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ОглавлениеCapítulo 1 La formación del orden hegemónico. Límites y aperturas del neoliberalismo en Perú y México
Jorge Luis Duárez Mendoza y Fernando Munguía Galeana
La vigencia del problema de la hegemonía en América Latina
¿Es posible una lectura del neoliberalismo en América Latina a la luz del problema de la hegemonía? En este trabajo proponemos una respuesta, sosteniendo que no sólo es posible, sino también necesaria para identificar nuestros problemas y aportar en la elaboración de alternativas políticas. Siguiendo a De Ípola y De Riz (1985), consideramos que la posibilidad de estudiar el neoliberalismo desde la hegemonía demanda tener claro tanto el objeto de estudio, como los medios teóricos y metodológicos. Así, nuestros objetos de estudio responden a la diversidad de los procesos históricos de la región, que aquí se limitan a México y Perú. Los medios teóricos y metodológicos los retomamos de los elaborados por Gramsci, Laclau y Mouffe en torno a la teoría de la hegemonía. Consideramos que una interpretación crítica de los aportes de estos autores nos permite tener en cuenta el conjunto complejo de las determinaciones del neoliberalismo en América Latina, además de los aspectos y relaciones presentes en cada caso de estudio.
Por ello pensamos que la pregunta arriba planteada resulta pertinente, ya que en buena parte de los análisis —realizados desde diferentes disciplinas, en especial desde la ciencia política— de los procesos políticos contemporáneos de América Latina, se ha renunciado a aproximaciones holísticas, en aras de cuidar un supuesto rigor académico. Por nuestra parte, partimos del reconocimiento de que el neoliberalismo es “un conjunto de sentidos políticos socialmente compartidos”, entre los que son centrales los relacionados con el capitalismo tardío, por lo cual no se restringe a una política económica o a las características institucionales que asume el sistema político.
Desde la perspectiva que anima este trabajo, el neoliberalismo en América Latina supone una serie de procesos complejos que redefinieron los contenidos y fronteras de lo político, lo económico y lo social, así como de sus interrelaciones. Es decir, nos interesa, sobre todo, pensar la política como una dinámica conflictiva, en la que se ponen en juego sentidos específicos con los cuales es posible distinguir proyectos y horizontes de acción.
En el plano del estudio de casos, analizamos el neoliberalismo en México y Perú, identificando sus límites y aperturas; en otras palabras, las tensiones que condicionan y posibilitan los esfuerzos de conformación de un orden hegemónico. Ambos países representan ejemplos de capitalismo periférico, experiencias de constitución de estructuras políticas con rasgos autoritarios y excepciones del llamado “giro a la izquierda” experimentado en la región. Bajo el manto de proyectos nacionales-populares, en México y Perú se conformó la ilusión, durante varias décadas, por parte de las distintas sociedades, que se alcanzarían niveles de desarrollo equiparables a las economías más industrializadas, en las que las masas populares tendrían en el futuro la posibilidad de formar parte de una comunidad política, que con su organización y participación estaban construyendo.
El giro neoliberal implicó la dislocación de esa plataforma hegemónica nacional-popular, generó la fragmentación de los proyectos políticos populares y la dispersión de los sujetos sociopolíticos. Ahora bien, como todo proceso histórico, la conformación de la hegemonía neoliberal no ha estado exenta de tensiones y fisuras que van dando indicios de sus propios límites antagónicos, así como de sus posibles aperturas para el impulso de un determinado cambio social. Es decir, los límites del neoliberalismo evidencian aquel “exterior”, aquello de lo social no integrado, que lo cuestiona, expresando posibles formas alternativas de organizar lo social. Estos nuevos escenarios plantean, a su vez, nuevas preguntas a las formas en que se ha pensado la hegemonía, no desde el proyecto nacional-popular, sino desde el neoliberal. Sugeriremos algunas interrogantes en las reflexiones finales de este artículo.
Estado, hegemonía y sociedad civil: la propuesta gramsciana
No es el objetivo de este apartado sintetizar el pensamiento de Antonio Gramsci, sino considerar algunas de sus categorías para tomarlas como referencia en el análisis de la dinámica política en México. En ese sentido, se debe destacar de manera general tres grandes conceptos que delimitan el aporte gramsciano a la comprensión de la política: Estado ampliado, revolución pasiva y hegemonía. Además, es preciso apuntar el giro teórico dado por Gramsci a la categoría de sociedad civil que, si bien ya había sido trabajada en el marxismo, es a partir de su obra que se considera un espacio de conflicto y de configuración de identidades políticas. Así pues, con estos conceptos, en su sentido sustantivo, pero sobre todo en sus diversas aperturas, distinguimos la especificidad de una lectura sobre lo político que es deudora, en parte, del marxismo clásico (sobre todo de Marx y Lenin), pero que trasciende en gran medida los aportes de éste al ampliar el análisis de lo social y lo político.
Partiendo de reconocer el potencial revolucionario de la clase obrera, Gramsci observó las diversas dificultades de la organización de los trabajadores en sociedades en las que la explotación y dominación capitalista estaban cruzadas por relaciones sociales, políticas y culturales que las hacían posibles y que incluso las aseguraban. De ahí que, cuando en diversos pasajes de sus notas carcelarias se refiera a la revolución comunista escoja el término reforma intelectual y moral de la sociedad, en el entendido de que en ciertas sociedades la conquista política y la transformación del modo de producción capitalista están acompañadas de un proceso de articulación entre los grupos subalternos que asegurase la defensa —no militar— de los espacios (trincheras) ganados. Así, da forma al análisis de correlación de fuerzas y de coyuntura, a sabiendas de que las condiciones de dominación están siempre tensionadas por el conflicto, entre la coerción y el consenso.
En uno de esos pasajes, en el cuaderno VI, afirma que “Estado = sociedad política + sociedad civil, o sea hegemonía acorazada de coerción” (Gramsci, 1984: 76). El Estado aparece entonces como la condensación histórica del poder que consigue una clase o clases sobre el resto de la sociedad. Las clases alcanzan su unificación y se convierten entonces en clases dirigentes, en un sentido general, es decir, logra por diversos medios asegurar la conservación de su proyecto, a prolongarlo en el tiempo. Empero, se trata de un espacio de disputa, controlado o dirigido por intereses y grupos específicos que se encuentran en pugna permanente. De esta manera, la distinción entre sociedad política (Estado político) y sociedad civil, si bien quiere diferenciar dos ámbitos de acción, refiere al desarrollo de un mismo proceso histórico-político, que sería justamente el de la conformación de las clases y de las instituciones sociales y políticas que le confieren una cierta especificidad a las relaciones sociales de dominación.
Entonces, ni el Estado se reduce a ser la “comisión administradora de los negocios comunes de la burguesía” ni la sociedad civil es el espacio exclusivo de la realización económica. De este modo se trasciende una concepción instrumental de la política para internarse de lleno en la complejidad de la organización sociopolítica (Thwaites Rey, 2007). Se trata de lo que Gramsci llamó Estado ampliado, con lo cual se refiere a la organicidad de lo político, lo social y lo económico, asumiendo que es la dialéctica entre estos tres campos lo que marca la correlación de fuerzas en un momento dado del proceso de unificación de los grupos subalternos.
La categoría de hegemonía adquiere también una doble connotación; se trata de pensar las dinámicas consensuales —y no sólo coercitivas— de la dominación, lo que tiene implicaciones en la estrategia y el conflicto. Coerción y consenso, como se dijo, son las dos caras de un proceso general de dominación que ayudan a comprender los matices y formas específicas de dicha dinámica. Uno de los fenómenos observados por Gramsci que, sin embargo, aún mantiene una expresión actual, es aquél que él denominó revolución pasiva, ésta supone la imposición y conducción autoritaria de cierto orden político y económico en una época de quiebre a favor de los grupos dominantes y en el que los intereses de las clases trabajadoras y populares quedan subsumidos en la lógica del capital. Ese proceso, según su radicalidad, se entrelaza necesariamente con la hegemonía en la medida en que constituye un nuevo pacto —restaurador— en la sociedad (Morton, 2011). Así pues, la historia, la cultura, las tradiciones, el sentido común, la ideología, etc., son todos elementos sin los cuales no puede entenderse la identidad de los grupos subalternos y del porqué se rebelan en determinadas circunstancias y en otras no; por qué en algunas de esas experiencias se puede avanzar en la profundidad de las transformaciones y en otras el fracaso es inmediato.
Entonces, la categoría de Estado ampliado permite distinguir en un nivel analítico la sociedad política de la sociedad civil y sustraer las características de cada una; de ahí se desprende que, según la interpretación de Gramsci, sean las “instituciones vulgarmente llamadas privadas de la sociedad civil” (escuelas, iglesias, partidos políticos, sindicatos, medios de comunicación, etc.) y no sólo el aparato estatal, las que dan seguridad y estabilidad a la dominación. Se entiende así que el grado en que dicha dominación permee las clases sociales sea indicativo del cómo la hegemonía se expresa en cada sociedad y de las posibilidades (históricas) de la reforma intelectual y moral.[1]
La hegemonía como fenómeno discursivo: Laclau y Mouffe
En este apartado consideramos ciertas categorías propuestas por Laclau y Mouffe para estudiar la hegemonía, y se las usa como referencias para analizar el caso peruano. Destacamos cuatro conceptos: discurso, sutura, lógica de equivalencias y puntos nodales. La manera en que Laclau y Mouffe conciben la hegemonía está atravesada por lo que podríamos llamar la cuestión del sujeto y el problema de la universalidad. Según estos autores —quienes coinciden con Gramsci—, las identidades políticas de los sujetos son siempre relacionales. Si la identidad de los sujetos se define en relación con los otros no se le asume como un dato apriorísticamente dado, sino todo lo contrario; la definición de las identidades políticas se realiza en la producción social de sentidos (Laclau y Mouffe, 2004).
La producción social de sentidos es estudiada desde este enfoque a través del análisis del discurso, el cual toma en cuenta no sólo lo lingüístico, sino también lo extralingüístico, toda vez que ambos manifiestan los sentidos que estructuran el comportamiento social. En otras palabras, el análisis del discurso nos aproxima al orden simbólico y al imaginario manifiestos en el orden social; el primero entendido como las reglas que orientan las acciones de los sujetos políticos, y el segundo como las representaciones que éstos tienen de sí mismos y de su entorno social.
Por otra parte, los autores sostienen que las identidades son también precarias, ya que existe una brecha entre identidad e identificación imposible de ser superada. Desde esta perspectiva, las identidades políticas de los sujetos se definen no por su plena realización en la experiencia social, sino por su experiencia de falta o ausencia de realización. Acá entra a actuar la noción de sutura, la cual supone que la identidad se define por la brecha entre el sujeto y el Otro del orden simbólico. La sutura se manifiesta no sólo por la falta que experimenta el sujeto para la realización de su identidad, sino también en su disposición para la búsqueda de un cierre. Esta brecha entre identidad e identificación del sujeto se corresponde con la apertura de lo social, esto es, la ausencia de un fundamento último que defina el orden social.
Ahora bien, si lo social está caracterizado por la ausencia de un fundamento último que defina su organicidad, lo que tenemos es la absoluta heterogeneidad, por tanto ¿cómo es posible desde este enfoque una noción de totalidad de lo social? Para Laclau y Mouffe esta indeterminación es el campo de la política en general pero sobre todo de la hegemonía en particular. La hegemonía supone que una fuerza social particular asume la representación de una totalidad que es radicalmente inconmensurable con ella (Laclau y Mouffe, 2004). Esta representación se hace posible a partir de equivalencias que se originan entre las diferentes demandas de las fuerzas sociales no resueltas por el Estado. Así, los sujetos demandantes descubren que tienen “algo en común”, lo cual no es otra cosa que un otro (el arcaísmo socialista, la dictadura, la oligarquía, etc.) que les impide la realización de sus objetivos y que debe ser excluido del orden social que se desea. Con base en la definición de una frontera política —nosotros/ellos; amigo/enemigo— esta lógica de equivalencias redefine las identidades de los propios sujetos demandantes, generando una identidad compartida que no subsume su particularidad. Los diferentes sujetos articulados por las equivalencias no quedan totalmente asimilados por esta última, por lo cual la experiencia de las diferencias nunca queda borrada.
La “regularidad en la dispersión” que se logra con las equivalencias de la hegemonía supone a su vez la acción de puntos nodales, la cual permite fijar parcialmente ciertos sentidos socialmente compartidos. Los puntos nodales posibilitan la articulación de diferentes sujetos sociopolíticos debido a su identificación con ciertos significantes. Términos como libertad, inclusión, revolución, entre otros, al convertirse en significantes vacíos —es decir, en significantes sin significado último— permiten aglutinar diversas demandas sociales a partir de un objetivo compartido. Lo que para racionalistas de la política resultaría un problema —pues demandan definiciones lógicas claras—, para el postmarxismo de Laclau y Mouffe resulta una virtud ya que los significantes vacíos permiten la interpelación de las masas. Los significantes vacíos encarnan aquellas aspiraciones de lo social como realización, aspiración que resulta necesaria pero a la vez imposible.
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Con fundamento en lo expuesto, consideramos que ambos enfoques son parcialmente complementarios, según se puedan establecer convergencias y tensiones conceptuales.[2] Destacamos dos convergencias clave: uno y otro enfoques coinciden en identificar el carácter relacional de las identidades políticas y reconocen la disputa de sentidos como constitutivo de la política. En Gramsci, esta premisa sugiere un análisis de la hegemonía en los diferentes terrenos (la cultura popular, la educación, el Estado, etc.), en donde se disputa la dirección de los sentidos socialmente compartidos. Por su parte, en Laclau y Mouffe, esta premisa fundamenta el análisis discursivo de la hegemonía al identificar el conflicto como constitutivo del orden social.
Como dichos enfoques estuvieron orientados a plantearse diferentes preguntas, es evidente que sus desarrollos teóricos los condujeron por caminos disímiles. Apelamos a la obra de estos autores debido a que entendemos —como lo hicieran varios años atrás De Ípola y De Riz (1985)— que el concepto de “hegemonía es un poliedro”. En ese sentido, nos centramos en los ejes comunes de ambos enfoques que atraviesan la categoría de hegemonía para realizar la comparación. En el caso mexicano utilizaremos el análisis propuesto por Gramsci, mientras que para el caso peruano retomaremos los aportes de Laclau y Mouffe para examinar las disputas entre las identidades políticas, el sistema político y la política económica que, en conjunto, nos permiten apreciar las aperturas y límites del neoliberalismo en ambos países.
El orden hegemónico neoliberal y el transformismo democratista en México (1982-2011)
La reconfiguración sociopolítica de México, a partir de la implementación de políticas económicas ortodoxas durante las últimas dos décadas del siglo XX, es un proceso inacabado cuyos efectos se prolongan hasta la actualidad. A esa ecuación hay que añadir el hecho decisivo de que hasta el año 2000 se logró la alternancia democrática, que supuso el reordenamiento institucional y partidista, pero también la aceleración del proyecto excluyente que se había iniciado desde los últimos sexenios del priismo.
La conformación del orden hegemónico neoliberal en esta nación ha sido un proceso precario e inestable, lleno de fisuras y desgarramientos sociopolíticos que hoy tienen al país inmerso en una crisis social sin precedentes. Al mismo tiempo, no se puede pasar por alto que la clase gobernante ha logrado naturalizar el proyecto socioeconómico neoliberal, de la mano de la coerción y la violencia, evidenciando, más que nunca, que la crisis no es el estado de excepción, sino la forma ordinaria de reproducción de dicho sistema en México.
En las líneas que siguen se presenta una interpretación sobre algunos aspectos generales que han dado forma al Estado ampliado en México para caracterizar lo que en este artículo denominamos la formación del orden hegemónico; a grandes rasgos, se han propuesto tres apartados que condensan, en nuestra opinión, algunas de las fases de ese proceso de “mutación epocal”, en el que se desestructuró por completo lo que quedaba de la forma nacional-popular del Estado mexicano para dar paso a la nueva forma de socialidad, apoyada sobre el libre mercado, la promoción de la competitividad y el apuntalamiento de la democracia representativa, como único mecanismo de participación política (Roux, 2005).
La cartografía política del México neoliberal: viejas identidades emergentes
Los últimos tres gobiernos federales del siglo XX administrados por el Partido Revolucionario Institucional (PRI), pero sobre todo los de Miguel de la Madrid (1982-1988) y Carlos Salinas de Gortari (1988-1994), representan el punto neurálgico del neoliberalismo en México, no porque después se haya atenuado o modificado el proyecto, sino porque sin esos doce años es difícil comprender el desarrollo —económico, político y social— que ha seguido en los sexenios posteriores, hasta la actualidad.
Si la elección de Miguel de la Madrid se produjo dentro de los cauces “típicos” del presidencialismo priista, la de Carlos Salinas se dio recurriendo al control autoritario del aparato estatal para frenar la alternativa popular que representaba la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, fisura producida en el seno de la corriente nacionalista del mismo PRI, con la que abrió paso a una nueva época de protestas por la democratización del Estado. Como se dijo al inicio de este apartado, la formación del orden hegemónico fue un esfuerzo que pasó por la necesidad de naturalizar los efectos de la crisis económica y política como mecanismos de contención, coacción, fragmentación y actualización de viejas estrategias de filiación prebendal (políticas focalizadas), que se mantuvo en grandes regiones del país y sectores sociales como la única posibilidad de supervivencia.
Por un lado, durante el “salinato” quedó conformada la clase empresarial, industrial y financiera, que se convirtió en la punta de lanza del neoliberalismo en el país. Al amparo de las reformas estructurales y de la apertura comercial aplicada durante ese sexenio, nacieron grandes corporaciones económicas nacionales, al tiempo que se benefició también a capitales trasnacionales, al entregarse bancos, paraestatales, carreteras, puertos, y trenes. Si bien más adelante algo de estas reformas estructurales se tratará con mayor detenimiento, conviene señalar aquí que, en términos de formación de sujetos y clases estratégicas, en esos años asistimos a un proceso tremendamente significativo, en la medida en que con la organicidad entre clase política y sectores empresariales se codificaron los elementos identitarios de un nuevo modelo excluyente.
En contraparte, se desmantelaron espacios de “socialidad y acción colectiva (como el sindicato o el ejido), sustituyéndolas por formas individualizadas y fragmentadas de vinculación social” (Roux, 2005: 229). El desmontaje del esquema nacional-popular tenía como trasfondo romper con ese andamiaje social, político y cultural construido a lo largo de varias décadas y que, en buena parte, había definido las formas de vinculación entre la sociedad política y la sociedad civil; la clausura de la “revolución hecha gobierno” supuso la reconfiguración del aparato estatal que se fragmentó, sin perder su centralidad jurídica-política, y adquirió un renovado carácter autoritario.
La pérdida de importancia de la matriz sindical como eje de articulación de resistencia y lucha, aun en un plano de las reivindicaciones corporativas, es uno de los ejemplos más visibles de los impactos que las reformas estructurales iniciadas desde los años ochenta trajeron consigo en el terreno de las identidades sociopolíticas. Más allá de que el régimen político supo hacer del sindicalismo oficial uno de sus bastiones para asegurar la gobernabilidad, está claro que con las reformas en el mundo del trabajo, que en general consistieron en la flexibilización y precarización laboral, el sindicato como espacio de subjetivación política fue prácticamente anulado. Empero, la resistencia fragmentaria de los sectores populares a los efectos de la crisis económica y la político-institucional adquirió una tendencia marcadamente democratizadora: primero el quiebre interno a raíz de las elecciones de 1988 y, al término de ese sexenio, la emergencia armada del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) señalan, de alguna manera, el proceso de radicalización por el que atraviesan diversos sectores de la sociedad mexicana.
La de 1988 fue una fractura que marcaría el término de la mecánica del sistema político mexicano; de la llamada Corriente Democrática del PRI se escindió un grupo de políticos que cuestionaban el tipo de conducción estatal, que para entonces ya era marcadamente antipopular. La consecuencia inmediata fue la formación del Frente Democrático Nacional (FDN), espacio donde confluyeron, brevemente, diversas corrientes y partidos que postularían a Cuauhtémoc Cárdenas a la presidencia, que sólo perdería con la perpetración de un fraude electoral en beneficio del candidato priista (Anguiano, 2010; Rodríguez Araujo, 2009).
Aquella experiencia daría pie en los años subsiguientes a la conformación del Partido de la Revolución Democrática (PRD), que funcionó, al principio, como un espacio de articulación de las izquierdas institucionales y sociales, de partidos en extinción y organizaciones populares que aspiraban a incidir en la esfera institucional del Estado. Se dice que una nueva sociedad civil apareció en escena a raíz de aquella crisis sociopolítica, con capacidad de organización y con demandas que atravesaban a una sociedad precarizada, cuyos antecedentes más cercanos se encontraban en las movilizaciones estudiantiles y gremiales de los años sesenta y setenta, en la solidaridad ciudadana del terremoto de 1985 y en el hecho de que la alternativa del régimen surgiera del seno mismo del PRI (Stavenhagen, 1993).
Con el curso de los años, se demostraría que los elementos políticos movilizados a partir de la conformación de la estructura perredista no eran suficientes para dirigir, en sentido gramsciano, el cúmulo de fuerzas políticas populares emergentes. De cualquier manera, es innegable que, apenas en su infancia, el neoliberalismo había encontrado importantes oposiciones que forzarían la puesta en marcha de arreglos internos para sostener y prolongar su desarrollo. Una cierta subjetividad política nacional-popular de oposición, con asideros que, como decía, se anclaban en luchas democratizadoras anteriores y que se orientaban hacia la ruptura del autoritarismo presidencial, comenzaba a mostrar algunas de sus primeras expresiones en esos años.
Sin omitir los posteriores esfuerzos de adecuación institucional en años subsecuentes que pretendían apuntalar las pautas procedimentales de la contienda política, lo cierto es que el proceso de transición democrática se pospuso indefinidamente y cada intento de ruptura y oposición se encontraría, una y otra vez, con la cerrazón del nuevo régimen tecnocrático-autoritario.
Evidentemente el desafío que supuso la rebelión zapatista en 1994 fue uno de los más serios, no sólo por el carácter de revolución armada —problema que militarmente era contenible—, sino porque de nuevo se evidenciaba la imposibilidad del régimen para incorporar, de manera democrática, a sujetos que históricamente habían sido marginados y orillados a condiciones de explotación y miseria. La fuerza del zapatismo, que pronto trascendió fronteras, radicaba en la crudeza de su sencillez, en haber sido capaces de levantar la voz e interpelar a la sociedad entera. Destacadamente, el EZLN fue la primera organización política que identificó que las causas de la pobreza y la explotación de los últimos años provenían justamente de ese giro neoliberal, y con ello inauguraron una nueva época de resistencias y luchas antineoliberales.
Transcurrieron tres sexenios (desde 1988 hasta 2006), para que nuevamente surgiera una posibilidad de candidatura popular en las elecciones federales. La emergencia política de Andrés Manuel López Obrador mostró que diversos sectores seguían pugnando por una alternativa de izquierda que llevase adelante la democratización del Estado, pero también evidenció que las élites políticas y económicas no estaban preparadas ni dispuestas a perder sus espacios de poder.
Sin entrar en pormenores de aquella elección, conviene presentar algunos elementos para establecer la importancia de la emergencia del lopezobradorismo en el campo político mexicano, pues justamente luego de la “derrota” —así sentenciada por las autoridades competentes— de las elecciones federales de 2006, se puso en marcha una dinámica de participación (al principio directamente vinculada con los partidos de centro-izquierda mexicanos: Frente Amplio Progresista, FAP) y que desde entonces se intenta configurar como un espacio masivo de organización de diversos sectores populares.
Los alcances, formas y contenidos de este fenómeno de participación política rompen, de alguna manera, con los moldes heredados del pasado autoritario, pero también implican una novedad en cuanto representación en el incipiente sistema de partidos mexicano, mismos que desde siempre se han encerrado en los estrechos márgenes de la institucionalidad. Ahora bien, para aquilatar su potencial político, sugerimos analizarlo como un proceso articulatorio, en el sentido de la construcción de hegemonía que arranca desde la sociedad civil misma, lo que en definitiva lo alejaría de la actual forma elitista de funcionamiento de los partidos e instituciones de representación existentes en el país, sin que ello implique, como se verá, la renuncia a la política y a lo político como estrategia.
No se trata de un movimiento social en el sentido convencional, pero tampoco es meramente una expresión paralela —el brazo informal, si se quiere— de los partidos políticos con los que se identifica. Ha funcionado como un espacio multiforme donde los sectores populares marginados (campesinos, trabajadores, estudiantes universitarios, profesionistas, clases medias precarizadas y sectores populares, etc.) han encontrado la posibilidad de pertenecer a una organización política y de formar parte de un proceso de lucha frente a un sistema históricamente excluyente. En lo ideológico, este movimiento estaría más cerca de posturas de izquierda nacional-populares y en parte ello explica su perfil pluriclasista, que le da el carácter de masas en una sociedad tan polarizada como la mexicana.
Justamente para comprender la dinámica de este proceso mexicano, deben rescatarse al menos dos figuras que han sido construidas en diferentes momentos en el curso de estos años —de 2006 a la fecha—, mismas que dan cuenta de la novedad del lopezobradorismo. En primer término el “Gobierno Legítimo de México”, una figura de diseño cuasi institucional, conformada en los posteriores meses inmediatos a la elección de 2006, que funcionó al margen de toda institucionalidad legal, y cuya existencia quería denunciar la “ilegitimidad” de todas las instancias políticas y de gobierno involucradas en las irregularidades de aquella elección. A finales de 2011, el día 2 de octubre, fecha simbólica para la izquierda mexicana, perfilándose hacia una nueva etapa de disputa por el poder político del Estado, se ha conformado el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), que de la mano de un documento titulado Proyecto Alternativo de Nación —un diagnóstico general de la sociedad mexicana y una plataforma de propuestas elaboradas por el núcleo central del movimiento—, busca ser el catalizador final de la organización popular construida durante todo este lapso.
Todos estos componentes explican la crisis de representación del sistema político mexicano en su conjunto y dan constancia también de la capacidad de organización de diversos sectores populares, a contrapelo del autoritarismo institucional de los últimos tiempos.
Las bases de un régimen excluyente. La ortodoxia macroeconómica
Durante los últimos treinta años de la historia económica mexicana, asistimos a la desestructuración, como advertimos en las otras dos dimensiones discutidas líneas arriba, de la economía nacional tal como se conformó durante el periodo de industrialización previo, que, en un sentido general, podríamos definir como de “autoritarismo desarrollista de Estado”, el cual dio la pauta para el fortalecimiento del mercado interno, sin renunciar a la condición de país periférico, con el Estado como directriz, aunado a un aparato de gobierno altamente burocratizado que hizo de la cooptación y la represión sus bastiones fundamentales. La llamada “era dorada de la industrialización” y del desarrollo con estabilidad macroeconómica (Moreno-Brid y Ros, 2010) fue posible, en buena medida, porque existía el andamiaje político institucional que, con la robustez de la hegemonía del partido de Estado, aseguró ese ciclo de reproducción de capital. De ahí que sea posible afirmar que “el Estado burocrático autoritario del pasado fue rector y motor del desarrollo capitalista de México […], pues generó un impulso a la modernización y al mejoramiento social del país, pero ante todo sirvió al fortalecimiento de los grandes grupos económicos nacionales y transnacionales de un capitalismo dependiente y subordinado y generó un poder cerrado y opresivo sobre la sociedad, con una ciudadanía formal y despolitizada” (Oliver, 2012).
Salvo en coyunturas bien definidas, tanto el aparato de gobierno como el desarrollo económico parecían inquebrantables, dando la impresión de que la estabilidad macroeconómica se prolongaría indefinidamente. Sin embargo, en los setenta, las primeras muestras de agotamiento del modelo desarrollista empezaron a mostrarse, acarreadas por cismas económicos mundiales que evidenciaron la debilidad estructural del modelo implantado en el país. La respuesta, como sabemos, fue la liberalización de los mercados y la desregulación, parcial, del proteccionismo estatal. Ese proceso inició en México durante el gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988), primero como acciones de emergencia y contención, de resultados magros (de ahí que se le llamara la “década perdida”), frente a los “choques exógenos”.[3]
La expresión radical del neoliberalismo llegó en la siguiente administración, gobierno que, por otra parte, cargaba con el peso de la ilegitimidad derivada del fraude electoral (suficientemente bien documentado). En términos de configuración hegemónica, como se dijo al inicio, durante este sexenio nació la nueva clase empresarial mexicana, en consonancia con el giro tecnocrático que se dio en la dirección del aparato estatal. La imposición de Salinas de Gortari estaría ligada a la necesidad de avanzar en la profundización del proyecto neoliberal, iniciado incipientemente en el sexenio precedente, y que con seguridad encontraría más obstáculos de no haberse llevado a cabo.
La firma y entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) fue la expresión más aguda del neoliberalismo en México, ya que implicó la renuncia al desarrollo económico soberano, en la medida en que los flujos de capital y de mercancías provenientes de los mercados de Canadá, y sobre todo de Estados Unidos, rompieron con las cadenas productivas nacionales, dejando espacio sólo para grandes empresas —muchas de las cuales nacieron o se consolidaron con la privatización de bienes públicos—, lanzando a la marginalidad, informalidad y precariedad laboral a millones de pequeños y medianos propietarios, tanto en el campo como en las ciudades.
Ese proceso de apertura y flexibilización ha continuado sin modificaciones hasta la fecha y ha propiciado que, en términos generales, se diga que la macroeconomía mexicana se ha centrado en la estabilidad de los indicadores, más que en el crecimiento del PIB. Además, la población económicamente activa (PEA) que en efecto está empleada ha sido desplazada principalmente al sector terciario (62.39%, según datos de 2010); de la población que se encuentra “ocupada” laboralmente, oscila en los cuarenta y cuatro millones; el 57.5% recibe como remuneración menos de tres salarios mínimos; el 64.5% no tiene acceso a las instituciones de salud del Estado, y el 28.7% se encuentra en el sector informal.[4]
Así pues, la ortodoxia macroeconómica tuvo impactos evidentes en la relación entre sociedad política y sociedad civil, generando, en algunos casos, nuevos mecanismos y, en otros, reconfigurando viejas prácticas, a través de los cuales se quiso ejercer la hegemonía largamente construida por el priismo. Empero, en la lógica misma de su ejecución, la formación del orden neoliberal minó, casi por completo, todos los espacios a través de los cuales esa hegemonía podía desarrollarse. Poco a poco, cuando diversos canales institucionales fueron cerrados a la participación de sectores populares, y cuando en general la clase política claudicó a la reforma democrática del sistema, fue quedando claro que el sistema político se volvió cada vez más coercitivo que consensual, es decir, se impusieron las formas de la violencia como contención del conflicto y la protesta social.
La “política espectáculo”[5] o los límites de la democracia representativa. Fin de siglo ¿alternancia o revolución pasiva?
En términos de reformas políticas, o de transformaciones en el ámbito de la política institucional, el avance más destacado se dio con la alternancia partidista del año 2000.[6] No sólo porque supuso el fin de la continuidad de gobiernos priistas, sino porque con ello se materializó la tendencia democratizadora latente en diversos grupos de la sociedad mexicana.[7]
Más allá de la aparente organicidad, que presenta a los grupos de derecha política y económica como los triunfadores que lograron, primero, sostener y ampliar sus intereses aprovechando la alternancia (2000) y sorteando, después, una profunda crisis de legitimidad institucional (2006), que desde entonces ha tomado el cauce de la violencia como forma de supervivencia de una soberanía cada vez más desgastada, es necesario que reconozcamos las diferencias, las rupturas y continuidades entre el régimen previo y el que ha querido surgir —sin demasiado éxito— a la alternancia partidista.
Hasta qué punto se distinguen esas continuidades y rupturas entre el régimen político sostenido por el PRI, sobre todo una vez dado el giro neoliberal y el que ha enarbolado el PAN durante la última década, es un tema ineludible para tratar de entender la coyuntura política mexicana actual, sobre todo para dimensionar la praxis política de la izquierda partidista y de los movimientos sociopolíticos, así como para intentar un análisis de la relación entre la forma de Estado y la dinámica de la sociedad civil.
Ahora bien, la izquierda partidista, después de su casi heroica irrupción en la esfera institucional en 1988, no recompuso, en lo sucesivo, una estrategia de progresiva radicalización dentro de las instituciones de representación, ni dieron empuje a las transformaciones populares en los espacios de poder que alcanzaron por la vía electoral; se conformaron con refuncionalizar lógicas asistencialistas —típicamente priistas— que los prolongan como gobernantes, sin que ello se refleje en un programa definido. Es cierto que su presencia en instancias de gobierno estatal y en los órganos legislativos federales y locales ha modificado la correlación de fuerzas dentro de estos espacios, incorporando demandas populares; empero, tampoco se olvida que esa izquierda partidista se ha sumado, en varias ocasiones, a los proyectos económicos y políticos que más han beneficiado al bloque de poder dominante en México.
El desgaste de los líderes fundadores del perredismo, sumado a las recientes disputas por la dirección de este partido, que sugerirían una polarización de las posiciones internas, lo han vaciado de contenido ideológico y de horizonte político. A pesar de ello, todavía en 2006, el PRD y la coalición de partidos que acompañó la candidatura de Andrés Manuel López Obrador tuvo la fuerza para soportar los embates del oficialismo, pero su propia debilidad estructural terminó por ser definitiva para que la estrategia mediática del PAN, además de los incontables recursos ilícitos de los que se valió, lograra la victoria en aquellas elecciones federales, por lo que es necesaria alguna valoración de la capacidad que pudiera tener el PRD para superar esas disputas, de cara a un nuevo proceso electoral que resultaría definitivo en el futuro inmediato.
En un sentido más general, los movimientos sociales y políticos de estos últimos años han tenido que sortear, y en algunas ocasiones claudicar, frente al poder de un régimen que les ha cerrado, una y otra vez, los canales institucionales de participación y procesamiento de sus demandas. Frente a ese generalizado contexto de violencia (desaparición forzosa y encarcelamiento injustificado; criminalización mediática, opacidad jurídica, etc.) de los años recientes, diversos movimientos sociales han optado por salvaguardar espacios de existencia mínimos y volcarse hacia una dinámica de resistencia que se mueve en la dimensión de la subjetividad subalterna y sólo en condiciones muy específicas alcanza tonalidades antagónicas.[8]
En términos de la dinámica hegemónica, las diversas organizaciones sociopolíticas que han aparecido en los últimos años no parecen haber logrado articular demandas y proyectos que les permitan disputar el poder al Estado. El horizonte de expresiones es amplio, y se mueve desde el autonomismo zapatista, pasando por una serie de experiencias como la de la APPO, la organización comunitaria en Cherán, la defensa territorial de Wirikuta, la resistencia del FPDT, hasta otras de tipo corporativo, como la del Sindicato de Electricistas.
Durante la década pasada, el lopezobradorismo intentó funcionar como un polo contrahegemónico, pero, en la medida en que su desarrollo se mantuvo en la lógica de la disputa electoral, no alcanzó a vincular a otras organizaciones y espacios de resistencia social. De cualquier modo, es una de las experiencias de politización de sectores populares más destacadas y su presencia en el campo político mexicano marca ya una etapa en la correlación de fuerzas.
Pensando justamente en esa correlación de fuerzas a partir de la alternancia democrática, durante los primeros años del presente siglo, con un gobierno legítimamente electo, los movimientos sociopolíticos evidenciaron, con sus demandas y protestas y mostrando las tensiones entre diversas formas de subjetividad política (subalternidad/antagonismo/autonomía), que el régimen no estaba en condiciones de modificar su lógica de articulación con la sociedad civil. Cuando se suponía que el diálogo y el consenso —como forma de articulación entre posiciones políticas divergentes— marcarían una nueva etapa en la democratización del país, las modificaciones de las pautas formales e informales de participación e inclusión fueron mínimas y, en muchos casos, simplemente heredadas íntegramente por el viejo régimen.
En 2006 se develó por completo que en México la relación Estado-sociedad civil continuaba bajo la lógica de la dominación y la fractura, o la escisión permanente. La represión y violación de derechos humanos y garantías individuales en San Salvador Atenco y en la ciudad de Oaxaca[9] fueron la muestra y el preámbulo más dramático de lo que sucedería en julio (Modonesi et al., 2010).
La alternancia democrática fue, entonces, un proceso condicionado por la organicidad entre la clase dominante y la clase política dirigente, y aunque no fue menor que el priismo abandonara la administración del Estado, no se puede afirmar que el régimen político haya avanzado hacia condiciones que permitieran sostener que se había consumado la alternancia democrática.[10] En efecto, se trató de un arreglo partidista cuya historia era un poco más lejana y que implicaba la necesidad de llevar adelante, con las salvaguardas que prodiga la legitimidad democrática, el proyecto neoliberal del cual el priismo fue el primer y principal promotor desde la década de 1980, tal como lo señala Córdoba:
El razonamiento que los instigó a modificar su estrategia de política, si ya estaban conscientes de que en el futuro próximo no podrían seguir gobernando solos, fue de seguro buscar y encontrar con quién aliarse y proceder en consecuencia. Era obvio: el PAN todavía seguía siendo el tradicional partido de oposición (oposición “responsable”, se definía a sí mismo) con vocación democrática. Había que comenzar a convencer a la dirigencia panista de que no pasaría de ser eso, una mera oposición, si no se abría a una alianza histórica con el PRI, vale decir, con los grupos neoliberales que dominaban el gobierno (Córdoba, 2009: 94).
Así pues, cuando se alcanzó la alternancia partidista en la Presidencia de la República, el contenido ideológico y político y, desde luego, el proyecto económico puesto en marcha casi diez años antes, estaba asegurado. La hegemonía del priismo, si por ello se entiende exclusivamente su conducción del aparato estatal, había llegado a su fin cuando, justamente, “la revolución hecha gobierno” se enterró con el neoliberalismo. Eso suponía que el contenido nacional-revolucionario o nacional-popular que caracterizó al régimen político mexicano durante décadas se transmutara en una versión local del neoliberalismo, que ya por entonces era dominante en el mundo y en Latinoamérica.
En ese “cambio de ropaje” radica una de las mayores especificidades del viraje neoliberal en México y de la forma que asumió la estructura estatal desde entonces, y es que con ello se desmontó la matriz societal de la cual emergió una gran cantidad de formas de organización política y social (sindicatos, corporaciones patronales, partidos) que fueron sostén permanente del régimen.
Visto de esta manera, es posible decir que las modificaciones sufridas en la estructura política partidista fueron un nuevo pacto entre élites, una suerte de revolución pasiva o transformismo democratista que no trastocó intereses fundamentales y que se limitó a refuncionalizar, hasta donde fue necesario, viejas prácticas de incorporación subalternizada de sectores populares; en lo general, el gobierno surgido en el año 2000 no capitalizó el margen de legitimidad otorgado por el primer proceso electoral incontestado. En lo subsiguiente, esa legitimidad se transformó en crisis de la institucionalidad, llevando hasta el límite las formas de dominación y exclusión del Estado.
La siempre inestable relación entre Estado y sociedad civil, entendida en un sentido gramsciano como la articulación hegemónica, está cada vez más vacía de formas y dinámicas consensuadas de manera política, justamente por la inexorable crisis de representatividad y legitimidad del aparato político gobernante.
Neoliberalismo y hegemonía precaria en Perú (1990-2011)
Los cambios sociales, económicos y políticos ocurridos en Perú desde 1990 han sido estudiados desde diferentes enfoques teóricos y, por ende, desde objetos de estudio diferentes. Los enfoques socioeconómicos han hecho hincapié en el análisis del cambio de modelo económico y su impacto en la estructura social (Arellano, Althaus, Torres). Desde la sociología se ha analizado la influencia de poderes fácticos en el Estado (Durand, Dammert, Gonzales de Olarte, Lynch). Desde la ciencia política se ha priorizado el estudio de los cambios institucionales de la democracia peruana (Tanaka). Si bien consideramos que cada uno de estos análisis contribuye en el estudio del fenómeno neoliberal en Perú, la ausencia de un análisis que vincule lo sociopolítico, lo económico y lo cultural limita el reconocimiento de sus alcances y límites. Para tal objetivo apelamos a la problemática de la hegemonía, analizando los gobiernos de Alberto Fujimori (1990-1995 y 1995-2000), Alejandro Toledo (2001-2006) y Alan García (2006-2011). Nos interesa destacar las decisiones que definieron la acción del Estado a largo plazo y otras que respondieron a intentos por fortalecer o profundizar el discurso neoliberal.[11]
Estrategias de interpelación: la redefinición de las identidades políticas[12]
Tomemos como punto de partida las elecciones generales de 1990. Desde el inicio de su campaña en las elecciones de 1990, Alberto Fujimori buscó interpelar a los sectores sociales más golpeados por la aguda crisis económica, política y social que sufría Perú desde finales de los ochenta.[13] Los sindicatos de obreros, campesinos y empleados, así como los partidos políticos —que en el proyecto nacional-popular habían servido como instancias de relación entre la sociedad y el Estado—, manifestaban una profunda crisis de convocatoria y articulación de demandas. Por ello, fueron los “informales”, los llamados “cholos emergentes”, los marginales, los no organizados, a quienes Fujimori buscó representar. Así, mientras en dichas elecciones Vargas Llosa fue identificado como el candidato de los ricos y blancos, Fujimori logró ser identificado con los sectores populares y alejado de la “clase política tradicional”, la cual era vista con rechazo por la población.
Ganadas las elecciones, y a falta de una organización política sólida, Fujimori consolidó su poder a partir de una serie de articulaciones con diferentes agentes, entre los que destacaron el empresariado y las Fuerzas Armadas.[14] Estas últimas reemplazaron su discurso reformista de décadas pasadas por un discurso centrado en la seguridad nacional, frente al avance de los grupos subversivos Sendero Luminoso (SL) y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA).[15]
El primer gobierno de Fujimori desplegó un discurso cuyo nodo discursivo central era la “emergencia y reconstrucción nacional”, el cual dio forma al neoliberalismo a la peruana. Según el gobierno, la crisis nacional —manifestada en la hiperinflación, el aumento de la pobreza y la violencia generalizada—, había sido causada por la aplicación, desde décadas antes, de medidas económicas y políticas erróneas que se basaban en el estatismo. Los responsables de la crisis —según este discurso— eran los partidos políticos tradicionales, que al gobernar de forma ineficiente y de acuerdo a sus intereses, habían generado en Perú una partidocracia.[16] Por tanto, la situación del país demandaba que se le declarara en estado de emergencia, con lo cual se hacía necesaria la ejecución inmediata de una serie de reformas económicas y políticas. Así se lograría la “reconstrucción nacional”, sobre la base no de intereses particulares, sino de criterios técnicos. El carácter contingente de las decisiones políticas fue continuamente presentado por el gobierno de Fujimori como necesario, pues se alegaba la no existencia de otra mejor alternativa para lograr la reconstrucción nacional.
El discurso neoliberal, sustentado en los nodos de la emergencia y la reconstrucción nacional, presentó a Fujimori como hacedor de toda paz y todo bien, en oposición a un pasado de violencia, caos y muerte (Vega-Centeno, 1994).[17] El gobierno tuvo la habilidad de definir una clara frontera política, en la que el nosotros-amigo era Fujimori y el pueblo peruano que, deseoso del progreso nacional, se enfrentaba al otro-enemigo, es decir, los partidos políticos tradicionales y los grupos subversivos. Se definió así un campo político polarizado antagónicamente, según el cual la partidocracia y la subversión no permiten la plena realización o sutura de la reconstrucción nacional.
La definición de esta frontera política imprimió al neoliberalismo, en su versión peruana, una referencia al orden como expresión de la pacificación nacional, en contraposición al caos generado por los grupos subversivos y los partidos políticos.[18] De esta manera, el gobierno buscó constantemente interpelar a sus seguidores para reforzar la creencia común de haber superado la situación de emergencia y estar en el camino de la reconstrucción nacional, ganar el apoyo de los indecisos y señalar claramente al enemigo.
Al inicio del segundo quinquenio (1995-2000), el gobierno ya había logrado redefinir el campo político y posicionar a Fujimori como el líder político indiscutible del país. En cinco años, el gobierno dotó al neoliberalismo de un carácter popular, en el que la articulación del gobierno con las Fuerzas Armadas, el empresariado y la tecnocracia nacional e internacional era estratégicamente complementada con el respaldo de amplios sectores sociales.[19]
En el decurso del segundo gobierno, la demanda por la pacificación del país perdió progresivamente centralidad entre la población. Luego de la derrota de los grupos subversivos y la estabilización de la economía durante el primer mandato, las demandas por empleo adquirieron mayor relevancia. Éstas no fueron canalizadas efectivamente por el gobierno, que parecía más preocupado por asegurar la doble reelección de Fujimori, generándose fuertes conflictos internos en la articulación hegemónica. El progresivo descontento de importantes sectores sociales, los rasgos autoritarios que se acentuaron en el gobierno y los destapes de actos de corrupción que involucraron al principal asesor presidencial, propiciaron una cierta articulación de diferentes agentes, los cuales bregaron posteriormente por la generación de una transición democrática.
La agudización de estos antagonismos, además de presiones internacionales, imposibilitó que el tercer gobierno de Fujimori fuera posible.[20] Sin embargo, algo fundamental ya había ocurrido: en diez años, el discurso neoliberal logró redefinir la dimensión y el papel del Estado, además de ampliar la acción del libre mercado en la sociedad. Esto estuvo acompañado de cambios importantes en el sentido común referido a lo político en importantes sectores de la población.[21]
Luego de un gobierno de transición que duró poco menos de un año, asumió la presidencia Alejandro Toledo (2001-2006), quien había encabezado diversas acciones en contra de la re-reelección de Fujimori.[22] Reafirmando el neoliberalismo a través de la política económica y el papel estatal, Toledo intentó redefinir la frontera política alrededor de los nodos democracia/dictadura. Desde esta redefinición discursiva, la dictadura estuvo representada por el fujimontesinismo, nodo discursivo que relacionaba los abusos del gobierno de Fujimori con la red de corrupción tejida por Vladimiro Montesinos, asesor presidencial de Fujimori y jefe del Servicio de Inteligencia Nacional durante su gobierno. Así, el gobierno de Toledo planteó un discurso en el cual, para lograr la consolidación democrática —o, en otras palabras, el cierre o sutura democrática—, en Perú se debían eliminar los rezagos del fujimontesinismo.
Una decisión del gobierno de Toledo, que sin duda afectó a la articulación hegemónica, fue la conformación de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR). Este órgano fue creado durante el gobierno de transición de Valentín Paniagua (2000-2001) y continuó sus labores durante el gobierno de Toledo. Entre sus principales objetivos sobresalían los de “analizar el contexto, las condiciones políticas, sociales y culturales, así como los comportamientos que contribuyeron a la situación de violencia, tanto desde el Estado como desde la sociedad” y “contribuir a que la administración de justicia, cuando corresponda, pueda esclarecer los crímenes y violaciones a los derechos humanos cometidos tanto por las organizaciones terroristas, como por los agentes del Estado” (CVR). Sus conclusiones se presentaron en agosto de 2003, las cuales fueron rechazadas por diferentes agentes políticos y sectores de las Fuerzas Armadas que formaban parte de la articulación hegemónica, ya que se les imputaron responsabilidades.
La capacidad articulatoria de esta nueva frontera política planteada por Toledo fue bastante limitada. Con unas Fuerzas Armadas debilitadas y distanciadas de la articulación hegemónica tras el gobierno fujimorista, el gobierno de Toledo sólo pudo sumar a dicha articulación —y muy periféricamente— al grupo de intelectuales y profesionales que habían sido protagonistas durante la llamada etapa de la transición democrática.[23]
Además, al igual que Fujimori, Toledo llegó al poder con una débil organización partidaria, pero, a diferencia de aquél, fue incapaz de ganar un amplio respaldo popular durante casi todo su mandato. Esto devino en un problema central para el gobierno de Toledo, pues se debilitó progresivamente el elemento popular del discurso neoliberal, ya que los mecanismos de cooptación y clientela del anterior gobierno se desmantelaron, sin ser reemplazados por otras estrategias que hubiesen acercado al gobierno a las poblaciones menos favorecidas. Así, diversas protestas y conflictos sociales dispersos en todo el país, manifestaron un creciente descontento social.[24]
El gobierno de Toledo fue incapaz de interpelar a amplios sectores de la población con su discurso basado en la consolidación de la democracia, terminando por apelar al crecimiento y la estabilidad económica para ganar cierto apoyo popular. Con estos nodos discursivos, Toledo buscó demostrar que Perú estaba en el camino correcto hacia el desarrollo y que era cuestión de tiempo para que todos los peruanos advirtieran los beneficios del modelo económico. Este mensaje resonó básicamente entre los ya “conversos”, es decir, la población que disfrutaba de los beneficios producidos por las reformas —la llamada por cierta bibliografía “nueva clase media”—, pero con escasos resultados entre los indecisos. Además, la frontera política democracia/dictadura planteada por el gobierno resultó débil para señalar al enemigo político, pues a fin de cuentas el fujimorismo tenía representantes en el sistema político. A pesar de que otros sujetos sociales y políticos cuestionaron abiertamente el carácter neoliberal del gobierno, éste no los enfrentó políticamente, lo cual hubiera ayudado a fortalecer la identidad de la articulación hegemónica, que, por el contrario empezó a debilitarse.
El debilitamiento de la articulación hegemónica se compensó con la dispersión de los “críticos al neoliberalismo”. La limitada capacidad articulatoria de los discursos políticos alternativos permitió la permanencia de un neoliberalismo que había mermado el carácter popular (impreso por Fujimori). Así, durante el gobierno de Toledo, el neoliberalismo mantuvo su hegemonía —ciertamente debilitada— ante la fragilidad de los proyectos políticos alternativos. Esto se convirtió en una de las principales fortalezas del neoliberalismo: la debilidad de sus contendedores en la organización de lo social. Sin embargo, al final del gobierno de Toledo, la reforma de mercado —uno de los principales elementos del discurso neoliberal— parecía por sí misma incapaz de generar tanto una eficaz redistribución de la riqueza como un apoyo extendido entre la población (Grompone, 2006).
En este escenario, las elecciones presidenciales de 2006 expresaron una amplia demanda del electorado por la inclusión social en un contexto de crecimiento económico. El candidato aprista, Alan García Pérez, ganó la Presidencia de la República apelando a generar un “cambio responsable” en el país. Con este adjetivo de “responsable”, García buscó diferenciarse de su contendiente, Ollanta Humala, quien desde este discurso representaba el caos y la violencia.[25] Así, el segundo gobierno aprista fue elegido con la expectativa de un amplio sector de la población de que lograse conjugar estabilidad y cambio (Grompone, 2006). El gobierno de García (2006-2011) resignificó esas expectativas planteando como horizonte político la posibilidad de lograr un país desarrollado y con justicia social, a partir del fortalecimiento de la articulación hegemónica, debilitada durante el gobierno de Alejandro Toledo.
En sus primeros meses en el poder, el gobierno reintegró en la articulación hegemónica (en la que se mantenía el empresariado y la tecnocracia pro mercado) a ciertos sectores de las Fuerzas Armadas, principalmente a las que participaron en la lucha contrasubversiva durante los años de la violencia política. Esta reintegración fue significada por el gobierno como una reivindicación histórica frente al accionar de las Fuerzas Armadas en la lucha antisubversiva.[26]
El perfil asumido por el gobierno conllevó algunas tensiones internas en el PAP —que históricamente reivindicó una identidad de centroizquierda—, las cuales no se profundizaron debido al liderazgo indiscutible de García. En cuanto a la población que lo veía con desconfianza, el nuevo presidente desplegó un mensaje de optimismo frente al futuro del país, mismo que tenía como eje central la idea de que “el Perú avanza”.[27]
Luego de un primer año en el que el gobierno disipó las dudas acerca de la dirección de su gobierno, éste redefinió la frontera política entre un nosotros-amigo representado por el pueblo peruano demócrata y racional, capaz de reconocer el camino trazado hacia el desarrollo y la justicia social, y un ellos-enemigo: el “antisistema”, el que constantemente complota y atenta contra los intereses de la patria. Esta frontera política partió del supuesto de que el país ya se encontraba encauzado hacia el progreso y que era necesario profundizar algunas reformas para acortar el camino hacia la prosperidad. El horizonte político que planteó el gobierno se basó en un nosotros-amigo lleno de virtudes (trabajador, progresista, exitoso) frente al otro-enemigo, contaminado ideológicamente y estatista. La figura paradigmática del nosotros fue el empresario, no sólo el gran empresario, sino también el pequeño empresario, pues ambos generan inversión y riqueza.
La fuerza de la frontera política replanteada por el segundo gobierno aprista estuvo en la clara identificación del enemigo, al que caracterizó como un sujeto enfermo, que sufría el “síndrome del perro del hortelano”, metáfora que García retomó del personaje de la historia de Lope de Vega, del que se decía que “no come ni deja comer”. En el discurso de García, el “perro del hortelano” es aquel agente incapaz de hacer rentables los recursos con los que cuenta y que a su vez entrampa la iniciativa de aquellos que sí tienen los medios (capital, crédito, etc.) para hacerlo. Son básicamente los que se opusieron a la inversión privada y a las reformas que quiso impulsar el gobierno.
A su vez, el gobierno buscó reactivar el carácter popular del neoliberalismo configurado con el gobierno de Fujimori y debilitado con el de Toledo. Para ello ejecutó nuevos programas sociales, amplió la cobertura de algunos ya existentes y difundió constantemente los logros obtenidos en el campo social, como la reducción de la pobreza, el acceso al crédito, al agua potable, a la salud, etc., de poblaciones históricamente marginadas.[28] Además, desde los medios de comunicación y cierta literatura, se difundieron con mayor intensidad experiencias exitosas de “individuos emergentes”, es decir, de personas que habían superado la pobreza con base en su esfuerzo, sacrificio y emprendimiento. Así, se reforzó entre ciertos sectores sociales la creencia de que el país transitaba por el camino correcto hacia el progreso, además de convencer y adherir a más indecisos. La potencia de esta mensaje estuvo en su juego “en pared” con una serie de “hechos” que complementaron su impacto.[29] Se quiso mostrar un Perú exitoso sin los peruanos del hortelano (García, 2011).
Sin embargo, durante el gobierno aprista, los conflictos socioambientales evidenciaron con mayor fuerza los límites del neoliberalismo, pues aumentaron considerablemente.[30] Estos conflictos sociales evidenciaron los límites del discurso desde dos aspectos: lo indígena-campesino como subordinado-excluido en el discurso neoliberal y el Estado como administrador precario del orden social. En lo que respecta al primero, lo indígena-campesino como identidad, aparece en algunos casos subordinado dentro de la propia lógica del discurso neoliberal, pues éste ha apelado a una representación en la que lo indígena queda en un segundo lugar ante la demanda de individuos que compitan en el mercado global. A la identidad indígena-campesina le quedaría elegir entre asumir el “reto de modernizarse” o aceptar ser un objeto de exhibición del circuito turístico nacional.
En otros casos, el discurso neoliberal excluye de su simbolización a la identidad indígena-campesina, convirtiéndola en una especie de residuo de la historia del Perú que imagina. Así, en vez de dotar de significado a las diferencias culturales de la población nacional, el neoliberalismo a la peruana las desestimó, identificando básicamente a inversionistas y consumidores. Esto ha limitado el alcance interpelador del discurso neoliberal, sobre todo entre la población indígena del país (la andina y la amazónica). En lo que corresponde al segundo aspecto, los conflictos socioambientales también son síntoma de las debilidades del Estado peruano en dos formas: en cuanto a su presencia en el territorio nacional y en su escasa capacidad para canalizar las demandas sociales. Por un lado, la promoción y ejecución de nuevas inversiones mineras y petroleras se produjeron en territorios donde el Estado ha tenido una presencia y accionar bastante limitados. Así, estos territorios se insertaron de alguna forma al mercado, sin una mayor inclusión de su población en la comunidad política, lo cual demandaba un Estado que les asegurase la posibilidad del ejercicio de derechos. Por el otro, el Estado también fue incapaz de canalizar las demandas de poblaciones afectadas por las actividades extractivas, desbordándose la conflictividad social. La precariedad del Estado, principalmente a nivel local y regional, hace que las diferentes demandas de las poblaciones afectadas no encontraran cauces institucionales efectivos. La distancia entre el Estado y la población afectada por los proyectos extractivos —en términos simbólicos y administrativos— habría abonado a la reproducción de un discurso oficial que criminalizó la protesta social.[31] Ahora bien, el Estado y sus limitaciones, así como lo indígena-campesino ya señalado, son problemas históricos del Perú republicano que el discurso neoliberal no ha saldado del todo.
Las reformas en el sistema político: entre idas y venidas
Las reformas políticas que orientaron la estructuración del neoliberalismo en Perú se impulsaron durante el primer gobierno de Fujimori. Una fecha clave fue el 5 de abril de 1992, pues ese día el presidente anunció la ejecución de diversas medidas de emergencia, como el cierre del Congreso, la reorganización del Poder Judicial, el Tribunal de Garantías Constitucionales, la Contraloría General de la República y el Ministerio Público. Además, se anunció la redacción de una nueva constitución política. Según Fujimori, lo que se buscaba era la construcción de una “democracia legítima y eficiente”.[32]
El llamado “autogolpe” permitió al gobierno de Fujimori ejecutar con mayor velocidad la política económica pro mercado y las medidas antisubversivas. Esto ya que el Ejecutivo concentró mayor poder, las medidas contaron con el apoyo abrumador de la población y la oposición no tuvo el poder suficiente para resistir las medidas del gobierno.
Meses después del “autogolpe”, Fujimori anunció la instalación de un Congreso Constituyente Democrático (CCD), el cual, además de redactar la nueva constitución política, asumió las funciones legislativas y de fiscalización. La nueva Constitución fue aprobada vía referendo a finales de 1993. Entre otras, la nueva Carta Magna restringió la actividad empresarial del Estado y no reconoció a los partidos políticos como instituciones centrales del sistema político.[33]
El gobierno buscó fortalecer su presencia en el país mediante una acción directa en diversas localidades. Para ello paralizó el proceso de regionalización iniciado por el gobierno anterior y acaparó la ejecución de diversos proyectos de infraestructura. Así, desde 1993, el gasto social comenzó a elevarse, férreamente centralizado en el Ministerio de la Presidencia, cuyas principales fuentes económicas eran las donaciones extranjeras y los recursos de las privatizaciones.[34] De esta forma, el presidente Fujimori apareció como el gran y único reconstructor del país, pues una escuela y una posta médica en Perú en 1995 hacían renacer la esperanza en diversos sectores de la sociedad de que lo peor había pasado (Degregori, 2000). Además, el fortalecimiento del Ministerio de la Presidencia estuvo acompañado de programas sociales que permitieron al gobierno construir una amplia red de cooptación y clientelismo.[35]
Por otra parte, el neoliberalismo durante el gobierno de Fujimori buscó generar entre la población una desconfianza total frente a toda organización de masas, pues ésta siempre respondería a intereses particulares, no a los de la nación. Esta estrategia de interpelación no sólo se dirigió contra los partidos políticos, sino también contra las centrales sindicales (Vega-Centeno, 1994). La organización de masas, un valor central en el discurso nacional-popular, pasó a ser, en el discurso neoliberal, una actividad que había que mirar con recelo.
Antes que una sociedad organizada y politizada, el discurso neoliberal de Fujimori exaltó el esfuerzo individual y el emprendimiento económico. La ciudadanía pasó de manifestarse a través de movimientos sociales con agendas propias y capaces de influir en la política nacional, a una más vaga opinión pública que sólo tenía una suerte de poder de veto, insuficiente e intermitente. La batalla ideológica del gobierno de Fujimori resultó eficaz para crear un clima de rechazo a la política en general (Degregori, 2000).
Caído Fujimori, el gobierno de Toledo cargó sobre sí la responsabilidad de llevar a cabo una serie de reformas en diferentes sectores del Estado y las Fuerzas Armadas, con el fin de acabar con la “herencia fujimontesinista”. Los partidos políticos dejaron de ser identificados desde el Estado como enemigos del progreso del país, para pasar a ser reconocidos como agentes indispensables para la consolidación de la democracia peruana, a pesar de evidenciar precariedad tanto en su organización interna, como en sus relaciones con la sociedad. El nuevo gobierno propuso también una reforma integral de la Constitución Política aprobada durante el gobierno de Fujimori, propuesta que después fue abandonada.
La inclusión de la consolidación de la democracia como nodo discursivo del neoliberalismo durante el gobierno de Toledo se expresó principalmente en el proceso de descentralización del Estado, que suponía la creación de gobiernos regionales y la creación-fortalecimiento de diferentes mecanismos de participación ciudadana. Al resignificarse en el discurso neoliberal, la participación se asumió como instrumento técnico para un diseño más eficiente de las políticas públicas, antes que como mecanismo de socialización del poder político. Además, se crearon y fortalecieron espacios de concertación de políticas de largo plazo, con la participación de representantes del Estado, los partidos políticos y la sociedad civil. En la mayoría de los casos, estos mecanismos y espacios tuvieron una limitada influencia en las políticas públicas, mostrando los límites que el propio discurso neoliberal impone a la acción política, ya que toda propuesta que suponía una mayor intervención del Estado en la sociedad o las regulaciones al mercado se descartaron.[36]
En el gobierno de Alan García, la reforma del Estado se concentró en su dimensión administrativa, tomando como ejemplo las empresas privadas. Se promovió la simplificación de trámites, la reducción de organismos públicos, la formación de cuadros gerenciales, entre otras acciones, con miras a lograr una mayor eficiencia en la consecución de los objetivos sociales del gobierno y agilizar la inversión privada. Estas medidas se expresaron en la Ley Orgánica del Poder Ejecutivo, aprobada por el gobierno (Chirinos, 2010). El segundo gobierno aprista también propuso una reforma integral de la Constitución Política, la cual no se realizó.
Para enfrentar el progresivo aumento de los conflictos sociales registrado a partir de 2007, el gobierno de García promulgó en diferentes momentos de su quinquenio una serie de decretos referidos a la seguridad nacional, que incluyeron el aumento de las penas para quienes eran arrestados durante las protestas, así como medidas que defendían a la policía y a las Fuerzas Armadas frente al uso de la fuerza. Se señalaron también penas para las autoridades públicas que participaran en manifestaciones de protesta.[37] Además, el gobierno buscó una mayor regulación del accionar de organizaciones no gubernamentales que trabajaban con poblaciones involucradas en conflictos sociales o afectadas durante los años de violencia política.[38] Se agudizó así una acción represiva desde el sistema político frente a quienes cuestionaban directa o indirectamente el orden neoliberal.
Las reformas económicas: libre mercado e inserción en la economía global
Al igual que en el caso de las reformas políticas, fue durante el primer gobierno de Fujimori cuando se ejecutaron las reformas económicas que orientaron la posterior estructuración del neoliberalismo en Perú. Como ya fue señalado arriba, Fujimori consolidó su poder a partir de una serie de articulaciones con diferentes agentes, entre los que destacaron la tecnocracia nacional e internacional promercado y el empresariado, principalmente financiero y exportador. Los tecnócratas vincularon a Fujimori con las agencias internacionales que financiaron o apoyaron técnicamente la ejecución de diversas reformas que llevó a cabo el gobierno.[39] El empresariado, por su parte, que ya había sido interpelado por el discurso neoliberal de Vargas Llosa, se vinculó con Fujimori a partir de que éste asumiera fervientemente el llamado “Consenso de Washington”. Las demandas de estos sujetos fueron articulados alrededor de los nodos discursivos de emergencia y reconstrucción nacional, acción que no estuvo exenta de tensiones, pues las demandas del colectivo no siempre coincidieron con las demandas particulares.[40]
Con el apoyo de organizaciones financieras internacionales y de diferentes países, el gobierno de Fujimori aplicó una serie de “políticas de choque”. Estas reformas buscaron reducir la hiperinflación y aumentar el tesoro público, a través de la liberalización del mercado de divisas y del comercio exterior, la revisión de las tarifas de los servicios públicos y el alza de precios de alimentos de primera necesidad, los cuales se habían mantenido controlados por los anteriores gobiernos.[41] Seguidamente, el gobierno profundizó la reforma estructural y la liberalización económica. En particular se esforzó por cumplir con la política de equilibrio presupuestal y avanzó aceleradamente en la eliminación del monopolio de las empresas públicas, la promoción de la privatización, la reforma de la estabilidad laboral, la introducción de la propiedad privada de la tierra —modificando la propiedad comunal establecida por el gobierno militar de Velasco— y el impulso de la inversión extranjera.[42]
Durante el inicio del segundo gobierno de Fujimori se difundió entre el empresariado la esperanza de que Perú se convirtiera en el nuevo tigre de Sudamérica, viviéndose una euforia neoliberal (Degregori, 2000). Sin embargo, estas expectativas no se condijeron con políticas efectivas, pues el gobierno no tomó ninguna decisión para impulsar el desarrollo económico de mediano y largo plazo. De esta manera, la economía peruana entró en recesión desde 1996.
Ya en el gobierno de Toledo, el empresariado y la tecnocracia neoliberal siguieron cerca del Estado, sin variar en su principal demanda: la profundización de las reformas promercado. Tanto desde sus organizaciones gremiales, como desde sus vinculaciones directas con distintos sectores del sistema político, la influencia del empresariado fue ostensiblemente mayor que la de cualquier otro sujeto (Ballón, 2006). Estos agentes y el gobierno reconocieron la importancia de retomar el proceso de privatización de empresas públicas y avanzar en la inserción de Perú en la economía global.
Frente al proceso de privatización, el gobierno de Toledo pronto evidenció sus limitaciones. En junio de 2002, es decir, a casi once meses de haber iniciado el nuevo gobierno, se generó un agudo conflicto social en la región sureña de Arequipa, a raíz del intento de privatización de las empresas eléctricas regionales. El saldo fue dos estudiantes muertos, más de doscientos heridos y la declaración por treinta días de estado de emergencia en la región. Finalmente, la privatización de dichas empresas fue cancelada y el proceso en su conjunto se detuvo.
Respecto de la inserción de Perú en la economía global, el gobierno de Toledo inició las negociaciones para la firma de un Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos. El gobierno presentó esta medida como trascendental para el desarrollo nacional, ya que —según su parecer— consolidaría la recuperación económica del país. A pesar del rechazo a la negociación que manifestaron importantes sindicatos obreros y campesinos, la mayor parte de la opinión pública apoyó la medida impulsada por el gobierno.[43]
Con el ascenso de García al poder, la posibilidad de fortalecer la articulación hegemónica se vio complicada. Esto debido a que el líder del PAP despertaba serios temores tanto entre el empresariado y la tecnocracia, como entre amplios sectores de la población por los resultados de su primer gobierno. Sin embargo, pronto el gobierno de García dio señales de “tranquilidad” a los agentes empresariales y tecnocráticos al nombrar en puestos claves del Estado a profesionales de su entera confianza y definir ciertas políticas que reafirmaban el libre mercado.
El neoliberalismo durante el segundo gobierno de García se manifestó también en los términos en los que se ratificó el TLC firmado entre Perú y Estados Unidos. El nuevo gobierno impulsó la aprobación del TLC y su entrada en vigor con prontitud. El Congreso de Estados Unidos aprobó el tratado en diciembre de 2007, luego de una serie de visitas de representantes del gobierno peruano a los legisladores norteamericanos, entre los cuales estuvo el propio presidente de la República. Esto evidenció una continuidad en la política de comercio exterior en relación con los gobiernos de Fujimori y Toledo.
El gobierno defendió también la importancia de la estabilidad jurídica para los inversionistas, bajo el argumento de no desacelerar el crecimiento económico que gozaba el país.[44] Por ello renunció a su propuesta electoral de revisar los contratos firmados con las empresas privadas, especialmente con las mineras y aplicar un impuesto a las sobreganancias. En lugar de ello, el gobierno llegó a un acuerdo con las principales empresas mineras nacionales y extranjeras para que éstas destinaran un aporte voluntario y temporal en las zonas donde operaban, el cual fue gastado por la propia empresa en coordinación con la población local. Además, el gobierno promovió una mayor inversión privada en zonas del país que —según su criterio— no habían gozado de este beneficio, como la Amazonía.[45]
A partir de analizar los cambios en las identidades políticas, relacionadas con las reformas políticas y económicas, podemos sostener que el neoliberalismo en Perú convirtió al Estado en promotor del libre mercado, extendiéndose y asentándose este último como centro para la organización de las relaciones sociales, las cuales se vieron cada vez más orientadas por valores como la iniciativa individual, la competencia y el consumo. Esto se produjo a partir de la crisis del proyecto nacional-popular a finales de los ochenta, el cual intentó organizar a la sociedad peruana desde mediados del siglo XX.
Algunas reflexiones finales en clave comparativa
Para finalizar este capítulo proponemos, a partir de nuestros casos estudiados, unas reflexiones finales en torno a los límites y aperturas del discurso neoliberal, tratando de destacar las posibles convergencias y diferencias entre ambos casos. Seguidamente planteamos algunas preguntas para la discusión, las cuales consideramos relevantes para pensar la teoría de la hegemonía en la actualidad latinoamericana.
Límites y aperturas del neoliberalismo
En ambos casos de estudio, el neoliberalismo reorganizó las relaciones entre lo social, lo político y lo económico, las cuales respondían previamente a una lógica nacional-popular. En México, esta reorganización supuso un proceso de “mutación epocal” precario e inestable que fue logrado a partir de la naturalización de la crisis como mecanismo de contención y de coacción, de fragmentación y de actualización de viejas estrategias de filiación prebendal en la relación entre el Estado y la sociedad civil. En Perú, esta reorganización logró un importante apoyo popular en su primera etapa, pues se presentó como una respuesta efectiva a la aguda crisis sociopolítica y económica que sufrió el país a fines de los años ochenta.
Los límites y aperturas del neoliberalismo pueden ser rastreados a partir de las características de la articulación hegemónica. En México, la constitución de los principales elementos identitarios del orden neoliberal se basaron en la organicidad entre clase política y sectores empresariales (principalmente industriales y financieros). En Perú, ésta se dio principalmente entre una élite política (individuos antes que partidos), el empresariado (mayoritariamente exportador y financiero) y las Fuerzas Armadas. Comparativamente, la articulación hegemónica en México tuvo una menor capacidad interpelatoria entre la población, toda vez que los partidos políticos desempeñaron un papel fundamental en la constitución del orden neoliberal, éstos han sufrido una progresiva pérdida de legitimidad. Por el contrario, en Perú, la articulación hegemónica tuvo una mayor capacidad interpelatoria basada en la “antipolítica”, que consideramos le imprimió cierta popularidad al nuevo orden. Además, la frontera política que definió al neoliberalismo en Perú tuvo una fuerte referencia al orden como expresión de la pacificación nacional, en lo cual las Fuerzas Armadas han resultado fundamentales. Por otra parte, en ambos casos el empresariado ha sido un agente central, siendo la expresión de una serie de valores éticos exaltados por el neoliberalismo.
En términos del sistema político, los límites y aperturas del neoliberalismo se expresan en su capacidad para canalizar una serie de demandas populares. En México, el avance más destacado se dio con la alternancia partidista del año 2000, el cual fue un proceso ambiguo. Por un lado, el paulatino cambio de partidos en los gobiernos municipales y estatales, así como el creciente pluralismo en el Poder Legislativo federal fortalecieron el sistema electoral y las reglas de participación. La alternancia insinuó también una cierta cultura política ciudadana que exigía mayores espacios y formas de participación política.
Por otro lado, las pautas de participación e inclusión fueron mínimas y, en muchos casos, fueron simplemente heredadas íntegramente del viejo régimen. Así, los movimientos sociopolíticos, en más de una oportunidad, vieron cerrados los canales institucionales de participación y procesamiento de sus demandas. En Perú fue a partir de la “transición democrática” posterior a Fujimori cuando se promovió una serie de instancias de gobierno y mecanismos de participación ciudadana, vinculadas a la descentralización del Estado. Sin embargo, éstos se han mostrado incapaces de canalizar las demandas sociales y, más bien, han evidenciado la precariedad del Estado peruano y el sistema de partidos. Expresión de esto es el acelerado incremento de los conflictos sociales, especialmente los generados por actividades extractivas en territorios andinos y amazónicos.
Las características del sistema político nos muestran también importantes elementos que han permitido estructurar el orden neoliberal. En México la victoria electoral del PAN en el año 2000 obedecería a un arreglo partidista, con las salvaguardas que prodiga la legitimidad democrática al proyecto neoliberal. Las modificaciones sufridas en la estructura política partidista se entenderían en un sentido transformista que progresivamente se convirtió en crisis de la institucionalidad, llevando hasta el límite las formas de dominación y exclusión del Estado. Por ello, la articulación hegemónica está cada vez más vacía de formas y dinámicas consensuadas políticamente por la inexorable crisis de representatividad y legitimidad del aparato político gobernante. En Perú, las principales reformas del sistema político referidas a la estructuración del orden neoliberal se realizaron a partir del “autogolpe” de Fujimori. Este hecho posibilitó —entre otros— la promulgación de una nueva Constitución Política en 1993, la cual sigue vigente hasta nuestros días, en un país donde no hubo partido ni alianza de partidos que impulsaran organizadamente la transformación neoliberal. En este periodo, las reformas del Estado —incluida la ocurrida a partir de la transición post-Fujimori— se han enfocado con poco éxito en su dimensión administrativa, tomando como ejemplo de eficiencia a las empresas privadas. Ahora bien, a pesar de las diferencias existentes entre México y Perú en la relación neoliberalismo-sistema político (principalmente en el papel de los partidos políticos), en ambos casos se agudizó una acción represiva frente a los sujetos u organizaciones que cuestionaban directa o indirectamente el orden neoliberal.
En el plano económico, los límites y aperturas del neoliberalismo son más evidentes en México que en Perú. En el primer caso, el neoliberalismo supuso la desestructuración del “autoritarismo desarrollista de Estado” y una progresiva liberalización de la economía expresada principalmente en el TLCAN. Ese proceso ha continuado sin modificaciones hasta la actualidad, lo cual se traduce en que la macroeconomía mexicana se centre en la estabilidad antes que en el crecimiento del PIB. En Perú, la aplicación de “políticas de choque” y la reforma estructural sentaron las bases para una nueva dinámica económica que reivindica la estabilidad y el crecimiento. Además, en los últimos años se ha profundizado la inserción de Perú en la economía global, a partir de la firma de un TLCAN con Estados Unidos. Se ha defendido también la importancia de la estabilidad jurídica y la promoción de incentivos para los inversionistas, lo cual ha generado diversos conflictos sociales. Así, mientras que en México los resultados del desempeño económico han servido para criticar directamente al orden neoliberal, en Perú, si bien esto ha sido más ambiguo, sirve aún para legitimar dicho orden.
A partir de todo lo anterior, podemos sugerir que mientras más agudo fue el debilitamiento del proyecto nacional-popular, más profundos fueron también, en el momento de su conformación, los alcances de la hegemonía neoliberal. En otras palabras, los límites y aperturas del neoliberalismo estarían relacionados con las fortalezas que en su momento tuvieron los proyectos nacional-populares.
Finalmente, podemos decir que en México, desde muy temprano, el neoliberalismo encontró serias oposiciones que forzaron la aplicación de arreglos internos —generalmente antipopulares—, a fin de sostener y prolongar su propia vida, lógica que se reprodujo también después de la alternancia partidista del año 2000. Particular atención despierta en los últimos años el lopezobradorismo, el cual, desde nuestro análisis, ha impulsado un proceso articulatorio contrahegemónico que arranca desde la sociedad civil misma.
Por el contrario, en Perú, el neoliberalismo adquirió un carácter popular en sus inicios y recién desde la llamada “transición democrática” evidenció su deuda simbólica (en la diversidad cultural y lo estatal). Sin embargo, esto ha estado compensado con la fragmentación de los “críticos al neoliberalismo”.[46] En tal sentido, existiría una relación entre una mayor profundización del otrora proyecto nacional-popular y la capacidad de resistencia al orden neoliberal.
Preguntas abiertas para la teoría de la hegemonía
A partir de nuestro estudio de casos, planteamos una serie de preguntas a las formas en que se ha pensado la hegemonía: ¿qué cambios supone, dentro de la teoría de la hegemonía, el paso de una sociedad de masas a una de mayor individualización?, incluso ¿los regímenes políticos actuales siguen requiriendo del ejercicio de la hegemonía, o la hegemonía se ha convertido en una práctica principalmente de los poderes fácticos? En el entendido de que el neoliberalismo reconfiguró las lógicas de organización política ¿qué lugar tienen hoy, dentro de la teoría de la hegemonía, el Estado y los partidos políticos, o los sindicatos, otrora estructuras “clásicas” de expresión del conflicto?, ¿debemos esperar que, por ejemplo, los movimientos sociales (en sus múltiples expresiones) sean hoy los canales a través de los cuales se dispute el poder político? ¿Qué elementos debemos tener en cuenta para desarrollar una teoría de la hegemonía que no sólo tenga en cuenta las respuestas contrahegemónicas, sino también los intentos de consolidación de una articulación hegemónica? ¿Desde qué aspectos podemos avanzar hacia un diálogo entre la teoría social y la teoría política, considerando los aportes de autores como Gramsci, Laclau y Mouffe para profundizar en el análisis de la estructuración hegemónica? Estas preguntas podrían guiar futuras investigaciones.
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[1] Tal como se ha sugerido, la interpretación gramsciana de la hegemonía supone la articulación analítica de la sociedad civil y de la sociedad política en un proceso histórico que permita obtener las evidencias suficientes sobre la correlación de fuerzas políticas, la unificación de las clases, etc. Si bien en el estudio del caso mexicano que sigue en las próximas páginas hay un intento de esa naturaleza, está claro que la capacidad explicativa de la teoría de la hegemonía no se restringiría sólo a ese diseño metodológico en la investigación. Lo que en Gramsci sería el análisis de coyuntura, está bien expresado en este volumen en el trabajo de Agostina Costantino para exponer el caso de las disputas hegemónicas en el agro pampeano, ejercicio de recorte y análisis sincrónico en el que distingue y caracteriza la formación de sujetos, organizaciones y demandas.
[2] Nuestra aproximación a lo que podríamos llamar “núcleos clásicos” de las formas de pensar teóricamente la hegemonía evidencia la importancia de profundizar en futuros trabajos en las convergencias y tensiones conceptuales de —entre otros— los autores aquí citados, sin perder de vista los cambios sociopolíticos contemporáneos.
[3] “De 1982 a 1988, la tasa anual media de expansión del PIB real fue nula, y en términos per cápita el PIB cayó más de 15 por ciento. La inflación anual promedio fue de casi 90 por ciento. Entre 1983 y 1988 el ingreso salarial total se redujo en promedio 8.1 por ciento por año, con contracciones agudas (24.6 por ciento en 1983 y 10.7 por ciento en 1986) en los dos años de crisis económica más profunda” (Moreno-Brid y Ros, 2010: 216).
[4] INEGI, Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo, 2010.
[5] Expresión tomada de Gerardo Ávalos (2002).
[6] Una década atrás, en 1990, surgió el Instituto Federal Electoral (IFE), como órgano constitucional autónomo para la organización y verificación de los procesos electorales; pocos años después, paralelamente a la reforma política constitucional de 1996-1997, empezaron a darse los primeros ejercicios de alternancia, cuando el PAN y el PRD ganaron elecciones municipales y estatales y se reconfiguró la composición de las cámaras. Proponemos un recorrido a través de ese proceso, no a partir de las normas o leyes elaboradas, sino desde la óptica de los actores y dinámicas partidistas y sociales, en la correlación de fuerzas entre sociedad política y sociedad civil, que han dado forma a la coyuntura de la alternancia en México.
[7] Habría que estudiar, con mayor detenimiento, la composición de fuerzas, no sólo institucionales sino sociales y populares, que hicieron posible que fuera la alternativa del PAN la que finalmente se impusiera al resto de los partidos.
[8] Evidentemente, el caso más significativo de movilización sociopolítica es el EZLN, que durante estos años se ha mantenido como un referente de lucha capaz de interpelar directamente al Estado en el momento de la alternancia, impulsando el reconocimiento de los derechos indígenas en la Constitución federal, y promoviendo el cumplimiento cabal de los Acuerdos de San Andrés Larráinzar. Así, al intento frustrado del EZLN luego de la Marcha del Color de la Tierra, siguió la resistencia en San Salvador Atenco en contra de la construcción del Aeropuerto Internacional; la iniciativa de campesinos nucleados en el movimiento “El Campo No Aguanta Más” para impedir la liberalización de productos de consumo básico; la conformación de los Caracoles y Juntas de Buen Gobierno, dirigidas a consolidar la autonomía zapatista en la zona rebelde de Chiapas en 2003. Un par de años después, con cierta solvencia organizativa en los Caracoles, el EZLN presentó la Sexta Declaración de la Selva Lacandona, documento que daba un nuevo giro en la radicalidad del movimiento, llamando a una ruptura autonomista frente al Estado mexicano, con el proyecto de alcanzar una organización masiva de sectores populares, ubicados “abajo y a la izquierda” que fueran capaces de establecer una nueva correlación de fuerzas frente a las instituciones políticas del Estado.
[9] Los días 3 y 4 de mayo de 2006, la policía del Estado de México y la Policía Federal Preventiva (PFP) desalojaron a vendedores de flores y campesinos de un mercado público. En su intervención, dichas policías cometieron actos de represión y violación de derechos humanos de los pobladores de la localidad de San Salvador Atenco y de ciudadanos, simpatizantes del Frente de los Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT) que habían acudido al lugar. Al mismo tiempo, en la ciudad de Oaxaca tuvo lugar uno de los conflictos más agudos que se recuerden en la región y que sin duda cimbró los pilares del orden priista local con repercusiones igualmente significativas a nivel federal. En esos meses (mayo a diciembre) emergió la “comuna oaxaqueña”, el “gobierno de la plebe”, que supo hacer de la comunicabilidad una de sus mayores armas (véase, en este mismo volumen, Guillermo Pereyra, “El conflicto popular de Oaxaca en 2006. Revuelta, excepción y comunidad”).
[10] Es necesario, de cualquier manera, tener al menos un panorama general de ciertos cambios acaecidos en ese proceso, que por cierto no se inscriben sólo en lo ocurrido en julio de 2000, sino que se ubicarían en un proceso medianamente más largo ya que dinamizaron la vida política del país. Así, por ejemplo, el paulatino cambio de partidos en los gobiernos municipales y estatales, que se tradujo también en el creciente pluralismo en el Poder Legislativo Federal —que modificó por completo el sentido a la figura del presidencialismo mexicano— y que en conjunto fortalecieron el sistema electoral y las reglas de participación. No es menor, tampoco, que de la mano de todo ello, o quizá como motor de estos cambios institucionales, había detrás una cierta cultura política ciudadana que exigía mayores espacios y formas de participación política.
[11] Cabe recordar que, como sostenía Althusser (2003), la ideología no es una cuestión meramente ideal, sino que se materializa en diversas instituciones. A partir de esta premisa, consideramos las políticas públicas como mecanismos de construcción hegemónica.
[12] Utilizamos el sentido althusseriano de la interpelación, que supone la “transformación” de individuos en sujetos de una determinada ideología, en nuestro caso, la neoliberal.
[13] En 1990, la inflación llegó en el Perú a 7649% (INEI), el desempleo y el subempleo afectó al 70% de la población económicamente activa (Degregori, 2000) y el número de muertes y desaparecidos por la violencia política ascendía a 16 639 personas (Informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación).
[14] Fujimori irrumpió en el escenario electoral sin mayor trayectoria política, por ello diversos analistas lo identificaron como un “outsider”. Sin embargo, esto no fue impedimento para que Fujimori, en la segunda vuelta, derrotara a Mario Vargas Llosa, quien al inicio de la campaña era ampliamente favorito. El primero obtuvo el 56.5% del total de votos frente al 33.9% que obtuvo el escritor (sobre las elecciones de 1990, véase Degregori y Grompone, 1991, y Daeschner, 1993).
[15] El discurso reformista militar se expresó vía el autodenominado “Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas”, encabezado en su primera fase por el general Velasco Alvarado (1968-1975). Este gobierno fue uno de los principales intentos por consolidar un orden nacional-popular en Perú. Sobre los cambios que posteriormente se produjeron en la concepción de las Fuerzas Armadas sobre el “problema nacional”, véanse Toche (2008) y Rospigliosi (1994: 215-236).
[16] En el discurso así se designaba a los gobiernos de Fernando Belaúnde (1980-1985), del Partido Acción Popular, y Alan García (1985-1990), del Partido Aprista Peruano (PAP), quienes desde diferentes estrategias buscaron enfrentar principalmente los problemas económicos del país y la subversión.
[17] Esta manera de organizar simbólica e imaginariamente el campo político está nítidamente expresado en el documental elaborado por el gobierno de Fujimori, titulado “Tres años que cambiaron la historia”, que se puede consultar en <http//www.youtube.com/watch?v=2KVpqxV3jiU>.
[18] Esta forma de simbolizar lo social se fortaleció a partir del arresto, en 1992, de los principales líderes de SL y del MRTA, así como por la estabilización de la economía lograda hacia 1993.
[19] Un dato importante acerca del carácter popular que logró el discurso neoliberal de Fujimori fue el amplio respaldo que entre la población tuvo el llamado “autogolpe” del 5 de abril de 1992 (al que nos referiremos más adelante). Además, como pocas veces ha sucedido en Perú, la votación obtenida por Fujimori en las elecciones de 1995 cruzó diversas diferencias (étnico, regional y de clase), reivindicadas históricamente por distintos discursos políticos en el país.
[20] En elecciones poco transparentes, Fujimori ganó nuevamente la Presidencia de la República en el año 2000. Sin embargo, meses después, renunció vía fax desde Japón.
[21] Para una aproximación a estos cambios de finales de los años noventa en el Perú, véase Portocarrero (2001).
[22] Toledo derrotó en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2001 a Alan García, candidato del PAP. Cabe mencionar que durante la campaña electoral ambos candidatos compartieron un relativo consenso en relación a la necesidad de mantener las reformas económicas aplicadas por Fujimori.
[23] La cúpula militar fue vinculada judicialmente a diversos actos de corrupción ocurridos durante los gobiernos de Fujimori, así como a la violación de derechos humanos durante los años de la violencia política. Sobre las Fuerzas Armadas y la transición democrática en Perú, véase Mora (2001).
[24] Sobre el aumento de las protestas y conflictos sociales durante el gobierno de Toledo, véanse Ballón (2003), Toche (2003) y Pizarro, Trelles y Toche (2004).
[25] Ollanta Humala, un exmilitar con escasa trayectoria política, quien desarrolló su campaña electoral criticando el orden neoliberal, se mostró cercano a los presidentes Hugo Chávez de Venezuela y Evo Morales de Bolivia. Alan García derrotó en segunda vuelta a Humala, obteniendo el 52.6% de los votos válidos sobre el 47.3% de su contendiente.
[26] Al igual que las Fuerzas Armadas, el PAP cuestionó las conclusiones a las que llegó la Comisión de la Verdad y Reconciliación (órgano creado durante el gobierno de transición y rectificado por el gobierno de Toledo, el cual buscó esclarecer los hechos ocurridos durante los años de violencia política) en torno a las violaciones a los derechos humanos, pues ésta indica responsabilidades tanto de las Fuerzas Armadas como del primer gobierno de García. Por otra parte, la reintegración de un importante sector de las Fuerzas Armadas a la articulación hegemónica habría supuesto también la disputa por la redefinición del imaginario en torno a los años de violencia política. Si en los noventa se construyó una narrativa en la que los protagonistas centrales de la victoria contra los grupos subversivos fueron Fujimori y su asesor Montesinos, durante el segundo gobierno de García se ubicó a las Fuerzas Armadas en el lugar central (Degregori, 2009).
[27] García era identificado por gran parte de la población como el principal responsable de la crisis que sufrió el país durante su primer gobierno (1985-1990). Por ello, el nuevamente elegido presidente habría tenido que demostrar constantemente su conversión neoliberal.
[28] A diferencia de los gobiernos de Fujimori y Toledo, el de García difundió una serie de metas e indicadores referidos a las políticas sociales. Así buscó enfatizar el carácter técnico de su administración y la consecución de resultados como medio para reafirmar el discurso neoliberal.
[29] Como muestras de que “El Perú avanza”, García hizo referencia a sucesos como la Cumbre América Latina, el Caribe y la Unión Europea, o el Foro de Cooperación Económica Asia Pacífico, ambos celebrados en Lima, los cuales ponían al Perú “en los ojos del mundo”.
[30] Según la Defensoría del Pueblo del Perú (2011), los conflictos socioambientales son aquellos que involucran discrepancias alrededor de las consecuencias sociales y ambientales que generan o generarían proyectos de inversión de diverso tipo (minero, petrolero, etc.). El conflicto social más grave ocurrido durante el gobierno de García fue el de Bagua, pueblo ubicado en la zona amazónica de Perú, entre los meses de agosto de 2008 y junio de 2009. Este conflicto se generó por una serie de decretos legislativos que el gobierno había aprobado con miras a la puesta en vigor del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, entre los cuales se hallaban doce decretos que permitían inversiones de gran escala en la Amazonía. El resultado del conflicto fueron 34 policías y nativos muertos y la posterior derogatoria de los decretos legislativos.
[31] Hasta abril de 2010, la Defensoría del Pueblo, el Ministerio Público y la ONG “Aprodeh” registraron un total de 130 muertes que involucraron a las fuerzas de seguridad pública, gran parte como consecuencia de conflictos sociales (diario Hildebrandt en sus trece, 23 de abril de 2010).
[32] Como señaló Murakami (2007: 301): “Simultáneamente al anuncio oficial del ‘autogolpe’, docenas de personas, entre ellas políticos, periodistas, dirigentes gremiales, todos opositores al gobierno, fueron detenidos o puestos bajo arresto domiciliario, y las Fuerzas Armadas controlaron los medios de comunicación”.
[33] La convocatoria al CCD supuso una fuerte presión de la comunidad internacional. Sobre el denominado “autogolpe” de Fujimori, véase Murakami (2007: 273-341).
[34] Progresivamente, el presupuesto del Ministerio de la Presidencia fue en aumento: en 1992 era de 222 552 021 soles; en 1993 pasó a 1 216 731 057 y en 1995 ascendió a 1 955 502 363 soles (Cuenta General de la República 1992-1998, citado por Degregori, 2000).
[35] Arce (2010: 151-182); Tanaka y Trivelli (2002).
[36] La concepción de la participación ciudadana asumida en el proceso de descentralización se encontraba ya presente en diferentes programas sociales ejecutados durante el gobierno de Fujimori. Sin embargo, no fue hasta que se dio el impulso a la descentralización cuando la participación se asumió de forma perenne en la estructura del Estado. Podemos decir que esta concepción de la participación muestra el carácter antiestatalista del discurso neoliberal. Sobre el proceso de descentralización en Perú, véanse Azpur (2010) y Grompone (2002); acerca de la relación participación ciudadana-proyectos políticos y un balance durante los gobiernos de Fujimori y Toledo, Panfichi (2006), en <http://blog.pucp.edu.pe/item/2628/participacion-ciudadana-en-el-peru>; en lo que respecta a los espacios de concertación, Panfichi (2007).
[37] Ejemplos de esto fueron los decretos legislativos 982, 983, 988 y 989 aprobados en julio de 2007.
[38] Sobre la relación entre el gobierno de García y las organizaciones no gubernamentales, véase Llona (2008).
[39] En esta labor destacó el economista Hernando de Soto, autor de El otro sendero, quien asesoró a Fujimori durante los primeros años de su gobierno.
[40] Ejemplo de esto fueron las disputas entre el grupo de tecnócratas y el de partidarios personales de Fujimori. Mientras los primeros buscaron la ortodoxia en el manejo económico, los segundos buscaron aumentar una serie de gastos que permitían sostener la red de clientelaje del gobierno. Por otro lado, si bien gran parte del empresariado peruano asumió como necesarias las reformas promercado, esto no supuso la eliminación de “conductas rentistas” (Arce, 2010; Durand, 2010).
[41] Así, por ejemplo, el precio del petróleo de un día para otro aumentó treinta y dos veces su valor, el azúcar se incrementó trece veces y el pan 2.7 veces (Murakami, 2007).
[42] Sobre las reformas estructurales durante el primer gobierno de Fujimori, véase Gonzales de Olarte (1998).
[43] Acerca del proceso de negociaciones del TLC entre Perú y Estados Unidos, véase Alayza (2007); sobre el apoyo de la opinión pública a la firma del TLC entre Perú y Estados Unidos, véase Torres (2010).
[44] El gobierno de García difundió constantemente tres indicadores para “demostrar” que el país avanzaba por el camino correcto hacia el desarrollo: el producto bruto interno (PBI), la inflación, y la incidencia de la pobreza. Así, según el Instituto Nacional de Estadística e Informática, el PBI de Perú en promedio entre 2001 y 2010 fue de 5.71%; la inflación promedio para el periodo 2006-2011 fue de 2.9% y la pobreza monetaria se redujo del 49.1% al 30.8% entre 2004 y 2010.
[45] El intento del gobierno por promover la inversión privada en la Amazonía generó un agudo conflicto social que llegó a su punto más crítico en junio de 2009, dejando un saldo de 34 personas muertas y la derogatoria de las iniciativas legislativas promovidas por el gobierno. Para un balance del segundo gobierno de García, véase Ballón et al. (2011).
[46] En su momento, se esperaba que el movimiento político de Ollanta Humala lograra articular a los “críticos del neoliberalismo”. Sin embargo, el primer año de su gobierno (iniciado en julio de 2011) ha borrado cualquier expectativa.