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PRIMERA PARTE
ОглавлениеHermann Linch era un hombre bastante insignificante. Desde pequeño había sido quizá el niño más insignificante de la guardería, del colegio y, posteriormente, de la universidad. No tenía nada que le hiciera especial, no tenía ningún rasgo significativo, nada de marcas, nada de cicatrices, nada que pudiera identificarle como el ser único que era. Y por tanto, en el estado insustancial en el que se encontraba, tampoco era una persona que fuera a llevar piercings o tatuajes, cambiar su color de pelo o cambiar cualquier otro rasgo de su anatomía.
Nunca le había gustado relacionarse con sus semejantes y sin saber por qué empezó a pasar desapercibido.
Todos los días efectuaba los mismos rituales. Se levantaba temprano, desayunaba mirando en la televisión los noticieros de la mañana, después se duchaba, elegía cuál de sus trajes se iba a poner aquel día y se marchaba a la oficina caminando. Hermann adoraba caminar y perderse por las calles. Y no lo hacía por hacer ningún tipo de deporte ni por otra cuestión de salud, que era inmejorable. Solo tenía un fin en sus largos paseos: deseaba el contacto humano, observaba a la gente, la analizaba, podía saber cómo era cualquier persona solo con mirarla unos segundos a los ojos. Se convirtio en el eterno observador, él lo prefería así. De ese modo no tenía implicaciones con nadie. A veces incluso pasaba rozando el hombro de un viandante y podía sentir el calor, la energía humana que se desprendía y que le erizaba el vello.
Salía de su casa media hora antes de lo que sería estrictamente necesario para acudir a su puesto de trabajo, sólo para poder dar esos largos paseos.
Distinguía muy bien todos los tipos de persona que podía encontrarse por la mañana y también los que encontraría horas después al salir del trabajo por la tarde.
Todo el mundo en verdad le parecía interesante, porque pensaba que todos albergaban una historia personal. La estudiante que pasaba rápido, volando sobre las aceras porque llegaba tarde a clase; el trabajador que no deseaba llegar nunca a su trabajo; el abuelito que empezaba su jornada diurna en el bar de la esquina, el que llegaba a casa desde la noche anterior que había salido de fiesta. En fin, y tantos otros muchos. Tenía demasiados nombres ficticios para tantos rostros diferentes, él mismo los había bautizado. No llevaba ningún tipo de recuento acerca de lo que veía porque no lo deseaba, solo quería observarlos en el instante en el que permanecían con él, luego ya no importaban.
Por las tardes, ocurría la metamorfosis: las personas eran diferentes, la gente estaba cansada por lo general. Otros, más relajados y contentos, iban de compras, paseaban cogidos de la mano disfrutando un amor mutuo, un amor.
Hermann nunca había estado enamorado, pero, ¡en fin!, quien no sabe lo que es tampoco puede saber lo que se pierde. Le inquietaban los enamorados porque no parecían ser ellos mismos. Era más difícil de lo habitual analizarlos. Hermann siempre creyó que esta tara se debía a que no pensaban del todo por sí mismos, sino que pensaban en común.
Cuando llegaba a la oficina las cosas transcurrían de forma rutinaria, sus funciones se desarrollaban una tras otra día tras día. Él no iba a las reuniones porque había pedido específicamente no ir nunca, no le gustaba tener que relacionarse de forma tan directa con alguien, tener que interactuar de esa forma con gente que no conocía, simulando que le importaba aquello que le decían.
-Vamos a tomar algo después del trabajo, Hermann?
-No, gracias.
Siempre educado, siempre correcto. Ni siquiera era sombrío, solo solitario. Caía bien a todo el mundo. En realidad le consideraban casi un genio y, claro, los genios suelen ser solitarios, así que Hermann podía hacer todo aquello que quisiera casi sin que nadie le molestara.
No era nada maniático, no era un obsesivo compulsivo, simplemente no le gustaba demasiado hablar con la gente. No, eso no era para él. Sin embargo, estaba intrigado por la naturaleza humana.