Читать книгу Esa humedad que brilla en su pestaña - Laura Vizcay - Страница 10

El vuelo

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El suicida, acostado boca arriba sobre el lecho revuelto, abrió los ojos. ¿Qué hacía el canario de su madre revoloteando?, ¿sobrevolaba su inminente muerte?

El pájaro golpeaba la barrera de yeso que impedía su libertad. El suicida veía, borrosa, la imagen del ave, que ahora lanzaba chillidos. Pensó que arrastraría, en su desgracia, al canario. Le cayeron unas lágrimas. El canario era como una mancha inquieta contra el cielorraso. Era tan inocente y pequeño, casi un amigo, por eso él le compraba crema de limón en la heladería de la esquina. Después lo miraba saltar del minúsculo trapecio y untar su pico en el helado. Se había reído más de una vez cuando la crema le hacía de pulsera en sus patas anilladas y casi transparentes. Incluso llegó a mantener con él charlas privadas a través de los alambres de la jaula, y una de esas conversaciones fue muy especial: le pidió que se olvidara para siempre de lo que había visto, del momento en que José, su primo, lo tocó tanto que él le tomó la mano para que no la sacara de su pantalón.

Muchas veces pensó en abrirle la puerta y dejar que volara. Pero no tenía derecho. Caería en las garras de algún gato o bajo la piedra de algún perverso. Él también se sentía como un ave incapaz de sobrevivir sin la jaula. Las palabras de su madre esa mañana se lo habían dejado muy claro. Las había pronunciado casi mordiéndolas y ante la presencia de su tía de Santa Fe: No sos más que un pajarraco asustado, te encerrás en la habitación para esconder tu verdadera cara de marica.

La voluntad de salvar al pájaro fue un impulso. Se incorporó y tambaleó. El peso de su cuerpo, acentuado por el efecto de los sedantes sustraídos del bolso de su tía, chocó contra la puerta de su habitación y dejó paso a la luz del día. Por allí se filtró el canario. Por allí el suicida escoltó al canario amarillo que chilló de gratitud antes de que su salvador se desplomara en medio de un montón de mujeres que festejaban el cumpleaños de su madre.

Entre las risas y la charla, la primera en verlo caer fue la tía de Santa Fe. Y a éste, ¿qué le pasa? La madre lo miró. Él estaba tirado sobre las baldosas frescas y amarillas del comedor. La voz de la madre cortó el silencio: No le pasa nada, ya te dije, cada día más idiota, y encima, me dejó escapar al canario. ¿Lo vieron?

Algunas invitadas, también la madre de José y una prima, corrieron a levantarlo. Parecían apenadas. Alguien atinó a decir: Pobrecito.

Esa humedad que brilla en su pestaña

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