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I. CLOE

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A Cloe la conoció en primer lugar. Era verano, hacía calor, demasiada.

Ambos tuvieron un encuentro casual en una piscina de un club para familias adineradas, para hijos de familias pudientes a los que no les importaba veranear, año tras año, en el mismo lugar con las mismas gentes y contarse los unos a los otros las mismas cosas de época estival.

Él había estado nadando en esa piscina desde que llegó, ella no. Cloe llegó, se quitó su vestido blanco y expuso su pequeño bikini también blanco, y luego de un largo silencio general todas las miradas se tradujeron en comentarios en una voz no tan baja como la conveniencia sugería.

-Esa, ¿a qué viene aquí?

-La familia de ella está arruinada, no sé qué pinta en el club.

-Querrán resurgir de sus cenizas mandando aquí al ave fénix a ver si logra embrujar a alguno de nuestros jóvenes.

-Es una cualquiera, una paria.

Y tantos y tantos comentarios que Hermann se reía internamente (y no de otra forma, porque su naturaleza se lo impedía). A la vez que la sonrisa crecía en su interior, la curiosidad por aquel ser le devolvió momentáneamente a la vida. El hastío del verano había acabado.

No es que la deseara como mujer, porque Hermann aún con dieciocho años no deseaba nada, ni mujer ni hombre, sólo sentía una inmensa curiosidad que le pasmaba ante aquel ser maravilloso. Un ser tan perfecto, tan lleno de curvas, de baches, de montañas y valles, de inmenso mar en su mirada y más mar en su ondulado pelo castaño. Perfecta, y perfecta más aún por ser detestada. Rebosante curiosidad, solo curiosidad al diseccionar por partes a ese nuevo ser humano y ver que todas ellas estaban donde deben estar y encajaban como perfectas piezas en esos puzles corporales que somos las personas y después un pensamiento truncado por el sonido de su voz:

-Hola

Tan directa, tan perfecta.

-Hola, soy Linch, bueno, Hermann para los amigos.

-¿Soy tu amiga?

-Ahora sí.

-¿Por qué debería ser tu amiga?

-Porque te he conocido y eres perfecta para ello.

-¿De qué me conoces tú si se puede saber?

-De mirarte.

-Me parece que eres un conquistador.

-Nada más lejos de mi intención, mi interés es académico.

-¿Académico? ¿Por qué?

-Me gusta descubrir de qué están hechas las cosas.

-¿De qué estoy hecha yo?

- No tú exactamente, sino lo que representas.

- Oye, de verdad que no me interesa este juego, hace calor en casa y pensé darme un baño, nada más. No me gusta el cariz que está tomando esta conversación y no quiero nada contigo.

- No lo estás entendiendo, no me interesas más de lo que me podrían interesar los componentes de la idea del sufrimiento, de la felicidad y en este caso de los componentes de la perfección.

Cloe le dirigió una larga mirada, bajando pesadamente sus párpados, como asintiendo. Y sin más, sin hablar más, se tiró a la piscina. Nadó durante veinte minutos y luego fue a buscar a Hermann, que estaba esperándola pacientemente en el borde de la piscina. Ella le miró y supo que aquel muchacho era diferente y que, en realidad, aquello no tenía por qué ser malo.

Mientras tanto, Hermann había estado analizando cómo un ser terrestre podía ejecutar tan suavemente movimientos en un medio acuático y se imaginó que si el cuerpo de aquella muchacha se lo permitiera, podría volar igual de grácilmente como nadaba, y así, tan perfecta en el agua y el aire, se instauró en su mente.

Cloe sabía que Hermann realmente sentía una admiración por ella que superaba lo carnal, que no tenía nada que ver con ello y no sabía si la idea le preocupaba o le agradaba, porque nunca antes la había sentido y menos en un muchacho.

Así que, en realidad, los dos exploraban y aprendían y así sucedió y se sucedieron los días hasta que llegó Set. De momento los dos jóvenes continuaban su rara amistad. Ya no iban al club porque Cloe no deseaba sentirse presa de las miradas y Hermann quería que estuviese cómoda cuando hablara de ella y de su pasado, porque sólo así él podía descubrir todo lo bueno que había en aquel ser perfecto.

Salieron, conocieron a más gente, él se mantenía en la distancia, pero Cloe no, porque sin saberlo era una cazadora nata y, como tal, hubieron otros, otros muchos hombres que acompañaron a los dos amigos de bar en bar, a la playa, a la piscina, al cine o a cenar. Ahora bien, él la miraba a ella y la veía tal y como era, ellos no. Ellos veían algo que Hermann era incapaz de ver. Cosas del destino y de la mala suerte, Cloe deseaba que él viera lo que los otros, y que los otros vieran algo de lo que él veía en ella.

Una noche, cuando ambos amigos se despidieron, ella se paró en seco y de repente:

-¿Por qué no?

-¿Por qué no el qué?

-¿No te gusto?

-Ya te he dicho muchas veces que eres perfecta.

-¿Perfecta cómo qué y para qué?

-¡Todo son preguntas, Cloe! No es necesario contestar a todas las preguntas.

-Para mí sí. Tú me gustas.

-No te puedo gustar porque no me conoces. No te puede gustar el recipiente si no has probado la bebida que contiene.

-Linch, de verdad, eso sí que no es necesario. Si quieres que sólo seamos amigos eso es lo que seremos, pero dime que no te gusto y ya está, me conformaré con eso.

-Sería una mentira.

-Sería una verdad porque no hay nada que me demuestre lo contrario.

-Hemos pasado casi dos meses juntos, es más de lo que te puedo dar. Me gusta tu compañía, aprendo de ti.

-No, Hermann, ya basta, creo que ya sabes suficiente sobre mí.

-Nunca se sabe suficiente sobre nada y sobre ti menos. Podría pasarme años contemplándote y aprendiendo.

-Ahórratelos.

Sin despedidas, sin miramientos, tan directa, tan sincera. La perfección huyendo de aquel muchacho que seguía impávido esperando en la misma acera donde le dejó su amiga. Se quedó parado, petrificado, un largo tiempo, pensando en su pérdida, pero sin remordimientos y sin pena. Había aprendido mucho durante aquel verano y sabía que en algún momento los caminos que tan perfectamente se creen diseñar de forma aislada, tienden a confluir en uno solo.

Después de aproximadamente una hora abandonó el lugar de su ficticia derrota para irse a casa a dormir y rememorar todos los momentos que pasó al lado de aquella humana.

Y la humana, llorando desconsoladamente en un bar, encontró consuelo, sin ni siquiera tener que pedirlo, en otro humano, que como tal, y siendo portador de una gran alma, tenía un nombre. Se llamaba Set.

***

El hecho de que todo hombre o animal tenga alma, no es algo fortuito, es algo que el hombre o animal gana a lo largo de los años por méritos propios. Esto es algo que Hermann aprendió de un gran hombre. Y Set tenía un alma.

Era suya casi desde el momento que supo hablar y razonar, era suya por su bondad, su extrema bondad, ¿Cómo negar a un hombre bueno su alma? Set la merecía porque el alma es algo de merecer, desde que tenía aproximadamente siete años.

Era una mañana soleada, Set vivía en una humilde casa (por llamarlo de alguna forma) y su madre, enferma de cáncer, dormitaba en una pequeña cama cerca de una ventana.

Al presentir su muerte, al mirar el alma de Set, un alma que ya no estaba ligada a este mundo, sólo pudo decirle a su madre:

-Estarás mejor, yo iré a buscarte cuando sea mi tiempo, no te preocupes mamá.

Y así, el alma de la madre de Set partió; y así fue también como Set obtuvo su alma. Alma que fue engrosando año tras año y vivencia tras vivencia porque ese niño siempre fue bueno, siempre se portó bien, nunca obró mal.

Nadie merecía más que Set tener su propia alma, y nadie más que Set merecía conocer a Cloe y enamorarse de ella.

La bondad reconoce todas las cosas buenas, por tanto: ¿Qué mejor que la perfección?

Cuando Set tenía doce años se tiró sin pensarlo a un lago que había cerca de su casa para salvar a una de sus hermanas que se debatía entre la vida y la muerte, ya que era demasiado pequeña para haber aprendido a nadar. La salvó.

Un año después ayudó a un amigo a no caer en las drogas, a mirar algo más allá, a pensar que la vida podía ser mejor. Ahora Johan es abogado de éxito y tiene una gran familia.

Tres años más tarde, su abuela, la que tanto había cuidado de él y de sus cinco hermanos, falleció. Él, a pesar de no ser el mayor de los hermanos, se encargó del funeral y de todo lo que eso conllevaba. No dejó llorar a sus hermanos ni más ni menos de lo necesario.

Realizó una gran tarea como voluntario en numerosos centros: fue bombero, incluso cuidó de animales en su propia casa sin tener él siquiera de qué alimentarse. En fin, Set era bondad, y no por todo lo relatado hasta ahora, sino por mucho más que no se nombra en estas líneas.

Al final, tuvo que trabajar como camarero en un bar. No era su pasión, pero a su modo, podía aún ayudar a gente, aún era capaz de ayudar, de comprender y escuchar a todo aquel que se sentara en la barra de su bar para beber una copa y conversar. Él pensaba:

-Todo el mundo tiene problemas, y los problemas los solucionan bebiendo, así ¿qué mejor que ser camarero para poder ayudar a la gente?

En cierto modo, este pensamiento le consolaba de no poder hacer cosas más grandes. Y por otra parte, tenía razón, todo el mundo tenía problemas y muchos los solucionaban de la misma ridícula forma. Esto es algo que también Linch ya había observado en otras ocasiones. Gente deprimida, angustiada, que sale con sus amigos a tomar algo, que sus amigos se van, que sus amigos nunca llegan y él o ella permanecen en el bar, bebiendo una copa. En verdad -pensaba Hermann- todo son excusas.

El alcohol, como comprendía él, no era una forma de castigo, sino una recompensa. Era una escapada, pero no “la escapada”, era algo casual o no, pero no debía ser algo rutinario, o más bien necesario.

Estaba cansado de ver gente en los bares pidiendo una copa tras otra sin ninguna finalidad. Esperando el suave balanceo o la fuerte marejada para dormir por fin en paz con su propia conciencia. Y eso era solo lo que él y Set como condición de camarero podían ver. Detrás, después de todo aquello, eran tantos los que bebían en sus casas que Hermann temblaba tan sólo ante la posibilidad de estar sólo en su isla de contención y austeridad, viendo a lo lejos marineros que encaraban peligrosas tormentas.

La historia de cómo surgió el amor entre la muchacha perfecta y el bondadoso camarero la conocería años después, volviendo a hablar con Cloe.

Aquella noche, una puerta se abrió en el bar donde trabajaba. Entró una hermosa chica, no miró a nadie, aunque todo el mundo la miraba a ella. No había mucha gente en el bar, pero sí la suficiente para que el escrutinio fuera completo.

Sintiendo el peso de las miradas acuciantes, Cloe se dirigió hacia el único lugar que parecía seguro. Eligió la barra, ya que, tras un vistazo rápido hacia delante, no vio a nadie sentado allí. En realidad no vio ni siquiera al camarero, el que iba a atenderle aquella noche y muchas otras noches más.

-¿Me puedes poner un whisky?

-¿Con qué te lo pongo?

-Solo.

-Como quieras, aunque no creo que sea lo mejor.

Cloe se contuvo, no quería discutir con nadie, al menos con nadie más aquella noche, pero le molestó que el camarero no acatara sus órdenes. Ante la penetrante mirada de ella, él se disculpó y fue a por la bebida.

El ensimismamiento llegó a Cloe más o menos a mitad de su pedido. El fuego que fluía hacia abajo había calmado su sed de venganza. Aprovechó para mirar en derredor, aún no había observado el local y se dio cuenta que aquello no tenía nada de particular, una barra situada en frente de la puerta principal más iluminada que el resto del espacio y poco más. Las mesas tenían muy poca iluminación, así que Cloe no podía distinguir los rostros de la gente que estaba sentada en ellas. Bien mirado, tampoco le importaba.

Normalmente la gente que suele conocer en bares solo espera una cosa de ella y, claro, normalmente no es una buena conversación. Le sorprendió que el intrépido camarero se atreviera otra vez a hablar con ella.

-Todos te miran aquí ¿sabes?

-No me importa.

-Debes estar acostumbrada a que te miren.

-Puede.

-Oye, sé que he empezado con mal pie. No quería ser entrometido, pero intentaba ayudarte.

-No importa, es que no es un buen momento para mí.

-Ah, ya, bueno y ¿sería mañana un buen momento si volvieras a la misma hora y te pusiera otro whisky?

-Podríamos volver a empezar- Esta vez, Cloe no rechistó.

Durante aquel silencio Cloe pensó y repasó toda su historia con Hermann. Le surgieron las dudas cuando miró al camarero. Ahora le repasaba con la mirada.

Puede que no fuera tan atractivo como Hermann pero tenía una belleza atemporal, sumado a una serie de rasgos que hacían su rostro algo femenino. La nariz perfilada, labios finos, pero bien definidos, pelo claro en la barba y ojos color ámbar. Todo eso le decía a Cloe una verdad que no podía reprimir por más tiempo.

-Claro, aquí estaré mañana.

-Pues mañana me pagarás la copa.

-Puede, aunque luego me tendrás que invitar tú a cenar.

-Por supuesto, ¿Cómo te llamas? Lo digo porque mañana me encantaría poder saludarte cuando entres en escena. Ya sabes que aquí eres la actriz principal.

-Me llamo Cloe ¿y tú?

-Yo, Set. Soy camarero de este bar, pero terminaré pronto mañana. Creo que podríamos ir a cenar sobre las diez de la noche. Me gustaría hablar contigo en un ambiente que no sea este.

Apurando el vaso, Cloe sintió como se le había ido de las manos la conversación. Dicen aquello de lo del clavo sacando otro clavo, pero realmente no esperaba aquello. Era demasiado pronto. Bien mirado, ahora ya no podía volver atrás, le habían hecho daño y ella había encontrado consuelo en un desconocido que parecía amable.

Salió del bar. De camino a casa pensaba en la extraña situación en la que se había visto envuelta durante todo el día. Primero Linch había roto su corazón y, espontáneamente, había invitado a cenar a un camarero cualquiera una hora después de la ruptura.

El corazón hace cosas extrañas a veces. Cuando debe arriesgarse es incapaz de hacerlo y cuando debe permanecer hibernando, se despierta sin previo aviso y pone en aprietos a su víctima.

Bueno, quizá Hermann despierte algún día. Ese pensamiento le perseguía por las calles de la ciudad. Ese pensamiento cerró la puerta de su casa y la arropó en la cama. Al día siguiente, el pensamiento había desaparecido, puede que se hubiera escurrido en la primera ducha de la mañana porque lo cierto es que no volvió a verlo nunca más, ni siquiera untado en sus tostadas.

Cloe cambió un pensamiento por una buena resaca. No es que no estuviera acostumbrada a beber, pero desde luego llorar y beber incrementa la posibilidad de que quieras cambiar tu cabeza por otra a la mañana siguiente. Creyó que coger el coche no sería lo más apropiado en el estado en el que se encontraba. Tampoco se quería quedar en casa esperando la hora de la cita con su flamante desconocido, así que pensó que podría empezar con buen pie e ir a comprarse un bonito vestido para la noche que le esperaba.

Cloe era siempre tan complaciente que no podía evitarlo. Y, ahora que ya había decidido que quería gustar a Set, nada podía pararla.

Era como un depredador vestido con una suave y agradable piel. No es que quisiera engañar a nadie, es que su naturaleza le hacía parecer perfecta a la gente. Se esforzaba cuando conocía a alguien. Hacía todo lo que tenía que hacer. Se afanaba por hacer todo tipo de tareas, descubrir los gustos de la otra persona e intentar realizarlos, no incomodarla con ideas contrarias a la suyas, parecer feliz, agradable, bella. Cloe sabía que eran todas esas cosas, y era consciente de lo que hacía. Lo único que no vislumbraba era si algún día podría parar de hacerlo. No sabría cómo dejar de gustar a los demás. De todas formas, daba igual, no es algo de lo que se hubiera dado cuenta aún. Solo Hermann lo sabía, quizá por eso quiso estar con ella. Le parecía curioso que alguien simulara ser otra persona sin ni siquiera saberlo y que lo tuviera tan sumamente interiorizado que le pareciera real.

Sí, Cloe era perfecta, pero: ¿Cómo lo hacía? ¿Lo era? ¿Era perfecta en realidad?

Hermann Linch

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