Читать книгу Redes sociales, cultura y poder - Larissa Adler-Lomnitz - Страница 6

Оглавление

PRESENTACIÓN

Larissa Adler Lomnitz, antropóloga latinoamericana

En 1971, un ensayo aparecido en las memorias de un simposio norteamericano sobre antropología económica llamó poderosamente la atención de los estudiosos de la realidad social de América Latina.[1] El trabajo parecía innovador –y lo era– por varias razones. En primer lugar, aplicaba las herramientas antropológicas al análisis de un grupo “moderno”: la clase media urbana chilena. En segundo lugar, revelaba la existencia de un sistema de normas culturales que surgía de los intercambios de favores, comúnmente conocidos como compadrazgo. Este compadrazgo, aunque inspirado en la benevolencia que debe informar las relaciones entre los compadres del ritual católico, no exigía ninguna formalización ni alusión religiosa: simplemente implicaba la voluntad de establecer vínculos de ayuda recíproca, cuidadosamente manejados y dosificados. Si bien la ayuda podía incluir préstamos de dinero o ayudas materiales, más importantes eran los favores conseguidos a través de las conexiones políticas en la burocracia chilena. En tercer lugar, proporcionaba las bases para el análisis de una «solidaridad de clase» sui generis, que atravesaba las lealtades de partido e ideología, y permitía la reproducción y expansión –y el relativo bienestar material– de un amplio sector de profesionales y prestadores de servicios. En cuarto lugar, se ponía de manifiesto la importancia de los nexos no mercantiles, el prestigio y la distancia social en la comprensión de las sociedades modernas. (Tal comprensión, por tanto, debía ir mucho más allá de las útiles pero aburridas tablas de natalidad, fertilidad, mortalidad, ingresos, consumo, escolaridad, “opiniones políticas” y “conducta electoral” a que la condenaban ciertos sociólogos cuantitativistas.)

Larissa Lomnitz, autora de este ensayo, era entonces una joven estudiante graduada en la Universidad Iberoamericana de la ciudad de México. Después de haber realizado trabajo de campo en Chile y en México, preparaba su disertación doctoral, asesorada por Richard N. Adams, Ángel Palerm y Rodolfo Stavenhagen. En ella, volvía a centrar su atención en la solidaridad resultante de la ayuda mutua, esta vez entre migrantes pobres en la ciudad de México. Armada del concepto de red social, cuya utilidad había sido puesta de manifiesto por los antropólogos británicos –en particular por los de la escuela de Manchester–,[2] nuestra entusiasta antropóloga había reunido un material empírico cuyo nivel de minuciosidad era probablemente inédito en los estudios urbanos latinoamericanos. Los artículos y el libro resultantes pronto adquirieron la categoría de clásicos en uno de los debates centrales de las ciencias sociales de la época: el de la marginalidad.[3] Para Lomnitz, hablar de “marginados” no era simplemente referirse a atrasos y carencias: al igual que Aníbal Quijano, veía en la marginalidad un resultado de la expansión industrial distorsionada que caracteriza al mundo moderno –sobre todo al llamado Tercer Mundo, pero no sólo.[4] Los marginados, así, debían ser caracterizados positivamente: por las estrategias de sobrevivencia que les permitían aprovechar e incluso crear nichos de un cierto tipo en los intersticios del sistema tecnológico que los excluía como “mano de obra sobrante”. En el centro nervioso de tales estrategias se encontraban las redes sociales, constituidas en virtud del principio de reciprocidad: los recursos más importantes de la gente pobre siempre han surgido de su capacidad de conseguir ayuda de otras gentes, a cambio de ofrecerla en retorno. Como Oscar Lewis, Larissa Lomnitz rechazó vigorosamente, con base en datos detallados, la ecuación entre urbanización y desorganización, puesta en boga por los ecologistas de Chicago: mostró, por el contrario, que la familia extensa del México campesino, así como los lazos del compadrazgo ritual, lejos de disolverse, se reforzaban y ampliaban en la situación urbana.[5] Pero, a contrapelo de Lewis, en la obra de Lomnitz se repudiaba el concepto de “cultura de la pobreza”. En este concepto, los rasgos de los pobres se definían en términos predominantemente negativos y pasivos. En su lugar, la cultura de los marginados se proponía como una cultura activa: utilizando un modelo ecológico inspirado en las teorías de Richard Adams, Lomnitz analizaba las acciones de los migrantes rural-urbanos en términos de un proceso de estabilización, adaptación y control de un medio ambiente nuevo.[6]

Al mismo tiempo que finalizaba su tesis doctoral, nuestra autora asumió un compromiso que se antojaba descabellado: estudiar con métodos antropológicos el mundo universitario mexicano, y en particular la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), una de las más grandes del planeta. De entrada, centró su atención en uno de los institutos de investigación: buscaba entender el significado de la carrera de investigador vis-á-vis otro tipo de carreras dentro de la universidad. Por cierto, la inmersión en este mundo la llevó a repensar ciertas ideas de su investigación previa, donde se había privilegiado el análisis de los vínculos horizontales. En la universidad mexicana de la década de 1970, brutalmente politizada, resaltaba la importancia de los vínculos verticales, como integradores de grupos que manifestaban fuertes tendencias centrífugas. De la misma manera, para entender las formas de articulación entre los marginados (ahora rebautizados como “sector informal”), y el mundo de la economía moderna (o “sector formal”), era indispensable entender las relaciones de poder e intermediación, que fueron entonces cuidadosamente descritas.[7] Respecto de la estructura universitaria, aparentemente inteligible en términos de una racionalidad formal, Larissa Lomnitz descubrió una racionalidad subyacente: la de los grupos clientelares y la intermediación política vertical. A su vez, los grupos se orientaban en función de cuatro distintos “cauces”: el académico, el profesional, el político ideológico y el político pragmático. Los dos últimos, en ciertas etapas históricas, adquirían una importancia desproporcionada frente a los otros dos. Por ejemplo, en los años que siguieron al movimiento estudiantil de 1968 y al resurgimiento de la izquierda mexicana, las universidades se convirtieron en ámbitos privilegiados de confrontación y negociación para los diversos partidos y fuerzas políticas. Controlar a los estudiantes y profesores se convirtió en una obsesión de muchos políticos, quienes para ello crearon lazos con ciertas autoridades universitarias y prohijaron a los llamados porros –jóvenes golpeadores habilitados como alumnos–, así como a agentes provocadores, soplones e ideólogos oficialistas.[8] Incluso muchos académicos y estudiantes empezaron a ver la universidad como una plataforma para entablar alianzas políticas y trepar a puestos en la administración pública. Por su parte, quienes se han empeñado en mantener un compromiso académico, han debido también buscar procesos de intermediación con los núcleos estratégicos del poder, a fin de conservar un flujo adecuado de recursos. Como esos recursos nunca llegan a ser muy abundantes, y los premios y estímulos a los investigadores deben con frecuencia dosificarse y aplazarse, la consolidación de un grupo científico requiere de una fuerte ideología que valore positivamente el trabajo intelectual sistemático sobre cualesquiera otras opciones. Durante varios años, Lomnitz y Jacqueline Fortes, una de sus alumnas graduadas, siguieron la pista a uno de los equipos de investigación más fuertes de la UNAM (el de los biomédicos), y formularon un modelo explicativo de los procesos de transmisión y adquisición de la ideología científica.[9] Igualmente, Leticia Mayer y Martha W. Rees, también alumnas suyas, colaboraron con nuestra autora en la investigación de una carrera profesional –la medicina veterinaria– y sus egresados. Esta carrera resultaba muy idónea para comprender el cuarto “cauce” universitario: los profesionales, cuyas características respondían al condicionamiento del mercado de trabajo; pero a un mercado de trabajo asimismo marcado por las demandas del poder estatal, y por tanto parcialmente mediatizado por las relaciones políticas de los directores, profesores y alumnos.[10]

Al final de la década de 1970, en la trayectoria intelectual de Larissa Lomnitz cobró forma otro proyecto innovador: el del estudio de una familia de empresarios, miembros de la élite mexicana beneficiada por la Revolución. En realidad, este proyecto, realizado junto con Marisol Pérez Lizaur, había comenzado un poco al azar, cuando ambas investigadoras discutían sobre la importancia de las redes familiares, no solamente para explicar la “sobrevivencia de los marginados”, sino incluso la constitución y las estrategias de los grupos de hombres de negocios. Al ganar acceso a informantes clave para la reconstrucción de las relaciones internas y externas, la ideología, rituales y prácticas políticas de un extenso clan por un periodo que cubría más de ciento cincuenta años, las dos formularon y llevaron a feliz término una de las pesquisas más notables en el análisis del fenómeno de la clase alta en América Latina, cuya reproducción está a menudo vinculada a la reproducción de empresas familiares. En esta pesquisa se dilucidaron aspectos de la economía y de la política económica mexicana que eran imperceptibles desde panoramas institucionales o macropolíticos; y se iluminó la sutil relevancia de los papeles femeninos en los entramados empresariales donde se intercambia información y se sancionan alianzas.[11] Pero, además, las autoras diseñaron lo que posiblemente es el modelo cultural más acabado de la familia urbana en América Latina. Partiendo de la metodología desarrollada por David M. Schneider y Raymond T. Smith para el estudio cultural de la familia en Estados Unidos y el Caribe –centrada en la articulación y usos de estructuras ideológicas y simbólicas–,[12] develaron, tanto para los empresarios como para los “marginados”, una estructura familiar trigeneracional, construida en torno a las relaciones patriarcales verticales. En contraste, la estructura de la familia anglo-norteamericana, en el análisis de Schneider y Smith, era bigeneracional y se construía en torno a las relaciones horizontales de la pareja. En otras palabras: el modelo estadounidense-anglosajón se nutre de una cultura de pactos individualistas, mientras que el mexicano se nutre de una cultura mediterránea de cuño corporativo. En el primer caso, parece inevitable un proceso segmentario y centrífugo; en el segundo, la fisión causada por los matrimonios de los hijos puede contrarrestarse por mecanismos de autoridad, patronazgo e interdependencia económica, así como por el espíritu corporativo que se encarna y recicla en ritos de pasaje que convocan y congregan a varias generaciones de parientes.[13] Ahora bien: este tipo de familia extensa –o “gran familia”– resulta entonces un contexto muy apropiado para la creación y manipulación de relaciones preferenciales que pueden ser trasladadas hacia ámbitos pragmáticos muy variados.

Con todo, Larissa Lomnitz era plenamente consciente de la insuficiencia de la explicación cultural para entender por qué las relaciones preferenciales pueden cobrar tanta importancia en sociedades modernas supuestamente basadas en el principio de la igualdad de oportunidades para todos los individuos. Para abordar esta cuestión, escribió dos importantes artículos teóricos: uno de ellos, sobre los vínculos horizontales y verticales en la estructura de la ciudad de México, y el otro, sobre lo que ella llamó “redes informales en sistemas formales”.[14] Un punto de partida en estos trabajos era la vieja tesis enunciada –entre otros– por Eric R. Wolf: cuando los sistemas formales políticos y económicos no son capaces de garantizar la seguridad y el bienestar, los miembros de cualquier sociedad recurrirán a redes de amistad, parentesco y patronazgo para solventar sus problemas.[15] Pero Larissa fue más allá: la propia formalización de la sociedad es la que produce la informalidad. Es decir: ningún sistema es capaz de funcionar a la perfección –porque, incluso, ningún sistema está exento de contradicciones–; por ello, a mayor rigidez en las normas, la necesidad de solucionar los problemas fuera de ellas será mayor. El caso extremo es el de la ex Unión Soviética, que trataba de crear una centralización todopoderosa y por tanto generó un verdadero sistema paralelo para que la gente pudiera transitar sin tropiezos excesivos por la vida cotidiana. Igualmente, el caso del compadrazgo chileno refería a un desfase entre el tamaño del aparato estatal y la insuficiencia de los recursos para hacerlo funcionar. En México, la ley y las garantías individuales constituyen un verdadero espacio ficticio: lo que permite a los individuos habitar un espacio inteligible y previsible –en los negocios, en los barrios populares, en la universidad, en la práctica profesional y, por supuesto, en la política– son las relaciones de confianza y lealtad, incorporadas en redes de lazos horizontales y verticales. No se trata simplemente de que la corrupción obstaculiza al sistema. Por supuesto, la corrupción existe en los tres casos mencionados; y en México el soborno abierto es no sólo una práctica frecuente sino un aspecto sobresaliente de la cultura nacional –como también lo era en la Unión Soviética. La corrupción, entendida como la privatización de las capacidades públicas, es parte de un proceso más amplio de informalización, y éste es a su vez el reverso de la medalla del propio sistema formal. Sin embargo, para no caer en la trivialización y hasta en la justificación de la bellaquería, es necesario destacar que, mientras más democrática e igualitaria sea una sociedad, las ineficacias del sistema podrán ser mejor resanadas y disminuirá la importancia relativa de la informalización.

Precisamente el siguiente proyecto de Larissa Lomnitz ha dirigido su esfuerzo a explicar la creación del consenso en una sociedad autoritaria, desigual e inequitativa, como lo es México. Ella nunca cayó en las explicaciones mecánicas que hacían derivar autoritarismo y desigualdad de una concepción esquemática de las relaciones de clase. Tampoco aceptó una visión del dominio del Estado como un deus ex machina; por el contrario, su examen obsesivo del fenómeno del patronazgo destacó que el dominio estatal no es independiente de la relatividad de ese tipo de vínculos. En efecto, el consenso descansa en la compleja red de alianzas verticales y horizontales; pero requiere de una ideología que la justifique. En términos abstractos, esa ideología es la nacionalista; en términos más concretos, es la que proclama la legitimidad del Partido Revolucionario Institucional (PRI), dominante en México desde su creación en 1929. Y aquí surge una gran paradoja: nadie cree que las elecciones en las que el PRI repetidamente sale triunfador sean “limpias” (es decir, de acuerdo a las reglas del juego de los países democráticos); esto es, nadie cree que el PRI gobierne porque es electo; sin embargo, el propio partido y el gobierno mexicano, por lo menos desde hace cinco décadas, han dedicado abundantes energías, tiempo y recursos a las campañas electorales, y particularmente a la presidencial. Por ello, Lomnitz encabezó un proyecto para estudiar la campaña presidencial de 1988 (justamente, la que ha sido acusada por muchos observadores de ser la más fraudulenta en la historia nacional). La hipótesis central: la campaña es un ritual, donde se recrean los mitos nacionales de la revolución social, el mestizaje y la unidad; y, sobre todo, donde confluyen simbólicamente todos los grupos que buscan reafirmar o ganar un espacio en los entramados de alianzas verticales y horizontales. Mediante la negociación, se logra la paz –se absorben los conflictos causados por la aguda competencia– y se establece una jerarquía; pero esta jerarquía nunca es definitiva: puede variar si un grupo mejora o empeora su capacidad de cohesión corporativa y oferta de lealtades. Como siempre ha ocurrido con el trabajo de la autora, los resultados de este proyecto –publicados aún solo parcialmente– son fascinantes.[16]

En fin: en veinte años, la obra de Larissa Lomnitz, que aquí he tratado de esbozar, ha abierto caminos inéditos para la antropología latinoamericana. Se ha atrevido a salir de los reductos indígenas y las comunidades campesinas para explorar e iluminar las clases medias, la ciudad, la universidad, las profesiones, los mundos de los grandes negocios, las redes familiares modernas, los partidos políticos e incluso el espacio cultural de la nación. Al rigor científico, al conocimiento de las teorías y la literatura empírica, ha unido una rara virtud: la intuición. Es además, una obra profundamente desmitificadora y crítica, pero sin retórica, sin aspavientos de radicalismo. Ha sido muy discutida y cuestionada, y lo seguirá siendo: es parte de su vitalidad. Su más reciente empresa es un estudio sobre Chile, donde replantea los previos hallazgos sobre el compadrazgo, además de abordar el problema de la transición democrática y el nacionalismo –que es explícitamente comparado al mexicano. Seguramente, causará nuevas polémicas y reafirmará el atractivo de quien es una de las presencias más dinámicas en las ciencias sociales de nuestra América.

GUILLERMO DE LA PEÑA

Centro de Investigaciones y Estudios Superiores

en Antropología Social (Guadalajara)

[1] Larissa Lomnitz, “Reciprocity of favors in the urban middle class of Chile”, en George Dalton (ed.), Studies in Economic Anthropology, Washington: American Anthropological Association, 1971, pp. 93-106.

[2] J. Clyde Mitchell (ed.), Social networks in urban situations, Manchester University Press, 1969.

[3] “Supervivencia en una barriada de la ciudad de México”, Demografía y Economía, vol. 7, núm. 19, 1973, pp. 58-85; “Migration and network in Latin América”, en A. Portes y H.L. Browning, Current perspectives in Latin American urban research, Austin: Institute of Latin American Studies, University of Texas, 1976, pp. 133-150; Cómo sobreviven los marginados, México: Siglo XXI, 1975.

[4] Cfr. Quijano, “Redefinición de la dependencia y proceso de marginalización en América Latina”, en F. Weffort y A. Quijano (eds.), Populismo, marginalización y dependencia, San José: Universitaria Centroamericana, 1973, pp. 171-329.

[5] Lewis, “Urbanization without breakdown”, Scientific Monthly, 75 (1), 1952.

[6] Cfr. Adams, “Harnessing technological development”, en J.S. Poggie, Jr., et al., Rethinking modernization. Anthropological perspectives, Westport: Greenwood Press, 1974.

[7] L. Lomnitz, “Mechanisms of articulation between shantytown settlers and the urban system”, Urban Anthropology, 7 (2), 1978, pp. 185-206.

[8] “Conflict and mediation in a Latin American university”, Journal of Interamerican Studies and World Affairs, 19 (3), 1977, pp. 315-338; “Los usos del miedo: bandas de porros en México”, en Nuevas perspectivas críticas sobre la Universidad, México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1989 (Cuadernos del CESU, 16).

[9] Lomnitz y Fortes, “Ideología y socialización: el científico ideal”, Relaciones. Estudios de Historia y Sociedad, vol. II, 6, 1981, pp. 41-64; Fortes y Lomnitz, La formación de los científicos mexicanos, México: Siglo XXI, 1991.

[10] Lomnitz, Mayer y Rees, “Recruiting technical elites: Mexico’s veterinarians”, Human organization, 42 (1), 1983, pp. 23-29; Mayer y Lomnitz, La nueva clase: desarrollo de una profesión en México, México: UNAM, Facultad de Medicina Veterinaria y Zootecnia, 1988.

[11] Lomnitz y Pérez Lizaur, “Kinship structure and the role of woman in the urban upper class of Mexico”, Signs. Journal of Women in Culture and Society, 5 (1), 1979, pp. 164-168; “Culture and ideology among Mexican entrepreneurs”, en J.R. Barstow (ed.), Culture and Ideology: Anthropological Perspectives, Minneapolis; University of Minnesota Press, 1982.

[12] Schneider, American kinship: A cultural account, Englewood Cliffs: Prentice Hall; Schneider y Smith, Class differences and sex roles in American kinship and family structure, Englewood Cliffs: Prentice-Hall, 1973; Smith, “The family and the modern world system: Some observations from the Caribbean”, Journal of Family History, 3 (4), 1978, pp. 337-360.

[13] Lomnitz y Pérez Lizaur, “Dynastic growth and survival strategies: The solidarity of Mexican grand-families”, en R.T. Smith (ed.), Kinship ideology and practice in Latin America, Chapel Hill: The University of North Carolina Press, 1984, pp. 183-195; A Mexican elite family, 1820-1980, Princeton University Press, 1987.

[14] “Las relaciones horizontales y verticales en la estructura social urbana de México”, en Susana Glantz (comp.), La heterodoxia recuperada (en torno a Ángel Palerm), México: Fondo de Cultura Económica, 1987; “Informal exchange networks in formal systems: A theoretical model», American Anthropologist, vol. XC (1), 1988, pp. 42-55.

[15] Wolf, “Kinship, friendship, and patron-client relations in complex societies”, en Michael Banton (ed.), The social anthropology of complex societies, Londres: Tavistock, 1966 (ASA Monographs, 4).

[16] Larissa Adler Lomnitz, Claudio Lomnitz Adler e Ilya Adler, “El fondo de la forma: la campaña presidencial del PRI en 1988”, Nueva Antropología, XI, 38, 1990, pp. 45-82.

Redes sociales, cultura y poder

Подняться наверх