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INTRODUCCIÓN

Vida y obras de Lactancio

Muy poco es lo que sabemos de la biografía de Lactancio. Ni siquiera conocemos su nombre con total seguridad. Las noticias que sobre él se nos han conservado se reducen a unas indicaciones de San Jerónimo 1 y a los escasos datos sobre su persona que el propio Lactancio nos proporciona en su obra más importante, las Institutiones .

Su nombre parece que era L. Caecilius Firmianus qui et Lactantius 2 . De la noticia de San Jerónimo en el De Viris Illustribus y de la citada inscripción de Cirta se desprende que era africano, de Numidia. Aquí fue discípulo de Arnobio, según el mismo San Jerónimo, pero, debido a algunas discrepancias doctrinales que se reflejan en las obras de ambos y al hecho de que Lactancio no lo mencione jamás en sus obras, se ha deducido que Arnobio debió de limitarse a enseñarle la retórica sin haber ejercido influencia doctrinal alguna sobre él, pese a que en los últimos años de su vida escribió una apología de su discípulo 3 . Parece, sin embargo, que estaba escasamente dotado para la elocuencia, por lo que nunca la practicó en públicó 4 y optó por convertirse en profesor de retórica.

El otro dato importante que sabemos de su vida es que Diocleciano, llevado sin duda por el prestigio de que gozaba, lo llamó, junto con el gramático Flavio, a Nicomedia para que enseñase retórica latina en esta ciudad, que él había convertido en la nueva capital del Imperio. El mismo San Jerónimo, que es quien nos proporciona esta noticia, añade que la escasez de discípulos, debido a que se trataba de una ciudad griega, lo sumió en la penuria, por lo que tuvo que dedicarse a escribir. De su propia obra 5 se desprende que, cuando Diocleciano en febrero del 303 decretó la persecución contra los cristianos, se había convertido ya al cristianismo, pero no sabemos si esta conversión se había producido ya en África o sobrevino en la propia Nicomedia. Parece deducirse de dos pasajes de las Institutiones 6 que durante el reinado de Diocleciano no fue molestado por sus creencias, pues permaneció en Nicomedia por lo menos hasta el 305. Lo que sí parece seguro es que, siendo ya de edad avanzada (in extrema senectute, según San Jerónimo 7 ), Constantino lo llamó a la Galia, seguramente a Tréveris, que era la capital entonces, para que se hiciese cargo de la instrucción literaria de su hijo Crispo 8 . Ninguna otra noticia tenemos sobre su vida. En base a lo preciso de su información sobre algunos hechos narrados en el De mortibus se ha intentado seguir sus pasos por Occidente y Oriente, pero nada se puede afirmar con certeza. Tampoco se sabe con exactitud la fecha en que se hizo cargo de la educación de Crispo, dado que se desconoce la del nacimiento de éste y, por tanto, el momento en que alcanzaría la edad apropiada para recibir dicha instrucción. En cualquier caso no hubo de ser antes del 313 9 . Nada sabemos sobre la fecha y lugar de su muerte.

San Jerónimo nos ha conservado una larga lista de obras atribuidas a Lactancio 10 . Una no despreciable parte de ellas se ha perdido totalmente. Tal es el caso de tres obras de carácter profano, el Symposium o Banquete, el Hodoeporicum o Itinerario, descripción en hexámetros de un viaje de África a Nicomedia, y el Grammaticus . Todas ellas debieron de ser obras de juventud. Asimismo se han perdido varios libros de cartas: cuatro libros dedicados a Probo, dos libros a Severo y otros dos a Demetriano. Todos ellos trataban de temas muy variados, geografía, filosofía, métrica, etcétera, y aunque es de lamentar su pérdida, el juicio que el papa San Dámaso, en carta dirigida a San Jerónimo, da sobre ellos no es demasiado favorable: «te confieso que los libros que hace tiempo me diste de Lactancio no los leo con demasiada gana, primero porque sus muchísimas cartas se prolongan hasta las mil líneas y segundo porque raras veces tratan de nuestra doctrina. De ahí que la prolijidad engendra cansancio en el lector...» 11 . Parece que, al menos los dedicados a Probo y a Severiano, databan de la última etapa de su vida 12 . Igualmente se ha perdido un tratado en dos libros dedicado a Asclepiades, quien había escrito un tratado de Prouidentia dedicado a él 13 .

Las obras dogmáticas que se nos han conservado, además del De mortibus persecutorum, son, por orden cronológico, De opificio Dei, Diuinae institutiones, De ira Dei y el Epitome . La cronología absoluta de estas obras es difícil de establecer. Ésta tiene especial importancia para la mayor y la más importante de ellas, las Institutiones . Se trata de una gran obra en siete libros, donde, en viva polémica contra dos filósofos paganos que habían escrito contra los cristianos al comienzo de la persecución de Diocleciano 14 , intenta demostrar que el politeísmo es indefendible, que todos los sistemas filosóficos son engañosos y que la razón obliga a admitir los dogmas y la moral cristiana. No podemos entrar aquí en la polémica existente sobre la fecha de su composición y, en especial, sobre las dos dedicatorias a Constantino que aparecen al comienzo y al final de la obra 15 . En cualquier caso parece que ésta fue compuesta entre el 305 y el 313 y que las dedicatorias fueron añadidas posteriormente 16 . El Epitome, como indica su nombre, es una reedición abreviada de las Institutiones; el De opificio, un estudio del cuerpo humano como obra de Dios y el De ira, una refutación de los estoicos y epicúreos que negaban la bondad y justicia divinas. En todas está presente la idea central de Lactancio, la Providencia que rige el mundo y todas las acciones humanas; una idea que al principio es en él principalmente filosófica para acabar siendo religiosa en concordancia con la evolución de sus sentimientos, que terminarán por responder a una vivencia ardiente del cristianismo.

Aparte de estas obras de carácter dogmático, se ha conservado también otra escrita en verso y que nada tiene que ver con las anteriores: el De aue Phoenice. Cuenta en ella una célebre leyenda, según la cual esta ave cada mil años viene de Oriente a Fenicia y muere encima de una palmera (recuérdese que palmera en griego es phoînix) . El cadáver del ave se quema espontáneamente y de sus cenizas nace un gusano que, convertido primero en capullo y después en mariposa, lleva los huevos del ave al templo del Sol en Heliópolis (Egipto), donde el ave resucita para retornar nuevamente a Oriente. Se trata de una leyenda que aparece por vez primera en Heródoto, pero pronto adquirió un carácter cristiano como símbolo de la resurrección de Cristo y como tal aparece en Clemente Romano, Tertuliano y en otros escritores cristianos y en el arte paleocristiano. Su atribución a Lactancio aparece ya en Gregorio de Tours y las opiniones están hoy en día divididas.

El «De mortibus persecutorum»

Esta obra fue descubierta en la biblioteca Colbert de París, en 1676, por S. Baluze (Balutius) en un manuscrito proveniente de la biblioteca de la abadía benedictina de Moissac. El manuscrito lleva el encabezamiento Lucii Cecilii incipit liber ad Donatum confessorem de mortibus persecutorum y su descubridor no dudó, desde el primer momento, en hallarse frente al De persecutione, mencionado por San Jerónimo en la lista de las obras de Lactancio. Sin embargo, esta tesis no fue unánimemente aceptada y las opiniones estuvieron divididas durante los siglos XVIII y XIX . A fines de este siglo, S. Brandt, editor de Lactancio en el Corpus de Viena, captó a la mayoría de los especialistas hacia la tesis de la inautenticidad, pero, poco después, R. Pichon, en su gran obra de 1902 sobre Lactancio, llegó a convencer incluso al mismo Brandt de su autenticidad. A partir de este momento esta última tesis, pese a algunas voces discordantes, se ha ido imponiendo de un modo general, siendo ya muy pocos los que dudan de ella, entre los que naturalmente no nos encontramos.

Debido a las características de esta edición no podemos detenernos aquí en el análisis de los argumentos a favor y en contra, tanto de orden interno como externo, que han alimentado esta polémica. Una brillante síntesis puede verse en Moreau 17 . Nos limitaremos a recordar algunos de los argumentos de orden interno que nos ayudarán, de paso, a comprender el contenido de la obra. En el De mortibus aparecen las mismas inquietudes dogmáticas que revelan las restantes obras de Lactancio, en especial, las Institutiones . Como declara Lactancio en el exordio, es la muerte que sufrieron los perseguidores una de las grandes lecciones que enseñan que Dios es uno y que su justicia es vengadora. Esta sola frase es de por sí una buena muestra de lo que era una de las grandes preocupaciones de Lactancio, establecer una relación entre todos sus escritos: así se puede entender el De mortibus como una realización y demostración histórica de la idea de la unidad de Dios desarrollada en los dos primeros libros de las Institutiones y de la idea de la justicia vengadora a la que está consagrado el De ira . No deja de sorprender también que, tanto en las Institutiones como en el De mortibus, se atribuye a los demonios el papel de desencadenantes de la persecución de Diocleciano: la idea se expresa casi con las mismas palabras en las dos obras 18 , con la diferencia de que en ésta se añaden precisiones cronológicas, topográficas e históricas.

Asimismo, tanto ésta como las Institutiones están animadas por un mismo espíritu de conciliación: en las Institutiones, entre la filosofía pagana y la doctrina cristiana (Lactancio intenta buscar puntos de coincidencia entre ambas); aquí, entre la Iglesia y el Estado, entre el poder político y el poder religioso. Mientras que antes en los autores cristianos predominaba el espíritu de intransigencia, Lactancio se esfuerza por introducir el espíritu de conciliación 19 . Estos nuevos planteamientos obedecen, sin duda, a las nuevas circunstancias políticas, pero Lactancio fue un premonitor de la situación que se implantará tras la batalla del Puente Milvio. Esta postura de Lactancio adelantándose a los acontecimientos se explica por su apego y su entusiasmo por la grandeza de Roma, que hizo de él, como más adelante veremos, un defensor de la religión cristiana frente a los emperadores paganos y de la romanidad frente a los emperadores bárbaros. Romanidad y cristianismo encuentran su fusión por vez primera en Lactancio.

Se trata de una obra breve —opúsculo se la suele denominar, sirviéndose de un latinismo de escaso gusto— de 52 capítulos. Se inicia con un capítulo de introducción en el que se hace la dedicación de la obra al confesor Donato, seguramente el mismo a quien dedicó el De ira Dei, que sufrió la persecución de tres gobernadores sucesivos de Bitinia: el prefecto del pretorio Flaccino, Sosiano Hierocles y Prisciliano. Evoca el fin de la persecución por obra de Constantino y Licinio y enuncia el programa de la obra. Tras una breve evocación del destino sufrido por los anteriores emperadores que habían perseguido a los cristianos — Nerón, Domiciano, Decio, Valeriano y Aureliano — (caps. II-VI), entra en una detallada e implacable descripción de la persona, familia y acciones de Diocleciano, Maximiano Hercúleo y Galerio, exponiendo los inicios de la persecución, la abdicación de Diocleciano y Maximiano y el nombramiento de dos nuevos Césares, Severo y Maximino Daya (caps. VII-XIX). Sigue una descripción, igualmente cruel y detallada, de las acciones de Galerio como Augusto, lo que provoca la proclamación de Constancio como emperador en calidad de sucesor de su padre Constantino Cloro, siendo su primera medida de gobierno la devolución a los cristianos de la plena libertad religiosa (caps. XX-XXIV). Seguidamente expone los intrincados acontecimientos políticos de los cuatro años siguientes: reconocimiento de Constantino como César por parte de Galerio, proclamación de Majencio como emperador en Roma, vuelta de su padre Maximiano al poder, derrota y muerte de Severo, fallido intento de Galerio por restablecer su autoridad en Italia, intentona fallida de Maximiano contra Majencio, proclamación de Licinio como Augusto (conferencia de Carnuntum), retirada de Maximiano junto a Constantino a la Galia, y su muerte tras el doble intento fallido de acabar con la vida de éste (caps. XXV-XXX).

Maximiano fue el primero de los emperadores perseguidores en morir. Inmediatamente después, Dios se fijó en Galerio, a quien Lactancio presenta como instigador de la persecución, y éste muere, víctima de una enfermedad repugnante e incurable, cuando se disponía a celebrar los veinte años de su reinado; pero poco antes de morir, arrepentido, publicó un edicto general de libertad de culto para los cristianos (caps. XXXI-XXXV). A la muerte de Galerio, Licinio y Maximino Daya se disputan el control de la mitad oriental del Imperio y llegan a un acuerdo de reparto de dominios. Inmediatamente después, Maximino reanuda la persecución, aunque disimulada por las amenazas de Constantino. Poco después muere Diocleciano y Maximino establece una alianza con Majencio (capítulos XXXVI-XLIII). Constantino invade Roma, derrota a Majencio, ocupa Roma y establece una alianza con Licinio. Se produce el esperado enfrentamiento entre Licinio y Maximino con la derrota de este último. Licinio publica en Oriente un edicto de libertad religiosa Y. poco después, muere Maximino acosado en Tarso. Licinio culmina su acción con la muerte de todos los familiares de los tetrarcas supervivientes aún: entre ellos, Prisca, esposa de Diocleciano, y Valeria, hija de éste y esposa de Galerio (caps. XLIV-LI). Termina la obra con un epílogo que es un canto de alabanza a Dios por haber protegido a su pueblo y haber exterminado a todos sus enemigos (cap. LII).

Fecha de composición

La fecha de la composición del De mortibus es tan incierta como la vida de su autor. Ninguna noticia nos ha quedado al respecto, por lo que es necesario deducirla a partir de argumentos internos de la obra. La fecha post quam nos viene proporcionada por el fin de las persecuciones, es decir, el 313, y más concretamente, por la muerte de Valeria y Prisca, último acontecimiento mencionado, que tuvo lugar quince meses después de la muerte de Maximino Daya, lo que nos lleva al otoño del 314. Otra referencia importante nos viene dada por la afirmación de Lactancio, en el cap. I, de que en el momento de escribir la obra reinaba una paz general en el Imperio, bajo el gobierno de dos emperadores. Aunque es posible que esta referencia de Lactancio pueda hacer alusión únicamente a la paz de la Iglesia subsiguiente a las persecuciones, generalmente se ha interpretado, y así lo hacemos aquí, en un sentido más genérico, como referida a las amistosas relaciones entre Licinio y Constantino, que compartieron el poder desde la muerte de Daya en el verano de 313. Esta situación terminó el 324 con la guerra entre ambos y la derrota y muerte de Licinio. Así pues, es ésta la única fecha ante quam que no admite duda. Pero, aunque el enfrentamiento final entre Constantino y Licinio no se produjo hasta el 324, el 321 se inició una guerra fría entre ambos con una ruptura práctica de relaciones, lo que no cuadraría con la amistad entre ambos que el De mortibus parece reflejar. Por ello, casi unánimemente se ha fijado en el 321 el terminus ante quem . A su vez, el terminus post quem se estableció con casi general unanimidad en el 316, aunque, por consideraciones diferentes. O. Seeck 20 basó su argumentación en la fijación de la muerte de Diocleciano en este año, muerte que narra Lactancio, pero situándola algunos años antes (cap. XLII). En la actualidad se tiende a rechazar la fecha del 316 para la muerte del fundador de la Tetrarquía y a situarla con Lactancio en el 313 o aun antes. Sin embargo, W. Seston y, con él, J. Moreau, fijaron el mismo límite post quem con otro argumento 21 . En el cap. 52, Lactancio alude despectivamente a los cognomina de Iouius y Herculeus, adoptados oficialmente por los emperadores de la Tetrarquía y que Dios había borrado de la tierra. Ahora bien, en el arco de triunfo dedicado en Roma a Constantino por el Senado el 315, Licinio aparece aún representado como Iouius y Maximiano, como Herculeus, lo que cuadraría mal con la alusión de Lactancio. Aprovechando al máximo este argumento, tanto Seston como Moreau propusieron una fecha posterior al 318, partiendo del razonamiento de que se exigiría un intermedio de tiempo razonable para que estas ofensas a la memoria de los tetrarcas pudiesen ser aceptables y apoyándolo con la idea de que Lactancio presenta al final una imagen de Licinio poco favorable, lo que sería una muestra de que las relaciones entre ambos emperadores comenzaban ya a ser tensas. Por otra parte, una fecha posterior al verano del 314 y anterior al verano del 315 en que se hizo la dedicación del arco del triunfo resultaba imposible, porque en octubre del 314 habría tenido lugar la batalla de Cibalae, primer enfrentamiento abierto entre Licinio y Constantino, lo que resultaba incompatible con la paz reinante en esos momentos en todo el Imperio de que habla Lactancio. Así pues, frente a la idea predominante de una fecha comprendida entre el 316-321, sólo quedaron algunas opciones minoritarias. Según ellas, Lactancio habría escrito la obra durante el breve o, quizá, inexistente período comprendido entre la muerte de Valeria, no antes de septiembre del 314, y la ruptura entre Constantino y Licinio que representó la batalla de Cibalae, a más tardar, a finales del mismo mes 22 ; o bien, durante esta guerra entre ambos, pese a las palabras de Lactancio sobre la paz que reinaba en todo el Imperio 23 ; o, por último, los capítulos que narran los sucesos del 314, el L y LI, habría que considerarlos como interpolados posteriormente y, por lo tanto, podría haber sido escrita en el año comprendido entre la derrota de Maximino Daya y la batalla de Cibalae 24 .

Éste era el estado de la cuestión antes de la publicación de la obra de P. Bruun 25 , que propone retrasar la fecha tradicional de la batalla de Cibalae desde el 314 al 316. Sus argumentos han sido casi universalmente aceptados y han alterado totalmente el referido estado de la cuestión. Las consecuencias de esta nueva cronología de la batalla de Cibalae respecto a la datación de la obra de Lactancio no se han hecho esperar: desaparecía el mayor obstáculo para situar su composición inmediatamente después de los sucesos narrados, por lo que J. R. Palanque y T. D. Barnes, entre otros, se han apresurado a sacar la conclusión de situar su datación a finales del 314 o comienzos del 315 26 . Ésta es también nuestra opinión.

Hemos de reconocer que esta datación no resuelve todas las incógnitas que presenta la obra de Lactancio, pero con ello son más los aspectos que quedan aclarados que los que permanecen aún en la sombra. La datación de la muerte de Diocleciano que, frente a la fecha del 316 imperante tradicionalmente en la moderna historiografía, había ido recientemente ganando adeptos para la fecha dada por Lactancio del 312 ó 313, encuentra nueva confirmación. Asimismo, Lactancio queda liberado de la acusación de haber omitido deliberadamente la mención a la guerra entre Licinio y Constantino y del artificio retórico que se le suponía de fingir escribir la obra inmediatamente después de los hechos narrados, es decir, en una fecha más reciente de la que realmente la escribió 27 .

La objeción aducida por Seston y Moreau en contra de una datación en estos años no tiene tampoco mayor consistencia. Según Palanque 28 , la ironía con que Lactancio habla de los cognomina de Iouius y Herculeus asumidos por los emperadores de la Tetrarquía no estaría sólo en contradicción con la supervivencia de estos títulos en el arco de triunfo del 315, sino también con su pervivencia en las emisiones monetarias con la efigie de Maximiano hasta el 320 y, en todo caso, sería una contradicción de menor importancia que la que supone la rehabilitación de la memoria de Maximiano por parte de Constantino después de su dammatio memoriae el 312. Barnes, por su parte, llega más lejos en sus conclusiones. Tras poner de relieve que las monedas oficiales continuaron presentando a Licinio y al mismo Constantino bajo la protección de Júpiter, deduce del cambio de datación de la obra importantes novedades en la interpretación del transfondo ideológico del escrito de Lactancio respecto a la versión difundida por numerosos autores, Moreau principalmente 29 . En seguida hablaremos de ello.

Fuentes

La búsqueda de las fuentes del de Mortibus, la llamada Quellenforschung, ha provocado la agudización del ingenio de numerosos filólogos y especialistas, dado que es un tema estrechamente relacionado con el de la autenticidad de la obra. En esta labor se han distinguido especialmente dos investigadores, H. Silomón, que ha dedicado al tema dos artículos 30 , y H. Roller 31 . Ambos, por caminos diferentes y con conclusiones diversas, han querido ver en el sustrato de la narración de Lactancio, historias previas que éste habría seguido e incorporado en su texto. Según el primero, Lactancio se habría servido para la exposición de la primera parte de su obra, hasta la abdicación de Diocleciano, de una perdida Kaisergeschichte (Historia de los emperadores) que habría sido la misma de que se sirvieron Eutropio, Festo y el Epitome y, para la segunda parte, de otra supuesta obra análoga. Por su parte, para H. Roller, Lactancio habría ido aglutinando dos obras de contenido y origen diferentes: una narración de las persecuciones de origen cristiano y una historia política en que se exponían sobre los diversos emperadores valoraciones dictadas por convicciones conservadoras y aristocráticas. Estos planteamientos han llevado a sus autores a verdaderos malabarismos de erudición filológica cuyos resultados han sido decepcionantes y su eco escaso. Silomón partía, además, del supuesto de que la obra había sido redactada en época de Juliano por un autor cristiano que pretendía disuadir a éste de la persecución que maquinaba contra los cristianos.

Tras estas tentativas se ha impuesto el buen sentido, cuyo punto de partida es la consideración de que la obra está escrita por un contemporáneo de los hechos y en una fecha próxima a éstos. Ésta es la premisa y la conclusión del último especialista que se ha ocupado del tema en profundidad, A. Maddalena 32 , quien llega al extremo de afirmar que, en época de Lactancio, no existía aún ninguna obra escrita sobre la historia de los tetrarcas. Sin llegar a dar por sentado taxativamente este extremo, creemos con Moreau 33 que, existiese o no una o más historias de los tetrarcas, Lactancio no necesitaba recurrir a ellas, le bastaba con su experiencia directa, el testimonio de otros testigos y la consulta de los documentos oficiales.

Esta conclusión se impone con mayor evidencia si, como ya hemos expuesto, hay que adelantar la fecha de la redacción de la obra al 314-315. Partiendo de este hecho y de la constatación de que toda ella deja ver una experiencia viva y un conocimiento directo de los sucesos o, al menos, información de primera mano, la atención ha de centrarse en el aspecto de dónde y cómo Lactancio adquirió estas experiencias. Pero tampoco es éste un tema de fácil solución, dada la escasez de datos biográficos sobre nuestro autor, por lo que las hipótesis son muchas y ninguna goza de mayor base que otras. Lo único cierto es que Lactancio se encontraba en Nicomedia cuando comenzó la gran persecución, en febrero del 303, y, como ya vimos, debió de permanecer aquí al menos por dos años. Por ello y dada la sensación de testigo presencial que ofrecen los pasajes que narran los acontecimientos de Nicomedia, es opinión generalizada que fue testigo no sólo de la abdicación de Diocleciano el primero de mayo del 305, sino también de la publicación en esta ciudad del Edicto de Tolerancia de Galerio el 30 de abril del 311 y de la carta de Licinio, en el mismo sentido, el 13 de junio del 313 34 . Pero por motivos análogos se ha pensado también que debió de ser testigo presencial de los sucesos acaecidos en la Galia el 310 y en Sérdica el 311 35 , y que pudo acompañar a Constantino en la campaña de Italia del 312 36 . Pero todo esto no dejan de ser suposiciones, aunque, como vimos, un pasaje de las Institutiones parece reflejar que antes de abril del 311 estaba escribiendo en territorio de Constantino. Como señala Barnes 37 , la sensación de cosa vivida que proporciona la narración puede provenir, más que de una vivencia directa, de habilidad retórica.

Con excepción, pues, de su permanencia en Nicomedia hasta el 305 por lo menos, la otra noticia biográfica que de él disponemos es la antes mencionada de San Jerónimo de que, ya en su vejez, fue llamado a la Galia por Constantino para encargarse de la formación literaria de su hijo Crispo. Ello nos lleva a plantear la cuestión de hasta qué punto Lactancio pudo ser informado directamente por Constantino sobre los acontecimientos de Occidente del 306 al 310, relatados en los caps. XXVI-XXX, y del 312, en el cap. XLIV. La opinión tradicionalmente dominante ha sido la afirmativa. Sin embargo, creemos que la respuesta no debe de ser tan simple, y el adelantamiento de la fecha de composición de la obra la hace menos verosímil: también en este aspecto el admitir una u otra fecha conlleva respuestas diferentes a este problema. Lo veremos más adelante.

Naturaleza, tesis y trasfondo ideológico

Si hay que encuadrar el De mortibus en alguno de los géneros literarios que conoció la antigüedad, habría que hacerlo dentro del género apologético que había echado hondas raíces dentro de la tradición literaria cristiana. Sin embargo, Lactancio no se restringe a las normas tradicionales del género, sino que crea una obra original, que es un caso único dentro de la producción literaria de la antigüedad. Esta originalidad radica fundamentalmente en que es una obra apologética que se sirve como instrumento de la historia, o, visto desde otra perspectiva, se trata de una historia con una finalidad apologética. Este doble carácter de historia y apología, junto a otros elementos que iremos considerando, son los condicionantes que hay que tener presentes para valorar en su conjunto una obra como ésta.

La apología surgió y se desarrolló, primeramente, en Oriente y en lengua griega como un intento de los primeros escritores cristianos por ofrecer una respuesta racional y no violenta a los ataques de todo tipo que comenzó a sufrir la nueva religión. De Oriente pasó a Occidente con la lengua griega como vehículo de expresión y fue en África, la región de Occidente donde con más rapidez se extendió el cristianismo, donde comenzó a desarrollarse una literatura cristiana en latín, inspirada en los modelos griegos. No fue por ello casual que las primeras manifestaciones de esta literatura tuviesen precisamente un carácter apologético. Aquí nació y se desarrolló la apología latina, y casi todas las grandes figuras de la primera literatura cristiana fueron africanos y apologetas: Tertuliano, Minucio Félix, San Cipriano, Arnobio, etc. Lactancio, pues, no hace sino insertarse en la gran tradición de la apología cristiana de su propia tierra.

La tesis central que Lactancio desarrolla en su obra, no es nueva, sino que había calado ya hondamente en la mentalidad cristiana y había encontrado difusión en los autores cristianos. Su definición aparecía ya, según Eusebio 38 , en Melitón de Sardes. Pero, como ha señalado P. Monceaux 39 , si la tesis no es nueva, fue Lactancio el primero en sacar de ella una obra histórica. En sus obras anteriores se había dedicado a desarrollar el papel de la Providencia en el mundo; aquí se dedica a demostrarlo en la historia de su época: el filósofo se convierte en historiador. La tesis, según Moreau 40 , se podría reducir a esta formulación: todos los emperadores perseguidores han sido malos emperadores, pues sólo un mal emperador puede perseguir la justicia, y todos padecieron una muerte miserable. Dado que toda la obra va orientada a demostrar esta tesis, la información histórica está lógicamente afectada por los condicionantes que ésta presenta.

Creemos que se puede admitir como premisa que la idea de escribir su obra surgió, en Lactancio, de la constatación de que esta tesis, que él había recibido de los escritores cristianos, encontraba su confirmación en los sucesos de su época de que él había sido testigo. Todos los emperadores que habían participado en la persecución iniciada en el 303 habían sufrido una muerte rápida y, más o menos, violenta. Por ello, su objetivo inicial fue el escribir una historia de estos emperadores de la Tetrarquía, Sólo después, y con el fin de confirmar el carácter universal y dogmático de esta tesis, amplió el objetivo inicial de la obra, añadiendo una serie de capítulos que comprenden a todos los emperadores anteriores. Por ello, se pueden distinguir dos partes perfectamente delimitadas en la obra: la primera, desde el cap. II al VI, que abarca a los emperadores anteriores a la Tetrarquía; la segunda, desde el VII hasta el final, que comprende la parte originaria y el meollo de la obra.

Para confirmar su tesis, Lactancio precisa demostrar dos hechos: por un lado, que todos los emperadores perseguidores tuvieron una muerte miserable; por otro, que todos ellos fueron «malos» emperadores. La mayor parte de las deformaciones históricas que la obra contiene se deben a la dificultad para acomodar la teoría y la historia. Pero no son ni Lactancio ni los escritores cristianos que le antecedieron los únicos responsables de ello. Esta teoría no era de origen cristiano, sino pagano, y los cristianos no hicieron sino amoldarla a su propia circunstancia. Ellos se limitaron a añadir al concepto de emperador «malo» un nuevo elemento, el de perseguidor de los cristianos. La noción de emperador «malo» se había ido desarrollando lentamente en la historiografía oficial pagana y, naturalmente, estaba lastrada por los condicionamientos ideológicos a que obedecía esta historiografía. A finales del siglo III estaba ya perfectamente delimitado: emperador «malo» era sinónimo de emperador antisenatorial, tal como recogerá después perfectamente la Historia Augusta . La tarea de Lactancio se encontraba, pues, condicionada por el hecho de que sólo podían entrar en la categoría de emperadores perseguidores los que, según los cánones de la historiografía pagana, eran emperadores antisenatoriales. El segundo elemento de la tesis condiciona la información histórica de Lactancio, en el sentido de hacer cuadrar la condición de mal emperador con el hecho de haber sufrido muerte horrible. Se trata de otro de los rasgos de la semblanza de emperador «malo» elaborada por la historiografía pagana, al que los cristianos añadieron el aspecto de que esta muerte obedecía a un castigo divino por haber perseguido al cristianismo.

Los condicionamientos históricos que este planteamiento trae consigo son claros. Por un lado, en la pluma de Lactancio los emperadores perseguidores son pintados como portadores de los vicios más execrables, como bestias humanas: crueles, arbitrarios, lujuriosos, extravagantes, enemigos, en fin, del género humano. En ellos, todo son vicios y ninguna virtud, sus muertes son presentadas del modo más sombrío y macabro. Esta labor de amoldamiento de los hechos a una tesis preconcebida exige mayor esfuerzo por parte del autor en la segunda parte de la obra que en la primera, aunque desde el punto de vista histórico las deformaciones no sean menores en ésta. En la segunda parte, Lactancio trata de ser exhaustivo y se ve condicionado por la circunstancia de que todos sus lectores han sido contemporáneos de los hechos y gran parte de ellos incluso testigos. De ahí que tenga que echar mano de toda su capacidad retórica para amoldar hechos y teoría. Un estudio detallado exigiría más espacio del que aquí disponemos, y a lo largo del comentario tendremos ocasión de resaltar algunos aspectos. Aquí nos limitaremos a algunas consideraciones generales. Para Lactancio no hay más que emperadores malos y emperadores buenos; los términos medios son desconocidos. Ello le lleva a resaltar todos los posibles defectos de los primeros, que aparecen descritos con los tintes más sombríos y siguiendo los cánones con que la retórica tradicional describía al tirano, aunque en muchas ocasiones no pueda citar hechos concretos. Al mismo tiempo, le hace caer en contradicciones —así, p. ej., cuando califica a Diocleciano de tacaño, para en otro lugar echarle en cara sus derroches en construcciones— y le impide ver las cualidades que, sin duda, como todo hombre, tuvieron estos personajes, en especial Diocleciano, cuya gran obra de gobernante no sólo ignora, sino que todas las medidas reformadoras por él acometidas son presentadas como perniciosas para el Imperio. Inverso es el caso de los emperadores que favorecieron a los cristianos, Licinio y, en especial, Constantino: en éstos, ni un solo defecto. Lo que en ellos, con igual motivo que en otros emperadores perseguidores, podría ser motivo de crítica, o lo silencia, como es el caso del origen poco digno de Constantino, hijo de una concubina, y su responsabilidad en desencadenar la guerra contra Majencio, o bien trata de justificarlo, como la crueldad y venganzas sangrientas de Licinio tras su victoria sobre Maximino Daya. Por otra parte, el motivo de la muerte miserable sufrida por los emperadores perseguidores cuadra bien en el caso de Galerio y Maximino Daya, y en menor medida, en los de Maximiano y Severo, pero no en el caso de Diocleciano: de ahí, la necesidad de presentar la muerte de éste, que se produjo en el lecho y tras una larga vejez, como producto de la pena y la amargura. Más chocante es el caso de Majencio, cuya personalidad como favorecedor de los cristianos y enemigo de Constantino a un tiempo, pone a Lactancio en una situación difícil que hace que su semblanza sea contradictoria: mientras, por un lado, presenta su carácter personal con los rasgos típicos del tirano, por otro se limita a constatar su muerte entre las aguas del Tíber, lo que en el caso de otro emperador hubiera merecido un capítulo detallado y macabro.

Las circunstancias en que se encuentra Lactancio en la redacción de los capítulos de la primera parte son diferentes. Aquí no intenta ser exhaustivo, y la única limitación que podría encontrar su exposición no es la experiencia de los hechos por los contemporáneos, sino la tradición historiográfíca. La tarea, por ello, es más fácil. Lactancio selecciona una serie de emperadores a los que es aplicable la tesis que pretende demostrar. Todos los emperadores que selecciona responden a la idea, predominante en la historiografía, de emperador «malo» y, además, sufrieron una muerte penosa: Nerón, Domiciano, Decio, Valerio y Aureliano. Pero ello le obliga a pasar por alto una serie de emperadores «malos» que no fueron perseguidores, como Cómodo, Caracala, Heliogábalo, etc., y a silenciar otra serie no menos numerosa de emperadores «buenos» que sí decretaron persecuciones, como Trajano, Marco Aurelio o Septimio Severo.

Se ha resaltado a veces con extrañeza el hecho de que Lactancio no incluya entre los emperadores perseguidores a Maximino el Tracio, quien reunía todos los rasgos típicos de mal emperador, incluida la muerte violenta, y que, en cambio, incluya a Valeriano, cuyas medidas persecutorias no están bien atestiguadas. Las razones no creemos que sean las aducidas por Moreau 41 ; a saber, que Lactancio ha redactado estos capítulos introductorios de un modo rápido, sin preocuparse por ser exhaustivo y que, por otra parte, posiblemente con ello quería separarse de la teoría de los que sostenían la existencia de un número determinado de persecuciones fijado de antemano. Creemos, más bien, que las causas son otras. A Maximino el Tracio resultaba difícil encuadrarle entre los perseguidores, pues la única actividad importante que, en este sentido, se produjo en su corto reinado fue una persecución local que tuvo lugar en Capadocia el año 235 y que no obedeció a ningún decreto imperial, sino que se trató de un movimiento espontáneo de la población contra los cristianos a consecuencia de un terremoto cuya responsabilidad les fue achacada, como provocadores de la ira de los dioses, y que el gobernador Licinio Severiano oficializó por su propia cuenta 42 . En cuanto al supuesto deseo de Lactancio de apartarse de un número de persecuciones prefijado, creemos que ocurre lo contrario. Como ha puesto de relieve V. Grumel 43 , fue en esta época cuando se estableció un número de persecuciones fijo, no como pretende Moreau, de nueve o diez, cosa que no ocurrirá hasta finales del siglo IV e inicios del V , sino de seis: 1.a Nerón, 2.a Domiciano, 3.a Severo, 4.a Decio, 5.a Valerio, 6.a Diocleciano y Maximiano. Lactancio se atiene a esta lista, pero con una variante muy significativa: excluye a Severo, sin duda por su condición de emperador «bueno», y lo sustituye por Aureliano porque el caso de éste cuadraba perfectamente en su tesis: emperador malo, muerte miserable y, además, ésta se produjo inmediatamente después de decretar la persecución, lo que era prueba de que se trató de un castigo divino.

Para juzgar debidamente el valor histórico del De mortibus hay que tener en cuenta también otros aspectos que concurren en la obra: la personalidad del autor y el momento histórico en que se escribe. Respecto a la personalidad del autor, aparte de su condición de cristiano hay otros aspectos que resultan fundamentales. Hemos visto cómo su juicio sobre los emperadores viene determinado no sólo por la actitud de éstos hacia la Iglesia, sino también por la que tienen hacia el Senado romano. La tendencia política prosenatorial de Lactancio no se refleja sólo en el juicio sobre las disposiciones de carácter religioso tomadas por los emperadores, sino que, como han resaltado R. Pichon y J. Moreau 44 , se extiende a toda la política de éstos. Lactancio intenta hacer ver que los emperadores perseguidores fueron «malos» en el sentido total del término: fueron enemigos no sólo de los cristianos, sino de toda la población. Todas las disposidones políticas tomadas por ellos acarrearon consecuencias funestas para el Imperio: la creación de nuevas provincias, la atribuye a la insaciable avaricia de Diocleciano, y sus únicas consecuencias son la expoliación de la población por el aumento de los impuestos y el aumento de la burocracia y del ejército; los censos tienen como único objetivo engordar los bolsillos del emperador y de sus secuaces, etc. Si se analizan con detalle las acusaciones «políticas» que dirige contra estos emperadores, se observa que todas ellas se reducen a medidas de carácter fiscal. El aumento del peso tributario con los tetrarcas es un hecho evidente, pero fue una exigencia de la política de reorganización del Estado en todos los aspectos que llevó a cabo Diocleciano. Fue una política impopular a todos los niveles, pero lo fue sobre todo entre la nobleza, es decir, el estamento senatorial, que hasta entonces había estado prácticamente exento de impuestos. La política de Diocleciano, que a su vez marcó la de toda la Tetrarquía, fue claramente una política antisenatorial, no sólo en el aspecto estrictamente político y administrativo, al limitar su influencia y reducir a los senadores a un limitado número de funciones administrativas en beneficio de los caballeros, sino también en el económico, al establecer una fiscalidad racional y uniforme y prácticamente sin distinción de estamentos en todo el Imperio. Son, pues, estas medidas administrativas y fiscales las que Lactancio reprocha principalmente a los tetrarcas, mostrando con ello una nueva faceta de su visión prosenatorial. Nada semejante ocurre con los emperadores «buenos», Licinio y Constantino. No sabemos con certeza si éstos, en el momento en que Lactancio escribe, habían dado ya muestras de un cambio de política a este respecto, pero resulta muy verosímil, si tenemos en cuenta que según el mismo Lactancio fue el Senado quien confirió a Constantino el título de Augusto tras la derrota de Majencio y la entrada de aquél en Roma y que frente a la anterior política diocleciánea, que, por otra parte, no era sino la culminación de un largo proceso iniciado en torno al 260, la postura de Constantino ante el Senado supuso un giro copernicano: volvió a poner en manos de la nobleza senatorial todos los resortes del poder, y el principal medio para llevarlo a cabo fue el convertir en senatoriales todas las funciones ecuestres.

Como ha observado también atinadamente Pichon 45 , hay otro tipo de reproches que Lactancio echa en cara a los malos emperadores: su origen y costumbres bárbaras y rústicas, su desprecio por los valores intelectuales, por Roma, por la nobleza, etc. Es decir, por el Senado y por todos los valores que éste representaba y de que se sentía más orgulloso. Ningún reproche semejante en Licinio y Constantino, aunque también en éstos se daban motivos para ello. Pero son éstos precisamente los valores e ideales que Constantino resaltará en la inscripción del arco de triunfo que le fue erigido por el Senado en Roma el 315.

La mentalidad prosenatorial reflejada en la obra de Lactancio resulta, pues, evidente. El origen de esta mentalidad lo ha puesto bien en claro Pichon. Frente a su condición de africano, se imponen en él sus sentimientos como rétor y el tradicional apego que éstos tenían a las tradiciones de la patria romana. El contacto continuo con las leyendas y el pasado de Roma llevaba a los rétores a una identificación casi total con las virtudes y los ideales aristocráticos que se remontaban a las viejas tradiciones republicanas. Así pues, el De mortibus, y es sin duda ésta una de las razones por las que resulta de tanto interés histórico, muestra un adelanto y una premonición de lo que en el siglo IV , a partir de Constantino y durante muchos siglos, será la ideologia predominante en la Iglesia. Para decirlo en palabras de Pichon, se ve «al ideal romano y al ideal aristocrático mezclarse con el ideal cristiano». Esta fusión ideológica traerá consecuencias trascendentales en muchos aspectos. No podemos detenernos aquí a profundizar en ello. Nos limitaremos a señalar un aspecto que resalta claramente en el De mortibus: la Iglesia prestó todo su apoyo moral y religioso a una política determinada, la de Constantino y Licinio. Las acciones de ambos, mientras estuvieron unidos, y las de Constantino, tras su victoria definitiva sobre su colega, encontraron así una justificación moral y religiosa. Pichon ha dedicado un largo espacio a ilustrar el hecho de que la visión que los historiadores posteriores nos dan de los emperadores de la Tetrarquía no coincide, sino parcialmente, con la de Lactancio 46 . Tras lo expuesto, es algo que era de prever, y lo iremos viendo en las anotaciones al texto. Aquí nos fijaremos sólo en un detalle que se deduce del propio análisis interno de la obra. En XXI 4, Lactancio acusa a Galerio de condenar a trabajos forzados a matronas de origen noble; y en el XL, narra con todo detalle y crudeza la muerte de tres nobles damas romanas por Maximino Daya. En contrapartida, en el LI menciona rápidamente la muerte, por parte de Licinio, de la esposa de Diocleciano, Prisca, y de la hija de éstos y esposa de Galerio, Valeria, sin poderles acusar de culpa alguna, y se limita a constatar que su honestidad y su rango fueron la causa de su muerte. Peor aún, en el capítulo precedente narra otras muertes ordenadas por Licinio, entre ellas las del hijo y la hija de Daya, de ocho y siete años, respectivamente, y considera todas esta muertes como consecuencia del justo juicio de Dios. El hecho resulta todavía más grave si, como hemos intentado mostrar en otro lugar 47 , Prisca y Valeria eran cristianas y Lactancio no podía ignorarlo. El dogmatismo político y la justificación religiosa de una política tuvieron aquí su origen. Constantino, al legalizar el cristianismo, encontró sin duda un mayor apoyo para su política del que se había imaginado.

Hasta aquí hemos expuesto las concomitancias ideológicas de Lactancio con la nobleza senatorial, con Constantino y, en menor medida, con Licinio. Las preferencias que Lactancio demuestra con Constantino respecto de Licinio han tenido una explicación casi generalmente admitida hasta hace muy poco tiempo. Los principales defensores de esta explicación fueron H. Grégoire y su discípulo J. Moreau. Esta explicación es simple y está basada en la noticia, antes citada, de San Jerónimo de que, ya anciano, Lactancio fue llamado a la Galia por Constantino para ocuparse de la educación literaria de su hijo Crispo. Por las razones ya expuestas, se dedujo que esta estancia de Lactancio en la corte de Constantino debió de producirse a partir del 317. Así pues, Lactancio habría escrito su obra durante esta permanencia en la corte constantiniana y, lo que es más importante, Lactancio se haría en su obra defensor y portavoz de la política constantiniana de esta época. Naturalmente, esta interpretación se viene abajo si aceptamos una fecha anterior para la composición de la obra. Quedan así invalidadas las interpretaciones de numerosos pasajes propuestas por Moreau, como veremos en las notas correspondientes. Aquí nos limitaremos a comentar un pasaje de capital importancia, puesto de relieve por Barnes 48 : el que hace referencia al papel jugado por Constantino en la legalización del cristianismo. La noticia de Lactancio de que la primera acción de Constantino, al ser proclamado emperador en la Galia tras la muerte de su padre, fue la restauración del cristianismo, ha sido generalmente considerada falsa y producto de la propaganda constantiniana de que Lactancio se haría eco. La nueva datación de la obra rinde justicia a Constantino y a Lactancio y ayuda a comprender la imagen de Licinio que ofrece el De mortibus . Si éste aparece tratado con más frialdad que Constantino, no se debe a la propaganda constantiniana que, hacia el 318, estaría iniciando la guerra fría contra Licinio, sino, quizá, al papel secundario jugado por éste en el reconocimiento del cristianismo.

Es, sin embargo, Majencio el emperador que ha salido con trazos más equívocos de la pluma de Lactancio. El hecho ha sido resaltado con frecuencia por todos los especialistas. La actitud de Lactancio hacia él es claramente negativa, pero no se ensaña con su persona, al igual que hace con los otros emperadores perseguidores. Creemos que hoy en día se puede dar una respuesta satisfactoria a este hecho. Los últimos estudios dejan pocas dudas sobre el hecho de que Majencio fue cristiano o, al menos, filocristiano 49 ; en cualquier caso parece claro que puso fin a la persecución en sus territorios 50 . Si esto es así, se comprende perfectamente el embarazo de Lactancio a la hora de juzgarle y el hecho de que no haga mención alguna de su actitud con los cristianos. Su muerte dramática, derrotado por Constantino y ahogado en el Tíber, cuadraba perfectamente con un emperador perseguidor, pero no con quien después de Constantino fue el primero en poner fin a la persecución, lo que, de admitirlo, arruinaba totalmente la tesis del De mortibus; además, era hijo del denostado Maximiano y, en cuanto a la política que siguió durante su corto reinado, fue claramente antisenatorial. Ante ello, Lactancio opta por un silencio total aunque sospechoso. Eusebio de Cesarea, que se encontraba ante un embarazo semejante, no duda en presentar una versión totalmente deformada de los hechos: su cristianismo fue fingido y el poner fin a la persecución lo hizo por móviles políticos: para agradar y adular al pueblo romano y aparecer como clemente ante sus súbditos 51 .

Así pues, Lactancio presenta una versión histórica plenamente constantiniana, pero no es un portavoz consciente y oportunista de la propaganda de Constantino. Su obra es fruto de la euforia de triunfo que los cristianos vivieron al pasar de ser perseguidos y condenados a muerte durante trece años, a verse plenamente legalizados e, incluso, favorecidos en el aspecto material. Además, el autor principal de este cambio fue un emperador que no sólo reconocía a los cristianos, sino que, al propio tiempo, se hacía portador de los ideales senatoriales. Lactancio, con su ideología cristiana y prosenatorial, no podía por menos que ver en Constantino un milagro del cielo.

Valor histórico e historiográfico

Quien haya seguido hasta aquí esta introducción, pensará que estamos muy lejos de hallarnos ante una obra histórica. Ello no sería del todo cierto. Para juzgar la obra de Lactancio en todo su valor histórico, hay que tener presentes algunas circunstancias o aspectos, aparte de los ya señalados. En primer lugar, el concepto de historia predominante en la época. La historia en la antigüedad y, en concreto, en Roma estaba muy lejos de haber alcanzado y, podríamos incluso decir, de buscar la independencia que actualmente se le exige, por no hablar de su carácter de ciencia. En este sentido podemos decir que el De mortibus tiene todos los defectos que tienen todas las obras históricas de la antigüedad. Además, como sus congéneres antiguas, trata de ser, al mismo tiempo, una obra literaria. Como tal, echa mano de todos los recursos de la retórica, que Lactancio dominaba como un verdadero maestro. Así, por ejemplo, el presentar a sus personajes de una pieza, aparte de que influyan en ello, como hemos visto, otros móviles, es también un recurso corriente en la literatura histórica de la antigüedad.

Ha de tenerse presente también que, como ya vimos, el fin principal de la obra no es hacer historia, sino apología. Antes que historiador es apologeta y polemista. Ello aumenta el carácter partidista y tendencioso de la obra. Lactancio no es neutral, ni intenta serlo. Además, escribe en un momento en que las pasiones estaban sin duda exacerbadas. Los cristianos acababan de salir de trece años de persecuciones y sufrimientos, y de parias de la sociedad habian pasado a ser triunfadores, mientras sus principales enemigos de antes yacían muertos generalmente del modo más vergonzoso. Toda su obra respira este ambiente, mezcla de euforia y venganza, que explica los términos con que una persona como A. Momigliano, que sabe bien lo que son las persecuciones que un pueblo puede soportar, ha descrito la obra de Lactancio: «Una voz estridente de odio implacable, el De mortibus persecutorum de Lactancio, anunció al mundo la victoria del Puente Milvio. En este horrible opúsculo del autor del De ira Dei hay un eco de la violencia de los profetas» 52 .

Pero frente a todo esto hay una circunstancia que redunda en favor de la objetividad histórica. Lactancio es un contemporáneo y, en gran medida, un observador directo de los hechos que escribe para personas que los han vivido. Ello, necesariamente, tenía que restringir en gran medida las libertades que podía tomarse con la veracidad de los mismos.

Esta circunstancia hace de la obra de Lactancio una fuente histórica de primer orden para la época de la Tetrarquía y de los primeros años del reinado de Constantino. Como punto de partida hay que creer a Lactancio. En cuanto a la cronología y al encadenamiento de los hechos, su fidelidad es casi total. Las correcciones que hay que introducir para su adecuada interpretación y lectura proceden sustancialmente del sustrato ideológico y del objetivo de la obra, así como de los procedimientos retóricos. De los primeros ya hemos hablado. Detengámonos brevemente en el último aspecto.

Lactancio introduce, frecuentemente, narraciones detalladas y diálogos vivos entre los personajes. Se trata de recursos para dar mayor viveza y verosimilitud a la exposición. Tal es el caso, p. ej., de la narración del incendio del palacio imperial de Nicomedia, la escena de la abdicación de Diocleciano y el nombramiento de los nuevos emperadores, la elevación de Majencio al trono, las campañas de Constantino en la Galia e Italia y de Licinio en Oriente, etc. ¿Qué credibilidad hay que dar a estos pasajes? Como señala Moreau 53 , la comparación con otras fuentes demuestra que Lactancio, básicamente, es fiel a la realidad histórica. Puede haber aspectos o detalles inventados, pero ello se hace, de acuerdo con la tradición historiográfíca antigua, para dar mayor impresión de realismo a la exposición. Son detalles que buscan recrear el personaje o revivir el acontecimiento, no falsearlos o deformarlos. En aquellos aspectos que inciden en su ideología o en la tesis de su obra, el problema es más serio. Deja entrever claramente sus odios y sus simpatías y, para ello, recurre al silencio o a la interpretación partidista de los hechos. Es aquí donde tiene que intervenir el buen sentido crítico del historiador moderno y su erudición, recurriendo a las fuentes comparadas, para dejar las cosas en su sitio. Así, p. ej., cuando silencia la actitud favorable a los cristianos de Majencio o cuando incluso un hecho que fue seguramente consecuencia de las creencias cristianas de éste, la negativa a rendir el culto de la adorado a su padre y a Diocleciano, lo atribuye a su soberbia y contumacia (XVIII 9), o bien cuando atribuye las reformas fiscales a la avaricia de los emperadores. Otras veces recurre a rumores para justificar sus interpretaciones, o concatena hechos dándoles la categoría de causaefecto, como cuando presenta el rápido abandono de Nicomedia por Galerio como prueba de su responsabilidad en el incendio del palacio (XIV 7). Sin embargo, en ocasiones se impone de tal modo la evidencia, que no tiene más remedio que reconocerla aunque quitando hierro al asunto. Así cuando reconoce que Constancio obedeció en la Galia el edicto de persecución mandando destruir las iglesias (XV 7) 54 .

En conjunto, podríamos decir, con Moreau 55 , que Lactancio es un autor muy bien informado, pero al mismo tiempo tendencioso y partidista como, en mayor o menor medida, lo son todos los historiadores de la antigüedad, aunque en modo alguno es un falsario. Su obra es un reflejo del pensamiento político cristiano de su época, pero, al propio tiempo, es un libro de historia y que nos ha dejado detalles de gran valor que, de otro modo, nos habrían sido totalmente desconocidos 56 . El calificarla de panfleto es correcto si se tiene en cuenta el objetivo que persigue, pero no si se valora la información que proporciona.

Hay un aspecto que se ha tenido poco en cuenta y que creemos que merece ser resaltado, la originalidad. Ya de por sí resulta difícil encuadrar la obra dentro de alguno de los géneros literarios que cultivó la antigüedad. Como ya dijimos, el tipo de literatura al que se encuentra más próximo es el de la apología, pero tampoco responde al tipo apologético clásico. Podríamos decir que se trata de un tipo de apología nuevo, en cuanto realizado en unas circunstancias nuevas. La apología era una literatura defensiva, que trataba de responder a los ataques ideológicos y de todo tipo de que los cristianos eran objeto. Ahora las circunstancias se han invertido, los cristianos son los triunfadores e inmediatamente se lanzan al ataque. Esta obra de Lactancio y la monumental Historia Eclesiástica de Eusebio de Cesárea son el mejor exponente. Como ha puesto de relieve A. Momigliano en su clarividente artículo ya citado sobre la historiografía pagana y cristina del siglo iv d. C., si los cristianos pudieron lanzarse a la ofensiva inmediatamente después de su victoria se debió a que estaban ya preparados tras varios siglos de disciplina y pensamiento. Las bases de la historiografía cristiana habían sido puestas ya mucho antes de la batalla del Puente Milvio.

Fue Eusebio el principal exponente de esta nueva historiografía cristiana y fue él quien trazó los caminos por donde habría de discurrir la historia durante siglos. La Historia Eclesiástica de Eusebio y el De mortibus de Lactancio son contemporáneos. Pero mientras Eusebio, más joven que Lactancio, puso las bases de la nueva historia, Lactancio, ya en el ocaso de su vida, es una especie de puente entre la vieja y ésta. Tal mezcla de elementos antiguos y elementos nuevos es quizá lo que da su enorme originalidad a su obra. Como elemento antiguo podríamos resaltar su preocupación por los aspectos económicos y sociales. Momigliano 57 ha puesto de relieve que los cristianos inventaron dos nuevos géneros historiográficos, la historia eclesiástica y las vidas de santos, pero no se sintieron atraídos por las formas historiográficas paganas tradicionales, ni hicieron ningún intento por cristianizar la historia política, diplomática o militar; no hubo ningún Tucídides, ni ningún Tácito cristiano. Solamente Lactancio se aproxima algo a esta historia tradicional, y de ahí que sea el único autor cristiano que se preocupa, aunque sea subsidiariamente, de los aspectos políticos y sociales. Ello se debe, sin duda alguna, a su condición de rétor, al igual que al espíritu conservador y senatorial con que se acerca a la historia, lo que contribuye a incrementar la originalidad de su obra.

En otros aspectos, sin embargo, Lactancio refleja los nuevos caminos que la historiografía cristiana iba a seguir. Los historiadores paganos tenían siempre puesta la vista en la Roma eterna y a ella servían. Por contra, los cristianos introducen la Providencia como motor de la historia. Tanto Eusebio como Lactancio se proponen describir la venganza divina contra los que habían perseguido la Iglesia. Pero mientras para Eusebio Roma está ausente, totalmente desplazada por la Iglesia, para Lactancio, que no puede olvidar su pasado, Roma sigue aún presente, aunque en un segundo plano.

Por último, la historia era para los romanos, como señala también Momigliano 58 , una obra retórica con un máximo de discursos inventados y un mínimo de documentos auténticos. Por contra, la historia cristiana se había ido forjando en la lucha apologética. Aquí el documento tenía que jugar un papel de primera importancia, como medio para refutar las afirmaciones y teorías de los paganos. Esto lo comprendió bien Eusebio, quien se abstuvo de inventar discursos y prefirió insertar documentos. También aquí Lactancio se encuentra a medio camino entre la antigua y la nueva historia. Su formación retórica le incapacitaba para prescindir de unos recursos cuya explotación había constituido su medio de vida, pero utilizó estos recursos en su nueva función como instrumento de difusión de las ideas cristianas. Además, junto a las viejas formas retóricas se sirve también de los nuevos instrumentos que los cristianos venían utilizando desde hacía tiempo y en cuyo manejo Eusebio fue el maestro, los documentos. Aunque con menos abundancia que éste, Lactancio transcribe también en su obra documentos salidos de las cancillerías imperiales. Tal es el caso de los Edictos en favor de los cristianos de Galerio y Licinio, conservados también por Eusebio y en cuyo contraste se comprueba la escrupulosa fidelidad de Lactancio en su transcripción.

Nos encontramos, pues, ante una obra única en su género, pionera de las nuevas corrientes de la historiografía, pero que no encontró continuación. Sin embargo, su originalidad y su aportación para el conocimiento de la época en ella narrada, una de las más complejas y preñadas de consecuencias de toda la historia del mundo occidental, hacen de ella, pese a su brevedad, una de las obras más interesantes que nos ha legado la antigüedad.

Valor literario

El estilo y los recursos literarios utilizados por Lactancio en este libro han sido objeto de profundos y detallados estudios, surgidos del afán de poner de relieve la autenticidad o inautenticidad de la obra 59 , y ha sido precisamente el análisis de los recursos uno de los argumentos principales que han llevado a fundamentar en bases seguras su atribución a Lactancio. Pero también en este aspecto, el De mortibus se nos presenta como algo original y diferente, comparado con el resto de la producción de Lactancio. Dada su especial naturaleza, al tratarse de una obra más narrativa que dogmática, sólo en parte es aplicable aquí a Lactancio el célebre calificativo de «Cicerón cristiano» que le dio Pico de la Mirandola. Pero, por debajo de estas diferencias accidentales, es un único escritor el que aparece, tanto en el De mortibus como en las Institutiones o en el De ira .

Uno de los caracteres más llamativos de la producción literaria de Lactancio es que la inspiración cristiana y bíblica se dan la mano con su formación retórica 60 . También ocurre así en el De mortibus . También aquí aparecen con profusión las citas de su autor clásico preferido, Virgilio, pues, como señala Pichon 61 , las pasiones del hombre de partido no han embotado los gustos del literato. Estas citas aparecen en los momentos más dramáticos de la narración como si Lactancio, incapaz de expresar con sus propias palabras el pathos del momento, se viese obligado a cederle la palabra al poeta. Así ocurre, por ejemplo, al anunciar el inicio de la persecución (XII 1), al describir los tormentos sufridos por los mártires (XVI 2) o por Galerio en su enfermedad (XXXIII 8), la estupefacción de Maximiano Hercúleo al ver descubierto su complot contra Constantino (XXX 5) o el encarnizamiento de los combatientes en el Puente Milvio (XLIV 6).

Su profunda formación retórica se manifiesta también en la profusión del uso de las figuras de estilo: apostrofes, exclamaciones, interrogaciones retóricas, hipérboles, epifonemas, etc., es decir, todos los recursos que la retórica antigua había ideado para expresar los diversos sentimientos que el momento de la narración exige: indignación contra los tiranos, alegría y satisfacción por la acción de Dios, etc. Con todo, dado que se trata de una obra dirigida al gran público, Lactancio utiliza un estilo y un vocabulario más simple y austero que en otras obras suyas. Las metáforas son escasas y mesuradas, aunque de gran fuerza expresiva (VIII 4; XXXI 2; XXXII 3-4, etc.). Asimismo, no faltan las técnicas ciceronianas en la modelación de la frase, como los pleonasmos (II 6), las enumeraciones (XVI 8; XXII 2) o, en lo que constituye el recurso más frecuente, redundancia y yuxtaposición de sinónimos (I 3, 4, 6, 7; II 6, 7, 8; III 4; IV 3, etc.) y el empleo constante de la anáfora (I 3; III 5; VII 9). Con todo, es constatable una moderación relativa en el uso de estos recursos y la preferencia a contraponer, más bien, las ideas que las palabras 62 . El estilo ciceroniano se manifiesta, igualmente, en la composición periódica de la frase y en el dominio del arte de colocar las palabras dentro de ésta. En casi todas las frases, la palabra más importante aparece en cabeza y aquella sobre la que quiere hacer reflexionar, al final (III 3; XXXI 9; LII 4). A veces una idea esencial es expresada dos veces por medio de sinónimos que abren y cierran la frase (XVI 1; XLVII 2).

Se puede decir, pues, que el Lactancio del De mortibus es el mismo que el de las Institutiones, pero la naturaleza de la obra, histórica y narrativa, no cuadra bien con el estilo ampuloso de la oratoria que exigen las discusiones filosóficas, religiosas o políticas, por lo que predomina en ella un arte más austero y espontáneo, que, por lo demás, resulta más acorde con los gustos modernos. Sólo en los escasos capítulos en que se exponen ideas generales, como, p. ej., en el primero y el último, predomina el estilo solemne y es, en ellos, donde más abundan las figuras, redundancias, etc. En el resto de la obra impera un estilo narrativo, conciso, cortado para dar una impresión de rapidez acompañando a la acción. Cuando quiere oponer los puntos de vista de Diocleciano y Galerio respecto a la abdicación del primero, no recurre a los discursos al estilo de Tito Livio, sino que lo presenta en diálogo rápido, al estilo del guión cinematográfico, tratando, al tiempo, de reflejar los puntos de vista reales de cada uno 63 . Lactancio, en definitiva, ha logrado dar a su obra una sensación de reportaje, de documento vivo, en forma de notas tomadas sobre la marcha, con una redacción rápida, como corresponde a la realidad de un libro escrito casi al mismo tiempo que se desarrollaban los acontecimientos.

Otro aspecto que hay que resaltar es el de la composición de la obra. Si el estilo produce la sensación de rapidez y desenvoltura, la composición responde a un plan preconcebido y perfectamente trabado. Aquí también hay que ver el reflejo de su formación retórica con su preocupación por el orden, la lógica interna y el plan metódico, que alcanzan su mejor expresión en las Institutiones y el De ira . Aquí, al tratarse de una obra histórica, predomina como criterio básico el orden cronológico. Pero éste no es el único. La obra responde a una concepción y un plan previos: poner de relieve el cumplimiento de la idea de que Dios premia a los buenos y castiga a los malos. Ello hace que dé, en cuanto a su composición, una sensación de modernidad que la asemeja a los recursos y técnicas cinematográficos: la tensión se va intensificando a medida que avanza la narración y culmina, al final, con la muerte de todos los miembros y familiares de los tetrarcas. Como en una película moderna, todos los malos mueren y los buenos triunfan.

Como señala Moreau, este deseo de reflejar cómo la venganza divina se va realizando progresivamente en todos los perseguidores es el que marca las diversas partes y períodos de la obra. Si dejamos de lado los seis primeros capítulos, que, como ya vimos, debieron ser añadidos una vez terminada, la división en períodos y las transiciones entre cada una de las partes están hechas tratando de hacer compatible la sucesión cronológica con este otro criterio. Así distingue, primeramente, un período tranquilo en el reinado de Diocleciano y otro turbulento, a partir del momento en que decide perseguir a los cristianos (IX 11; XVII 1). Igualmente, en el caso de Galerio, distingue entre la etapa en que se permitía el gusto de hacer lo que quería y todo le resultaba bien y el momento en que Dios desbarata todos sus planes (XX 1 y 5; XXIV 1): rebelión de Constantino, usurpación de Majencio, insubordinación de Maximiano y, finalmente, su muerte. Ésta constituye el punto central de la obra. A partir de este mismo momento (XXXVI), en el espacio de poco más de un año, se suceden alternativamente la desaparición de todos los emperadores perseguidores y el triunfo de los emperadores pro-cristianos: destierro de las esposas de Diocleciano y Galerio y muerte de sus amigas (XXXIX-XLI); esto, a su vez, provoca la muerte de Diocleciano a consecuencia de la pena y la añoranza (XLII); muerte de Majencio y triunfo de Constantino (XLIV-XLV); muerte de Maximino y triunfo de Licinio (XLVII-XLIX), y finalmente, de todos los familiares supervivientes de los tetrarcas, como culminación de la venganza divina (L-LI). Esta necesidad de establecer un orden lógico y una conexión de acontecimientos le lleva a alterar, a veces, el orden cronológico: así la muerte de Diocleciano es adelantada a la de Majencio por la necesidad de hacerla seguir al destierro de su esposa e hija, que, junto con la damnatio memoriae de Maximiano Hercúleo, son la causa de su muerte. Al propio tiempo, la necesidad lógica de presentar como castigo divino la muerte de todos los miembros de la Tetrarquía y sus familiares le obliga a silencios tan graves como el referente a la condición de cristianas de las esposas de Diocleciano y Galerio. En contrapartida, resulta casi impecable el encadenamiento de los episodios en una sabia gradación, que, si para Voltaire proporcionaba el interés dramático que era exigible a todo buen historiador 64 , a nosotros nos sitúa, como decíamos, ante las modernas técnicas cinematográficas.

Nos encontramos, pues, ante una producción que, también desde el punto de vista literario, constituye una obra quizá única entre el legado de la antigüedad. La conversión de la historia en obra dramática no era una técnica que practicasen los autores antiguos. Lactancio lo hizo. Por ello suscribimos plenamente las palabras con que A. Alföldy la ha caracterizado: «Un opúsculo... tan crispante y excitante como una novela. Escritas con viva imaginación, bajo la directa impresión de horrores repugnantes, las páginas de Lactancio están sazonadas con expresiones tomadas del lenguaje popular y discurren en un estilo fácil. El ritmo fresco y veloz de la acción, los diálogos, tan dramáticamente introducidos, los caracteres diabólicos de los emperadores pintados con vivos colores, las narraciones de terror que hacen crispar los cabellos, todo esto debe de haber mantenido al lector de su tiempo en un estado de febril excitación desde la primera hasta la última página» 65 .

Así pues, como señala Moreau 66 , si la inspiración fue grande, la forma literaria no está por debajo de ella. Apologeta, filósofo, historiador, Lactancio fue también un gran literato. Todas estas condiciones se dan la mano en el De mortibus y hacen de ella «una obra histórica que es al mismo tiempo religiosa y política, capaz de interesar al filósofo y al teólogo y al hombre de la calle» 67 .

Resonancia e influencia del «De mortibus»

Pese a estos indudables méritos, el De mortibus tuvo una escasa influencia en la antigüedad. El único eco que de ella encontramos en los autores antiguos lo constituyen las noticias, ya comentadas, de San Jerónimo y un pasaje de la Oratio ad Sanctos de Constantino. Este olvido tiene una fácil explicación 68 . Se trata de una obra de circunstancias y éstas cambiaron muy pronto. Cuando Licinio inició de nuevo la persecución contra los cristianos y poco después, el 324, fue vencido y muerto por Constantino, resultó ya enojosa y desfasada una obra que ponía en pie de igualdad a ambos emperadores como campeones de la pax christiana y ejecutores de los designios divinos. Además, se trata de una obra de propaganda destinada, sobre todo, a los habitantes de la parte oriental del Imperio, pero redactada en latín, por lo que su difusión debió de ser escasa, como escasos habían sido los discípulos que Lactancio había tenido en aquella parte del Imperio.

El hecho es que la obra pasó desapercibida para los cristianos posteriores. Sólo a raíz de su redescubrimiento en 1679 volvió a atraer la atención, pero principalmente para ser objeto de polémica. Como señala Moreau, en esta fecha ya se había rehecho la historia constantiniana en base fundamentalmente a la Vita Constantini atribuida a Eusebio de Cesarea, pero cuya autenticidad no es todavía segura, y cuya tendenciosidad pro-constantiniana es aún más marcada que en Lactancio. Con la revigorización en este siglo de la llamada «cuestión constantiniana», quizá el tema de toda la historia universal que ha hecho correr más tinta, la obra de Lactancio ha pasado a un primer plano, gracias principalmente al alemán O. Seeck y al belga H. Grégoire, los dos estudiosos que más se han esforzado por revisar la visión tradicionalmente imperante de Constantino. Dentro de este contexto son innumerables los trabajos que se han dedicado a esta pequeña obra. Además, el De mortibus es quizá la principal fuente escrita para el conocimiento de toda una época como la de la Tetrarquía, tan intrincada en su desarrollo histórico, tan preñada de consecuencias, porque representa la transición entre dos épocas en la historia de Occidente, y, en contrapartida, tan oscura por la escasez de fuentes.

En España, el interés por la obra de Lactancio ha ido parejo con la escasa dedicación que se le ha tributado a la historia de la antigüedad en nuestro país, y ello, pese a que forma parte también de un capítulo importante de la historia de la Iglesia, única faceta de la historia de la antigüedad a la que se ha dedicado habitual atención por parte de los estudiosos españoles. Por ello no es de extrañar que la producción bibliográfica de nuestro país sea muy escasa y de escaso valor científico, como lo demuestra el que, hasta el presente, el De mortibus sólo haya merecido una traducción al español, que sepamos. Sin embargo, hay un aspecto que queremos resaltar. Aunque la obra de Lactancio haya tenido escaso eco en nuestro país, las ideas que expresa son las características de una época en que la religión cristiana vino en apoyo de una acción política. Ello, como ya vimos, puso las bases de la futura identificación de intereses entre la Iglesia y el Estado que se hará realidad a finales del siglo IV y pervivirá en toda Europa durante la Edad Media, con la consiguiente visión dogmática de la historia y de la vida que llevó a una división neta de los hombres en «buenos» y «malos». Este trasfondo ideológico que subyace claramente en el De mortibus ha tenido una especial influencia en España hasta nuestros días, determinando una praxis religiosa y política muy concreta que sólo ahora estamos en trance de superar. Quizá no sea más que una casualidad el origen español — visigótico— del único manuscrito en que se ha conservado.

Tradición manuscrita y ediciones

Como ya hemos indicado, el De mortibus sólo se conoce por un manuscrito, el Colbertinus (C). Se trata de un códice en minúscula, de finales del siglo XI , hallado entre los fondos manuscritos que el conde de Foucault, siguiendo instrucciones de Colbert y aconsejado por Baluze, rescató en 1678 de la antigua abadía benedictina de Moissac (Tarn-et-Garonne). Se conserva en la Biblioteca Nacional de París con el número 2.627. Fue identificado y publicado, por vez primera, por Baluze, en 1679.

El texto, aunque fácilmente legible, presenta numerosas faltas ortográficas, debidas principalmente a la negligencia e ignorancia del escriba. Otras son imputables al arquetipo, que estaba en minúscula visigótica, o bien había sido copiado de un ejemplar transcrito en esta escritura. En cualquier caso, el origen español del modelo es indudable, como demuestra, p. ej., el uso del término tincta por atramentum (= «tinta»).

La edición princeps es la: Stephani Baluzii, Miscellaneorum Liber secundus, París, 1679. A partir de ésta, se multiplicaron las ediciones, bien por separado, bien formando parte de las obras completas de Lactancio. De entre estas últimas, la mejor sin duda es la de S.Brandt, en el vol. XXVII, fase. 2, del Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum, Viena, 1897. Entre las ediciones por separado, la mejor es la relativamente reciente de J. Moreau, Lactance, De la mort des persécuteurs, 2 vols., con Introducción, texto crítico y traducción, París, 1954. Entre las posteriores cabe destacar la de F. Corsaro [Lactantius Firmianus] Lucii Caecilii Firmiani Lactantii, De mortibus persecutorum, Catania, 1970.

Han sido numerosas las traducciones al francés, inglés, alemán e italiano. De traducciones españolas, sólo tenemos noticia de la de C. Sánchez Aliseda, Sobre la muerte de los perseguidores, Madrid, 1947, muy deficiente desde todos los puntos de vista, por lo que puede ser simplemente ignorada.

Nuestra edición ha sido hecha tomando como base el texto latino establecido por J. Moreau. Sólo nos hemos apartado de él en lo relativo al famoso monograma constantiniano (cap. XLIV 5), para el cual hemos preferido el texto propuesto por H. I. Marrou, de acuerdo con la explicación que damos en la nota correspondiente.

Tanto en la Introducción, como en las notas, hemos tenido también siempre presente la magnífica edición de Moreau, que en muchos aspectos sigue siendo aún insuperable. Sin embargo, hemos tenido en cuenta las investigaciones de los últimos veinte años, ya que han aportado algunas novedades importantes que hemos aceptado y que comportan el abandono de ciertas interpretaciones de Moreau; algunas, relativas a hechos de capital importancia, como el que ya hemos visto, de admitir una fecha cuatro años anterior para la composición de la obra, con las importantes implicaciones que ello lleva consigo. En cuanto a las notas, hemos dedicado especial atención, más que a los aspectos lingüísticos, literarios o teológicos, a los históricos, tratando de encuadrar la obra en su época y hacerla comprensible para el lector moderno más o menos especializado y proporcionándole los medios para cotejar la información de Lactancio con la que arrojan otras fuentes, especialmente las literarias. En su confección, hemos partido también del comentario de Moreau, pero teniendo presentes asimismo las aportaciones de la investigación posterior, así como puntos de vista personales. En definitiva, y dentro de los límites que la colección en que va encuadrada nos impone, hemos intentado una puesta al día personal de la obra de Lactancio.

En cuanto a la traducción, hemos procurado, dentro de un castellano moderno y asequible, penetrar al máximo en el sentido del texto de Lactancio y reflejar, a tono con las posibilidades de nuestra lengua, los matices estilísticos del original latino. Cuando no nos ha sido posible recoger la totalidad del sentido originario con la simple traducción, lo completamos con la nota correspondiente a pie de página. En los pasajes de interpretación dudosa hemos tenido presente las principales ediciones modernas. Para los pasajes de Virgilio hemos adoptado la traducción de L. Riber, Madrid, Aguilar, 1960.

Nuestro objetivo, pues, ha sido dar a conocer y hacer comprender, a los lectores universitarios y a todo el público que siente interés por la historia y la cultura romana y cristiana, una obra que es poco conocida, pero que nos adentra en uno de los períodos que más ha contribuido a configurar la historia occidental

Sobre la muerte de los perseguidores

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