbido de los insectos sobre los arrumes de palos y ramas y los pétalos de las flores. Aquí se sentía mucho más fresco. Segundos más tarde, el zumbido se hizo más intenso. Mis únicas palabras para describirlo: cientos de dedos índices húmedos deslizándose por los bordes de vasos con agua. La vida y sus pulsaciones, la vida marchitándose, la vida que toma su próximo aliento que también puede ser el último. Este era el sonido —o, mejor, la fuerza— que impregnaba el aire cuando me bajé por primera vez del bus en San Miguel, Putumayo, en la finca-escuela La Hojarasca, palabra que se refiere a las hojas en descomposición que se suelen usar como compostaje. Miré a mi alrededor pensando erróneamente que así podría encontrar el origen discernible del zumbido. Grupos de campesinos conversaban al lado de una mesa de madera llena de semillas, unas tan grandes como puños, otras tan pequeñas como granitos de arena. Las gallinas y los pavos merodeaban a tropiezos por los matorrales. Una familia de patos corriendo y graznando a viva voz por su almuerzo de caña picada. Los pasos humanos crujían al pisar las capas de hojas y tallos secos, un sonido bien distinto del chapoteo de las botas cuando se deslizan por el barro desnudo y arcilloso. Se oía un corte de machete, el golpe pesado de la caída de un copoazú, risas, más zumbidos, la fricción de una piedra machacando hojas de bore. Los árboles estaban llenos de nidos de mochilero, y de vez en cuando lograba escuchar el llamado de estos pájaros: el sonido del agua, la percusión de una gota de agua, ese sonido casi eléctrico en el momento exacto en que golpea una superficie y se transmuta en formas disímiles. Estaba tan cautivada por todo lo que pasaba a mi alrededor y por todo lo que esto hacía y deshacía en mi interior que no sentí otra presencia humana hasta que oí una voz a mis espaldas: “¿Cierto que la vida hace más feliz a la vida?”, preguntó la persona mientras se acercaba adonde yo estaba, en medio de la huerta que nos envolvía.


Figura 1.1. Nidos de mochilero en San Miguel, Putumayo, agosto de 2007

Foto de la autora

Una pregunta nada sencilla. Este fue mi primer encuentro con Heraldo Vallejo y con la poderosa, pero vulnerable, fuerza de una propuesta colectiva como La Hojarasca.

“Arrimarse al árbol que más sombra da”

Una cruz de madera incandescente

Un tablero salpicado de agujeros de bala

Una mano callosa acuna una piña medio podrida…

El día en que conocí a Heraldo acababa de pasar la semana en una delegación de la organización no gubernamental (ONG) Acción Permanente por la Paz, conformada por estudiantes universitarios, asesores legislativos, abogados y activistas de Estados Unidos. Como lo indica el nombre en inglés de la organización (Witness for Peace), el propósito de nuestro viaje al Putumayo en aquel agosto de 2007 era servir como “testigos” presenciales de los efectos negativos del Plan Colombia en las comunidades y los paisajes locales. También debíamos recolectar evidencia testimonial y de otros tipos para apoyar los esfuerzos ciudadanos en oposición a la política antidroga estadounidense.1 La violencia producida por la guerra crea su propio régimen humanitario, una sombra dialéctica y denunciadora que, irónicamente, varias veces me dio la impresión de ser la otra cara de la misma moneda militarizada. El día antes de nuestra visita a La Hojarasca nos acompañaba una mujer campesina en un cacaotal moribundo, parte de un acuerdo de sustitución de cultivos ilícitos que los campesinos habían firmado con la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), el cual había sido fumigado con glifosato hacía dos semanas. “No hay manera de contar esto”, nos dijo. Nos quedamos en silencio por un largo rato en su cultivo. Un grupo de vecinos indignados fue formándose frente a la casa, mostrando plátanos deformes, piñas podridas, cáscaras marchitas y más hojas de cacao llenas de huecos y manchas. Expresaban sus inquietudes sobre el largo tiempo que el herbicida glifosato puede permanecer en el torrente sanguíneo, en los suelos y en las cuencas de los ríos. Hablaron de las gallinas que les habían robado, de las cercas que les habían tumbado y de los abusos verbales y físicos que habían sufrido cuando erradicadores manuales acompañados de militares y policías pasaron a arrancar las tercas matas de coca que habían sido rescatadas de las avionetas aspersoras por campesinos igualmente tercos e ingeniosos. Los erradicadores fueron dejando hileras de huecos en el suelo, así como desempleo, hambre y violaciones de derechos humanos.


Figura 1.2. Plátanos fumigados con glifosato en el Valle del Guamuez, Putumayo, agosto de 2007

Foto de la autora

Las familias rurales, tanto aquellas con arraigo antes del auge comercial de la coca como las que migraron a la región y terminaron trabajando en distintas labores que las vincularon a la economía de la coca, tenían serias dudas sobre la posibilidad de seguir viviendo de la agricultura en el Putumayo, ya fuera por medio de la coca o de otros cultivos. Un silencio escalofriante asolaba gran parte del campo. Mucha gente, incluyendo un agrónomo empleado por la Secretaría Departamental de Agricultura, nos dijo que ya no seguiría sembrando alimentos ni cultivos comerciales hasta que el Estado o la Embajada de Estados Unidos abolieran definitivamente las fumigaciones aéreas. La política antidrogas “está acabando con la vida”, nos decían. La toxicidad era inevitable. En cualquier momento podrían ser arrebatados los recursos que hacen posible el florecimiento de los seres vivos. De repente, la punzada de una gota, una hoja humedecida, enzimas inhibidas y el final de la síntesis: un estrangulamiento de la vida de adentro hacia afuera.2 Para nadie era un secreto que su fuente de vida había sido extirpada para permitir que la vida en otra parte, así como en el propio suelo herido, pudiera decirse segura, sana, protegida y próspera.

Las comunidades que aceptaron erradicar ellas mismas la coca como requisito para participar en los programas de desarrollo alternativo de la Usaid siempre estaban a la espera de la siguiente ronda de nuevos subcontratistas, tristemente célebres por su mal manejo de los presupuestos para los proyectos. Las organizaciones comunitarias improvisadas que se formaban para asegurar la asignación de fondos casi siempre se derrumbaban tan pronto como terminaban los ciclos de proyectos. La preocupación principal de la gente tenía que ver con cómo inscribirse en el siguiente programa de ayuda estatal o, en palabras de un campesino, “cómo arrimarse al árbol que más sombra da”. En mis entrevistas en la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC) en Bogotá, la cual alberga el Sistema Integrado de Monitoreo de Cultivos Ilícitos (SIMCI), los funcionarios expresaron sus dudas sobre por qué el Estado debería verse obligado a desarrollar zonas remotas del territorio que la gente penetró —es más, deforestó— para involucrarse en actividades ilícitas de manera clandestina. Las familias del campo, por su parte, afirman que se vieron obligadas a migrar a zonas marginales debido a los ciclos de violencia y despojo en el interior del país, la falta estructural de acceso a mercados viables y a servicios estatales, la implementación de políticas neoliberales que han empeorado la pobreza urbana y rural y finalmente la naturaleza represiva e indiscriminada de la política antidrogas. En las fases I y II del Plan Colombia (aproximadamente, entre 1999 y 2010), los paradigmas del desarrollo alternativo hicieron una transición de un enfoque inicial en pactos sociales y sustitución de cultivos hacia la creación de una “cultura de la legalidad” basada en proyectos de orientación agroindustrial y alianzas con el sector privado. Las intervenciones asistencialistas, condicionadas a un imperativo de “cero tolerancia, cero coca”, relegaron a las comunidades a un papel de beneficiarias. El desarrollo alternativo ha seguido la misma lógica de mercado de los cultivos comerciales de coca, una lógica que busca remplazar cultivos ilícitos para la exportación por cultivos comerciales legales también para el mercado internacional, como la pimienta negra, el café, la vainilla, los palmitos, las heliconias y el cacao.

En mis entrevistas con la Usaid, el personal de esa entidad se refirió al fracaso de los proyectos de desarrollo en el Putumayo a lo largo de más de una década y a un costo de más de 80 millones de dólares como “una curva de aprendizaje desafortunada, pero instructiva”. Los costos de producción en zonas lejanas con poca infraestructura fueron mucho más altos de lo anticipado. No se llevaron a cabo estudios de mercado para garantizar la existencia de oportunidades para nuevos productos agroindustriales. La ayuda dirigida únicamente a las familias cultivadoras de coca tan solo estimuló el aumento de los cultivos y dejó sin apoyo a quienes no tenían cultivos, pero dependían para su sustento de otros eslabones de la cadena de valor de la coca. Los cultivos comerciales se vieron afectados por problemas de “control de calidad”, como hongos y plagas tropicales. La expectativa de que la gente delataría a sus vecinos y ayudaría a arrancar sus matas de coca por la fuerza lo único que hizo fue fracturar las relaciones comunitarias y empeorar los conflictos sociales. Este listado de problemas no incluye otros fiascos de la Usaid que han señalado las comunidades: gallinas sin pico traídas de Estados Unidos, las cuales resultaron tan inútiles que fueron a parar directo a la olla del almuerzo; vacas entregadas a familias sin potreros, que terminaron vendiéndose a narcotraficantes; una planta de procesamiento de carne que se tuvo que cerrar indefinidamente, luego de que la guerrilla de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia-Ejército del Pueblo (FARC-EP) voló la planta de energía regional; una fábrica de palmitos quebrada tres veces por la corrupción administrativa; cultivadores de pimienta que no podían pagar sus préstamos, porque esta resultó demorarse en madurar seis meses más de lo que habían previsto los agrónomos; heliconias destinadas a supermercados en Bogotá que se convirtieron en hogares para un gusano que ahora ataca las variedades locales de plátano de pancoger.3 La lista sigue y el panorama tan absurdo como trágico de incompetencia generalizada y de despilfarro económico empieza a parecer hasta conspirativo.


Figura 1.3. Resultado de la fumigación aérea con glifosato en el Bajo Putumayo, agosto de 2007

Foto de la autora

Nuestra delegación visitó la finca-escuela de La Hojarasca después de presenciar varios de estos proyectos fallidos de la Usaid. A la vuelta de un campo donde una gran cruz de madera se erguía solemne detrás de una casa abandonada sin ventanas: ahí funcionaba la escuela. La casa había funcionado como un centro de interrogación donde los paramilitares habían torturado y desaparecido a sus víctimas entre 1998 y 2006. Durante este tiempo, la coalición paramilitar de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) ocupó los centros urbanos de la subregión conocida como Bajo Putumayo y se disputó con la guerrilla de las FARC-EP el control de la población local, el territorio y la tributación del comercio de cocaína.4 La cruz se instaló en el campo para marcar la presencia de una fosa común que no podía revelarse oficialmente a las autoridades locales, por la complicidad del Estado en la violencia paramilitar y porque la guerra aún seguía presente. Una línea de árboles sobrevivía a los enfrentamientos entre los grupos armados y hacía las veces de barrera “natural” entre las FARC, relegadas a los corredores rurales, y las AUC, que tomaron el control del pueblo.

Don Pedro, un alumno de La Hojarasca que vivía cerca de allí con su hijo mayor y sus dos nietos, nos acompañó en nuestra caminata por la trocha empantanada que los pobladores rurales, con ayuda de las FARC-EP, abrieron en el bosque en los años ochenta para brindar una infraestructura más o menos transitable hacia la cabecera municipal. Todo el Putumayo carece de acceso al agua potable, y la comunidad de don Pedro, al igual que tantas otras zonas rurales del país, no dispone de electricidad ni saneamiento básico. Pasamos una enorme ceiba que había sido bañada en glifosato justo al lado de su predio. Con una extraña precisión, el árbol parecía haberse dividido en dos. Una parte se desintegraba lentamente, mientras que la otra parecía resistirse a la muerte y se mantenía verde y llena de vida. La ceiba había estado ahí desde que don Pedro tenía memoria, y su esperanza era que la mitad que se mantenía con vida pudiera aguantar lo suficiente como para atraer murciélagos polinizadores y repartir semillas con la brisa. La Hojarasca, nos explicaba, era parte de un proyecto más grande de desarrollo sostenible llamado San Miguel Mira hacia Colombia y el Mundo, coordinado por el Centro de Investigación y Educación Popular (Cinep), una ONG jesuita de Bogotá. Durante los dos años en que funcionó como escuela, antes de que finalizara su ciclo de financiación y el Cinep retirara sus proyectos del Putumayo, alrededor de 200 campesinos de tres de los trece municipios del departamento se diplomaron en agricultura amazónica sostenible.5 Heraldo Vallejo, quien tenía 50 años cuando nos conocimos, fue uno de los socios intelectuales del diseño y la fundación conceptual de la finca-escuela. En particular, su propuesta seguía una metodología “campesino a campesino”, “indígena a indígena”, que buscaba multiplicar las agriculturas que luego oiría llamar de formas heterogéneas: agriculturas amazónicas, análogas, sucesionales, biológicas, místicas y de selva.

La Hojarasca

Lo que más me impactó cuando llegué por primera vez a La Hojarasca fueron las pulsaciones que generaba la escuela, su resonancia literal a fuerza de existir en medio de una ecología criminalizada. Eran manojos de vida en constante pulsación —entreverados densos de plantas diversas, hojas y raíces en descomposición, zumbidos de insectos, sonidos de animales pequeños y pájaros arropados por la selva y los quehaceres humanos— que le permitían forjar un espacio transformativo para sí misma, por más precario que fuera. Este no era un espacio donde la vida simplemente aguantaba en medio del sufrimiento social, el abandono y la contaminación; era un lugar donde se ponían en marcha otros modos de comer, de sembrar, de ver, de caminar, de intercambiar, de cultivar, de componer y, así mismo, de descomponer. La finca-escuela era una especie de estática, como lo plantea Michel Serres (2007, 95), que se hacía poderosa, no por ocupar o emanar de algún centro sino porque su germinación llenaba temporalmente su entorno. Para Serres, los actos estáticos actúan como una especie de interferencia o ruido que al desactivar ciertas conexiones y vías de comunicación también facilita otras. Así como los saltamontes en El parásito, que no paran de cantar y de llenar espacios en su contraataque frente al ruido de las motosierras que intentan desplazarlos y ocupar el bosque, las pequeñas pulsiones de energía que emanaban de la finca-escuela ahuyentaban fuerzas mucho más grandes y devastadoras. En ese momento, la vida hacía la vida más feliz. La escuela me parecía un saltamontes que resonaba y defendía para sí un espacio al interrumpir el cruel silenciamiento y los mecanismos de destrucción de una guerra contra las drogas desmoralizadora y represiva.

Sin embargo, cuando La Hojarasca dejó de recibir los fondos del Cinep se transformó en algo más. Ya no era una escuela. Volvió a ser una finca en manos de sus dueños originales, la Asociación Agroindustrial Integral Comunitaria de San Miguel, administrada por una sola familia hasta que se volvieran a conseguir recursos para una nueva ronda de estudiantes. No estaba claro si la escuela iba a poder continuar. En ese sentido, su experiencia no era muy distinta de la larga historia de iniciativas de desarrollo financiadas provisionalmente por entes externos en el Putumayo. A la escuela no la apoyaban condiciones de posibilidad fijas, sino algo más parecido a lo que Kathleen Stewart llama las “verdaderas líneas de potencialidad que un algo que va tomando forma trae a la mente y pone en marcha” (2007, 2). No obstante, marcando un fuerte contraste frente a los programas vecinos de la Usaid, los cuales llegaban como en paracaídas “desde el centro a la periferia”, La Hojarasca intentaba juntar y multiplicar una diversidad de aptitudes, deseos de aprender y modos ya existentes de relacionarse con las agriculturas amazónicas o de la selva. La finca-escuela no era un proyecto delimitado con cronogramas rígidos y presupuestos impuestos desde afuera, sino un proceso en movimiento, y como tal lograba acoger las densidades y texturas afectivas —aquellas de las que habla Stewart— del espesor relacional del presente. Este espesor es habitado por pensamientos, sentimientos, sueños, formas de ser y transformaciones materiales reales, que existen y se hacen posibles en el marco de intentos por desatarse, en la medida en que sea posible, de las definiciones dominantes, para así transformarse en algo distinto.

La Hojarasca era impulsada por los deseos de cada vez más campesinos para distanciarse, aunque no se lograra del todo, de los discursos moralizantes y la codificación estigmatizante de las categorías estatales existentes: cocalero, auxiliador de la guerrilla, beneficiario del desarrollo, mendigo, víctima, colono desarraigado y depredador, población flotante y hasta campesino del Putumayo. Esta última fue una categoría que me encontré utilizando, al igual que ellos, lo cual nos hizo notar a ambos lo difícil que es escapar de la maraña del reconocimiento codificado por el Estado. Más allá del simple hecho de denunciar o resignificar estas identidades en disputa, la visita a la finca-escuela fue mi primera lección para aprender que ese distanciamiento depende de todo un conjunto de transformaciones materiales, conceptuales y ético-políticas, en y con una ecología una ecología andino-amazónica particular.

Algunos de los campesinos que conocí ese día habían rechazado los cultivos comerciales de coca desde su llegada al Putumayo, aunque la respetan y la cultivan como medicina, como sustento, como fuerza espiritual y como un elemento constitutivo de la biodiversidad local. Otros eran cocaleros que buscaban activamente una transición que les permitiera dejar atrás la economía de la coca, cansados de la persecución estatal, la fluctuación de los precios del mercado, los crecientes costos de producción y el carácter insostenible de un sistema agrícola de monocultivos en la Amazonía.6 Con los monocultivos de coca también llegaron los agroquímicos al territorio, a finales de la década de los setenta, y se redujo la diversidad de las semillas que se siembran en él. Esto llevó a una profunda alteración y homogeneización de las variedades de semillas, plantas y árboles, así como de las recetas y prácticas alimentarias locales. La producción de alimentos tanto comerciales como de pancoger se vio desplazada. Cuando las FARC-EP impusieron un paro armado en 1998 que aisló al Putumayo del interior andino del país y bloqueó el transporte de alimentos desde los departamentos vecinos, las comunidades rurales se dieron cuenta de lo delicada que se había vuelto su situación a raíz de su creciente dependencia alimentaria, que a su vez producía dependencias económicas y políticas.

Pero como me lo explicaron los mismos campesinos de La Hojarasca, tampoco se trataba de una añoranza simple y romántica de los tiempos de antes de la coca, cuando muchas familias rurales empleaban prácticas agrícolas insostenibles que habían traído de sus lugares de origen en la región andina. Me hablaron de las décadas que pasaron tumbando bosque para sembrar arroz y maíz, lo cual hizo que las cosechas fueran cada vez menores. Sin la protección de la selva y sin el alimento que brinda la hojarasca en descomposición, los suelos quedaban a la intemperie, expuestos a la intensa luz del sol tropical, a fuertes lluvias y el lavado de nutrientes. Al ser percibidos como suelos degradados, estas parcelas luego se convertían en potreros e inevitablemente se vendían a personas con capital (léase ganado). A su vez, esto lleva a los campesinos a tumbar todavía más bosque para repetir el mismo círculo vicioso. Las familias rurales se iban viendo desplazadas cada vez más hacia el interior de la selva y más lejos de los mercados de los pueblos y de los medios de transporte. Sus costos de producción aumentaban y nunca eran compensados por los bajos precios que les pagaban los intermediarios por cultivos tradicionales de pancoger como plátano, banano y yuca. En los años setenta y ochenta, el Instituto de Mercadeo Agropecuario (Idema) les compraba arroz y maíz a los campesinos de zonas de frontera como el Putumayo para venderlos a precios subsidiados en los barrios populares de las principales ciudades del país, como Bogotá, Medellín y Cali. De su experiencia con el Idema, los campesinos recuerdan que con frecuencia quedaban a la deriva esperando que les pagaran, merodeando por el pueblo, durmiendo en el parque y perdiendo tiempo y dinero lejos de sus fincas durante varios días. Para algunos, sus fincas quedaban a varias horas a pie, en canoa, en mula o a caballo. Luego de la liquidación del Idema, el Fondo Ganadero del Putumayo entró en quiebra debido a la corrupción en su manejo. Poco tiempo después llegaron los cultivos comerciales de coca a la región, que ofrecían ingresos relativamente superiores, así como mayores facilidades en el transporte y un mercado garantizado, a pesar de los altos costos de inversión en pesticidas, fertilizantes y otros insumos químicos requeridos para cultivarlos y cuando la gente también participa en la fabricación de pasta base de cocaína.


Figura 1.4. Aprendiendo de la huerta de enredaderas y de Heraldo Vallejo. Mocoa, Putumayo, enero de 2013

Foto de la autora

Los campesinos que conocí en La Hojarasca, al igual que todas las familias rurales, las redes, los colectivos y los movimientos sociales agrarios que acompañé en los años siguientes, me explicaron que para ellos tanto los monocultivos de coca como las alternativas oficiales obligan no solo a la gente, sino a todas las formas de vida con las que viven y trabajan, a volverse parte de las relaciones de producción capitalistas. En parte, su crítica a esta lógica económica es que trata el intercambio de mercancías como el principio fundacional de la sociabilidad agraria. Esta sociabilidad se basa en el supuesto de que el campesinado es simplemente una población rural pobre que no tiene la tecnología, el capital financiero, las alianzas empresariales y la ética de trabajo adecuados para convertirse en grandes productores agroindustriales. Para Nelso y María Elva, una familia campesina desplazada a Mocoa con la que construí una profunda relación, esto es lo que ellos llaman “campesinos jugando a ser capitalistas sin capital”. Este modelo económico, afirman ellos, considera la agricultura campesina como un modo de vida obsoleto. Así mismo, por su desconocimiento de las particularidades culturales, la diversidad de economías y familias campesinas, al igual que las condiciones agroecológicas del territorio amazónico, también ha convertido al Putumayo en un laboratorio para políticas públicas fallidas. Estos campesinos no rechazan todas las transacciones de mercado, sino la manera reduccionista e inevitable en que el “mercado” se ha definido exclusivamente como capitalista, basado en las exportaciones, industrializado, competitivo y basado solo en el dinero y la mercancía. Si bien los diversos modos de producción, intercambio y trabajo en la región no han sido eliminados del todo, el trueque, las mingas de trabajo comunitario y cooperativo, los mercados campesinos y otras relaciones no capitalistas o anticapitalistas se han marginalizado de manera considerable.

Ahora bien, como ya lo mencioné en la introducción, la presencia continua y los legados de 40 años de producción de monocultivos de coca no son vistos como el único o el principal “problema para resolver”. En un sentido stengeriano, la situación concreta —o, mejor aún, la selva— ha forzado una política de atención y una ética de respuesta diferentes. Al equiparar el hecho de vernos obligados por una situación con el de darle a la situación el poder de hacernos pensar, Stengers (2005a, 1985) nos invita a ampliar el alcance de nuestra comprensión de la obligación. En este sentido, la formulación de un problema nunca puede disociarse de su oikos, es decir, de un entorno o ambiente que requiere un ethos y un compromiso analítico específicos. Cuando nos sentamos a conversar en el aula al aire libre de La Hojarasca, Heraldo me explicó que, de manera históricamente contingente y diferencial, muchos habitantes rurales, tanto indígenas como no indígenas, y tanto aquellos que llegaron al Putumayo como aquellos que nacieron allí, resultaron “sin saber dónde están parados”.7 “No saber dónde está parado uno” es el resultado de formas de alienación producidas estructuralmente que aíslan a la gente de la multiplicidad de relaciones que componen y descomponen el lugar en el cual está ubicada físicamente y, por ende, del mundo del cual forman parte. Un mundo, como luego aprendería, donde el hecho de cultivar también implica procesos de ser cultivado por aquello que en los siguientes capítulos llamo ojos para ella, la selva.

El “Hombre Amazónico”

Nacido en 1957, en la vereda rural El Pepino, a las afueras de Mocoa, la capital del Putumayo, Heraldo pasó la mayor parte de su niñez más hacia el sur, luego de que su abuelo convenció a la familia de irse a vivir al municipio de Puerto Asís, donde la tierra era más accesible. Trabajó cuidando ganado, limpiando potreros, vendiendo queso y leche, además de cosechar arroz y piñas, criándose “como cualquier otro campesino”, como él mismo lo dice. El dinero que se ganaba era para pagar sus gastos escolares, pues su familia no tenía cómo educar a sus cinco hijos. Aun así, tuvo que salirse del bachillerato y luego validar el año que perdió. Heraldo fue uno de los dos únicos estudiantes de su escuela rural con los medios para ir a estudiar a la universidad más cercana, en el vecino departamento de Nariño. Luego de haber pasado seis meses preso por su condición de líder estudiantil, al igual que tantos otros estudiantes de universidad pública en esos tiempos, y tras haberse graduado como zootecnista, Heraldo volvió al Putumayo a principios de los años ochenta y comenzó, como dice él, a “desaprender” las enseñanzas dominantes de las ciencias agrícolas modernas que había aprendido en la universidad.

Este proceso de desaprendizaje y reaprendizaje fue inspirado por el hecho de que Heraldo, como dice él mismo, “siempre había presenciado otras formas de hacer las cosas” por parte de sus vecinos indígenas y campesinos, y de algunos de sus familiares. Al regresar al Putumayo, justo cuando empezaba el auge de los monocultivos de coca y la implementación —y el fracasso— de los primeros proyectos de desarrollo alternativo y sustitución de cultivos, Heraldo comenzó a cuestionar la aplicabilidad de los modelos agrícolas dominantes en el Amazonas, así como las lógicas productivistas que subyacían a esos mode-los. Como lo explico en el capítulo 4, Nelso y María Elva citan el influyente trabajo del padre Alcides Jiménez, un cura católico inspirado por la teología de la liberación, quien motivó las primeras alternativas agrícolas amazónicas tras la llegada y la expansión de los monocultivos de coca. En las décadas de los ochenta y noventa, el padre Alcides era reconocido por repartir semillas amazónicas tradicionales, en vez de hostias, en las misas que celebraba en la iglesia de Nuestra Señora del Carmen en Puerto Caicedo, Putumayo. Heraldo utiliza la expresión agricultura de la muerte para referirse a las prácticas extractivas que resultan cuando los campesinos se ven a sí mismos como entes externos y no como parte de las relaciones que conforman los ciclos de existencia de la selva. De manera más concreta, la agricultura de la muerte se refiere a la dependencia de insumos químicos, la introducción de semillas patentadas o transgénicas, los sistemas de monocultivo para la exportación, la titulación de tierras basada en la deforestación, las transferencias de tecnología de la Revolución Verde y las más recientes reformas neoliberales. En su conjunto, todos estos elementos son vistos como mecanismos para estrangular y hacer obsoletas las diversas prácticas y economías campesinas e indígenas.8 El antropólogo Henry Salgado Ruiz utiliza el término necropolítica agraria (2012, 4) para describir la guerra que se ha librado contra los campesinos en Colombia desde la década de los veinte. Salgado utiliza este término como crítica al concepto de colonización espontánea, que se suele utilizar para caracterizar el poblamiento de los territorios de frontera, el cual invisibiliza los procesos históricos y recurrentes de exclusión y despojo de las comunidades rurales y las relaciones políticas dominantes que caracterizan al sector agrícola del país.

Teniendo en cuenta que a lo largo de la historia se ha carecido de asistencia técnica estatal agroecológicamente adecuada, que durante décadas el Gobierno nacional ha incumplido los acuerdos políticos firmados luego de paros cívicos y que tanto los monocultivos de coca como las represivas políticas antidrogas han reducido la producción local de alimentos, Heraldo y un pequeño grupo de campesinos han construido una red regional informal de asistencia técnica agrícola alternativa. A través de los años, Heraldo se hizo conocido en las comunidades campesinas, indígenas y afrocolombianas, e incluso entre algunos tecnócratas y burócratas estatales, como el “Hombre Amazónico”. El apodo reconoce el carácter amazónico de sus filosofías de vida, su ethos crítico y su orientación técnico-práctica. Su reputación y trayectoria le otorgaron un papel formativo en La Hojarasca. Después de nuestro encuentro en la finca-escuela, Heraldo me invitó a visitar su finca de dos hectáreas a las afueras de Mocoa, la cual está trabajando para convertir en un espacio de encuentro y aprendizaje colectivo. Aunque Heraldo es muy apreciado por diversos sectores, varias veces oí a funcionarios estatales referirse a él como un “visionario utópico” o un “soñador” para el que el Putumayo todavía no está listo. En los peores casos, su conocimiento era menospreciado, porque se consideraba que el conocimiento compartimentado de un zootecnista solo tiene que ver con los animales y no con la agricultura. De manera aún más peligrosa, se decía que sus ideas eran patentemente “comunistas”. En un país donde los “comunistas” han sido perseguidos y asesinados de manera sistemática, una estigmatización de este tipo no es una amenaza pequeña.

Durante mi trabajo de campo de largo plazo, acompañé a Heraldo y a otros productores campesinos alternativos en su trabajo solidario con asociaciones campesinas, sindicatos y comunidades indígenas para tratar de salir de los monocultivos de coca, los programas oficiales de desarrollo alternativo y otros sistemas agrícolas insostenibles y llevar a cabo una transición hacia un conjunto heterogéneo de agriculturas de selva. Asistí a encuentros y manifestaciones con la Mesa Regional de Organizaciones Sociales del Putumayo, Baja Bota Caucana y Cofanía Jardines de Sucumbíos, Nariño (Meros); talleres de educación popular en resguardos indígenas ingas y nasas; ferias de semillas de la Red de Guardianes de Semillas de Vida; las mingas de las comunidades asociadas al legado de la iniciativa Nuevo Milenio y el evangelio ecológico del padre Alcides en Puerto Caicedo, y talleres con comunidades rurales participantes en la Clínica Ambiental de Sucumbíos, Ecuador.9

La Meros es una red regional de alrededor de 35 organizaciones sociales que se reconstituyó en 2006 después de la década de fuerte represión paramilitar contra líderes y movimientos populares. Alrededor del 80 % de las organizaciones se identifican a sí mismas como campesinas y cuentan con diversas trayectorias de protesta política, liderazgo comunitario, defensa de los derechos humanos y trabajo organizacional por parte de trabajadores rurales, cocaleros, campesinos, trabajadores petroleros, organizaciones cívicas, indígenas y afrocolombianas y organizaciones de jóvenes y de mujeres que se remontan a la década de los setenta.10 Heraldo empezó a colaborar con la Meros en 2008, después de crear confianza con las organizaciones que la integran, superando su profunda desconfianza hacia los técnicos y frente a la interferencia política de los intermediarios no gubernamentales.11 Heraldo —y en menor medida yo— colaboró en el diseño de una propuesta para la formulación de lo que la Meros llama el Plan de Desarrollo Integral Andino-amazónico (Pladia 2035). El Pladia es la versión actual del plan de desarrollo comunitario que se propuso por primera vez en las negociaciones con el Estado después de las masivas marchas cocaleras en todo el suroccidente colombiano en 1996 (véase Ramírez 2001). A pesar de los acuerdos escritos y verbales alcanzados en ese momento, el precursor del Pladia no fue apoyado por el Estado. Por el contrario, se convirtió en uno de por lo menos 28 acuerdos firmados entre el Gobierno nacional y los movimientos sociales regionales que nunca se cumplieron en los últimos 25 años (Mesa Regional 2015, 10). Las organizaciones sociales que participaron en el paro de 1996 pretendían ofrecer una alternativa a la política antidrogas militarizada y a los modelos de desarrollo fallidos propuestos por el Estado, solucionando las condiciones estructurales que han causado la expansión de los cultivos ilícitos de coca y el desplazamiento y empobrecimiento de las familias rurales.

Más que un modelo de desarrollo, el Pladia es un plan de vida integral que propone transformar la economía y gobernanza de la región desde el poder popular y construir “los principios y criterios con lo que podemos soñar un Putumayo diferente al que nos ofrece el neoliberalismo” (Mesa Regional 2015, 14). La Meros conceptualiza la formulación del Pladia como una metodología participativa radical para el ordenamiento territorial popular, que permita a las comunidades desaprender y reaprender las realidades agroecológicas y socioculturales del territorio andino-amazónico. Esto implica reimaginar la vivienda, la educación, la salud, la recreación, la infraestructura y los sistemas agroambientales de la región y, al mismo tiempo, recuperar y reivindicar los saberes y sabores tradicionales y ancestrales. Fui invitada a formar parte del equipo técnico de la Meros durante un periodo de negociaciones con el Gobierno en el marco de otro paro, en 2013 y 2014, y a facilitar talleres de educación popular con comunidades urbanas y rurales en todo el Putumayo. El Paro Nacional Agrario, Étnico y Popular de 2013 fue organizado principalmente por movimientos campesinos, diversas organizaciones agrarias, mineros artesanales y activistas de los sectores de salud, educación y transporte en 20 nodos de diferentes lugares del país. Por medio del paro se exigió la suspensión del tratado de libre comercio con Estados Unidos, así como transformaciones estructurales para dar solución a la multifacética crisis agraria del país. También se reclamó la participación de los pequeños mineros en la política minera y el fin del modelo nacional de desarrollo basado en el extractivismo industrial, el reconocimiento de los derechos políticos y territoriales de las comunidades rurales, la legislación alternativa para combatir la creciente privatización de la salud y la educación y una reducción de los altos costos de transporte y combustible.12 Durante este tiempo, aprendí sobre los componentes materiales, éticos y conceptuales de la propuesta del Pladia para una transición hacia fincas agroproductivas sostenibles y sobre cómo estas fincas se diferencian y, a la vez, entablan un diálogo con las áreas de cultivo ancestrales conocidas como chagras. En 2016, la etapa de diagnóstico comunitario del Pladia recibió financiación del Gobierno luego de una nueva ronda de protestas populares, pero aún siguen pendientes la formulación e implementación del plan de vida integral.13

Como ocurría cuando lo conocí en 2007, con frecuencia, distintas entidades del Gobierno y organizaciones sin ánimo de lucro contratan a Heraldo como consultor técnico. Durante mi trabajo de campo tuvo contratos con Parques Nacionales Naturales de Colombia, Corpoamazonía (la autoridad ambiental regional) y la Secretaría de Agricultura del departamento. Heraldo acepta estos contratos cuando le permiten compartir su orientación técnica amazónica y sus filosofías de vida correspondientes con las comunidades rurales, y también porque el salario que recibe lo invierte directamente en la conversión de su finca en una finca-escuela. Por el contrario, siempre rechaza o renuncia de cualquier trabajo que considere contradictorio a lo que llamo su proceso amazónico de agrovida. Por ejemplo, a comienzos de la década de los noventa y de nuevo en 2016, hubo algunas aperturas electorales y transformaciones políticas en la administración departamental del Putumayo, y Heraldo fue nombrado secretario departamental de Agricultura.14 En ambas ocasiones renunció del cargo, debido a la marcada corrupción y a la falta de voluntad política, que obstruía su capacidad para implementar políticas agrícolas justas y adecuadas en términos agroecológicos que beneficiarían los sectores rurales de la región, los cuales constituyen más de la mitad de la población. La mayoría de los residentes rurales del Putumayo no cuentan con títulos de propiedad de sus tierras y alrededor del 77 % viven y trabajan en parcelas pequeñas o medianas con una extensión de menos de 100 hectáreas. Es importante anotar que durante mi trabajo de campo, las secretarías de Salud y Protección Social y Educación fueron intervenidas por los ministerios nacionales, debido a malos manejos. Dos gobernadores elegidos democráticamente fueron retirados del cargo bajo acusaciones de corrupción y cuatro gobernadores interinos fueron nombrados en tan solo cinco años, y cada uno de ellos integró gabinetes distintos. Durante un periodo de dos años, que se conoció en el Putumayo como una “crisis de gobernabilidad”, tuve la oportunidad de acompañar a Heraldo mientras se desempeñaba en su trabajo de vida. Sus labores incluían el trabajo agrícola, sus empleos como contratista del Estado y de ONG y sus esfuerzos por construir redes de solidaridad con procesos amazónicos dispersos de agrovida, en su condición de campesino local, técnico alternativo y hombre amazónico. De maneras diversas, estos procesos tienen en común un deseo por hacer realidades alternativas a la larga historia y a los procesos actuales de economías de enclave y prácticas extractivistas que han caracterizado las relaciones territoriales modernas con la Amazonía occidental del país. Esta historia de desplazamiento violento y de reconfiguraciones territoriales es fundamental para comprender el contexto socioambiental, la urgencia política y las condiciones materiales de las que surgen los procesos amazónicos de agrovida.

Sin perder de vista la alta informalidad en los derechos de propiedad de tierras en el Putumayo, existe una distribución relativamente democrática de la tierra si se tienen en cuenta las unidades agrícolas familiares (UAF) establecidas por el Gobierno. En teoría, la uaf es la extensión de tierra adjudicada a una familia campesina por el Estado en proyectos de restitución de tierras y la titulación de baldíos. La extensión de las UAF se determina con base en la fertilidad del suelo y en los proyectos productivos y las tecnologías de cada finca en una zona específica. El modelo está diseñado para limitar la propiedad individual de las tierras e implementar un sistema de “distribución ordenada” y “racional utilización” de la tierra en el país (Ley 160 de 1994, art. 1). Las UAF en Putumayo oscilan entre las 10 y las 45 hectáreas en los suelos convencionalmente categorizados como de “alta fertilidad” de la subregión andina conocida como el Alto Putumayo; entre 35 y 45 hectáreas en las tierras “menos fértiles” del piedemonte andino-amazónico; entre 70 y 120 hectáreas en la planicie amazónica, considerada infértil y conocida como el Bajo Putumayo; y entre 212 y 286 hectáreas en la parte baja de Leguízamo, desde Puerto Ospina hasta la frontera con el departamento vecino del Amazonas (Centro Nacional de Memoria Histórica 2015, 48).


Figura 1.5. Camino de herradura en el Putumayo

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Violencia, extracción y estructuras de colonización

El Putumayo es uno de los seis departamentos y múltiples zonas de transición que constituyen la región conocida como la Amazonía colombiana, la cual abarca el 35 % del territorio nacional. Proveniente del quechua, ‘Putumayo’ significa, a grandes rasgos, “río que fluye hasta donde nace el sol”. Los conquistadores españoles invadieron el territorio por primera vez en 1538. Luego, vino la llegada de misioneros jesuitas y franciscanos a lo largo de los siglos XVI y XVII, enviados con la misión de consolidar la jurisdicción eclesiástica y formar un núcleo evangelizador alrededor de los diversos pueblos indígenas de los territorios. Estos misioneros eran forzados a entrar y salir periódicamente de los poblados coloniales, debido a los ataques continuos de grupos indígenas “rebeldes” del piedemonte amazónico, que vivían de manera dispersa, pero integrados económica y culturalmente en toda la selva y el piedemonte andino. Cada vez que pasaba en bus por Pueblo Viejo, el lugar original de la construcción colonial de la capital del Putumayo, oía historias de cómo los andakíes quemaron la ciudad cuatro veces entre los siglos XVI y XVIII. Se dice que los andakíes dirigieron alianzas con otros pueblos andino-amazónicos, como los tamas, sucumbíos, mocoas, inganos y sibundoyes para defender sus territorios —puertas de entrada a la extensa selva— de la Corona española. En 1784, los misioneros franciscanos escribieron sobre los “salvajes infieles”, los aucas o los indios no bautizados, liderados por poderosos chamanes que ingerían yagé y se transformaban en pumas que devoraban poblados enteros de cristianos (Ramírez 1996, 90-92). Uno alcanza a imaginarse las miradas temerosas y furtivas de los curas hacia las trochas apenas iluminadas por antorchas esperando desde sus ventanas el salto de algún puma vengativo.

De los andakíes, como de todas las demás “tribus rebeldes”, se dice que lucharon hasta su muerte colectiva. Pero Heraldo me contó una historia distinta. Después de su último ataque a la ciudad colonial, los andakíes se hicieron imperceptibles a los misioneros y a su séquito militar para eludir la colonización o, lo que es lo mismo, la aniquilación. Desde entonces, los andakíes siguen andando libres por el piedemonte y la planicie amazónicos. Sobrevolando en los helicópteros de las concesiones petroleras, los técnicos de las empresas dicen haber visto fogatas y humo, pero nunca gente ni huellas. Para Heraldo, los andakíes, “indios-aucas”, siguen resistiendo y solo se revelan a los maestros chamanes o taitas con la ayuda del yagé, un alucinógeno vegetal que se toma en ciertas ceremonias indígenas en las que se imparten los secretos de la selva. Quizás los técnicos petroleros vieron los movimientos de esos pumas-aucas que andan a escondidas y se desaparecen en los matorrales con un leve centelleo de su cola. En el capítulo 5 regreso a estos aucas-pumas en mi discusión de la política de la imperceptibilidad y de los modos de descomponerse dentro de la vida de la selva. Cuando se llevó a cabo el primer censo en 1849, la población local —únicamente aquella que vivía en los 20 asentamientos coloniales— se categorizaba entre “racionales” e “indígenas civilizados”. El resto del territorio se imaginaba activamente como inculto e inhabitado, es decir, como territorio baldío, lo que de forma sistemática vació la selva de la existencia de sus habitantes milenarios y convirtió el territorio en un receptor de olas futuras de colonización y de poblaciones desplazadas del interior andino del país.

La antropóloga María Clemencia Ramírez (2001) caracteriza cinco olas de colonización en el Putumayo, todas ellas asociadas al extractivismo, empezando con la quina y el caucho, luego por el oro, la madera (especialmente los árboles de cedro) y las pieles de nutria, tigrillo, caimán negro y manao en la primera mitad del siglo XX. Aunque la industria del caucho no generó asentamientos permanentes, inició la expansión de la frontera agrícola del país y produjo el genocidio violento y el despojo masivo de los pueblos indígenas, tal como lo han documentado varios historiadores y antropólogos (Bonilla 1969; Taussig 1984; Ariza, Ramírez y Vega 1998). Las primeras vías iniciadas por los misioneros se completaron 30 años más tarde durante la guerra con Perú (1932-1933), cuando se atizó el sentimiento nacionalista hacia la Amazonía como reacción al expansionismo peruano en el territorio colombiano (Santoyo 2002; Palacio 2004). Algunos de los campesinos que conocí me compartieron historias de cómo sus padres habían sido reclutados en regiones vecinas para defender la soberanía de la frontera sur del país y para construir las primeras bases militares y las primeras vías carreteables para vehículos motorizados desde el occidente amazónico hasta los Andes. Luego de la colonización militar (Culma 2013) y la migración de colonos de Nariño en busca de oro, fueron llegando olas de familias desplazadas del interior andino del país. Colombia se vio envuelto en un largo periodo de confrontación entre los partidos Liberal y Conservador, conocido como La Violencia (1948-1960), y surgieron los primeros movimientos de guerrillas liberales y grupos de mercenarios conservadores conocidos como chulavitas. El Putumayo fue receptor de familias campesinas y comunidades indígenas que huían de esa violencia y cuyo acceso a la tierra se hacía cada vez más difícil por la expansión del latifundio. La disolución de los resguardos indígenas en Nariño en la década de los cuarenta y la presión violenta, generalizada y multidimensional contra indígenas y campesinos forzó a los pueblos pasto, embera-katío, embera-chamí, nasa, awá, korebaju, murui, huitoto, boras, kichwasa y guambiano a desplazarse al Putumayo, lo que impactó aún más en los territorios y los movimientos de los pueblos oficialmente reconocidos como ancestrales, como los kofanes, los sionas, los kamsás y los ingas (Villa y Houghton 2005).

En 1963, la empresa Texaco, Inc. (en ese entonces conocida como Texas Fuel Company) perforó los primeros pozos petroleros en la zona que luego se convertiría en el municipio de Orito. Entre 1963 y 1976, en medio de una “fiebre del petróleo”, se construyeron el Oleoducto Transandino entre Orito y el puerto de Tumaco, en la costa pacífica, y varios tramos fragmentados de carretera que aumentaron la deforestación de la selva y aceleraron la fundación de la mayoría de los asentamientos urbanos del Bajo Putumayo. Aunque hubo algunos esfuerzos estatales de colonización dirigida desde mediados de los años sesenta hasta los setenta, la ola más importante de asentamientos contemporáneos se debió a la expansión de los cultivos comerciales de coca, los cuales llegaron a la región en 1978. La guerra contra las drogas declarada por Estados Unidos redujo la producción de coca en Perú y Bolivia, generando un “efecto globo” que llevó a Colombia a convertirse en el principal productor de hoja de coca en la década de los noventa, además de mantener su antiguo papel en el procesamiento y el tráfico internacional de cocaína. Los cultivos de coca en el Putumayo siguieron aumentando con la creación del Frente 32 de las FARC en 1984 y con la llegada de narcotraficantes de los carteles de Medellín y Cali unos años más tarde. El Cartel de Medellín puso a Gonzalo Rodríguez Gacha a cargo de las operaciones en el Putumayo, junto con los grupos paramilitares conocidos como los “Combos” y los “Masetos”. Estos grupos fueron expulsados del Putumayo en 1991, luego de un intenso ataque de las FARC-EP, así como acciones cívicas de la población local que se resistió a la represión paramilitar de la población civil estigmatizada como comunista. Ese mismo año se fundó el Frente 48 de las FARC, y estas últimas se convirtieron en el único grupo guerrillero de izquierda en el Putumayo, luego de que el M-19 (1980-1982) y el EPL (1983-comienzos de la década de los noventa) salieran del territorio. Bajo la Constitución de 1991, el Putumayo fue erigido como departamento después de haber sido parte de por lo menos 15 jurisdicciones administrativas distintas en los últimos 100 años (Corpoamazonia 2007).15

La expulsión de los paramilitares por parte de la comunidad pudo haber contribuido a su regreso unos años más tarde, en 1997, cuando las AUC establecieron el Frente Sur Putumayo, perteneciente al Bloque Central Bolívar. Las primeras operaciones de “limpieza social” por parte de los paramilitares —asesinatos selectivos, masacres, desapariciones forzadas y desplazamiento de civiles acusados de ser simpatizantes de la guerrilla— comenzaron poco tiempo después y siguieron ocurriendo hasta la desmovilización oficial de las AUC en 2006. La ocupación paramilitar coincidió con el flujo de recursos del Plan Colombia hacia el Putumayo, los cuales produjeron una intensificación de las fumigaciones aéreas y de la actividad militar, así como un “seguramiento” de la vida cotidiana, en el marco de la política nacional de Seguridad Democrática del gobierno del entonces presidente Álvaro Uribe.16 Durante los dos periodos presidenciales de Uribe (2002-2010) hubo un aumento indiscutible en las violaciones de los derechos humanos y del derecho internacional humanitario por parte de las fuerzas militares y paramilitares (Minga 2008; Ramírez et al. 2010). También hay evidencia abundante de que muchos mandos medios paramilitares no se desmovilizaron o simplemente se reorganizaron en estructuras narcocriminales de alcance nacional como las “Águilas Negras”, los “Rastrojos”, los “Urabeños”, los “Gaitanistas” y los “Constructores” que siguen operando en el Putumayo y en el resto del país. El Gobierno colombiano se refiere a estos grupos como bacrim (bandas criminales emergentes) o, más recientemente, tras la firma del acuerdo de paz con las FARC-EP, como grupos armados posdesmovilización y grupos disidentes. La desmovilización paramilitar en el Putumayo puede resumirse a grandes rasgos de la siguiente manera: el Estado entregó 20 hectáreas de tierra a 100 viudas, la mayoría de ellas víctimas de la violencia paramilitar, para su sustento colectivo. A 15 minutos de allí, 20 paramilitares desmovilizados recibieron 100 hectáreas de tierra para sembrar cacao como parte de su proceso oficial de desmovilización y reintegración a la vida civil. En 2007 visité las dos fincas luego de que fueron fumigadas con glifosato en operaciones de aspersión aérea.


Figura 1.6. Finca en el piedemonte andino-amazónico

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Aprender “procesos de amazonización”

Mientras caminábamos por entre las huertas, el granero, los paneles solares, las pilas de composta y los baños secos en nuestra visita a La Hojarasca, los campesinos nos explicaban cómo funcionaba la finca-escuela. Contaban que era un sitio para la experimentación creativa y para la articulación entre campesinos —para el aprendizaje, el intercambio y para aprender haciendo—; pero también, por supuesto, entre campesinos y una constelación de organismos, elementos, seres y tecnologías. Para algunos, era un reencuentro con la diversidad de semillas, árboles, frutas, flores y plantas amazónicas. Para otros, era la primera vez que aprendían a seguir los ciclos de nutrientes solares y lunares, y también a poner atención a un mundo de metabolismos microbianos que absorben y generan energía bajo sus pies. La Hojarasca, al igual que otras fincas-escuela —tanto proyectadas como en funcionamiento— que visité, se concibió como un lugar de aprendizaje, en contraste con las fincas modelos que forman parte de los paradigmas convencionales de extensión agrícola del Estado. Alguien me explicó así la frustración de los campesinos con el modelo estatal de talleres demostrativos: “No somos carros viejos para andar de taller en taller”. En lugar de enfocarse en la transferencia de conocimiento y de modelos técnicos estandarizados con la intención de duplicarlos de una finca a la otra, la metodología de las fincasescuela propone multiplicar la agrobiodiversidad en distintas fincas mediante la proliferación de lo que Heraldo llama conocimiento vivo. En los siguientes capítulos del libro retomo los conceptos y las prácticas del conocimiento vivo, pero por ahora quiero recalcar que forma parte de los procesos experimentales en huertas y bosques precisamente porque las semillas, los suelos, las plantas, los árboles y la gente se crean por medio de relacionalidades recursivas. Estas relacionalidades siempre están en construcción, esperando su próxima materialización en condiciones socioecológicas específicas, con aptitudes e imaginarios recordados, adquiridos y en constante crecimiento.

Como lo he venido proponiendo, el aprendizaje implica procesos simultáneos de desaprendizaje y reaprendizaje. Por un lado, implica la innovación y la recuperación de modos de habitar un mundo de selva que se está destruyendo en escalas y temporalidades múltiples por distintas fuerzas. Al mismo tiempo, implica la transformación activa de las respuestas individuales y colectivas a esta destrucción. Es necesario reaprender cómo relacionarse con suelos particulares, con sus ciclos de nutrientes, con los patrones de lluvia, con las horas de sol directo, con el comportamiento de animales, microbios e insectos, con la vida vegetal y con las intradependencias entre cuencas, el piedemonte andino y la planicie amazónica. Algunos campesinos expresan esto como un paso por procesos de amazonización transicionales: yo los llamo procesos de hacerse humanos amazónicos o lo que Heraldo y la Meros, utilizando las categorías que organizan las relaciones dominantes de género en la región, llaman hombres y mujeres amazónicos (Vallejo 1993b). De manera similar a la descripción de Vinciane Despret y Michel Meuret (2016) sobre los jóvenes de origen urbano que se embarcan en procesos de hacerse pastores y reaprender las prácticas del pastoreo en el sur de Francia, aprender la selva consiste en reparar relaciones rotas y cultivar relaciones cuyo devenir aún está pendiente, es decir, relaciones que uno no conoce. Dicho de otra forma, los procesos de amazonización no tienen que ver tanto con ser de, sino que son procesos de devenir con. Este devenir creativo empieza con la reivindicación de saberes moldeados por el cultivo de la selva y por la experiencia de haber sido cultivado por ella a lo largo de generaciones milenarias. Como lo explico en detalle más adelante, las resonancias afectivas que surgen entre las fincas y en todo un territorio cuando la “vida hace la vida más feliz” son también un componente vitalmente contagioso.

Concibo al humano amazónico como aquel que aprende a componer y descomponer con los ciclos de la selva, siguiendo los impulsos sucesionales y ético-relacionales de la selva y entrando de tal forma en ellos, en esos “flujos de devenir” (Raffles 2002) que conforman un lugar.17 En el capítulo 4, me ocupo de las diversas prácticas de agrovida que conceptualizo como trayectorias de aprendizaje de selva. Partiendo del trabajo de Stengers y Pignarre, mi argumento es que estas “trayectorias de aprendizaje” (trajectories of apprenticeship) (2011, 54 y 55) no se hacen con miras a la consolidación de un movimiento de fincas agroecológicas, sino al potencial de multiplicar diversos procesos de amazonización en los cuales el humano amazónico deviene un ser entre varios seres, organismos y elementos, cultivando nuevas formas de vivir, trabajar, comer, defecar y descomponerse juntos. Digo seres, organismos y elementos de manera estratégica para reconocer la presencia de entidades informadas biológica y ecológicamente al lado de otros existentes que no caben en las categorías científicas o seculares. Las fincas, las huertas y las chagras integrales son compuestos por estos ensamblajes heterogéneos.

Las agriculturas amazónicas, análogas, sucesionales, biológicas y de selva de las que me hablaban no convergen alrededor de un modelo técnico establecido. Se trata más bien de un movimiento ético-político hacia lo que Heraldo y otros llaman una “emancipación técnica del territorio”. La emancipación del territorio —colectiva e individual, humana y no humana de modos distintos y no generalizables— se hace con relación a las formas institucionalizadas de asistencia técnica, experticias científicas y prácticas populares que no contribuyen ni surgen de vivir con un continuo relacional de existencia de selva. Para un número cada vez mayor de los campesinos que conocí, las ciencias agrícolas modernizadoras están profundamente enraizadas en estructuras capitalistas responsables del despojo de las comunidades rurales, que las convierten en consumidoras, en vez de productoras de alimentos y protectoras o guardianas de la agrobiodiversidad. Estas ciencias dejan ver sus verdaderas caras coloniales cuando se consideran un “saber” que se apropia de manera parasítica de prácticas no derivadas científicamente o las menosprecia y las hace obsoletas. Esto ocurre cuando dichas prácticas no pueden o no aspiran a demostrar su equivalencia científica o convertirse en modelos estandarizados dictados por lógicas de mercado singularizantes y regímenes dominantes de propiedad intelectual.

Por ejemplo, en varias ocasiones, Heraldo demostró cómo en vez de mandar una muestra de suelo a un laboratorio urbano y pagar por su análisis químico, los campesinos pueden comparar el suelo donde planean cultivar con estiércol fecundo en la finca. Esto se hace aplicando agua oxigenada tanto al suelo como al estiércol y comparando la intensidad del graznido de la vida microbiana para establecer si el suelo está saludable y apto para el cultivo. La razón para no consultar un laboratorio de ciencias del suelo no es solo una cuestión de reducir costos y dependencias externas en una economía campesina precaria donde rara vez las comunidades rurales tienen acceso a esa tecnología. Como intento demostrar etnográficamente a lo largo de este libro, proviene de las diferencias ontológicas entre tratar los suelos como estratos artificiales, o en el mejor de los casos como un ente natural que puede ser manipulado químicamente una y otra vez, e interactuar con los suelos como mundos vivos inextricables de sus racionalidades ecológicas. Al hacer el experimento, Heraldo me dijo que no es cuestión de saber, sino de aprender cómo cultivar y recuperar diferentes prácticas, aptitudes, disposiciones y afectos. El énfasis de Heraldo, Nelso y María Elva en procesos abiertos de aprendizaje que no conducen a la acumulación de conocimiento de aplicación universal revela una tensión que ellos y otros campesinos mantienen no solo con las ciencias agrícolas y sus nexos con los imperativos productivistas, sino también con la categoría misma del conocimiento cuando esta se separa del aprendizaje como un proceso aleccionador, compartido, multilateral, continuo y situado. Esto me recuerda la descripción de Achille Mbembe del pensamiento situado de Fanon como “pensamiento metamórfico” (2017, 161-162) y la relación mutuamente constitutiva que el pedagogo decolonial Paulo Freire (1970) propone entre saber y aprender.18 Mbembe describe el pensamiento situado de Fanon como “nacido de una experiencia vivida que siempre estaba en progreso, inestable y cambiante: una experiencia al límite, llena de riesgo” (161). Para Freire, el aprendizaje no puede entenderse como una transferencia mecánica de conocimiento de quien enseña a quien aprende, sino como un proceso de construir conocimiento a partir del conocimiento que uno ya posee desde la experiencia vivida.

Las tensiones que manifiestan los campesinos con relación a las aspiraciones universalistas de las ciencias agrícolas modernas no responden a un rechazo completo de las enseñanzas de la ciencia de suelos, la ecología o la microbiología, como se hace evidente en la anécdota sobre la relación con los suelos químicos o biológicos. Las prácticas científicas que, por una parte, contribuyen a la liberación de los campesinos de los imperativos capitalistas y de las lógicas extractivistas y que, por otra parte, tratan de manera responsable los problemas amazónicos pueden incorporarse en sus proyectos de agrovida. Así mismo, estos campesinos utilizan ciertas prácticas que aprendieron de sus madres y sus padres o de otros parientes, así como otras que aprenden y recuperan de manera continua en los intercambios con sus vecinos indígenas, afrocolombianos y campesinos. Entre estas prácticas está la de trabajar con semillas endógenas y variedades de plantas, árboles y animales que han sido introducidas a la región y muestran potencial adaptativo. Por ejemplo, un día Heraldo me contó cómo sus vecinos indígenas nasas le enseñaron a sembrar en campos donde hacía poco habían caído rayos, lo cual los hace más fértiles. Los nasas llegaron a esta conclusión al presenciar el crecimiento de hongos después de una tormenta. Heraldo después leyó un artículo científico que explica cómo los rayos quiebran las moléculas de nitrógeno, las cuales luego fertilizan el aire y penetran el suelo con las gotas de la lluvia. En este caso, me explicó, las prácticas populares coinciden con las científicas. Pero hay un sinnúmero de prácticas populares y ancestrales que no tienen equivalentes científicos y que forman parte o están siendo incorporadas en la vida de las fincas, los bosques y las chagras. Los procesos de devenir humanos amazónicos ofrecen respuestas situadas y concretas a las preguntas planteadas desde los estudios feministas e indígenas sobre las potencialidades decolonizadoras que se pueden desatar al “ir más allá de la simple selección de piezas de los saberes indígenas o alternativos que parecen coincidir con los saberes científicos” (Green 2013, 1). En estos momentos, las discusiones sobre los conflictos y problemas agroambientales pueden llegar a reconocer que están en juego diferentes versiones de la “naturaleza”, diferentes formas de conocer y crear el mundo.

Sobre los límites situados de la simetría analítica

En los estudios de la ciencia ha habido intentos por “democratizar” la producción de conocimiento en diferentes contextos globales partiendo de conceptualizaciones más plurales de la ciencia y la modernidad (véanse, por ejemplo, Harding 2008; Medina, da Costa Marques y Holmes 2014; Rajão, Duque y Rahul 2014). Más recientemente, quienes buscan descentrar los estudios de la ciencia de los modos de análisis europeos y estadounidenses han propuesto lo que se ha llamado una versión poscolonial del principio de la simetría, para plantear la pregunta de “¿qué pasaría si los estudios de la ciencia y la tecnología hicieran un uso más sistemático de las ideas no occidentales?” (Law y Lin 2015, 2). Las conceptualizaciones etnográficas desde los estudios poscoloniales y los estudios feministas de la ciencia han hecho aportes importantes para la comprensión de las tensiones ontológicas que existen —y que se mantienen necesariamente— entre distintos sistemas de conocimiento y prácticas divergentes de hacer mundos (González 2001; Verran 2001, 2002, 2013; Cruickshank 2005, 2010; Lyons 2014; De la Cadena y Lien 2015). Por supuesto, más allá de los confines de estos debates académicos, los encuentros entre las ideas “occidentales” y “no occidentales” en las Américas han sido continuos desde la Conquista y el control del Atlántico a partir de 1492. Enfatizando las especificidades de los colonialismos españoles y portugueses, algunos académicos latinoamericanos y de la diáspora latina basados en Estados Unidos han propuesto la “tríada modernidad/colonialidad/descolonialidad” como unidad analítica para comprender cómo el colonialismo, el comercio transatlántico de esclavos y los procesos de desplazamiento masivo de las Américas han sido elementos constitutivos de la modernidad y del desarrollo del sistema global capitalista (Castro-Gómez 2005, Escobar 2007, Giraldo 2016).19

En un sentido epistémico, la producción de las disciplinas científicas modernas se ha llevado a cabo en el marco de relaciones de poder asimétricas de colonialidad continua. Cuando los sectores indígenas, campesinos, afrodescendientes, feministas y populares reclaman por los “500 años de colonialismo” en sus movilizaciones en todo el hemisferio, sus luchas son en contra de formas específicas de colonialidad que se conceptualizan de maneras distintas a lo “poscolonial”. Habiendo dicho esto, no pretendo afirmar de ninguna manera que la literatura poscolonial y los estudios subalternos no han sido influyentes para el activismo político y la investigación en América Latina. Tampoco sugiero que un paradigma decolonial deba ser la única herramienta explicativa para tratar los compromisos y las prácticas de diversas luchas populares y corrientes radicales de pensamiento en todo el hemisferio (véase también Pérez-Bustos 2017a). La producción histórica de conocimiento científico siempre ha involucrado ciertos “afueras” constitutivos en la construcción de la categoría de “ciencia” en oposición a la “religión”, la “superstición”, el “folclor” y la “creencia”, junto con la continua apropiación y criminalización de las prácticas y los mundos no científicos. Todo esto ha permitido a los practicantes de la tecnociencia reclamar para sí la autoridad de “conocer” una realidad singular. En el libro hay varios ejemplos relevantes de esto en los encuentros entre agrónomos y comunidades rurales, donde los primeros dicen saber qué es y qué no es un “suelo bueno y productivo”, una “mejor raza de gallinas” o una “semilla mejorada”. Además, como nos lo recuerdan autores como Helen Tilley (2011), la codificación de saberes “indígenas” y “tradicionales” como tales es inseparable de las relaciones coloniales y las estructuras imperiales. En la mayoría de los casos, los pueblos indígenas y “locales” han sido forzados a interactuar con actores y estructuras coloniales, mientras que estos últimos han podido darse el lujo de decidir si quieren o no relacionarse con los saberes y las realidades indígenas y populares.

Mi intención no es pasar por alto las diversas tradiciones científicas, definiéndolas simplemente como parte de los proyectos y prácticas del colonialismo. Tampoco desestimo las perspectivas críticas y el potencial subversivo de los científicos que trabajan desde posiciones globales desiguales. Me interesan, sin embargo, los límites de la simetría como herramienta conceptual y política al ponerlos en conversación con las prácticas alternativas que Heraldo y los otros campesinos que conocí adoptan en su intento por transformar sus relaciones cotidianas y, como ellos mismos lo dicen, por “descolonizar sus fincas”. Hay diferencias importantes entre el concepto de la simetría como propuesta analítica y las maneras en que se experimentan, conciben y ponen en marcha las simetrías y asimetrías en las propuestas de vida de los campesinos amazónicos. Estos campesinos no están atrapados en un mundo de esto o lo otro donde se enfrentan el conocimiento y la creencia desde orillas distintas. Tampoco plan-tean una movida multicultural o de hibridación que pretenda simplemente trazar una simetría analítica y material entre las prácticas científicas “localmente apropiadas” y las prácticas alternativas o populares. En parte, Heraldo construyó su nombre de “Hombre Amazónico” para marcar distancia con los expertos científicos “amazonólogos” que empezaron a visitar la región desde los años ochenta cuando la llamada cuenca del Amazonas comenzó a tratarse como objeto internacional de estudio y preocupación ambiental, en contraste con las trayectorias locales de amazonización de las comunidades rurales y los técnicos alternativos que aprenden con la selva. Como lo explica Heraldo, los hombres y las mujeres amazónicos no son expertos que van y vienen, a veces beneficiando a las comunidades locales, pero a veces también perjudicándolas, y recibiendo fondos públicos y méritos académicos para hacer recomendaciones técnicas para los sistemas agroecológicos del territorio. Incluso cuando tratan de manera responsable los problemas amazónicos, las prácticas científicas son categóricas, y no solo relativamente diferentes de las prácticas, y por consiguiente los practicantes, que se cultivan al vivir, morir y defender un territorio bajo el asedio militar.

Heraldo y los demás no pretenden democratizar la ciencia. No buscan abrir espacios de inclusión para los saberes llamados ancestrales, tradicionales y populares en el marco de una cultura de política científica neoliberal, tampoco poner la ciencia al alcance de los intereses de la “sociedad civil”, como si existiera una división dualista entre las dos. Las promesas y prácticas de la democratización pueden o no ser relevantes. Siempre se trata de procesos políticos, sociales y técnicos en extremo situados, no de aspiraciones universales, y más aún al tratarse de una situación en la cual las comunidades son criminalizadas debido a su presunta participación en actividades económicas ilícitas, su activismo ambiental y su movilización política, y por el hecho de residir en territorios ocupados y controlados socialmente por grupos armados paralegales. Cuando hablo de actividades económicas ilícitas no solo me refiero a los cultivos que se han categorizado como ilícitos en Colombia, Afganistán y otros países afectados por la guerra y el narcotráfico. Las reformas neoliberales han ido criminalizando una amplia variedad de prácticas de producción y comercialización de alimentos y de propagación de semillas. Estas reformas han transformado de manera progresiva las economías agrícolas nacionales y la legislación correspondiente en beneficio de conglomerados corporativos multinacionales fabricantes de químicos, semillas y productos farmacéuticos.

Si bien los campesinos han incorporado ciertas tecnologías agrícolas modernas en su trabajo cuando estas demuestran algún potencial emancipador en el contexto de las condiciones relacionales de las ecologías andino-amazónicas, los encuentros asimétricos entre distintos tipos de prácticas siguen siendo ética y estratégicamente importantes como propuesta política o, mejor aún, como propuesta de vida. Esta es una asimetría que subvierte la autoridad concedida a los saberes científicos y a sus nexos con la acumulación capitalista por encima de otras prácticas no (o no solo) científicas y éticas no (o anti) capitalistas. Al hablar de “no solo”, me inspiro en lo que Marisol de la Cadena ha conceptualizado como exceso, como “aquello que se actúa más allá del límite” (2015a, 14 y 15): en este escenario particular, aquello que se actúa más allá de las delimitaciones convencionales entre “ciencia” y “no ciencia”. Para los campesinos y las familias rurales a los que acompañé, las ciencias agrícolas deben primero demostrar su capacidad de construir alianzas con mundos relacionales ‘más que capitalistas’ en lugar de obligar a las prácticas “locales” a demostrar su equivalencia con las ciencias modernas. Estos encuentros analíticos y materiales asimétricos son luchas por resistir la apropiación de prácticas populares por parte de distintas disciplinas científicas y, al mismo tiempo, por recalcar las deudas pendientes que estas ciencias les deben a las mismas prácticas que han marginalizado. Esto no es simplemente una inversión de la simetría. Estos campesinos están asumiendo una serie de posturas contra los dualismos que generan aperturas para entablar relaciones tensas y potencialmente colaborativas entre las prácticas científicas y “no solo” científicas. Más allá de asumir situaciones fijas de subyugación que una “simetría poscolonial” propondría deshacer, las comunidades rurales de la Amazonía colombiana me enseñaron la importancia conceptual y política de considerar la posibilidad de poner en marcha asimetrías decolonizadoras. Este libro surge de procesos que desplazan la primacía del “conocimiento” en beneficio de procesos continuos de aprendizaje en el marco de esos esfuerzos decolonizadores.

Pensar con la hojarasca

Cada vez que esperaba que Heraldo empacara a la carrera antes de dirigirnos para el terminal de Mocoa para viajar a algún taller, encuentro o minga —y siempre se le quedaban las semillas, los diseños para una finca o la información de contacto de nuestros anfitriones, lo cual se convirtió en un chiste recurrente para nosotros—, miraba la modesta biblioteca en el segundo piso de la casa de su finca. En sus estantes hay libros de la agroecóloga brasileña Ana Primavesi, documentos sobre distintas variedades de plantas, animales y la influencia de los ciclos solares y lunares en la agricultura tropical, ensayos de economía y ecología políticas, reflexiones filosóficas de Evo Morales y la Vía Campesina, entre otros, y colecciones de folletos sobre desarrollo comunitario. Me interesa particularmente todo cuanto Heraldo escribe y diseña: sus planos para fincas y huertas, guías técnicas agrícolas y ecológicas y, en especial, sus manifiestos y conceptos sobre lo amazónico.

En una ocasión, me topé con unos artículos de un veterano científico de suelos colombiano, Abdón Cortés. Heraldo me explicó que ha leído su trabajo porque le parece que es un aliado científico “conciliador” para las comunidades rurales que se niegan a participar en la agricultura extractivista en la Amazonía. El doctor Cortés (1981), reconocido por institucionalizar en Colombia el sistema de clasificación de suelos del Departamento de Agricultura de Estados Unidos en la década de los setenta, también fue uno de los primeros científicos en publicar artículos que cuestionaban su aplicabilidad universal, en especial su relevancia taxonómica para los bosques tropicales del país. El doctor Cortés estuvo al frente de la Subdirección de Agrología del Instituto Geográfico Agustín Codazzi durante diez años, entidad responsable de producir los estudios, los mapas y las clasificaciones oficiales de suelos y de administrar el Laboratorio Nacional de Suelos. El doctor Cortés fue uno de los científicos que lideró el primer inventario moderno de recursos naturales de la Amazonía colombiana, el Proyecto Radargramétrico del Amazonas, financiado conjuntamente por los gobiernos de Colombia y Holanda entre 1974 y 1979. También se desempeñó como decano de la antigua Facultad de Agrología de la Universidad de Bogotá Jorge Tadeo Lozano. Vale la pena hacer una pequeña salvedad para explicar que sigo la terminología utilizada por mis interlocutores científicos, quienes se refieren a sí mismos como “agrólogos”. Me intrigó la idea de conocer a este aliado científico “conciliador”, sobre todo cuando empecé a oír a Heraldo repetir frases como la siguiente: “Lo que estamos diciendo, lo que estamos haciendo, es pensar con los suelos amazónicos. Es desde esta creatividad y desde un sentido del territorio que pueden surgir nuestros proyectos de vida, una vida diferente”.

Cuando comencé el trabajo de campo que llevó a la escritura de este libro, me imaginé viajando al Putumayo a investigar cómo las historias sobre la toxicidad y la enfermedad de los suelos, las plantas, los animales y los cuerpos humanos pueden o no convertirse en evidencia con impacto político en el marco de las políticas colombo-estadounidenses de fumigaciones aéreas (Lyons 2018). Sin embargo, en lugar de enfocarse en la producción de conocimiento sobre entidades no humanas (como la exposición al glifosato en los suelos) y la agencia que los humanos les atribuyen a esas entidades, Heraldo y otros campesinos me mostraron que sería mejor permitir que esos no humanos me forzaran —es más, me obligaran— a pensar. Su propuesta se asimilaba al llamado de Stengers (2005b, 5) de tomar en serio a “esos no humanos a los que es mejor caracterizar como forzadores de pensamiento más que como productos del pensamiento” en el sentido más reduccionista, como problemas para resolver o situaciones que deben corregirse. En vez de enfocarme en cómo ciertas políticas públicas caídas del cielo determinan las experiencias y la representación de la vida en el terreno, me invitaron a pensar con las materialidades texturadas, las resonancias afectivas y los impulsos cíclicos constantes que hacen y deshacen al terreno mismo. Es decir, a seguir las potencialidades que luchan por existir mientras las comunidades rurales aprenden a relacionarse con los organismos, los seres y los elementos en descomposición que fuerzan el pensamiento en los mundos locales andino-amazónicos.

Aprendí a situar La Hojarasca como finca-escuela, saltamontes en resonancia y capas de hojas y raíces en descomposición dentro de un sinnúmero de procesos dinámicos e indeterminados, como el desborde de ríos, pantanos, bosques riparios, basura, estiércol y membranas porosas. William James (1996) se refiere a estos procesos como la hojarasca (litter) del mundo. James habla de aquellos aspectos del ser y el devenir que muchos sistemas filosóficos pasan por alto, pretenden absorber dentro de propósitos trascendentales o tratan como estados meramente transicionales entre lo sólido y lo líquido, sujeto y objeto, estabilidad y desequilibrio, vida y muerte, materia y forma. James mira con recelo todo impulso filosófico por estabilizar el mundo como algo definido, limpio y económicamente ordenado. Así mismo, Georges Bataille habla de la materia ambigua como aquellas “sustancias inestables, fétidas y tibias donde la vida se fermenta innoblemente” (1993, 81). En conversación con la obra de Caitlin DeSilvey (2006, 2017), lo que me interesa es el potencial de la descomposición para revelarse no solo como eliminación, sino como un proceso que puede ser generativo de distintos modos de conocimiento, distintas formas de organización y diferentes prácticas. A DeSilvey la atrae la capacidad para contar historias de la entropía y el deterioro en el marco de los estudios críticos del patrimonio, disciplina que suele tratar de mantener a raya la evanescencia en lugar de colaborar con ella. Para mí, el metamórfico lugar intermedio de la hojarasca pone en tela de juicio las fantasías de dominio humano sobre, por una parte, un mundo de estados sólidos y coherentes y, por otra, la preocupación sociológica con la consolidación de movimientos políticos de masas, agroecológicos o de otro tipo. Fue la hojarasca la que inspiró mi atención etnográfica a los procesos materiales e inmateriales de composición y descomposición en prácticas científicas específicas y en el cultivo de procesos dispersos de agrovida o de agricultura de selva.

La creciente sintonía de los campesinos con las capacidades generativas de estas capas de hojas, ramas, pepas y cáscaras en descomposición me convencieron de la necesidad de quedarme con el problema —tomando prestada la propuesta de Donna Haraway (2016)— de lo emergente y lo transicional como algo más que la captación del presente en retrospectiva. Por ejemplo, los continuos riesgos materiales y tensiones afectivas que albergan los procesos transicionales, como el de dejar atrás los cultivos de coca y aprender a ver la selva no como matorral o maleza que debe limpiarse y domesticarse, sino como alimento y remedio. La esperanzadora incomodidad de no saber dónde está parado uno y admitirlo, de reconocer la propia participación en el deterioro ambiental de un territorio y de tratar de comprender y organizar una finca como corredor biológico y reserva de bosque, en lugar de hacerlo solo como un pedazo de propiedad que se trabaja y se explota para obtener el sustento económico de la familia, todo esto me llevó a pensar con cuidado sobre cómo la vida crece despacio en medio del veneno y sobre las dinámicas temporales entre los momentos de visibilidad y de energía frenética y los periodos de latencia e imperceptibilidad que se dan dentro de estos procesos. ¿Cómo se escriben los tiempos del glifosato y la persistencia de estos químicos en las matrices bioquímicas del suelo? ¿Cómo se presta atención a la gradualidad y la incertidumbre de una reconversión económica cuando un potrero se convierte en bosque secundario?

En Colombia, la gente dice ser “experta en aguantar”. Aguantar significa esperar, guardar la esperanza, resistir, sobrellevar o soportar. Así, la expresión popular “no aguanta” es una forma abreviada de decir que algo o alguien es intolerable y no debe soportarse. La forma de vida que intento articular es un equilibrio delicado entre la oposición, el aguante y la transformación: entre oponerse a condiciones de vida intolerables, a seguir bajo esas condiciones y hacer realidades alternativas a aquellas condiciones que hacen que algunas vidas y ecologías prosperen a expensas de que otras tengan que aguantar. Las temporalidades y materialidades de la hojarasca, su hundimiento y descomposición en el espesor de un presente lleno de potencialidades emergentes y nuevas realidades que pueden resultar frustradas, resurgir y plegarse una vez más las unas a las otras, producen lo que llamo una fragilidad robusta (véase el capítulo 4). Esta fragilidad hace posibles ciertas formas tentativas de reparación socioecológica y desestabiliza las connotaciones convencionales, reduccionistas y estigmatizantes de precariedad y debilidad. Anna Tsing (2015) propone la palabra “resurgencia” para articular “la fuerza de la vida de un bosque, su capacidad para esparcir sus raíces y estolones para reconquistar lugares que han sido deforestados” (179).20 La relacionalidad ecológica de la vida y la muerte de la selva de la que hablo en los siguientes capítulos requiere que nos adentremos en esta misma deforestación, dentro de las mismas heridas y cicatrices.

Notas

1 Para un análisis etnográfico del diseño, la implementación y las consecuencias de la política antidrogas bilateral colombo-estadounidense, el Plan Colombia, véase Tate (2015).

2 El glifosato es un herbicida sistémico, no selectivo y de amplio espectro. Mata las plantas al inhibir una ruta enzimática que participa en la síntesis de aminoácidos aromáticos, la cual es necesaria para su crecimiento.

3 Para un análisis crítico e integral de las políticas de desarrollo alternativo lideradas por Usaid en Colombia, véase Vargas Meza (2010). La Usaid también financió pequeños proyectos de infraestructura, como puentes, instalaciones escolares, pistas de aterrizaje, electrificación rural y mejoras en las vías. Las comunidades cocaleras también han sido consideradas “poblaciones vulnerables” a las cuales el Estado debe asistir mediante programas de asistencia social como Familias en Acción, Familias Guardabosques, Empleo en Acción y Jóvenes en Acción.

4 Las AUC, cuyas raíces se remontan a la década de los ochenta, llegaron a tener alrededor de 31.000 militantes. Esta organización se formó en abril de 1997 y fue financiada principalmente por el narcotráfico y con aportes de terratenientes, ganaderos, empresas mineras y petroleras, corporaciones multinacionales y la clase política tradicional colombiana. Para profundizar en la relación entre las fuerzas estatales y los grupos paramilitares en el Putumayo, el papel de las FARC-EP con respecto a las ganancias del narcotráfico y los resultados locales de la desmovilización de las AUC en 2006, véase Jansson (2008).

5 El proyecto San Miguel Mira hacia Colombia y el Mundo se llevó a cabo durante cuatro años, entre 2004 y 2008. Fue coordinado y financiado por el Cinep en asociación con el gobierno municipal de San Miguel, otra ONG jesuita —la Fundación Social— y fondos de inversión social de Ecopetrol, la principal empresa petrolera de Colombia. Además de la finca-escuela, el proyecto también incluyó un colectivo de comunicación juvenil llamado Jóvenes Reporteros de San Miguel, el desarrollo de una “Agenda subregional para el Bajo Putumayo” y una campaña política llamada Vote por la Amazonía (Cinep 2007).

6 Para un retrato íntimo de la vida cotidiana de quienes cultivan o trabajan alrededor de la coca, véase mi instalación fotográfica y de no ficción etnográfica, Fresh Leaves (Lyons 2014b).

7 Margarita Chávez (1998; 2010) dilucida las interacciones cotidianas, las identidades interpenetradas, las fricciones productivas y las alianzas políticas entre comunidades indígenas y no indígenas en el Putumayo, a pesar de las representaciones clásicas de su supuesto aislamiento y de sus formas de convivencia conflictivas.

8 Varias medidas legislativas y resoluciones administrativas aprobadas desde 2004, incluyendo las leyes de propiedad intelectual que el Gobierno colombiano fue obligado a decretar con la firma del Acuerdo de Libre Comercio con Estados Unidos (Ley 1518 de 2012), han declarado la ilegalidad de una gran variedad de prácticas campesinas e indígenas de producción y comercialización de alimentos y de propagación de semillas. Por ejemplo, la Resolución 000957 de 2008 prohibió la producción, crianza y comercialización de gallinas criollas; la Resolución 002546 de 2004 prohibió la producción y comercialización de panela artesanal; el Decreto 1500 de 2007 prohibió la producción y el degüello de ganado en las cabeceras municipales y en los corregimientos, y privatizó la venta de cárnicos refrigerados; y el Decreto 2838 de 2006 limitó el derecho de comercializar leche cruda a empresas agroindustriales. Para más información sobre estas reformas neoliberales y sus consecuencias, véase el sitio web de la Corporación Grupo Semillas.

9 La Clínica Ambiental es una iniciativa fundada y apoyada por la ONG Acción Ecológica, con sede en Quito, una organización ambiental reconocida en toda América Latina, fundada hace 25 años.

10 Para una historia completa de la Mesa Regional, véase Mesa Regional de Organizaciones Sociales (2015).

11 Los activistas de la Meros han rechazado lo que Winifred Tate (2013) ha llamado ciudadanía ‘proxy’ y se han distanciado de las ONG que interfieren con su capacidad de dirigir sus reivindicaciones directamente al Estado.

12 Para más información sobre el Paro Nacional Agrario, Étnico y Popular de 2013 y sobre los procesos políticos y las negociaciones posteriores, véase Mesa Nacional Agropecuaria y Popular de Interlocucción y Acuerdo (MIA 2015).

13 Para más detalles sobre la metodología rural participativa, así como el enfoque y los temas de la formulación del Pladia 2035, véase Mesa Regional (2017).

14 El primer nombramiento de Heraldo como secretario de Agricultura, que duró seis meses, fue posible gracias a la influencia del partido de izquierda Alianza Democrática M-19 en el Putumayo. En 1989, la mayoría de los integrantes de la guerrilla del Movimiento 19 de Abril (M-19) se desmovilizó e hizo un tránsito a las esferas políticas legales conformando el Partido M-19. El partido se unió con otros movimientos políticos, incluyendo los grupos desmovilizados del Ejército Popular de Liberación (EPL), el Partido Revolucionario de los Trabajadores y el Movimiento Quintín Lame, para crear la Alianza Democrática M-19, en 1991. Según la Comisión Andina de Juristas (1993), la AD M-19 se convirtió en un espacio de encuentro regional para líderes comunitarios y sindicales de izquierda. Debido a la presencia del grupo paramilitar conocido como los Masetos en el Putumayo, la AD M-19 también se convirtió en una alternativa a la Unión Patriótica (UP), movimiento político asociado con las FARC, el cual sufrió una persecución genocida por parte de los paramilitares en todo el país. Su segundo nombramiento como secretario ocurrió en enero de 2016, cuando Sorrel Aroca Rodríguez resultó elegida la primera mujer gobernadora del Putumayo. Sorrel salió elegida con el aval de la Alianza Verde, que representa una convergencia de sectores de centro y centroizquierda y conservadores moderados en el Putumayo. Durante su campaña, Sorrel construyó alianzas políticas con la Meros, integrada principalmente por organizaciones campesinas y sindicatos.

15 Según el censo, llevado a cabo en 2005, el 76 % de la población del Putumayo se categoriza como mestiza, el 18 % como indígena y el 6 % como negra o afrocolombiana.

16 La militarización global de la guerra contra las drogas, que se remontaba a los años ochenta, se intensificó especialmente después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando la ayuda militar estadounidense para Colombia fusionó las guerras antinarcóticos y de contrainsurgencia (véase Ramírez 2005).

17 Raffles (2002) piensa con la formulación crítica de la geógrafa feminista Doreen Massey, quien se refiere a los lugares como puntos de encuentro de las relaciones sociales, como los resultados de la diferencia y la desigualdad y a la vez como productores de diferencia y desigualdad (Massey, Allen y Cochrane 1998). Los lugares nunca son estables; constantemente se conforman por medio de las relaciones afectivas, imaginativas y discursivas, las cuales están en constante movimiento, y mediante el trabajo físico entre humanos y no humanos.

18 Agradezco a mi colega Tania Pérez-Bustos por reconectarme con la pedagogía crítica de Freire.

19 Esta tríada se sitúa en una genealogía de teoría crítica latinoamericana que inspira mi trabajo, la cual incluye la teoría de la dependencia, la teología de la liberación y la investigaciónacción participativa, así como la corriente a veces llamada “pensamiento latinoamericano en ciencia, tecnología y sociedad”.

20 Véase también el trabajo de Kirksey (2015) sobre las “ecologías emergentes” y sobre cómo encontrar posibilidades en las ruinas de desastres recurrentes por medio de las asociaciones simbióticas de plantas, animales y microbios que prosperan en lo que él llama lugares inesperados.

Descomposición vital

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