Читать книгу La madre secreta - Lee Wilkinson - Страница 5
Capítulo 1
ОглавлениеDESDE la ventana de su salita, junto al cuarto de los niños, Caroline veía la nieve caer sobre Morningside Heights. Copos suaves y ligeros revoleteaban en el cielo oscuro, depositándose contra el cristal y cubriendo los árboles con un manto blanco.
De repente, sintió un escalofrío. La nieve siempre le hacía recordar. Traía el pasado de vuelta, con toda su crueldad. El paso de los años, ¿no aliviaría el dolor, no cicatrizarían las heridas emocionales como lo habían hecho las físicas?
En el espejo éstas ya no se notaban y ni siquiera podía percibirlas con las yemas de los dedos. Cierto que aún estaba algo demacrada, parecía mayor para su edad, pero, irónicamente, ahora era casi una belleza mientras que antes sólo había sido meramente atractiva.
Un golpe en la puerta interrumpió sus pensamientos.
–Espero no molestarte –dijo Lois Amesbury, su jefa, siempre educada, además de agradable y amistosa–. Quería decirte que ya está decidido. Mi marido tiene que incorporarse a su puesto en el hospital de Burbeck antes de Año Nuevo, así que nos marcharemos a California durante las vacaciones de Navidad…
La posibilidad de mudarse a la costa oeste se había mencionado y comentado con anterioridad pero Caroline había procurado no pensar en ello.
Hacía más de dos años que los Amesbury, tras oír parte de su historia, se habían arriesgado a contratarla, una mujer callada y de ojos tristes, como niñera de sus gemelas, que ahora tenían tres años. Con ellos se sentía segura y, aunque no era feliz, estaba relativamente a gusto. La mudanza suponía un gran cambio, una separación que Caroline no deseaba.
–Echaré de menos Nueva York –continuó Lois, sentándose frente a ella–, pero estoy deseando ejercer la abogacía en Oakland y seremos casi vecinos de mi familia. Mi madre se muere de ganas de ocuparse de las niñas…
Niñas que habían servido para llenar los brazos vacíos y el corazón destrozado de Caroline.
–Aunque sospecho que las va a mimar demasiado… –Lois percibió la desolación que la joven trataba de ocultar y calló bruscamente. Tras unos segundos continuó con tono práctico–. En realidad he venido a decirte que Sally Dowers me ha llamado para preguntarme si necesitas otro empleo. Conoce a un rico hombre de negocios que necesita una niñera de confianza y está dispuesto a pagar muy buen salario.
»Tiene una niña, aproximadamente de la misma edad que las mías. Es divorciado o viudo, no estoy segura. Aunque eso no importa… la abuela se ocupaba de la niña, pero murió súbitamente hace unos meses. Creo que la niñera que contrataron no le gustaba a la pobre nena, que prefería estar con el ama de llaves. Cuando el padre descubrió lo que ocurría despidió a la niñera; necesita a alguien de confianza que pueda incorporarse de inmediato. Mañana estará en casa, por si quieres ir a verlo.
–Pero yo no puedo incorporarme de inmediato…–protestó Caroline. Lois hizo un elegante gesto de rechazo con la mano.
–Hoy he terminado de recoger en la oficina; estaré en casa hasta que nos mudemos; si decides aceptar el trabajo puedo apañarme sin problemas. Has sido una bendición para nosotros y te estoy muy agradecida. Por eso preferiría verte establecida antes de que nos marchemos.
»Él se llama Matthew Carran. Vive en el edificio Baltimore, en la Quinta Avenida. Aquí tienes el teléfono y la dirección –dijo, pasándole una hoja de papel–. Bueno, tengo que dejarte. Vamos a un concierto en el Octagon Hall, a no ser que esté nevando demasiado…
Aunque Caroline aceptó el pedazo de papel automáticamente, no había oído una sola palabra desde el nombre Matthew Carran.
Los latidos del corazón le resonaban en los oídos, y una profunda oscuridad amenazaba con engullirla. Cuando la puerta se cerró, inclinó la cabeza y la puso entre las rodillas. Segundos después, se le pasó el mareo y se irguió en el asiento. Era casi increíble que el hombre que necesitaba una niñera con urgencia fuera el único para el que no podía trabajar.
¿Sería el mismo hombre? La dirección era distinta. Matthew era un nombre bastante corriente pero Carran no, y todo lo demás encajaba: Sí, tenía que serlo.
Según sus últimas noticias, la madrastra de Matthew cuidaba de su nieta, un bebé, y él estaba a punto de casarse. Pero parecía que ahora estaba viudo o divorciado y, al morir la abuela, la niña había quedado en manos de una niñera. Con angustia, Caroline recordó las palabras de Lois Amesbury: «Creo que la niñera no le gustaba a la pobre nena».
Caroline cerró los ojos con fuerza y se clavó las uñas en las palmas de las manos, luchando contra las lágrimas. Deseó que su situación fuera distinta, pero lo cierto era que en unas semanas estaría sin trabajo y sin casa.
¿O quizá no? Matthew no la relacionaría con el nombre Caroline Smith; cuando la conoció se llamaba Kate Hunter. Y no había muchas posibilidades de que la reconociera físicamente. Ella misma se sorprendía cuando pasaba ante un espejo y éste le devolvía la imagen de una extraña. Cuando tenía veintidós años pesaba unos nueve kilos más, tenía el pelo corto, rubio y rizado. Ahora lo llevaba largo, liso y de su color natural, castaño ceniciento. Entonces era joven, fresca y de curvas sensuales. Ahora era vieja, si no en años, sí en experiencia, estaba delgada, casi huesuda, y su brillo se había extinguido.
No, no la reconocería. Había sufrido tantas operaciones de cirugía plástica que ni su propia madre la hubiera reconocido.
Era demasiado arriesgado. Aún recordaba su mirada, el desprecio y condena de su expresión la última vez que se vieron. Pero el intenso deseo de volverlo a ver, la necesidad de conocer a su hija, le dolía casi físicamente.
No podía hacerlo. Sería una locura. Reabriría todas sus heridas y destrozaría la escasa paz de espíritu que había recuperado.
Pero conseguir ese trabajo de niñera sería la respuesta a todas sus oraciones.
Esa clara y fría mañana, la Quinta Avenida estaba desbordada de tráfico y peatones, sus brillantes tiendas y lujosos escaparates rivalizaban con la luz del sol. En las esquinas de las aceras había montones de nieve sucia y gris, pero el Central Park parecía un paraíso invernal y había gente patinando en el lago y en la pista de hielo Rockefeller.
Descubrió que el edificio Baltimore tenía vistas al parque. De pie en el vestíbulo de mármol, bajo una impresionante lámpara de araña, Caroline admitió que se estaba comportando como una estúpida. Pero la posibilidad de conseguir el más profundo deseo de su corazón era más fuerte que ella.
Tras una noche casi insomne, después de dar el desayuno a las gemelas, marcó el teléfono que Lois Amesbury había anotado, esperando, ansiosa, oír la voz de Matthew. Fue una decepción escuchar la voz de una mujer con fuerte acento irlandés, que se identificó como ama de llaves del señor Carran. Caroline expuso la razón de su llamada y poco después el ama de llaves volvió al teléfono.
–El señor Carran estará encantado de recibirla a las nueve y media, señorita Smith. Me ha dicho que venga en taxi y él le reembolsará el importe.
Caroline tenía tiempo de sobra y pensó que caminar un rato la tranquilizaría, así que se bajó del taxi unas manzanas antes de llegar a su destino. Eran casi eran las nueve y media cuando, junto a los ascensores, tuvo que reconocer que su estrategia había fallado: tenía el estómago revuelto y los nervios a flor de piel. Pulsó el botón que la llevaría al ático del piso sesenta y cinco. El rápido ascensor se puso en marcha y ella sacó unas gafas de montura oscura del bolso y se las puso. Aunque ya no le hacían falta para disimular la cicatriz que había cruzado su cara, pasando por la nariz y elevándose hasta el ojo, prefería usarlas. Eran algo tras lo que ocultarse. Los cristales tintados alteraban el claro color aguamarina de sus ojos, volviéndolo de un azul más oscuro; eso la proporcionaría una migaja más de confianza, que necesitaba con desesperación.
El ama de llaves, de mediana edad, abrió la puerta y aceptó su abrigo, que colgó en el perchero del vestíbulo.
–El señor Carran la espera en su estudio –dijo, mirando con aprobación el moño clásico, el vestido recto de lana y las botas de la recién llegada–. Es aquella puerta de la izquierda.
Caroline cruzó el recibidor, lujosamente alfombrado, con paso tembloroso. Llamó a la puerta y esperó.
–Entre.
Tras casi cuatro años, la voz profunda y poderosa le resultó dolorosamente familiar. Tragó saliva; su mano, recubierta de sudor frío, resbaló en el pomo. Finalmente consiguió abrir la puerta y entrar en el estudio, cuyas paredes estaban recubiertas de libros.
Matthew Carran estaba sentado tras una brillante mesa de oficina, con un bolígrafo dorado en la mano y un montón de papeles ante sí. No llevaba chaqueta y se había aflojado la corbata, como si le molestara el traje. Las mangas arremangadas de su camisa dejaban al descubierto unos brazos delgados y musculosos, matizados por un suave vello oscuro.
Al verla se puso en pie y se quedó parado, sin hablar, mirándola de arriba a abajo lentamente.
Parecía más alto, los hombros aún más anchos bajo la camisa de rayas finas; pero el rostro anguloso y duro, el pelo negro como el carbón y sus preciosos ojos verde dorado no habían cambiado.
Aunque se había creído preparada, una oleada de emoción la inundó. La habitación comenzó a dar vueltas y la misma sensación de mareo de la tarde anterior amenazó con engullirla. Agachó la cabeza, se mordió el labio con fuerza y se concentró en el dolor para no perder el conocimiento.
–¿Está bien? –preguntó él.
–Sí… –dijo, levantó la cabeza y tragó saliva, notando el sabor salado de su propia sangre–. Muy bien, gracias.
–¿Quiere sentarse?
Ella, agradecida, se hundió en la silla y él volvió a ocupar su lugar tras la mesa.
–Está muy pálida. ¿Ha estado enferma? –preguntó con un tono de genuina preocupación.
–No –era la verdad y no añadió nada más.
–¿Se ha tomado muchos días libres cuando trabajaba para la señora Amesbury?
–Acordamos que libraría un día a la semana y fines de semana alternos –replicó ella– y alguna que otra noche si me parecía necesario –añadió, aunque nunca había hecho uso de esa opción.
–Me refería a días por enfermedad y cosas así.
–Ninguno. Tengo muy buena salud –«ahora», pensó.
–Si está pensando en trabajar para mí debemos conocernos mejor. ¿Qué puede contarme de sí misma? –inquirió él, tras estudiar el delicado óvalo de su rostro. Antes de que ella pudiera replicar añadió–. Tiene un acento agradable, pero parece más británico que americano.
Caroline se puso rígida. No había contado ni con su voz ni con su acento.
–¿Es inglesa? –preguntó él impaciente, al verla dudar.
–Nací en Londres, pero tengo doble nacionalidad.
–Cuénteme algo sobre sus padres –ordenó. Ella lo miró sorprendida–. La historia familiar de una persona es importante –explicó él.
Él nunca llegó a saber nada sobre su pasado, así que responder no suponía ningún peligro.
–Mi padre, nacido en Nueva York, era escritor y periodista. Trabajando en Londres conoció a mi madre, que era reportera gráfica. Se casaron y yo nací un año después. Vivimos en Londres hasta que cumplí los quince años, luego vinimos a Nueva York.
–¿Es hija única?
–Sí. Lo único que lamento es no haber tenido hermanos.
–O sea que tuvo una infancia feliz.
–Sí, mucho. Supongo que algo bohemia, pero siempre me sentí cuidada y querida.
–¿Sus padres viven todavía en Nueva York?
Caroline negó con la cabeza.
–Estaban haciendo un reportaje sobre un incendio en una planta química de Nueva Jersey; hubo una explosión y murieron.
–¿Hace cuánto tiempo?
–Ocurrió durante mi último año de universidad.
–¿Le importa decirme que edad tiene ahora?
–Casi veintiséis –respondió ella, tras dudar ligeramente. Por la expresión de él, comprendió que le había calculado mucha más edad.
–¿Cuánto tiempo lleva trabajando de niñera?
–Desde que acabé la universidad –replicó ella, sintiéndose culpable al mentir, pero esperando acabar así con el interrogatorio.
La verde mirada de Matthew Carran recorrió su rostro. Sus ojos siempre habían tenido el poder de acariciar o fulminar. Ahora, como si hubiera adivinado que mentía, sólo podían describirse como glaciales. Tras un instante de silencio, cambió el rumbo de las preguntas.
–¿Ahora le exigen que lleve uniforme?
–No –dijo ella. Lois Amesbury había estado a favor de una cierta informalidad en su relación de trabajo.
–¿Tendría alguna objeción a llevar uno?
Caroline, disgustada por la idea, pero consciente de que no sería conveniente decirlo, se mordió el labio.
–No –contestó.
–¿Qué la impulsó a convertirse en niñera?
–Me gustan los niños –dijo. Era la verdad, siempre le habían gustado.
–Quizás piensa que ser niñera es una forma fácil de ganarse la vida –sugirió él, con voz sedosa.
–Nunca he pensado eso –barbotó ella, herida–. Ser niñera no es una forma fácil de ganarse la vida. Simplemente es el trabajo que más me gusta.
–¿Qué cualificaciones tiene, aparte de «que le gustan los niños»?
–He aprobado todos los cursos exigidos de educación, cuidado y dieta infantil.
–¿Qué dos cosas diría usted que son las más importantes en la vida de un niño?
–Seguridad y cariño –respondió ella sin dudarlo.
Durante un instante pareció que a él lo invadiera una intensa emoción, pero se desvaneció rápidamente, dejando su delgado y moreno rostro vacío de expresión. Caroline, incapaz de mirarlo a los ojos, le miró las manos. Eran delgadas, bonitas y musculosas, de dedos largos y con uñas bien cuidadas.
–¿Fuma? –preguntó él, de repente.
–No –parpadeó ella.
–¿Bebe?
–No.
–Pero, sin duda, … ¿habrá algún hombre en su vida?
Era casi como si la estuviera acosando y ella deseó intensamente no haberse puesto en esa situación.
–No.
–Vamos, por favor… –dijo él, estrechando los ojos.
–No sabía que tener un hombre en mi vida fuera un requisito –espetó ella, dejándose llevar por su genio. Un segundo después, maldijo su estupidez. ¿Por qué enfrentarse a Matthew Carran cuando quería ese trabajo con desesperación?
–Me sobran los sarcasmos, señorita Smith –replicó él, con dureza.
–Lo siento. Pero, ¿no cree que tengo derecho a mi vida privada?
–Todo el mundo tiene derecho a su vida privada. Sólo quiero asegurarme de que la suya no entrará en conflicto con sus obligaciones. Cuando la abuela de Caitlin murió, tuve que contratar a una niñera y cometí un gran error… –con los labios apretados y duros, continuó–. No tengo intención de cometer otro.
Caitlin, pensó Caroline, con el corazón a punto de estallar. La habían llamado Caitlin. La tensión había recubierto su cara de una fina película de sudor; al notar que las gafas se resbalaban las empujó hacia arriba.
–¿Por qué lleva gafas?
La pregunta, un ataque rápido como el de una serpiente de cascabel, la desconcertó.
–¿Perdón? –balbució.
–Le he preguntado que por qué lleva gafas.
–Porque… porque las necesito.
Él se levantó, se inclinó hacia ella y, sin pedir permiso, le quitó las gafas. Rígida por la impresión, intentó mantener la calma mientras él miraba atentamente sus claros ojos aguamarina.
Ansiedad, dolor, soledad, tristeza… fuera lo que fuera lo que vio en ellos no reflejó en su mirada ni un ápice de comprensión ni de haberla reconocido. Caroline dio las gracias a su ángel de la guarda, quienquiera que fuese. Prematuramente, ya que un segundo después Matthew levantó las gafas y miró a través de ellas.
–¿Por qué necesita unas gafas que no son más que cristal tintado? –preguntó. Se las devolvió y ella se las puso apresuradamente.
–Yo… pensé que sería mejor parecer algo mayor –tartamudeó, sin saber qué decir.
–Parecer mayor no la convierte en mejor candidata –gruñó él, con voz gélida.
La tensión la estaba provocando un agobiante dolor de cabeza y, convencida de que nunca conseguiría el puesto, se sintió vacía y desesperada. Comenzó a erguirse, deseando escapar de esos ojos despiadados.
–Bueno, si ha decidido que no soy la persona adecuada…
–Por favor, siéntese –ordenó él secamente–. No he decidido nada similar. Se sentó, temblorosa y él continuó–. Mientras usted venía hacia aquí sostuve una larga conversación con su actual jefa…
Hizo una pausa, como si quisiera mantener el suspense; con cada segundo que pasaba Caroline se ponía más nerviosa.
–Me comunicó que lleva con ellos más de dos años y me dio muy buenas referencias –comentó– ¿Para quién trabajó antes? –preguntó, justo cuando Caroline suspiraba con alivio.
–¿Antes?
–Antes de la señora Amesbury.
Ella comprendió, demasiado tarde, que al decirle que era niñera desde que dejó la universidad se había metido en un buen lío.
–Bueno, yo… –tartamudeó.
–Supongo que se acuerda ¿no? –insistió Matthew. No pensaba darle ni un respiro.
–Con el señor Nagel –improvisó ella, odiando mentir, pero sabiendo que no tenía otra opción–. Cuidé de su niño cuando su mujer los abandonó…
–¿Y?
–Ella volvió y se reconciliaron, así que ya no me necesitaban –dijo ella. Notó que le miraba las manos, que ella se retorcía con nerviosismo, e hizo un esfuerzo por calmarse.
–¿Tiene carta de recomendación del señor Nagel?
–Me temo… creo que la he perdido.
Él le lanzó una mirada escéptica que dejó bastante claro que no se creía ni una palabra. Caroline notó que un rubor de culpabilidad invadía sus mejillas.
–Supongo que sería satisfactoria, o los Amesbury no la habrían contratado –dijo él, y comenzó a golpear la mesa con el bolígrafo–. Muy bien, siempre que Caitlin esté de acuerdo, el puesto es suyo, con un mes de prueba –anunció. Ella lo miró, los pálidos labios entreabiertos; serio, continuó hablando–. Estoy dispuesto a concederle el mismo tiempo libre que tenía en su anterior empleo y, si sigue aquí tras el periodo de prueba, dos semanas de vacaciones pagadas. El salario será de… –mencionó una cantidad muy generosa– y disfrutará de una suite muy confortable al lado del cuarto de la niña.
Ella se quedó callada, y siguió mirándolo fijamente.
–Parece sorprendida. ¿Es que ya no quiere el trabajo? –preguntó con brusquedad.
–No… no es eso… No esperaba que me lo ofreciera.
–¿Por qué no?
–Me ha dado la impresión de que no le gustaba.
–Nunca he creído necesario que me gustara la niñera –repuso él con sorna. Al ver que ella se sonrojaba intensamente continuó hablando–. Lo único que importa es que le guste a Caitlin. Es una niña alegre y buena, bastante adelantada para su edad. Ahora está a cargo de mi ama de llaves, la señora Monaghan, y según ésta la niña no da ningún problema.
»Aun así, es demasiado trabajo así que, si todo va bien y acepta mi oferta, quiero que empiece mañana.
–¿Con uniforme? –preguntó Caroline, sin poder evitar cierta aspereza en su tono.
–No será necesario –respondió Matthew tras unos momentos de deliberación. La miró a los ojos–. Antes de seguir adelante, ¿tiene alguna pregunta que hacerme?
Ella, con la cabeza hecha un torbellino, no respondió.
–¿Ya está al tanto de todo? –insistió él.
–Sólo sé lo que me contó la señora Amesbury –consiguió balbucir.
–¿Y qué le contó la señora Amesbury? –inquirió él. Sonaba molesto, como si sospechara que habían estado cotilleando sobre su vida.
–Sólo que es viudo o divorciado y que su hija tiene unos tres años.
–Me temo que eso no es muy exacto. No soy viudo ni divorciado…
Así que debía de seguir casado… Casado con Sarah…
–Y Caitlin no es mi hija. Mi madre murió poco después de nacer yo; mi padre volvió a casarse cuando yo tenía nueve años. Su segunda mujer tenía un hijo de tres. Caitlin es hija de mi hermanastro –hizo una pausa–. De hecho, nunca he estado casado.
–Oh, pero yo creía que… –Caroline calló abruptamente, mordiéndose la lengua.
–¿Qué creía usted, señorita Smith?
–Nada… de veras –negó ella con la cabeza. Los ojos de Matthew brillaron tras sus espesas pestañas y creyó que iba a insistir, pero él cambió de tema.
–Bueno, si no tiene ninguna pregunta quizás le gustaría echar una ojeada a su habitación y conocer a Caitlin.
Caroline se levantó, agitada, e intentó controlar su febril excitación, mientras Matthew avanzaba hacia ella. Era alta para ser mujer, medía un metro setenta, pero él, que superaba el metro ochenta, parecía dominarla como una torre.
De pronto, ella empezó a temblar; al levantar la mirada hacia el moreno rostro, la fuerza de sus sentimientos por él la desestabilizó del todo.
Después de tanto tiempo, había tenido la esperanza de no ver más que un hombre que había conocido y amado en el pasado, alguien sin importancia; había rezado por que fuera así. Pero no, su instinto seguía clamando que aquel hombre era la otra mitad de su ser, quien la completaba y convertía en un todo.
–Ahora que ha quedado claro que no necesita las gafas, ¿podría quitárselas? –sugirió él–. Es una pena esconder unos ojos tan bellos –añadió secamente, como si sus palabras fueran cualquier cosa menos un cumplido. Incapaz de pensar en una razón para negarse, Caroline se las quitó y las guardó en el bolso sin mirarlo, intentando ocultar sus sentimientos.
Él abrió la puerta, le puso una mano en la cintura y la guió suavemente hacia la sala de estar.
Verlo la había impresionado profundamente y el contacto de su mano, aunque ligero e impersonal, resultó devastador; se quedó sin respiración y se le aceleró el pulso.
El piso de Matthew, a pesar de su amplitud y elegancia, tenía una aire hogareño y acogedor. Había varios juguetes tirados sobre la alfombra y delante del ventanal se veía un caballito de madera, montado por una muñeca de trapo con trenzas amarillas.
–El cuarto de juegos y el dormitorio de la niña están por aquí –dijo, conduciéndola a través de un arco a otro vestíbulo–. Y, si acepta el trabajo, estás serán sus habitaciones –añadió, empujando una puerta.
La lujosa suite, compuesta de salita, dormitorio, baño y una mini cocina, estaba amueblada con un gusto exquisito y contaba con todos los adelantos modernos. Ella habría aceptado el trabajo aunque le hubieran ofrecido un sótano infestado de ratas. Ahora todo dependía de Caitlin y Caroline se sintió desesperanzada. ¿Cómo podía esperarse que una niña tan pequeña, que ya había pasado por una niñera que no le gustaba, aceptara a una desconocida?
–Ahora, si quiere conocer a Caitlin…
Matthew se dirigió hacia la cocina, grande y aireada, donde la señora Monaghan vigilaba a la niña mientras preparaba café.
La pequeña, vestida con una camiseta de algodón de manga larga y un peto de vivos colores, estaba acostando a una muñeca en un cochecito. Cuando entraron, levantó la cabeza y corrió a abrazarse a las piernas de Matthew.
–Dile hola a la señorita Smith –pidió él, revolviéndole el pelo oscuro–. Si somos agradables con ella, a lo mejor se queda a vivir aquí, para cuidarte –explicó, con voz de conspiración.
Caitlin le soltó y se volvió para mirar con solemnidad a la recién llegada. Caroline se puso en cuclillas y sonrió temblorosa a la niña, con el corazón a punto de estallar. Era una criatura preciosa, con la piel sonrosada como un melocotón, hoyuelos en las mejillas y bonitos ojos azul verdoso, enmarcados por largas pestañas. Durante unos segundos, se miraron sin hablar.
–¿Tú quieres venir a cuidarme? –preguntó Caitlin con su aguda vocecita infantil.
–Desde luego que sí. Verás, he estado cuidando a dos niñas que han tenido que irse a vivir a otro sitio y me encantaría tener otra niña a quien cuidar –consiguió responder Caroline, con voz ronca.
Caitlin consideró la respuesta un par de segundos, se marchó corriendo y volvió enseguida con un oso de peluche marrón de expresión agresiva, que llevaba una bufanda a rayas, rojas y verdes.
–Éste es Barnaby –dijo, poniendo al oso en brazos de Caroline.
–Hola, Barnaby.
–Es un chico.
–Un oso con mucho carácter, ya lo veo. ¿Lo molestará que le dé un abrazo?
–Le gusta que lo abracen –confió Caitlin, apoyándose en la rodilla de Caroline.
–También le gusta echarse la siesta a media mañana –sugirió Matthew, mirando al ama de llaves.
–Vamos, bonitos –dijo la señora Monaghan levantando a la niña y al oso en brazos–. Es hora de echar un sueñecito.
Cuando el trío se marchó, Matthew puso una mano bajo el codo de Caroline y la ayudó a levantarse.
–Gracias –dijo ella–. Me hubiera gustado estar con Caitlin un rato más –añadió, intentando ocultar su decepción.
–Tendrá tiempo de sobra en el futuro.
–¿Quiere decir que…? –preguntó ella, sin dar crédito a sus oídos.
–Quiero decir que le ha gustado a Caitlin.
–¿Cómo lo sabe?
Durante un instante, los ojos verde dorado se suavizaron con una mirada risueña.
–Sólo la gente que le gusta de verdad llega a conocer a Barnaby. ¿Acepta el trabajo?
–Sí… Claro que sí –exclamó ella con alegría.
–Entonces, tomaremos un café y la llevaré a casa de los Amesbury para que recoja sus cosas. Así podrá instalarse esta tarde y empezar a trabajar mañana.
Caroline apenas podía creer en su buena fortuna; pero, incluso mientras se congratulaba, una voz de precaución le recordaba insistentemente que no podía dejarse cegar por la alegría. Estar allí era peligroso. Cada minuto que pasara en compañía de Matthew aumentaba el riesgo de delatarse; debía evitarlo en lo posible y rezar para que nunca sospechara su verdadera identidad.