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Al salir le devolví la llave maestra al portero. No parecía más contento que antes, a pesar de que veía que me iba. Me acerqué al Johnny Joyce’s en la Segunda Avenida y me senté en un reservado. La mayoría de la gente que había ido a almorzar ya se había marchado. Los que seguían ahí llevaban ya uno o dos martinis más de la cuenta, y probablemente no conseguirían volver a sus oficinas. Me tomé una hamburguesa con una botella de cerveza Harp, y luego un par de bourbons con el café.

Marqué el número de Broadfield. Sonó un rato, pero no contestó nadie. Volví a mi reservado, me tomé otro bourbon y pensé en unas cuantas cosas. Había preguntas para las que no parecía poder hallar respuesta. ¿Por qué había rechazado la copa que me había ofrecido Portia Carr cuando tenía tantas ganas de tomar una? ¿Y por qué —si es que no era una variante de la misma pregunta— había rechazado a la propia Portia Carr?

Seguí pensando algo más en la calle Cuarenta y nueve Oeste, en la capilla de los actores en la iglesia de San Malaquías. La capilla está por debajo del nivel de la calzada, es un espacio grande y sobrio que ofrece un remanso de paz y silencio, que, de otro modo, resulta difícil de encontrar en pleno corazón del distrito teatral de Broadway. Me senté en un banco junto al pasillo central y dejé que mi mente vagabundease.

Una actriz a la que solía tratar hace muchos años me contó una vez que solía ir a diario a San Malaquías cuando no estaba trabajando. «Me pregunto si importará algo que no sea católica, Matt. Supongo que no. Rezo una pequeña oración, enciendo una velita y ruego que me sea concedido trabajo. Me pregunto si servirá de algo. ¿Te parece que es lícito pedirle a Dios un papel decente?».

Debí de quedarme ahí sentado cerca de una hora, dándole vueltas a distintas cosas. Al salir, eché un par de pavos en el cepillo de los pobres y encendí unas cuantas velas. No recé ninguna oración.

Pasé la mayor parte de la noche en Polly’s Cage, frente a mi hotel. Chuck estaba en la barra, de muy buen humor, tanto que la casa invitaba a una ronda de cada dos. Yo había conseguido localizar a mi cliente a última hora de la tarde y le había hecho un breve informe de mi encuentro con Carr. Me preguntó qué tenía pensado hacer a continuación, y le dije que tenía que pensármelo y que ya me pondría en contacto con él cuando tuviera alguna información que él debiera conocer. Esa noche no surgió nada en esa categoría, así que no tuve que llamarle. Como tampoco tuve ningún motivo para llamar a nadie más. En la recepción del hotel tenían un recado telefónico para mí: me había llamado Anita, que quería que yo me pusiera en contacto con ella, pero no era la clase de noche en la que a uno le apeteciera hablar con su exmujer. Me quedé en Polly’s y vacié mi copa cada vez que Chuck me la llenó.

A eso de las once y media, entraron un par de chavales que se dedicaron a poner música country sin parar en la gramola. Normalmente la soporto tan bien como cualquier otra, pero, por algún motivo, no era lo que me apetecía oír en ese momento. Pagué la nota y me fui a Armstrong’s, a la vuelta de la esquina, donde Don tenía sintonizada la emisora WNCN en la radio. Sonaba Mozart y había tan poca gente en el local que hasta se podía escuchar la música.

—Han vendido la emisora —me dijo Don—. Los nuevos dueños van a reconvertirla a un formato pop-rock. Otra emisora de rock es justo lo que esta ciudad necesita.

—Las cosas siempre van a peor.

—No te lo voy a discutir. Existe un movimiento de protesta para obligarlos a seguir con una política de emisión de música clásica. Supongo que no servirá de nada, ¿no crees?

—Nada sirve nunca de nada. —Negué con la cabeza.

—Vaya, estás de un humor espléndido esta noche. No sabes lo que me alegra que hayas decidido venir aquí a irradiar dulzura y alegría en vez de quedarte encerrado en tu habitación.

Me eché bourbon en el café y le di vueltas con la cucharilla. Estaba de un humor execrable y no conseguía saber exactamente por qué. Se pasa bastante mal cuando se sabe qué es lo que lo está molestando a uno; pero cuando los demonios que te atormentan son invisibles, resulta mucho más difícil hacerles frente.

Fue un sueño extraño.

No suelo soñar mucho. El alcohol tiene el efecto de hacerte dormir en un plano más profundo, por debajo del nivel en el que tienen lugar los sueños. Tengo entendido que el delirium tremens representa la insistencia de la psique por tener la oportunidad de soñar: al no poder soñar mientras duermes, tienes los sueños en estado de vigilia. Todavía no he padecido nunca delirium tremens y me siento agradecido por mis noches generalmente desprovistas de sueños. Hubo un tiempo en que solo esto de por sí ya suponía razón más que suficiente para beber.

Pero esa noche soñé, y el sueño me llamó la atención por su extrañeza. Aparecía Portia, con su gran cuerpo, su llamativa belleza, su voz profunda y su magnífico acento inglés. Estábamos sentados hablando, aunque no en su apartamento. Estábamos en una comisaría. No sé de qué distrito sería, pero recuerdo que allí me sentía como en casa, así que acaso fuera alguna en la que había estado destinado hacía tiempo. A nuestro alrededor había policías de uniforme y ciudadanos que presentaban denuncias, y todos estos secundarios desempeñaban los mismos papeles que suelen representar en escenas similares de películas de polis y ladrones.

Y ahí, en el centro de la escena, estábamos Portia y yo, desnudos. Íbamos a hacer el amor, pero antes teníamos que hablar y dejar las cosas claras. No recuerdo qué era lo que teníamos que aclarar, pero nuestra conversación se prolongaba, volviéndose cada vez más y más abstracta, sin que consiguiéramos dar un paso hacia la alcoba. Entonces sonó el teléfono y Portia alargó la mano y contestó con la voz de su contestador.

Sin embargo, el teléfono siguió sonando.

Era mi teléfono, por supuesto. Había integrado el timbre en mi sueño. Si no me hubiese despertado el sonido, estoy seguro de que habría terminado por olvidar el sueño por completo. Lo que ocurrió en cambio fue que me desperté, sacudiéndome los vestigios de aquella escena. Trasteé buscando el teléfono y conseguí llevarme el auricular al oído.

—¿Diga?

—Matt, lo siento mucho si te he despertado. Yo...

—¿Quién es?

—Jerry. Jerry Broadfield.

Normalmente dejo mi reloj de pulsera en la mesita de noche cuando me acuesto. Manoteé buscándolo, pero no di con él.

—¿Broadfield? —dije.

—Supongo que estabas durmiendo. Mira, Matt...

—¿Qué hora es?

—Poco más de las seis. Es que solo...

—¡Dios!

—Matt, ¿estás despierto?

—Sí, maldita sea, estoy despierto. Te dije que me llamaras, pero no que lo hicieras en plena noche.

—Mira, es una emergencia. ¿Me dejas que te lo cuente? —Por primera vez fui consciente de la tensión que había en su voz. Había debido de estar presente todo el rato, pero no me había dado cuenta hasta entonces—. Siento haberte despertado —repitió—, pero por fin me han dado la oportunidad de llamar por teléfono, y no sé cuánto tiempo me van a dejar. Déjame hablar un minuto.

—¿Dónde coño estás?

—En el Centro de Detención Masculina.

—¿En las Tumbas?1

—Eso es, en las Tumbas. —Hablaba deprisa, como si quisiera soltarlo todo antes de que pudiera volver a interrumpirlo—. Estaban esperándome. En el apartamento de Barrow Street, me estaban esperando. Llegué allí a eso de las dos y media de la madrugada y me estaban aguardando, y esta es la primera ocasión que he tenido de usar el teléfono. En cuanto acabe contigo voy a llamar a un abogado. Pero voy a necesitar algo más que un abogado, Matt. Tienen la partida demasiado bien amañada para que nadie pueda conseguir enderezar las cosas ante un jurado. Me tienen cogido por las pelotas.

—¿De qué me estás hablando?

—De Portia.

—¿Qué pasa con ella?

—Alguien la mató anoche. La estrangularon o algo así, la dejaron en mi apartamento y le dieron el soplo a la poli. No tengo todos los detalles. Me han fichado por esto. Matt, yo no lo hice.

No dije nada.

Su voz subió de tono, al borde de la histeria:

—Yo no he sido. ¿Por qué iba yo a matar a esa tía? ¿Y dejarla en mi apartamento? No tiene el menor sentido, Matt. Pero no tiene por qué tener sentido, porque toda la puta historia es un montaje y pueden hacer que se sostenga. ¡Matt, van a hacer que se sostenga!

—Tranquilo, Broadfield.

Hubo un silencio. Me lo imaginé rechinando los dientes, intentando controlar sus emociones, igual que un domador de leones haciendo restallar el látigo en una jaula llena de fieras salvajes.

—Vale —dijo con la voz más calmada—. Estoy agotado y está empezando a pasarme factura. Matt, voy a necesitar ayuda con esto. Tu ayuda, Matt. Puedo pagarte lo que quieras.

Le dije que esperase un minuto. Había dormido apenas tres horas, y estaba empezando por fin a sentirme lo suficientemente despierto para darme cuenta de lo mal que me encontraba. Dejé el teléfono en la mesita, fui al baño y me lavé la cara con agua fría. Tuve la sensatez de no mirarme al espejo, porque tenía una idea bastante clara de la pinta que tendría la cara que iba a ver reflejada en él. Quedaban un par de dedos de bourbon en la botella de cuarto de la cómoda. Eché un trago directamente del gollete, sentí un escalofrío, me volví a sentar en la cama y cogí el auricular.

Le pregunté si lo habían fichado.

—Ahora mismo. Por homicidio. Una vez fichado no podían negarme más tiempo el uso del teléfono. ¿Sabes lo que hicieron? Me informaron de mis derechos al arrestarme. Todo el discursito ese, el Miranda-Escobedo. ¿Sabes cuántas veces le habré leído el texto de los cojones a putos delincuentes? Y han tenido que leérmelo entero, de cabo a rabo.

—¿Tienes un abogado a quien llamar?

—Sí. Un tipo supuestamente bueno, pero no hay manera de que pueda hacerlo todo él.

—Bueno, no sé muy bien qué puedo hacer por ti.

—¿Puedes venir aquí? Ahora no. Ahora no me dejarán ver a nadie. Espera un segundo. —Debía de haberse apartado del teléfono, pero lo oí preguntar cuándo se le permitiría recibir visitas—. A las diez de la mañana —dijo—. ¿Podrías estar aquí entre las diez y las doce?

—Supongo que sí.

—Tengo un montón de cosas que contarte, Matt, pero no puedo hacerlo por teléfono.

Le dije que lo vería pasadas las diez. Colgué el teléfono y le di otro pequeño tiento a la botella de bourbon. Tenía un sordo dolor de cabeza y sospeché que el whisky probablemente no era el mejor remedio del mundo para solucionarlo, pero no se me ocurrió nada mejor. Me volví a meter en la cama y me tapé con la manta. Necesitaba dormir y sabía que no lo iba a conseguir, pero por lo menos podría quedarme tumbado un par de horas y descansar un poco.

Entonces recordé el sueño del que me había arrancado su llamada. Lo recordé, lo vi en un destello vívido, nítido, y empecé a temblar.

En medio de la muerte

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