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CAPÍTULO 2


¿QUIÉN ES ESE QUE SE PROPONE HACER TEOLOGÍA?

Antes de arriesgarnos a hablar de Dios debemos preguntarnos cosas sobre el ser humano. Sin él, la

pregunta acerca de Dios pierde sentido. Si perdemos el ser humano, perdemos la senda que nos conduce a la realidad última.

Él es quien, mirándose a sí mismo, a la historia, a la naturaleza y al universo estrellado, se pregunta:

¿Quién puso todo eso en movimiento? Preguntas como esa son inevitables. Poco importa la creencia que tengamos o no tengamos, o la visión del mundo que asumamos, pues ambas se imponen forzosamente al espíritu humano.

El ser humano en el proceso antropogénico

A fin de cuentas, quiénes somos nosotros, pequeños seres sensibles, pensantes y amantes, sobre un pequeño y viejo planeta perdido en la inmensidad del espacio sideral?

Cuando nos planteamos radicalmente preguntas como esta, todos nos volvemos filósofos y teólogos, aunque no utilicemos esos nombres.

Pero hay quienes se toman esas preguntas como oficio de reflexión para su vida. Se hacen filósofos, pensadores y teólogos de las más diferentes tendencias.

Teniendo en cuenta todos los conocimientos que ya han acumulado las ciencias, nos preguntamos, tal vez con perplejidad: al final, quiénes somos como seres humanos?

El universo preparó todos los factores y encontró un sutil equilibrio entre todas las energías, informaciones y formas de materia para que emergiese el ser humano, portador de autoconciencia y de la percepción del misterio. Pero para ser lo que es hoy, sapiens sapiens, tuvo que recorrer un largo camino. Así como hay una cosmogénesis, hay también una antropogénesis, la génesis del ser humano, hombre y mujer, a lo largo del proceso evolutivo del universo, de nuestra galaxia la Vía Láctea, y de la Tierra. Él es el final de un camino que comenzó hace más de 13 millones de años.

Hace 75 millones de años, al final del Mesozoico, surgieron los más lejanos ancestros del ser humano, los simios. Eran pequeños mamíferos no mayores que un ratón. Vivían en lo alto de árboles gigantes, alimentándose de insectos y de flores, temblando de miedo a ser devorados por los dinosaurios mayores.

Tras desaparecer los dinosaurios hace 65 millones de años, esos simios pudieron evolucionar sin impedimentos. Hace 35 millones de años ya los encontramos como primates, que formaban un tronco común del que salieron los chimpancés y otros grandes simios por un lado, y nosotros, los seres humanos, por otro. Vivían en las selvas africanas, adaptándose a los cambios climáticos, en algunos momentos de lluvias torrenciales, en otros de tórridas sequías.

Hace 7 millones de años hubo una decisiva bifurcación a causa de una enorme depresión terrestre, el valle del Rift, que atraviesa de norte a sur buena parte de África. Por un lado, en la parte más alta, quedaron los grandes primates chimpancés y gorilas (con los que tenemos 99% de genes comunes) en las selvas húmedas y ricas en alimentos, y por otro, en la parte baja, surgieron las sabanas y regiones secas, y los australopitecos, ya en camino de la hominización. Por vivir en un hábitat escaso de alimentos tuvieron que desarrollar más el cerebro y usar solo dos piernas para poder ver más lejos.

Entre 3 o 4 millones de años, en la depresión del Afar etíope, el australopiteco tenía características humanoides. Hace 2,6 millones de años surgió el homo habilis, que ya manejaba instrumentos (piedras pulidas y palos) como una manera de intervenir en la naturaleza. Hace 1,5 millones, ya andaba sobre las dos piernas, y el homo erectus era capaz de realizar una elaboración mental. Pero mucho antes, hace 330 millones de años, ya había surgido el cerebro reptiliano, que regula nuestros movimientos instintivos como el latido del corazón, el pestañeo y las reacciones defensivas ante algo que puede herirnos. Y después, hace 220 millones, surgió el cerebro límbico, común a los mamíferos y a nosotros, que responde por nuestro universo interior de sentimientos, cuidados, amor, deseos y sueños.

Para completar el proceso, hace 7 u 8 millones de años se estructuró el cerebro neocortical, responsable de nuestra racionalidad y conexiones mentales. En esa secuencia, hace 200.000 años irrumpió en escena el homo sapiens ya plenamente humano, con un tipo de vida social, lenguaje y organización cooperativa para la subsistencia. Finalmente, hace 100.000 años surgió el homo sapiens sapiens moderno, cuyo cerebro es tan complejo que es portador de autopercepción consciente e inteligencia.

Esta es la base biológica de la percepción consciente de que somos parte de un todo mayor y que captamos esa energía de fondo que llena el universo, llenándonos de respeto y veneración ante el misterio que se revela y se esconde en el mundo, en el cosmos y en cada uno de los seres. Somos conscientes de que un engranaje une y reúne todas las cosas, y podemos entrar en comunión con él mediante ritos, danzas, cantos y palabras.

Surgido en África —por eso todos somos africanos—, ese hombre comenzará su peregrinación por los continentes hasta ocupar todo el planeta y llegar hasta hoy, cuando comienza el gran regreso a la casa común, dando origen a la fase planetaria de la humanidad y de la propia Tierra.

A partir del Neolítico, hace cerca de 10.000 años, empezó a vivir de forma organizada, construyendo pueblos, ciudades, estados, culturas y civilizaciones, e interrogándose sobre el sentido de su vida, de su muerte y del universo, como podemos ver en los grafitos y pinturas rupestres. Empezó a organizar su visión del mundo en torno de aquella energía poderosa y amorosa que sustenta y penetra todo, descubriéndose a sí mismo como un ser abierto a la totalidad y habitado por un deseo infinito. El misterio se vuelve más y más sacramental; esto es, se intuye cada vez más en la conciencia humana, que percibe que los hechos son más que meros hechos, descubriendo en ellos más significaciones y valores.

El ser humano traduce su respuesta al misterio con mil nombres que nacen de la reverencia, del éxtasis y del amor. Se siente inmerso en ese misterio que da sentido a la vida. Se abre al mundo que lo rodea, al otro, a las diversas sociedades, al Todo, a Dios. Nada le sacia. Su grito de plenitud es eco de la voz del misterio que lo llama. Él puede ser un compañero en el amor, oyente de la palabra, anfitrión del misterio percibido dentro de sí. Puede acoger, utilizando el lenguaje de la comprensión cristiana, el Dios-comunión-y-amor, y este Dios se puede comunicar con él.

A lo largo del proceso de antropogénesis se dieron las condiciones para que sucediera esto. El ser humano es una apertura infinita que clama por lo infinito. Lo busca insaciablemente en todos lados y bajo todas las formas, pero solo encuentra lo finito. ¿Qué infinito vendrá a su encuentro y lo llenará? Un vacío infinito exige un objeto infinito que lo lleve a su plenitud.

A la luz de esa visión antropogénica, podríamos decir que el ser humano es una manifestación de la energía de fondo, de donde proviene todo (vacío cuántico o fuente originaria de todos los seres). Es un ser cósmico, parte de un universo, posiblemente entre otros paralelos, articulado en once dimensiones (teoría de cuerdas), formado por los mismos elementos físico-químicos y por las mismas energías y por el polvo cósmico que componen todos los seres. Somos habitantes de una galaxia media, una entre dos billones; circulando alrededor del Sol, estrella de quinta categoría, una entre otros 300.000 millones, situada a 28.000 años luz del centro de la Vía Láctea, en el brazo interior de la órbita de Orión. Vive en un planeta minúsculo, la Tierra, considerado como un organismo vivo que funciona como un sistema que se autorregula permanentemente, llamado Gaia, y que nos da todo lo que necesitamos para vivir, nosotros y toda la comunidad de vida.

Somos un eslabón de la corriente sagrada de la vida; un animal de la rama de los vertebrados, sexuado, de la clase de los mamíferos, del orden de los primates, de la familia de los homínidos, del género homo, de la especia sapiens/demens. Estamos dotados de un cuerpo de 30 billones de células y de trillones de bacterias, renovado continuamente por un sistema genético que se formó a lo largo de 3700 millones de años, la edad de la vida; portador de tres niveles de cerebro, el reptiliano (de las reacciones instintivas), el límbico (de las emociones) y el más reciente, de hace 7 u 8 millones de años, el neocortical (del lenguaje y de la ordenación de los conceptos).

El ser humano es portador de una psique tan ancestral como el cuerpo, que le permite ser sujeto, psique habitada por todo tipo de emociones y estructurada por el principio del deseo, con arquetipos ancestrales y rematada por el espíritu, que es aquel momento de la conciencia por el que se percibe a sí mismo y se siente parte de un todo mayor, que lo hace permanecer siempre abierto al otro y al infinito. Es capaz de intervenir en la naturaleza, cuidando o dilapidándola y, así, capaz de hacer cultura, de crear y captar significados y valores y preguntarse sobre el sentido último del todo y de la Tierra, hoy en su fase planetaria, rumbo a la noosfera por la que mentes y corazones convergen en una humanidad unificada, habitando todos juntos la casa común, en el sueño ya mencionado por el papa Francisco y otros teólogos.

Nadie mejor que el matemático y filósofo Pascal (1623-1662) para expresar el ser complejo que somos: “Qué es el ser humano en la naturaleza? Un nada ante el infinito y un todo ante la nada, una unión entre la nada y el todo, pero incapaz de ver la nada de donde viene y el infinito que le atrae”.

En él se cruzan los tres infinitos: lo infinitamente pequeño, lo infinitamente grande y lo infinitamente complejo (Teilhard de Chardin y Morin). Por ser todo ello nos sentimos enteros pero incompletos, y aun naciendo, pues nos reconocemos llenos de virtualidades que quieren venir por nada, pero aún no llegaron. Estamos siempre en la prehistoria de nosotros mismos.

El ser humano: unión de sapiens y demens

No podemos olvidar un dato fundamental de la condición humana. No es un defecto de creación, sino de su naturaleza. El ser humano es diabólico y simbólico, cruel y tierno, caos y cosmos, sapiens y demens; es decir, tiene inteligencia y sabiduría y, simultáneamente —subrayemos esto: simultáneamente— tiene también excesos y actos de demencia.

Esa realidad compleja y contradictoria pertenece a la estructura del universo y de cada ser. Venimos de un inconmensurable caos (el big bang), y la evolución/expansión/auto-creación/auto-organización es una forma de poner orden en medio de ese caos. Pero no es solo caótico, sino también generador de nuevos órdenes, de donde viene el cosmos (belleza y armonía).

Como todo tiene que ver con todo y está ininterrumpidamente envuelto en redes de relaciones, el ser humano emerge también como un ser de relaciones totales.

Por ser descriptivos, y sin querer definir la naturaleza humana, ella emerge como un nudo de relaciones que miran en todas direcciones: hacia abajo, hacia arriba, hacia dentro y hacia fuera. Es como un rizoma, un bulbo con raíces en todas las direcciones. El ser humano se construye en la medida en que activa ese complejo de relaciones totales.

El desafío permanente es dirigir y mantener bajo control el tipo de relaciones que practicamos. Pueden ser destructivas y constructivas, pueden causar maleficios y beneficios. Por eso es importante el proyecto ético de base que orienta nuestra vida: como todo tiene que ver con todo y todos los seres son interdependientes, la criatura humana emerge también como un ser de relaciones totales.

El ser humano, por ser un nudo de relaciones, se caracteriza además por surgir como una apertura ilimitada: abierto a sí mismo, al mundo, al otro y al infinito. Siente en sí una pulsión infinita que le trasmite el sentimiento de vacío; de ahí su permanente insatisfacción. No se trata de un problema psicológico que pueda ser curado por un psicoanalista o un psiquiatra; es su marca distintiva, ontológica y, como ya hemos dicho, no un defecto. Esa falta de plenitud reclama una plenitud, fuente de su permanente esperanza.

En términos biológicos somos seres carentes. No poseemos ningún órgano que garantice nuestra subsistencia. Tenemos que activar nuestra red de relaciones en todas direcciones. Por esa razón somos esencialmente seres sociales que, con los demás, construimos el habitat común. Las civilizaciones nacieron de ese impulso relacional de los seres humanos, red de relaciones totales.

Pero tenemos un límite, que es la finitud de la vida. Nos cuesta acoger la muerte como parte de la vida y el drama del destino humano que ella implica. A través del amor, del arte y la fe presentimos que la muerte no es un final, sino una invención de la propia vida para transfigurarnos por medio de ella. Y sospechamos que en el balance final, un pequeño gesto de amor verdadero e incondicional vale más que toda la materia y energía del universo juntas.

Por eso solo podemos hablar, creer y esperar en una última realidad a la que somos atraídos como prolongación del amor, en forma de infinito.

Forma parte de la singularidad del ser humano no solo aprehender una presencia viva, misteriosa y amorosa, que sobrepasa todos los seres y con la que entretejer un diálogo de amistad y de amor, sino que además intuye que ella corresponde al infinito deseo que siente en sí mismo, infinito que es bueno y en el que puede descansar.

Esa última realidad no es un objeto entre los demás, ni una energía cualquiera entre otras. Si fuese así, podría ser detectada por la ciencia, y no sería la experiencia oceánica que no cabe dentro de ninguna fórmula. Esa realidad aparece como aquel soporte cuya naturaleza es misterio, que lo sostiene todo, alimenta y mantiene la existencia. Sin ella, todo volvería a la nada o al vacío cuántico de donde irrumpió.

Esa realidad es la fuerza por la que el pensamiento piensa, pero que no puede ser pensada. El ojo que lo ve todo, pero que no puede verse a sí mismo. Es el misterio siempre conocido y siempre por conocer indefinidamente. Recorre y penetra hasta las entrañas de cada ser humano y del universo entero.

Podemos pensar, meditar e interiorizar esa misteriosa realidad, subyacente a todas las realidades. Y en ese mismo camino debe ser concebido el ser humano.

Quién es y cuál es su último destino son respuestas que se pierden en lo incognoscible, siempre de alguna forma cognoscible, que es el espacio del misterio conocido y por conocer indefinidamente. Por eso, como seres humanos somos una ecuación que nunca se cierra y que siempre permanece abierta.

Hay que añadir aún un dato proveniente de la nueva cosmología. Todos los seres son expresión de este universo. Como su situación natural no es la estabilidad, sino el cambio, hoy se habla de cosmogénesis, no simplemente cosmología, pues todo está en su génesis aún, en proceso de nacimiento.

Somos tierra que siente, piensa y ama

El ser humano es el punto por el que el universo llega a sí mismo, se piensa y celebra la grandiosidad de su proceso. Como la Tierra está dentro de ese movimiento cosmogénico, el ser humano surge como esa porción de la Tierra que en un determinado momento de complejidad y altísimo orden comenzó a sentir, a pensar, a amar y a venerar. Él es Tierra como atestigua el Primer Testamento y afirma también la encíclica ecológica del papa Francisco (n. 2).

Por esa razón el término “hombre” procede de humus, tierra fecunda, y el Adam bíblico significa en hebreo tierra arable y fértil. La Tierra es la Pachamama de los indígenas o nuestra gran Madre. Somos un fragmento de ella, aquel en que irrumpió el espíritu, y podemos llegar a identificar esa energía misteriosa, poderosa y amorosa que lo invade todo y sostiene todo: la fuente originaria de todos los seres.

El padre de la ecología norteamericana, el antropólogo y teólogo Thomas Berry (1914-2009) describió bien uno de los doce principios para entender el universo y nuestro papel en él: “Para la comunidad humana, el universo, el sistema solar y el planeta Tierra, en sí y en su emergencia evolutiva, son la principal revelación del misterio fundamental a partir del cual existen todas las cosas”.

Esa afirmación acerca del misterio fundamental que origina todo y de que somos Tierra pensante y amante hace aún más punzante la cuestión: Quiénes somos y quién revelará nuestra naturaleza y destino? En el escenario del mundo tal como es, y de la ecología, por muy integral que se presente, nadie puede darnos una respuesta satisfactoria.

Descifrar esta última realidad corresponde a la tarea del pensamiento filosófico y teológico, buscarle un nombre que venerar, o muchos nombres, sin que por ello podamos definir su naturaleza de misterio, cognoscible y siempre por conocer. Son solo señales que nos indican en qué dirección debemos pensar y qué actitudes debemos cultivar para poder captar su presencia misteriosa y amorosa.

Junto a la indagación sobre qué es el ser humano está inseparablemente la pregunta acerca de la última realidad a la que nos referimos antes.

Quienes profesan la fe cristiana lo denominan simplemente Dios. Otros le dan otros nombres: Tao, Shiva, Alá, Olorum y Yahvé, pero se trata en todos los casos de la misma y última realidad. Los nombres cambian, pero ella está siempre presente desafiándonos. Ambos, ser humano y dios, somos un misterio, cada uno a su manera, inseparable y mutuamente implicados.

El teólogo y la sabiduría

El teólogo que entiende solo de teología acaba no entendiendo ni siquiera de teología. Por naturaleza, la teología es un discurso globalizante, pues tiene la osadía de pensar todas las cosas y articularlas a la luz de Dios. Solo conseguirá dialogar mínimamente con los diferentes saberes actuales, en la medida de sus posibilidades, si se toma esa tarea en serio durante toda su vida. El premio será un espíritu sapiencial.

El verdadero teólogo que busca las raíces debe convertirse en un sabio poco a poco. No es que yo haya alcanzado ese punto; eso sería mucha arrogancia (la hybris de los griegos), pero intenté abrirme a ella, buscando la sabiduría que tanto elogia la Biblia, especialmente el libro de la Sabiduría.

El sabio se hace sensible al sentido del misterio, a la grandeza y miseria humanas. Se hace capaz de leer la realidad como símbolo de un misterio que traspasa toda la realidad y también habita en su propia vida. Por eso existe una sacralidad propia de la sabiduría.

Es tarea del sabio discutir los fines, y no solo perderse en los medios. En esa dimensión emerge su postura ética y espiritual, fundamental para todo pensador. Él es el guardián de los grandes ideales de la humanidad; no se preocupa tanto del cómo, sino que se interroga principalmente acerca del porqué, donde la verdad se esconde.

Solo el pensador puede ser un mártir como Sócrates y tantos otros y otras en la historia de la humanidad, en testimonio de una verdad que no es posesión de nadie sino instancia que juzga a todos, incluido él mismo.

El pensador no está presente solo en el ámbito de la cultura ilustrada. Pensar es un atributo de todo ser humano, por lo que existe también el pensador popular que, dentro de la gramática simbólica y narrativa, contempla el sentido de la realidad y la expresa con igual fuerza y, no pocas veces, hasta con más vigor que el pensador clásico.

En la actualidad, junto con la movilización popular surgen los pensadores populares como medios naturales de comunicación de los deseos y luchas de los oprimidos, del cuestionamiento del tipo de sociedad bajo la que estamos sufriendo, y para manifestar qué otra sociedad queremos y cómo preservar los valores que aún no han desaparecido de la cultura popular.

Evidentemente, como cualquier otro agente social, el pensador también ocupa su lugar. En una sociedad de clases como la nuestra, con profundas desigualdades, tiene también la función de denunciarla y anunciar su superación gracias a la creación de la justicia social.

Sin embargo, el pensador no se deja consumir plenamente en una determinación de clase; su compromiso es con la verdad que debe ser pensada y testimoniada, por encima de cualquier conveniencia, “oportuna o inoportunamente”. La ignorancia y la masacre no ayudan a nadie, y perjudican a todos.

Hay además una instancia que no cabe dentro de los intereses de los grupos sociales que desempeñan su papel en la gran obra de la vida. Estos grupos no producen la verdad ni pueden interpretarla a gusto durante mucho tiempo, pues dicha instancia los juzga. La verdad suprema no es juzgada por el veredicto de la historia, sino que es ella quien juzga a la misma historia. Pensar la verdad de esa manera es la valentía del pensador, especialmente de aquel que asume el oficio de teólogo.

Por eso su posición social es incómoda, pues no se puede reducir totalmente a los criterios de un lugar social, religioso o eclesial. Su auténtico lugar es el de filosofar, tan propio de la tradición del pensamiento occidental: siempre repensando los propios fundamentos, cuestionando sus presupuestos, constatando el círculo vicioso de todo pensar y ser capaz de transformarlo en círculo virtuoso que retome permanentemente las viejas cuestiones, que se vuelven nuevas al ser siempre resituadas, como el sentido de la vida y el misterio de toda existencia. En otras palabras, el pensador comprueba que él, a pesar de todas las determinaciones de la condición humana, no se agota jamás en ellas, sino que alcanza y conserva la universalidad. Por eso, hay cuestiones que sencillamente son humanas, y no propias del estatuto de la clase burguesa o proletaria, hegemónica o subalterna.

La existencia del pensador siempre nos hace replantearnos cuestiones fundamentales:

 Qué es el ser humano?

 Qué puede y no puede?

 A qué está llamado?

 Se trata de un apéndice del proceso cosmogénico?

 O bien, posee su propia irreductibilidad?

 No es, más bien, ese por quien el universo se percibe a sí mismo?

 Cuál es la misteriosa luz a través de la cual vemos la luz?

 Qué tipo de discurso produce normalmente el pensador?

Él transita por varios campos del saber e intenta ecologizarlos. Su discurso constituye, en el buen sentido de la palabra, una mezcla semántica. Une los discursos, combina los juegos lingüísticos porque sabe que todos están unidos entre sí, en una indescriptible red de relaciones, como con tanta insistencia enfatiza el papa Francisco en su encíclica Laudato Si’ (2015).

En ese sentido, todos los discursos están al servicio de la comunicación de lo humano universal. Como su oficio lo sitúa en el nivel de las cuestiones fundamentales, a veces filosofa como un filósofo, otras evoca como un poeta o raciocina como un científico, o advierte como un moralista, y otras universaliza como un humanista, o asume un tono sacerdotal, e incluso extrapola como un místico. Su discurso es el de todo maestro del espíritu: enseña, advierte, proclama, profetiza, conservando el tonus firmus en las cuestiones relativas al sentido de los sentidos, sin el que la vida pierde su dignidad y el mérito de ser vivida.

Cada generación posee sus grandes sabios. Llegan a ser grandes por la fidelidad que conservan en la escucha al espíritu de su tiempo. Son sus testigos, como flechas dirigidas a lo alto. Muchos que caminan por el valle elevan la mirada y, gracias a ellos, buscan también la cima de las montañas, donde lo alto es aún más alto. Es una señal que apunta hacia las causas que dignifican al ser humano y por las que vale la pena vivir, sacrificarse y dignamente morir.

El teólogo: un ser casi imposible

Tras todas estas reflexiones debemos confesar humildemente que hacer teología es una tarea casi irrealizable. No es como ver una película o ir al teatro. Es algo muy serio, pues se ocupa de la última realidad, del principio que origina todo ser y no es un objeto tangible como los demás.

Por eso la búsqueda de la partícula “Dios” en los confines de la materia y en el interior del “Campo de Higgs” no tiene ningún sentido. Ello supondría que Dios es parte del mundo; como un pedazo del mundo, aun siendo el pedazo más importante.

Hago mías las palabras de un sutil teólogo franciscano, Duns Scotto (1266-1308): “Si Dios existe como existen las cosas, entonces Dios no existe”. Esto es, Dios no es del orden de cosas que pueden ser encontradas y descritas. Él es la precondición y soporte anterior para que dichas cosas existan. Sin él, ellas habrían quedado en ese mar insondable de la energía de fondo o volverían allí.

Esta es la naturaleza de Dios: no ser cosa, sino el origen y el abismo que da origen a todas las cosas. Y el origen no puede ser pensado, pues es la precondición de todo pensamiento.

En consecuencia, es muy complicado hacer teología. Henri Lacordaire (1802-1861), el gran orador francés, dijo con razón: “El doctor católico es un hombre casi imposible: pues tiene que conocer el depósito de la fe, las acciones del papado y además lo que san Pablo llama ‘los elementos del mundo’, esto es, todo y todo”.

Recordemos la afirmación de René Descartes (1569-1650) en el Discurso del método, base del conocimiento moderno: “Si yo quisiera hacer teología, sería necesario ser más que un hombre”. Y Erasmo de Rotterdam (1466-1536), el gran sabio de los tiempos de la Reforma, observaba: “Hay algo de sobrehumano en la profesión del teólogo”.

No nos debe admirar que Martin Heidegger (1889-1976), tal vez el filósofo de mayor profundidad de los últimos tiempos, dijera que una filosofía que no se confronta con las cuestiones de la teología aún no ha llegado del todo a sí misma. El oficio de la teología es casi impracticable, y eso es algo que yo siento día a día.

Lógicamente, hay una teología perezosa que renuncia a pensar a Dios, y apenas piensa lo que otros ya pensaron o lo que ya dijeron los teólogos del pasado o los documentos oficiales de los papas.

Mi sentimiento del mundo me dice que hoy la teología como teología contemporánea tiene que proclamar a gritos lo que ya dijo el papa Francisco en su encíclica sobre el cuidado de la casa común, Laudato Si’ (2015): tenemos que cuidar y preservar la naturaleza y armonizarnos con el universo, porque ellos son el primer y gran libro que Dios nos ha dado. En ellos encontramos lo que él nos quiere decir. Y como desaprendimos a leer ese libro, él nos dio otro, las Escrituras, judeocristianas y de otros pueblos, para que aprendamos de nuevo a leer el libro de la naturaleza y del universo.

Hoy la casa común está siendo devastada. De ese modo destruimos nuestro acceso a la revelación de Dios. Por tanto, tenemos que hablar de la naturaleza y del mundo a la luz de Dios y también de nuestra razón científica. Si no preservamos la naturaleza y el mundo, los libros sagrados perderían su significado, que es enseñarnos a leer el libro de la naturaleza y del mundo.

Así pues, el discurso teológico tiene su lugar junto a los otros discursos, que, llevados a último término, tocan también ellos el misterio de todas las cosas. Ese es el carácter del misterio que fascinaba a Einstein (1879-1955). Como él decía, quien no lo percibe es como un ciego que no ve.

Tenemos la osadía de dar un nombre a ese misterio, un nombre de nuestra reverencia y respeto: el Dios de los mil nombres y de los infinitos atributos. La dignidad del ser humano reside en esa capacidad de interrogarse y entrar en diálogo con este misterio que, en el fondo, también lo siente dentro de su corazón.

Reflexiones de un viejo teólogo y pensador

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