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Capítulo 2
ОглавлениеBUENAS noches y que Dios te bendiga –dijo Caroline, arropando a Caitlin y a Barnaby.
–¿Ha llegado ya papá?
Matthew llevaba dos semanas de viaje de negocios, y regresaba esa noche, justo a tiempo para la Navidad.
–No, no llegará hasta muy tarde. Pero si te duermes como una niña buena, cuando llegue le diré que entre a darte un beso.
–¿Me cuentas el cuento del sapo? –suplicó Caitlin. Estaba cansada y se le cerraban los ojos.
–Bueno, pero sólo si lo escuchas con los ojos cerrados –accedió Caroline, derritiéndose de amor.
Obediente, la niña cerró los ojos y se metió el dedo pulgar en la boca.
Caroline, sentada al borde de la cama y débilmente iluminada por una lámpara con forma de conejito, comenzó el cuento que, después de un mes, se había convertido en el favorito de Caitlin.
–Había una vez un príncipe muy guapo…
–¿Cómo se llamaba?
–Se llamaba Matthew…
Esa parte se había convertido en una rutina; siempre la misma pregunta, la misma respuesta y las mismas risitas porque, la primera vez, cuando Caroline preguntó «¿Cómo crees tú que se llamaba?» Caitlin había elegido el nombre de Matthew sin dudarlo.
–Bueno, una bruja mala había convertido al pobre Matthew en sapo y la única forma de romper el hechizo era que lo besara una bella princesa. Una mañana, cuando saltaba por el bosque…
Era un cuento de su infancia y Caroline se lo sabía de memoria. Las palabras le sonaban relajantes, familiares, permitían que su mente echara a volar… Parecía increíble que sólo hubiera transcurrido un mes desde que Matthew insistió en llevarla a Morningside Heights a por sus cosas.
Mientras él hablaba con Lois Amesbury ella hizo el equipaje, todas sus posesiones cabían en una maleta, y se despidió de las gemelas. Con la perspectiva de cuidar a Caitlin, despedirse de la familia no fue tan terrible como temía.
La señora Monaghan había sido la amabilidad en persona y Caroline se integró perfectamente en la vida del ático. Para su alivio, no oyó ningún comentario sobre la prometida de Matthew y cada día había estado lleno de una felicidad que no había esperado volver a encontrar. Aunque le daba a Caitlin todo el amor y atención que necesitaba, intentaba evitar que la niña pasara a depender de ella por completo; sabía que el futuro era incierto.
Fue una bendición, al menos eso se decía, no ver mucho a Matthew después de los primeros días. Al principio él la vigilaba atentamente, como un gato a su presa, pero cuando comprobó que se había ganado el afecto y confianza de la niña, se dedicó a poner al día montañas de trabajo atrasado, antes de emprender su viaje a Hong Kong.
Sin su dinámica presencia el piso parecía vacío, falto de vida, calidez e intensidad. Aunque Caroline se sentía más segura cuando él estaba lejos, también ansiaba verlo, oír su voz y saber que estaba al alcance de la mano…
–Y la bella princesa dijo «Sapo de piernas torcidas, sapito, abre la puerta, te lo suplico».
Caitlin se había dormido, así que Caroline calló, le quitó la mano de la boca suavemente y, tras arroparla, le dio un beso en la mejilla. Encendió el intercomunicador, para oír a la niña si se despertaba, y con una tierna sonrisa en los labios se volvió hacia la puerta; asustada, dio un respingo.
La alta figura que se apoyaba en el umbral se estiró.
–Lo siento –se excusó Matthew, burlón–. ¿Te he asustado?
–Yo… Nosotras, no esperábamos que llegaras a casa tan temprano –tartamudeó ella, preguntándose cuánto tiempo llevaba escuchando.
Todavía llevaba puesto un traje oscuro, de trabajo, y su fino rostro parecía tenso, como si el viaje hubiera sido demasiado intenso incluso para su energía inagotable. Caroline deseó darle un cálido abrazo de bienvenida pero, según lo pensaba, notó un destello peligroso en sus ojos, que la alarmó. Entró en la habitación y ella intentó escurrirse hacia fuera, pero él la agarró de la muñeca.
–No te vayas…–dijo. Se agachó para darle un beso en la frente a Caitlin y condujo a Caroline hacia el cuarto de juegos, donde brillaba una lamparilla–. Tenemos un asunto pendiente.
–¿Un asunto pendiente? –ella, alarmada por su expresión y por la creciente tensión, intentó soltarse. Sólo consiguió que la presión se acentuara, tanto que creyó que iba a romperle los huesos. Él se acercó.
–Supongo que la bella princesa tiene que besar al pobre sapo, ¿no? –sugirió con voz sedosa, acercándose a ella.
–No es más que un cuento que le gusta a Caitlin –dijo ella con ligereza, intentando dominar el pánico que le produjo sentirse arrinconada.
–Ah, pero los cuentos tienen que tener un final feliz, y si tenemos en cuenta que soy el protagonista…
Su rostro estaba a sólo unos centímetros de distancia. Ella miró su boca, austera pero sensual, y recordó con abrumadora claridad la sensación que podía provocar sobre la suya. Una traicionera oleada de calor recorrió su cuerpo.
–No creo que se me pueda considerar una bella princesa –respondió a duras penas.
–Puede que no seas una princesa, pero sin duda eres lo suficientemente bella –dijo él, con tono de enfado.
–Oh, por favor, Matthew… –gimió ella, aterrorizada de lo que podría ocurrir si la tocaba. Él ignoró su súplica, tomó su rostro entre las manos y aplastó la boca contra sus labios.
Su mente quedó en blanco y sintió que se derretía; si no hubiera estado apoyada contra la pared, habría caído al suelo. El roce de su piel, sus besos, eso era lo ansiaba desesperadamente.
Cuando él levantó por fin la cabeza, ella tardó unos segundos en recuperar la estabilidad y en darse cuenta de que él respiraba con agitación, como si acabara de echar una carrera. Sabía que sólo la había besado dejándose llevar por un inexplicable ataque de ira, y sintió gran satisfacción al comprobar que el beso no lo había dejado totalmente frío.
–Vaya, vaya, vaya… –farfulló él, con cierta dureza en la voz–. ¿Quién hubiera supuesto que una niñera de pinta tan estirada fuera capaz de tanta pasión?
–Por favor, déjame marcharme –suplicó ella, aterrorizada de que su reacción le hubiera traído recuerdos que era mejor olvidar–. No tienes ningún derecho a tratarme así.
–¿Puedo alegar que me has provocado? –se echó a reír, burlándose de ella–. ¿Quieres que te prometa no volver a tocarte?
–Preferiría que lo hiciera, señor Carran.
–¿Por qué tan formal? Hace un momento me llamaste Matthew.
–Lo siento… no era mi intención… estaba nerviosa –dijo, con una punzada de miedo.
Él todavía le sostenía el rostro entre las palmas de las manos, y deslizaba los pulgares de un lado a otro de sus mejillas en un gesto que, más que una caricia, era expresión de su ira.
–Dime, señorita Smith, si me resulta imposible no ponerte las manos encima, ¿qué harás?
Ella deseaba responder que se marcharía, pero la idea de estar lejos de allí hizo que se le encogiera el corazón.
–¿Te irías?
De alguna manera debía haber adivinado que nunca se iría voluntariamente, pensó ella agitada, y estaba pinchándola a propósito.
–No creo que eso fuera bueno para Caitlin. Acaba de acostumbrarse a mí, y una niña de su edad necesita una cierta estabilidad –apuntó.
Como si la mención de Caitlin le hubiera devuelto la cordura, Matthew dejó caer las manos y dio un paso hacia atrás, con la expresión controlada y fría. Caroline se disponía a correr hacia su habitación cuando volvió a detenerla.
–No desaparezcas –ordenó–. Quiero hablar contigo. ¿Has cenado ya?
–No.
–Entonces podemos cenar juntos y hablar mientras comemos.
–Normalmente ceno en la cocina, con la señora Monaghan. Le parecería extraño que yo…
–¿No libra los viernes por la noche?
Era cierto. Esa mañana había comentado su intención de pasar la noche con su hija casada.
–En cualquier caso, si te sientes más a gusto en la cocina, me reuniré allí contigo después de ducharme y cambiarme de ropa –dijo Matthew con sorna, sin apartar los ojos del expresivo rostro de Caroline.
Había recuperado su habitual actitud fría y disciplinada, y ella se preguntó qué había provocado ese ataque de ira, esa necesidad de dominarla y ridiculizarla. No podía ser sólo por haber utilizado su nombre en un cuento de hadas. Sintió un escalofrío. Él nunca había intentado disimular el hecho de que no le caía bien, pero hacía un momento casi pareció odiarla. Y a pesar de ello la había besado como un hombre arrebatado por la pasión.
En la cocina había comida preparada, y mientras calentaba el estofado de pollo en el microondas y ponía la mesa, la asaltó otra gran duda: ¿De qué quería hablar Matthew? El mes de prueba casi había terminado, ¿había decidido librarse de ella? No, no podía ser eso. Caitlin la había aceptado, él lo sabía y, además, necesitaba una niñera. Entonces, ¿qué? ¿Había descubierto su verdadera identidad? No, en ese caso la habría despedido de inmediato.
Recordaba con toda claridad la mirada de odio profundo que le dirigió aquella noche, cuando, con los labios apretados, le dijo sin levantar la voz, pero con furia devastadora «Quiero que salgas de mi casa a primera hora de la mañana. No quiero volver a verte nunca más». Temblando, intentó apartar el doloroso recuerdo. Eso ocurrió mucho tiempo atrás, y pertenecía a un pasado que procuraba olvidar.
El ruido del picaporte la sobresaltó y el corazón le dio un vuelco al verlo. Se había puesto un polo de color verde oliva y unos pantalones de sport; estaba muy atractivo pero, al mismo tiempo, imponía con su presencia. Su forma de moverse, arrogante y provista de una gracia casi felina, combinada con sus impresionantes ojos, siempre la habían hecho pensar en una pantera negra. Sintió que la boca se le quedaba seca.
–¿Por qué sólo una copa? –preguntó él, sacando una botella de vino blanco de la nevera, mientras ella sacaba el estofado del horno.
–No suelo beber –repuso ella.
–Ya sé que eso es lo que dijiste pero, por esta vez, no te lo tendré en cuenta –dijo él con los ojos nublados de ira, o impaciencia. Se acercó a por otra copa y sirvió vino en las dos. Ella puso un cuenco de arroz blanco y una ensalada sobre la mesa y tomó asiento frente a él. Con toda autoridad, él llenó los dos platos.
Durante un rato comieron sin hablar hasta que ella decidió para romper el silencio para recuperar un ambiente de normalidad.
–¿Has tenido un buen viaje?
–Suenas como si fueras una amante esposa –farfulló él, con una mueca.
–Lo siento. Sólo intentaba ser agradable.
–¿Mientras que yo hago todo lo contrario? –apuntó él, cínico. Y dando uno de esos giros repentinos que parecían destinados a molestarla, añadió–. El día que te contraté mencioné que Caitlin era hija de mi hermanastro.
Aunque era más una afirmación que una pregunta, exigía una respuesta, así que ella asintió con la cabeza.
–No me preguntaste qué fue de él –dijo. La vio palidecer hasta adoptar un tono ceniciento–. Me pregunto por qué.
–No me pareció que fuera de mi incumbencia –repuso ella, escuchando el eco de su propia voz rebotando en su cabeza una y otra vez.
–Te lo diré de todas formas. Hoy hace tres años que murió en un accidente. Por eso estoy de tan mal humor…–explicó. Ella lo miró paralizada, incapaz de hablar, como si estuviera mortalmente herida–. Espero que puedas perdonarme.
–Si, por supuesto. Lo siento –consiguió musitar Caroline tras lo que pareció una eternidad.
–Supongo que no has tenido ningún problema con Caitlin mientras he estado fuera –comentó él, volviendo a llenar las copas.
–No, ninguno. Te ha echado de menos, desde luego, y ha preguntado por ti todos los días.
–¿Me llama papá?
–Sí.
–No la he desanimado porque espero poder adoptarla –sin cambiar de tono de voz, continuó– ¿Has hecho algún plan especial para mañana?
–¿Plan especial?
–Es el cumpleaños de Caitlin.
Caroline tragó saliva, intentando reaccionar al golpe.
–Yo…, no lo sabía. Nadie lo mencionó…–balbució y al ver que el rostro de Matthew se endurecía con ira, añadió– ¿Era de eso de lo que querías hablarme?
–Entre otras cosas. Pero primero hablaremos de eso.
–Mañana, cuando la lleve a la guardería, hablaré con las madres de sus amigos e intentaré organizar una fiesta para por la tarde, con tarta y… –sugirió.
–No será necesario. Antes de salir de viaje, organicé una fiesta en un McDonalds, con tarta, mago y todo lo demás. Irán alrededor de una docena de amigos de Caitlin.
Caroline se sintió como si la hubiera abofeteado, y volvió a tragar saliva.
–Siento que no me lo mencionaras antes… Ni siquiera le he comprado un regalo de cumpleaños.
–No hay ninguna necesidad de que le compres nada.
–Me gustaría hacerlo.
–Muy bien. Si quieres elegir algo, tómate la mañana libre. Estaré en casa todo el día.
–Gracias –contestó ella con sequedad. Después, como si no tuviera ninguna importancia, preguntó–. ¿La llevaras tú a la fiesta?
–Sí. Había pensado llevarla. ¿Por qué? ¿Quieres tomarte todo el día libre?
–No, era sólo una pregunta.
Caroline se levantó y, disimulando su decepción, recogió los platos. Cuando él rechazó con un gesto la tarta de chocolate, llevó la cafetera a la mesa.
–¿Tienes algún plan para las vacaciones? –preguntó él mientras ella llenaba las tazas.
–No.
–Bien. Pensaba pasar las navidades lejos de aquí.
–Entonces, ¿quieres que me quede aquí con Caitlin?
–No, quiero que las dos vengáis conmigo. Soy dueño de un club de campo y de un centro termal en Clear Lake.
Caroline se quedó helada.
–¿Has estado alguna vez en un centro termal?
–No… No sé nada de ese tipo de lugares.
–Entonces ya es hora de que conozcas uno. ¿Sabes nadar?
–No –mintió ella, invadida por el pánico.
–Entonces será la oportunidad perfecta para que aprendas.
La idea de volver a Clear Lake, donde había sido tan feliz, la llenó de angustia.
–No parece que te guste la idea –comentó Matthew, notando su reacción.
–Me pagas para que cuide de Caitlin, no para que aprenda a nadar –protestó ella, diciendo lo primero que le vino a la cabeza.
–Para el año que viene Caitlin sabrá nadar; es mejor que tengas experiencia para poder acompañarla.
Caroline se dio cuenta de que hablaba sobre el año siguiente como si contara con ella, y sintió una oleada de satisfacción.
–Pero alguien tendrá que cuidarla mientras yo…
–«Alguien» lo hará. Es un centro familiar. Además de la plantilla profesional, hay enfermeras y niñeras. El año pasado inauguramos una guardería y un centro de actividades infantiles. Así los niños se entretienen, las niñeras habituales pueden irse de vacaciones –la miró burlón– y los padres disfrutan a su aire. El sistema fue idea mía y me gustaría comprobar personalmente cómo funciona –con tono sarcástico, añadió–: Es decir, si no tienes ninguna objeción.
–No, no tengo ninguna objeción –aceptó ella. Lo que menos deseaba en el mundo era acompañar a Matthew a Clear Lake, pero trabajaba para él y no podía negarse.
–Bien. Entonces está decidido. ¿Puedes estar preparada mañana después de la fiesta? A la edad de Caitlin viajar en coche es muy aburrido, pero si lo hacemos por la noche dormirá gran parte del viaje.
Cuando salieron de Nueva York, a última hora de la tarde, llevaba un buen rato nevando. Copos blancos cubrían las aceras, se adherían a farolas y edificios, y se acumulaban con forma de sombrero puntiagudo sobre los semáforos. Las carreteras estaban despejadas y el viaje, en el todoterreno que Matthew había preferido a su Jaguar habitual, fue cómodo y poco problemático.
Tal y como él había predicho, Caitlin, recién bañada y en pijama, dormía profundamente en un saco de dormir. Durante largo rato, el silencio sólo se vio interrumpido por el ruido del limpiaparabrisas.
Caroline miraba los copos de nieve sin verlos en realidad; pensaba en la fiesta de cumpleaños. Le había puesto a Caitlin un vestido de fiesta y lazos a juego, que ella misma había comprado esa mañana. Cuando Matthew llegó a por la niña sólo había dicho «Vaya, estás preciosa», y eso alivió su desazón.
–¿Puede venirse Caro? –preguntó Caitlin.
–¿Por qué te llama Caro? –espetó él, con voz disgustada.
–Yo se lo sugerí –admitió Caroline.
–¿No crees que «nana» sería más apropiado?
–Pensé que quizás hubiera llamado así a su abuela… algunos niños lo hacen –explicó ella, apurada.
–¿Puede venir, papi? –insistió Caitlin.
–¿Quieres que venga?
La niña asintió con fuerza.
–¿Tienes algo mejor que hacer? –preguntó Matthew, posando sus ojos verdes en el rostro de Caroline.
–No, me encantaría ir –repuso ella con entusiasmo; la posibilidad de asistir la hizo tan feliz que olvidó su precaución habitual.
La fiesta fue un gran éxito. Si Caroline hubiera notado la frecuencia con que Matthew la miraba a ella, en vez de a Caitlin, se habría alarmado; pero estaba tan ensimismada mirando a la niña, que el único momento difícil fue cuando una de las empleadas la llamó «señora Carran» y percibió la mirada helada de Matthew.
–¿Te gustó la fiesta? –preguntó él irónico, como si hubiera adivinado sus pensamientos.
–Oh, sí. Siempre me han gustado las fiestas infantiles –contestó ella con ligereza, intentando no mostrar su emoción–. Ver sus caritas y sus reacciones es fascinante.
–Creí que quizás, al tener que estar pendiente de tantos niños, te habrías arrepentido de ir.
–Oh, no, me encantó.
–Aunque quizás deberías haber llevado uniforme –reconvino él mordaz–. El personal creyó que eras la madre de Caitlin.
Caroline se quedó callada.
–¿Has estado antes en Clear Lake? –preguntó él, dando un súbito giro a la conversación.
–No –mintió ella, inspirando profundamente.
–El paisaje es precioso, con bosques, montañas y manantiales de agua caliente. Es muy popular entre los neoyorquinos; por eso decidí construir el centro termal –con un ligero tono despectivo continuó–: Permite que los hastiados ciudadanos, o al menos los acomodados, se relajen y se dejen mimar en un entorno pintoresco.
–Suenas un poco… despectivo…
–Me encanta el lago, pero el ambiente del club siempre me ha parecido agobiante, por no decir claustrofóbico. Hace un par de meses pusieron en venta una vieja casa que me gustaba y decidí comprarla. Así, cuando haya acabado con las reformas, tendré un sitio realmente mío al que ir cuando necesite escapar de la ciudad.
Caroline se relajó y comenzó a respirar con regularidad, pero la calma sólo duró un instante.
–A mi hermanastro también le gustaba escaparse de la ciudad, pero solía quedarse en un hotel al norte del lago. Estaba allí de vacaciones cuando conoció a la mujer que se convirtió en su esposa. Creo que tuvieron un encontronazo en el vestíbulo del hotel. Fue amor a primera vista, al menos por parte de él. Estaba loco por ella…
Caroline, dolorida, se preguntó por qué razón Matthew le contaba eso. Parecía que estuviera atormentándola a propósito.
–Aunque supongo que no tenía ni idea de cómo era ella en realidad… –añadió Matthew con amargura y enfado–. Lo cierto es que la madre de Caitlin no tenía ni escrúpulos ni moralidad.
Caroline se estremeció. Estaba claro que, a pesar del paso del tiempo, Matthew aún odiaba a su cuñada. Él puso punto final a la conversación encendiendo la radio; el sonido de Puente sobre aguas turbulentas inundó el coche.
Caroline, vacía y emocionalmente agotada, apoyó la cabeza en el asiento y cerró los ojos. Debió quedarse dormida; cuando abrió los párpados entraban en el lujoso centro termal que vio por primera vez cuatro años atrás.
Entonces había una tormenta de nieve; ahora vislumbró una escena de serena belleza. La nieve cubría todo con un suave manto de blancura y algunos copos revoloteaban suavemente en su caída hacia el suelo, pero el cielo estaba casi despejado. De la zona central partían varios caminos bien iluminados y ante la puerta principal había un árbol de Navidad enorme, adornado con bolas brillantes.
A Caroline la sorprendió que Matthew, en vez de dirigirse a la entrada principal, tomara un camino hacia la izquierda y parara ante un chalet de madera de una sola planta, ligeramente apartado del resto.
–¿Algo va mal? –preguntó él secamente, al ver la sorpresa en su rostro.
–No… Imaginaba que nos alojaríamos en tu apartamento del edificio principal.
–¿Cómo sabes que tengo un apartamento en el edificio principal? –preguntó él, su voz sonó tranquila pero letal.
–Bueno, no, no es que lo sepa, claro… Pero me imaginé… –tartamudeó ella, y calló.
–Lo cierto es que has acertado –admitió–. Dispongo de una suite, pero sólo tiene dos dormitorios; habrías tenido que compartir uno con Caitlin. O conmigo –Caroline se sonrojó profundamente y él añadió con sorna–. No me gustó la primera opción y creí que a ti no te gustaría la segunda.
Matthew abrió la puerta y salió del coche. Ella, molesta y alarmada por su estúpido error, lo siguió.
Caitlin, firmemente sujeta al asiento que compartía con Barnaby, seguía dormida. Matthew levanto a ambos con cuidado y los llevó al chalet, a una pequeña habitación con mobiliario infantil. Después, mientras Caroline la acostaba, salió a por el equipaje.
Caroline encendió el intercomunicador, bajó la luz de la lámpara al mínimo y, tras besar la arrebolada mejilla de la niña, salió a la bonita zona de estar. En el centro de la habitación, situado a un nivel más bajo, había un sofá cubierto con suaves cojines, frente a la chimenea ya encendida. A un lado había una moderna cocina francesa, con un frigorífico bien abastecido.
Caroline se quitó el abrigo y lo colgó tras una de las puertas correderas del vestíbulo, todavía desconcertada. Había esperado un bullicioso hotel, y la idea de estar allí a solas con Matthew le parecía maravillosa e inquietante al mismo tiempo; por no decir peligrosa. Desde su vuelta de Hong Kong, él estaba muy raro, siempre parecía a punto de estallar.
Recordó sus palabras «…si me resulta imposible no ponerte las manos encima…» y tembló. Sólo tenía que besarla o tocarla una vez, y estaría perdida…
La primera vez que lo vio, aunque tenía una cierta relación con otro hombre, se enamoró perdidamente de él. Matthew satisfizo sus deseos más profundos y primarios, y cuando recordó la intensidad de su respuesta cuando él le hizo el amor, su frente se cubrió de sudor y se le humedecieron las palmas de las manos. La intensidad atracción había sido mutua. La había poseído con urgencia apasionada, pero sin dejar de ser amable, cariñoso y profundamente tierno.
Sin embargo, parecía que, con el transcurso de los años Matthew había desarrollado una vena de crueldad y no dudó ni por un momento que la destrozaría en pedazos, emocionalmente hablando, si le daba la más mínima oportunidad.
La puerta se abrió y Matthew entró cargado de maletas, con copos de nieve derritiéndose en su pelo oscuro. Dejó la maleta de ella en el dormitorio más cercano al de la niña y luego fue a guardar sus cosas y las de Caitlin.
El viaje había sido largo y Caroline, suponiendo que le apetecería beber algo, puso agua a hervir. Estaba llenando la cafetera cuando oyó sus pasos. Levantó la vista y se miraron a los ojos en silencio.
–¿Te preparo algo de cena? –preguntó nerviosa.
–No espero que cuides de mí, además de cuidar a Caitlin –repuso él con brusquedad.
–No es ninguna molestia –se sonrojó ella.
–En ese caso, gracias.
Ella preparó unos sandwiches de jamón y queso; él se sentó en el sofá con los codos apoyados en las rodillas, contemplando las llamas. Tenía una mirada sombría y reconcentrada que no auguraba nada bueno. Caroline colocó la cafetera y los sandwiches en una bandeja y los llevó a la mesita, luego se dio la vuelta, batiéndose en retirada.
–¿Dónde vas? –exigió él.
–Estoy algo cansada –repuso tímidamente–. Pensaba irme a la cama.
–Siéntate y toma un café y un sandwich.
–No tengo hambre, y el café me quitará el sueño
–Entonces quédate y charla conmigo –ordenó él. Caroline se mordió el labio y se sentó en la otra punta del sofá.
–¿De qué quieres hablar?
–De ti. Me gustaría saber por qué vas por ahí diciendo que eres la señorita Smith.
–Porque es mi nombre –acertó a responder Caroline, casi sin aliento.
–Señorita… ¿por qué, si has estado casada?
–¿Qué te hace pensar que he estado casada? –preguntó ella con voz chillona, pálida como una sábana.
–¿Recuerdas el día que te llevé a por tu equipaje? Mientras hacías la maleta, la señora Amesbury me enseñó una foto tuya con las gemelas, de cuando empezaste a trabajar para ellos. Estás sentada con una niña en cada rodilla… –explicó. Ella lo miró fijamente, tenía los ojos oscuros de miedo–. No se te ve mucho la cara, llevas gafas y tienes la cabeza gacha, pero las manos están bien enfocadas y se ve claramente una alianza.
Ella se la había quitado para siempre poco tiempo después.
–Cuéntame algo de tu matrimonio –insistió él.
–No hay mucho que contar –empezó ella, con voz quebradiza como el hielo–. Los dos éramos jóvenes y no duró mucho.
–¿Dónde está tu esposo ahora?
Caroline, a punto de mentir y decir que la había abandonado, titubeó. ¿Y si Lois Amesbury le había contado lo poco que sabía de ella?
–Mi marido murió –admitió con esfuerzo.
–¿Qué necesidad tiene una respetable viuda de presentarse como señorita Smith?
–Decidí olvidar el pasado y recuperar mi nombre de soltera. Ahora, si me perdonas, estoy muy cansada –antes de que pudiera detenerla, se puso en pie y se marchó presurosa.
Aunque escapar así no fuera lo más adecuado, no pudo evitarlo. Estaba emocionalmente exhausta, no aguantaba más.