Читать книгу En medio de la muerte - Lawrence Block - Страница 7

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Todo había empezado dos días atrás, una fría y tonificante tarde de martes. Estaba iniciando mi jornada en el Armstrong’s, haciendo mi acostumbrado número de equilibrismo con el café y el bourbon: el café para acelerar las cosas y el bourbon para frenarlas. Estaba leyendo el Post y estaba lo suficientemente concentrado en lo que leía como para no darme cuenta siquiera de que él apartaba la silla de enfrente y se dejaba caer en ella. Luego carraspeó y lo observé.

Era un tipejo con un montón de pelo negro y crespo. Tenía las mejillas hundidas, la frente muy prominente. Llevaba perilla y tenía el labio superior esmeradamente rasurado. Sus ojos, que las gruesas lentes aumentaban, eran marrón oscuro y estaban llenos de vitalidad.

—¿Estás ocupado, Matt? —preguntó.

—La verdad es que no.

—Quisiera hablar contigo un minuto.

—Claro.

Lo conocía, aunque no demasiado bien. Se llamaba Douglas Fuhrmann y era cliente habitual del Armstrong’s. No es que bebiese mucho, todo lo contrario, pero solía dejarse caer por ahí cuatro o cinco veces por semana, a veces con alguna novia, a veces solo. En general, hacía durar su cerveza y charlaba un rato de deportes, de política o del tema de actualidad del momento. Según tenía entendido, era escritor, aunque no recordaba haberlo oído hablar nunca de su trabajo. Pero era evidente que le iba lo bastante bien como para no tener un empleo fijo.

Le pregunté qué quería.

—Un tipo que conozco desea verte, Matt.

—¿Ah, sí?

—Creo que desea contratar tus servicios.

—Tráetelo por aquí.

—No es posible.

—¿Por?

Empezó a decir algo, pero se paró en seco porque Trina se acercaba para preguntarle qué quería tomar. Le pidió una cerveza y nos quedamos ahí sentados, en un silencio incómodo, mientras ella iba a por la cerveza, la traía y volvía a irse.

Entonces siguió:

—Es algo complicado. No se puede dejar ver en público. Está..., bueno, está ocultándose.

—¿Quién es?

—Es confidencial. —Le lancé una mirada conminatoria—. Vale, de acuerdo. Si ese periódico es el Post de hoy, a lo mejor has leído algo sobre él. De todas formas, has tenido que leer algo al respecto. Ha salido en los periódicos estas últimas semanas.

—¿Cómo se llama?

—Jerry Broadfield.

—¿En serio?

—Ahora mismo lo anda buscando la pasma —dijo Fuhrmann—. Se esconde desde que la inglesa lo denunció, pero no puede pasarse la vida ocultándose.

—¿Y dónde se esconde?

—En un apartamento que tiene. Quiere que vayas a verlo allí.

—¿Dónde está?

—En el Village.

Cogí mi taza de café y miré en ella, como si fuese a decirme algo.

—¿Por qué yo? —quise saber—. ¿Qué cree que puedo hacer por él? No lo entiendo.

—Quiere que te lleve allí ahora —dijo Fuhrmann—. Puedes ganar algo de dinero con esto, Matt. ¿Cómo lo ves?

Bajamos por la Novena Avenida en taxi y acabamos en Barrow Street, cerca de Bedford Street. Dejé que Fuhrmann pagara la carrera. Entramos en el vestíbulo de un edificio de cinco plantas sin ascensor. Más de la mitad de los timbres del interfono de la puerta carecían de rótulo. O el edificio estaba siendo desalojado como paso previo a su demolición, o los vecinos de Broadfield compartían con él el deseo de anonimato. Fuhrmann llamó a uno de los timbres sin etiqueta: lo presionó tres veces, esperó, lo pulsó una vez más y luego otras tres.

—Es una clave —explicó.

—Uno si vienen por tierra y dos si vienen por mar.2

—¿Cómo?

—Olvídalo.

Se oyó un zumbido y Fuhrmann empujó la puerta hasta abrirla.

—Ve subiendo —dijo—, es el apartamento D del tercer piso.

—¿Tú no vienes?

—Quiere verte a solas.

Estaba a mitad de camino del primer piso cuando se me ocurrió que aquello podía ser una forma estupenda de tenderme una encerrona. Fuhrmann se había quitado de en medio y no había forma humana de saber qué me aguardaba en el apartamento 3D. Pero tampoco se me ocurría nadie que tuviese motivos suficientes para querer hacerme daño de verdad. Me detuve en mitad de la escalera para pensármelo con calma: mi curiosidad salió ganadora en la batalla contra mi deseo, bastante más sensato, de dar media vuelta, marcharme a casa y olvidar todo el asunto. Subí hasta el tercer piso y di tres golpes, luego uno y luego otros tres en la puerta correspondiente. Se abrió casi antes de que hubiese terminado de llamar.

Tenía exactamente el mismo aspecto que en las fotos. Había salido en todos los periódicos durante las últimas semanas, desde que había empezado a colaborar en la investigación emprendida por Abner Prejanian sobre la corrupción en el Departamento de Policía de Nueva York. Pero las fotos de prensa no permitían hacerse una idea de su altura. Medía fácilmente un metro noventa y cinco, y estaba proporcionado: ancho de hombros, macizo el tórax. Estaba empezando a echar tripa. Tenía treinta y pocos, y en diez años se habría echado encima otros dieciocho o veinte kilos, e iba a necesitar entonces cada centímetro de su estatura para repartir bien el peso.

Si es que llegaba a vivir otros diez años.

—¿Dónde está Doug? —preguntó.

—Se ha despedido en el portal. Me dijo que querías verme a solas.

—Ya, pero por la forma de llamar, creí que era él.

—He descifrado el código.

—¿Qué? Oh. —Sonrió de repente y con ello se iluminó la habitación. Tenía muchos dientes, y me los mostró al sonreír, pero la sonrisa hizo bastante más que eso: le alumbró toda la cara—. Así que tú eres Matt Scudder —dijo—. Pasa, Matt, no es gran cosa, pero es mejor que una celda.

—¿Pueden meterte en la cárcel?

—Pueden intentarlo. Y los muy cabrones lo están haciendo.

—¿Qué tienen contra ti?

—A una loca inglesa a la que alguien le está apretando las tuercas. ¿Cuánto sabes de lo que está pasando?

—Solo lo que he leído en los periódicos.

Y la verdad es que no le había prestado demasiada atención a la prensa. Así que lo que sabía era que se llamaba Jerome Broadfield y que era de la pasma. Llevaba una docena de años en el cuerpo. Había dejado de vestir el uniforme hacía seis o siete años, un par de años más tarde había llegado a detective de tercera, y ahí se había quedado. Y luego, hacía cosa de unas semanas, había guardado su placa en un cajón y se había puesto a ayudar a Prejanian a poner patas arriba el Departamento de Policía de Nueva York.

Miré a mi alrededor mientras él echaba el cerrojo de la puerta, haciéndome una idea del lugar. Daba la impresión de que lo había alquilado amueblado, porque no había nada en el apartamento que ofreciese la menor indicación sobre el carácter de su inquilino.

—Los periódicos —dijo—. Bueno, pues no van muy desencaminados. Dicen que Portia Carr es una puta. Bien, en eso tienen razón. Dicen que yo la conocía. Eso también es cierto.

—Y dicen que la estabas extorsionando.

—Falso. Dicen que ella afirma que yo la estaba extorsionando.

—¿Y lo hacías?

—No. Venga, Matt, siéntate. Ponte cómodo. ¿Te apetece una copa, eh?

—De acuerdo.

—Tengo escocés, vodka, bourbon y creo que queda un poco de coñac.

—El bourbon me vale.

—¿Con hielo? ¿Soda?

—A palo seco.

Preparó las bebidas. Bourbon solo para mí, un whisky largo con soda para él. Me senté en un sofá estampado verde y él hizo lo propio en una butaca a juego. Le di un sorbo al bourbon. Sacó un paquete de Winston del bolsillo interior de su americana y me ofreció uno. Negué con la cabeza y encendió uno para él. El mechero que usó era un Dunhill, chapado en oro o de oro macizo. El traje parecía hecho a medida, y la camisa lo era sin duda alguna, y lucía su monograma en el bolsillo del pecho.

Nos estudiamos por encima de nuestras bebidas. Era ancho de cara, de mandíbula cuadrada, cejas prominentes sobre ojos azules, con una de las cejas partida por una antigua cicatriz. Tenía el pelo pajizo y un poco demasiado corto para ir a la última. La cara parecía franca y honesta, pero después de estar mirándola un rato, llegué a la conclusión de que no era más que una pose. Sabía cómo usar su rostro en su propio beneficio.

Se quedó mirando el humo que ascendía de su cigarrillo como si esperase que le dijera algo. Luego habló:

—Los periódicos me hacen quedar bastante mal, ¿verdad? Poli que va de listillo delata a todo el departamento, y luego va y resulta que le sacaba la pasta a una pobre putilla. Joder, tú estuviste en el cuerpo. ¿Cuántos años?

—Cerca de quince.

—Así que sabes cómo son los periódicos. La prensa no necesariamente cuenta las cosas como son. Están en el negocio para vender ejemplares.

—¿Y?

—Pues que leyendo la prensa solo puedes formarte una de dos impresiones de mí. O bien soy un ladrón al que la Oficina del Fiscal Especial tiene pillado de alguna manera, o bien soy un chiflado.

—¿Y cuál es la buena?

—Ninguna de las dos. —Sonrió—. Por Dios, he sido policía durante casi trece años. No fue ayer cuando descubrí que hay tíos en el cuerpo que a lo mejor se embolsan un dólar de vez en cuando. Y nunca ha habido nada en mi contra. La oficina de Prejanian ha hecho públicos desmentidos a diestro y siniestro. Han asegurado todo el tiempo que estaba cooperando por mi propia voluntad, que había acudido a ellos sin que me llamaran, todo el rollo. Mira, Matt. Son humanos. Si hubiesen podido tenderme una encerrona y encajonarme ellos solitos, estarían vanagloriándose de ello, no negándolo. Pero prácticamente están admitiendo que me presenté ante ellos por las buenas y les serví todo en bandeja.

—¿Y?

—Pues que es verdad. Eso es todo.

¿Se creía acaso que yo era un sacerdote? Me daba exactamente igual que fuese un loco o un ladrón, o ambas cosas a la vez, o ninguna de ellas. No quería oírlo en confesión. Había hecho que me llevasen hasta él, probablemente con algún fin, y estaba dedicándose a justificarse ante mí.

Nadie tiene que justificarse ante mí. Bastante me cuesta ya autojustificarme a mí mismo.

—Matt, tengo un problema.

—Dijiste que no tienen nada que puedan usar en tu contra.

—Esa Portia Carr. Dice que la extorsionaba. Que yo le exigía cien dólares a la semana o la hacía detener.

—Pero no es verdad.

—No, no lo es.

—Luego no puede demostrarlo.

—No. No puede probar una mierda.

—Entonces ¿dónde está el problema?

—En que también cuenta que me la estaba tirando.

—Oh.

—Sí. No sé si puede probar esa parte de la historia, pero, joder, es verdad. No tenía ninguna importancia, ¿sabes? Nunca he sido un santo. Pero ahora está en todos los periódicos, y también el embuste este de la extorsión, y de repente, ya no sé si voy o si vengo. Mi matrimonio anda un tanto movido para empezar, y lo único que mi mujer necesita es que su familia y sus amistades lean que ando cepillándome a esa furcia inglesa. ¿Estás casado, Matt?

—Lo estuve.

—¿Estás divorciado? ¿Tienes hijos?

—Dos chicos.

—Yo tengo dos niñas y un chico. —Dio un sorbo a su bebida, dejó caer ceniza del cigarrillo—. No sé yo, a lo mejor a ti te gusta estar divorciado. Yo no quiero ni oírlo mencionar. Y con esta acusación de extorsión, me tienen cogido por los huevos. Me da miedo salir de este puto apartamento.

—¿Quién vive aquí? Siempre había pensado que Fuhrmann vivía en mi barrio.

—Vive en el lado oeste de las calles Cincuenta. ¿Es tu barrio?

Asentí con la cabeza.

—Bueno, este piso es mío, Matt. Hace poco más de un año que lo tengo. Vivo en Forest Hills y pensé que estaría bien tener un apeadero en la ciudad, por si me hiciera falta.

—¿Quién conoce la existencia de este piso?

—Nadie. —Se inclinó y apagó el cigarrillo—. Mira, hay una historia que se cuenta de unos políticos —dijo—. Hay un tipo al que las encuestas le indican que está en apuros, que su rival lo va a barrer. Así que su director de campaña le dice: «Vale, te diré lo que vamos a hacer, vamos a propagar un rumor sobre él. Le diremos a todo el mundo que sodomiza cerdos». Y el candidato pregunta si es verdad eso, y el director de campaña le responde que no. «Así que dejaremos que lo desmienta», le dice, «dejaremos que lo desmienta».

—Ya te sigo.

—Cuando echas la suficiente mierda, un poco de mugre siempre se queda pegada. Lo que pasa es que algún policía cabrón está presionando a Portia. Quiere que deje de colaborar con Prejanian, y a cambio ella retiraría los cargos. De eso es de lo que va toda esta historia.

—¿Sabes quién está detrás de todo esto?

—No. Pero no puedo romper con Abner. Y quiero que retiren esos cargos. No pueden probar nada ante un tribunal, pero eso es lo de menos. Incluso sin llegar a ir a juicio, abrirán una investigación en el departamento, salvo que no investigarán una mierda, porque ya saben qué conclusión quieren sacar. Me suspenderán de empleo y sueldo de inmediato, y acabarán echándome de la policía.

—Creía que habías presentado la dimisión.

Negó con la cabeza.

—Dios bendito, ¿por qué iba a dimitir? Llevo más de doce años en el cuerpo, cerca de trece. ¿Por qué iba a dejarlo ahora? Pedí una excedencia cuando decidí ponerme en contacto con Prejanian. No se puede estar al mismo tiempo en servicio activo y colaborando con el fiscal especial. Le brindaría al departamento demasiadas oportunidades de echarme. Pero en ningún momento se me ha pasado por la cabeza dimitir. Cuando todo esto haya acabado, pretendo volver al cuerpo.

Me lo quedé mirando. Si esa última frase la había dicho en serio, entonces es que era muchísimo más estúpido de lo que parecía, o de cómo actuaba. No sabía qué interés podía tener en ayudar a Prejanian, pero lo que sí sabía es que estaba acabado de por vida en todo lo que tuviera que ver con el Departamento de Policía. Se había convertido en un paria y luciría la marca de la casta toda la vida. No importaba que la investigación pusiera patas arriba el departamento o no. No importaba quién se viera forzado a solicitar la jubilación anticipada o acabara entre rejas. Ninguna de esas cosas tenía la menor importancia. Hasta el último policía del cuerpo, intachable o corrupto, honesto o echado a perder, le pondría una cruz encima a Jerome Broadfield de por vida.

Y él tenía que saberlo. Había llevado placa más de doce años.

—No veo dónde encajo yo —dije.

—¿Te vuelvo a llenar la copa, Matt?

—No, está bien así, gracias. ¿Dónde encajo yo, Broadfield?

Torció la cabeza y entrecerró los ojos.

—Es fácil —dijo—. Has sido poli, así que sabes cómo funciona todo el tinglado. Y ahora eres detective privado, de modo que puedes actuar libremente. Y...

—No soy detective privado.

—Eso tenía entendido.

—Los detectives deben someterse a exámenes complicados para obtener una licencia. Tienen tarifas, llevan archivos y hacen la declaración de la renta. Yo no hago ninguna de esas cosas. A veces, hago cosas que me piden amigos. A título de favor personal. Y a veces me dan dinero. Como un favor.

Volvió a mover la cabeza y luego asintió pensativo, como diciendo que ya se imaginaba él que tenía que haber truco, y que se alegraba de saber en qué consistía. Porque cada maestrillo tiene su librillo, y este era el mío, y él era lo bastante agudo para apreciarlo. Al chaval le iban los truquillos.

Pero si le iban los truquillos, ¿qué demonios hacía con Abner Prejanian?

—Bueno —dijo—, detective o no, podrías hacerme un favor. Podrías ir a ver a Portia y averiguar hasta qué punto quiere estar metida en el embrollo. Podrías descubrir por qué la tienen pillada y buscar tal vez la forma de librarla de eso. Una buena cosa sería descubrir quién le pidió que presentara una denuncia. Si supiéramos el nombre de ese bastardo, podríamos pensar en alguna forma de hacerle frente.

Siguió hablando del tema, pero yo ya no le prestaba mucha atención. Hizo una pausa para tomar aliento y aproveché la ocasión.

—Quieren que te alejes de Prejanian. Que te marches de la ciudad, que dejes de colaborar, algo así.

—Sí, tiene que ser eso lo que pretenden.

—Entonces ¿por qué no lo haces?

Me miró fijamente.

—Tienes que estar de broma.

—Para empezar, ¿cómo es que te liaste con Prejanian?

—Eso es asunto mío, Matt, ¿no te parece? Te contrato para que hagas algo por mí. —Tal vez le parecieron demasiado duras esas palabras; las intentó suavizar con una sonrisa—. Joder, Matt, no hace falta que sepas cuándo es mi cumpleaños ni cuánto dinero suelto llevo en el bolsillo para echarme un cable. ¿Me equivoco?

—Prejanian no tenía nada en tu contra. Te presentaste a él por las buenas y le dijiste que tenías información que haría temblar a todo el departamento.

—Eso es.

—Pero no te has pasado los últimos doce años con anteojeras precisamente. No eres ningún angelito.

—¿Quién, yo? —Sonrió enseñando todos los dientes—. Más bien no, Matt.

—Entonces, no lo entiendo. ¿Qué sacas tú de esto?

—¿Tengo que sacar algo?

—Tú eres un tío de los que no salen a la calle sin tenerlo todo calculado.

Se lo pensó y decidió no molestarse por mi salida. Al contrario, rio suavemente.

—¿Y es necesario que sepas dónde está el truco, Matt?

—Ajá.

Dio un trago a su copa y se lo pensó. Casi estaba por desear que me mandara a la mierda. Quería largarme y olvidarme de él. Era un tipo que nunca me iba a gustar, metido en algo que no conseguía entender. Realmente no quería verme envuelto en ninguno de sus problemas.

Y entonces habló.

—Tú, mejor que nadie, deberías entenderlo.

No dije nada.

—Estuviste quince años en el cuerpo, Matt, ¿no es así? Y tuviste ascensos, te fue bastante bien, así que tienes que saber cómo funciona. Tuviste que ser de los que juegan según las reglas. ¿Me equivoco?

—Continúa.

—Así que llevabas quince años, te faltaban otros cinco para tener derecho a una pensión, y vas y lo tiras todo por la borda. ¿No te coloca eso en la misma posición que a mí? Llegaste a un punto en el que ya no podías tragar más. La corrupción, la extorsión, los sobornos, acaban afectándote. En tu caso, simplemente entregaste la placa y te largaste. Eso lo respeto. Créeme, lo respeto. Yo mismo lo contemplé, pero llegué a la conclusión de que no era suficiente, ese enfoque no funcionaba para mí. No podía marcharme sin más y abandonar algo en lo que llevaba invertidos doce años.

—Casi trece.

—¿Cómo?

—Nada. ¿Decías?

—Decía que no podía darme la vuelta sin más y marcharme. Quería hacer algo para mejorar las cosas. No arreglarlas del todo, tal vez solo hacer que fueran un poquito mejores, y eso significa que tienen que rodar algunas cabezas. Lo siento, pero así es como ha de ser. —De repente, una gran sonrisa, que resultó alarmante en un rostro que había estado tan ocupado en la tarea de mostrarse sincero—. Mira, Matt, no soy ningún jodido buen samaritano. Soy calculador, tú lo has dicho y es verdad. Sé cosas que a Abner le cuesta creer. Un tipo absolutamente honesto nunca llega a enterarse de cosas así, porque los que están en la pomada cierran el pico en cuanto lo ven entrar en la habitación. Pero un tipo como yo tiene ocasión de oír de todo. —Se echó hacia delante—. Te diré una cosa. Igual no lo sabes, igual no estaban aún tan mal las cosas cuando tú llevabas placa. Pero toda esta puta ciudad está en venta. Puedes comprar al cuerpo de policía en cualquier circunstancia. Hasta por asesinato en primer grado.

—Jamás había oído eso.

Lo cual no era del todo cierto. Lo había oído, pero nunca me lo había creído.

—No a todos los polis, Matt. Ni de lejos. Pero conozco dos casos, dos que conozco de primera mano, en los que tipos pillados con las manos en la masa por homicidio compraron su libertad. Y en lo que a las drogas se refiere... ¡Joder! No me digas que no sabes lo que pasa con las drogas. Es un secreto a voces. Cada camello mayorista lleva siempre encima un par de miles de dólares en un bolsillo especial. No salen a la calle sin ellos. Es lo que llaman «dinero de paseo». Se lo das al poli que te arresta y él deja que te vayas dando un paseo.

¿Había sido así siempre? Me parecía que no. Siempre hubo polis que aceptaban dinero, algunos poco y otros mucho, polis que no sabían decir que no cuando el dinero fácil se cruzaba en su camino, y otros que incluso se echaban a la calle a venderse. Pero también había cosas que nadie hacía. Nadie aceptaba dinero en casos de asesinato, nadie aceptaba dinero de las drogas.

Pero las cosas cambian.

—Así que te hartaste —dije.

—Eso es. Y eres la última persona del mundo a la que tendría que hacer falta explicárselo.

—No dejé el cuerpo por la corrupción.

—¿Ah, no? Pues estaba equivocado.

Me puse en pie y me acerqué a donde había dejado la botella de bourbon. Rellené mi vaso y me bebí la mitad de un trago. Aún de pie, le dije:

—La corrupción nunca me molestó demasiado. Puso mucha comida en la mesa de mi familia. —Hablaba más para mí que para Broadfield, al que realmente le importaba tan poco por qué dejé la policía como a mí el que él conociera o no la verdadera razón—. Acepté el dinero que me salió al paso. No iba por ahí poniendo el cazo y nunca permití que comprase su impunidad nadie a quien considerara culpable de algún delito grave, pero no hubo una sola semana en la que viviéramos exclusivamente del sueldo que me pagaba el Ayuntamiento. —Apuré mi copa—. Tú debes de pillar un buen montón. No es la ciudad la que ha costeado ese traje.

—No voy a negarlo. —Otra vez la sonrisa. No me gustaba mucho esa sonrisa—. He aceptado mucho dinero, Matt. No vamos a discutir por eso. Pero todos trazamos una línea, ¿verdad? ¿Por qué dejaste el cuerpo, de todos modos?

—No me gustaba el horario.

—En serio.

—Eso ya es suficientemente serio.

Era todo cuanto tenía ganas de contarle. Por cuanto sabía, ya debía de conocer toda la historia o la versión adulterada de ella que anduviera circulando por ahí en ese momento.

Lo que ocurrió fue bastante simple. Hace unos cuantos años, estaba tomando unas copas en un bar de Washington Heights. Estaba fuera de servicio y tenía derecho a beber si me apetecía, y el bar era uno de esos donde los polis podíamos beber por la cara, lo que quizá fuese un caso de corrupción policial, pero nunca me había quitado el sueño.

Entonces un par de macarras asaltaron el local y al salir mataron a tiros al camarero. Los perseguí calle abajo y vacié mi arma reglamentaria sobre ellos. Maté a uno de esos bastardos y dejé lisiado al otro, pero una bala fue a parar donde no debía. Rebotó en algún sitio y le entró por el ojo a una niña de siete años llamada Estrellita Rivera; y por el ojo llegó al cerebro, y Estrellita Rivera murió, y con ella una gran parte de mí.

Hubo una investigación del departamento que concluyó con mi completa exoneración y hasta recibí una felicitación, pero poco después de aquello presenté mi dimisión, me separé de Anita y me instalé en mi hotel en la calle Cincuenta y siete. No sé cómo encaja todo esto, o si encaja siquiera, pero eso acabó suponiendo que dejara de gustarme ser policía. Pero nada de esto era de la incumbencia de Jerry Broadfield, y a mí no me lo iba a oír contar.

—De verdad, no sé qué puedo hacer por ti —dije.

—Puedes hacer más que yo. No estás encerrado en este apartamento tan cutre.

—¿Quién te trae de comer?

—¿La comida? Oh, salgo de vez en cuando a tomar un bocado. Pero no mucho y no demasiado a menudo. Y tengo cuidado de que nadie esté mirando cuando salgo del edificio o cuando vuelvo.

—Antes o después alguien te seguirá los pasos.

—Coño, ya lo sé. —Encendió otro cigarrillo. El mechero Dunhill era como una esquirla plana de metal, perdido en su manaza—. Solo intento ganar un par de días —dijo—, eso es todo. Ella saltó a los periódicos ayer. Estoy aquí desde entonces. Si tengo suerte, en un barrio tranquilo como este, podré aguantar aquí toda la semana. Para entonces, tal vez hayas desactivado su bomba.

—O igual no he conseguido hacer nada.

—¿Lo intentarás, Matt?

La verdad es que no quería. Me estaba quedando sin dinero, pero eso no me preocupaba demasiado. Estábamos a primeros de mes, y tenía pagada la habitación hasta finales, y suficiente efectivo a mano para mantenerme surtido de bourbon y café, y aún me sobraba algo para lujos como comer.

No me caía bien ese grandullón y sobrado hijo de puta. Pero eso no era un inconveniente. De hecho, en general, prefiero trabajar para personas por las que no siento ni simpatía ni respeto. Me afecta menos ofrecerles un mal servicio.

Así que no importaba nada que no me gustase Broadfield. O que pensase que no más del veinte por ciento de lo que me había contado era verdad. Y ni siquiera estaba seguro de qué veinte por ciento creerme.

Esto último puede que fuese lo que decidió por mí. Porque evidentemente quería averiguar qué era verdad y qué mentira acerca de Jerome Broadfield. Y por qué había acabado en la cama con Abner Prejanian, y dónde exactamente encajaba Portia Carr en esa historia, y quién le había preparado una encerrona, y cómo y por qué. No sé por qué quería saber todo eso, pero era evidente que quería.

—Vale —dije.

—¿Lo intentarás?

Asentí.

—Necesitarás algo de dinero.

Volví a asentir.

—¿Cuánto?

Nunca sé cómo fijar unos honorarios. No parecía algo que me fuese a tomar mucho tiempo: o bien encontraba una forma de serle de ayuda, o no, y en cualquier caso, lo sabría muy pronto. Pero no quería resultarle barato. Porque no me caía bien. Porque era refinado y vestía ropa cara y encendía sus cigarrillos con un mechero Dunhill de oro.

—Quinientos dólares.

Le pareció bastante caro. Le contesté que podía buscarse a otro si quería. Se apresuró a asegurarme que no era eso en absoluto lo que había querido decir, sacó su cartera del bolsillo interior de la chaqueta y empezó a contar billetes de veinte y de cincuenta. Quedó mucho en la cartera una vez que hubo amontonado quinientos dólares sobre la mesa que tenía enfrente.

—Espero que no te importe que sea en efectivo —dijo.

Le contesté que el metálico estaba bien.

—A la mayoría de la gente no le importa —dijo, y volvió a mostrarme su sonrisita. Me quedé ahí sentado un par de minutos mirándolo. Luego me incliné por encima de la mesa y recogí el dinero.

En medio de la muerte

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