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ОглавлениеCAPÍTULO 3
DIOS: EL PRINCIPIO QUE DA ORIGEN A TODOS LOS SERES
Vamos a abordar ahora aquella ultima realidad que venimos llamando Dios. Se trata del mayor desafío del pensamiento radical y de la teología.
Ya en la Edad Media, santo Tomás de Aquino (1225- 1274), san Buenaventura (1221-1274) y Duns Scotto (1266-1308), entre otros, enseñaban: teología en sí es la ciencia que Dios tiene de sí mismo; es decir, su divino pensamiento, propósito y misterio. La teología nos es inaccesible. Es de Dios para Dios.
Pero en términos humanos teología es la reflexión sobre Dios y sobre todas las cosas a su luz. En otras palabras: nada escapa a la esfera divina. Por eso siempre cabe la pregunta: cómo es la política a la luz de Dios y cómo se revela o se empequeñece Dios en la política? Cómo es la tecnociencia desde la perspectiva de Dios? Sirve a la vida o al enriquecimiento corporativo? Cómo participa Dios, interior y exteriormente, en la liberación histórico-social de los oprimidos? Dicho de otro modo, se puede hacer teología acerca de todo, siempre que se contemple desde la perspectiva de Dios.
Por esta razón las iglesias participan en la política, en la economía, en el orden social y en otros campos, partiendo siempre de la perspectiva teológica y también de la ética inspirada en dicha óptica. No hablan políticamente de política, sino que lo hacen de manera teológica o evangélica, pues ese es su campo específico. Fuera de ahí pierden su legitimidad.
Dios como misterio en sí mismo y para nosotros
Se ha dado mil nombres a la realidad “Dios”. Y todos ellos insuficientes, porque las palabras adecuadas no aparecen en ningún diccionario de ninguna lengua. Por eso, como ya hemos dicho, la palabra misterio sería la más adecuada.
Pero cuidado: misterio no es sinónimo de enigma que, una vez resuelto, desaparece. Misterio es aquello que podemos conocer pero no se agota en ningún conocimiento sino que permanece siempre como misterio en todo conocimiento. Como bien observaba Albert Einstein: “El hombre que no tiene los ojos abiertos al misterio pasará por la vida sin ver nada”.
Esta comprensión es la más adecuada al hablar del misterio de Dios. Por eso el misterio es siempre dinámico. Nosotros lo conocemos solo en parte. Al ser siempre dinámico, podemos atrevernos a decir que Dios es un misterio incluso para sí mismo. Esta es su verdadera naturaleza, como ya afirmaron algunos místicos. Apenas hay una diferencia entre nosotros y él: su propio conocimiento de su naturaleza de misterio es constantemente entero y pleno; el nuestro, siempre limitado y parcial.
Por ser dinámico, el misterio divino está siempre abierto a una nueva plenitud, a la vez que permanece siempre como misterio eterno e infinito para sí mismo. En este sentido, Dios-misterio tiene futuro. Él puede ser aquello que no ha sido nunca antes, como su encarnación en el hombre Jesús de Nazareth.
Acogemos el testimonio de quienes conocen a Dios por experiencia, los místicos. Con frecuencia afirman que, al hablar de Dios, negamos más que afirmamos y expresamos más mentiras que verdades. A pesar de ello debemos hablar de él, con reverencia y unción, porque, como ya dijimos en el capítulo anterior, planteamos cuestiones que solo apelando a la categoría “dios” pueden ser vagamente respondidas.
En la palabra “dios” se contiene lo ilimitado de nuestra representación y la utopía suprema de orden, de armonía, de conciencia, de pasión y de sentido supremo que mueven a las personas y culturas. La palabra “dios” solo posee significado existencial si encamina los sentimientos humanos hacia esas dimensiones, en su realidad infinita y de suprema plenitud.
Como atestigua la historia de las religiones, de la teología y de la mística, hay muchas maneras de hablar de Dios. Nosotros queremos seguir un camino contemporáneo, relativamente nuevo, proveniente de la nueva cosmología (la ciencia del cosmos), pues los propios científicos se encuentran con el misterio a través de ella y lo expresan de forma explícita.
En primer lugar, lo que fascina a los científicos es la armonía y belleza del universo. Todo parece haber sido montado para que, a partir de la profundidad abisal de un océano de energía primordial, surgiesen las partículas elementales, después la materia ordenada, a continuación la materia compleja, que es la vida y, finalmente, la materia en sintonía completa de vibraciones, formando una suprema unidad holística: la conciencia.
Tal como dicen quienes formulan el principio andrópico (en qué medida el ser humano forma parte de la interpretación del universo) fuerte y débil, Brandon Carter, Hubert Reeves y otros: si las cosas no hubiesen ocurrido como ocurrieron (la expansión/ explosión, la formación de las grandes estrellas rojas, las galaxias, las estrellas, los planetas, etc.) no estaríamos aquí para decir todo esto que estamos diciendo.
Esto es, para que nosotros podamos estar aquí fue necesario que, en los 13.700 millones de años de la existencia de nuestro universo conocido, todos los factores cósmicos se articularan y convergieran de tal forma que fuera posible la complejidad, la vida y la conciencia. En caso contrario no existiríamos ni estaríamos aquí para reflexionar sobre tales cosas.
Por tanto, todo está relacionado con todo: cuando recojo un bolígrafo del suelo entro en contacto con la fuerza gravitacional que atrae o hace caer todos los cuerpos del universo. Si, por ejemplo, la densidad del universo en los diez segundos posteriores a la expansión/explosión no hubiese mantenido su nivel crítico adecuado, el universo no habría podido ser constituido: la materia y la antimateria se habrían anulado y no habría cohesión suficiente para la formación de las masas y, por tanto, de la materia.
Constatamos un minucioso cálculo de medidas, sin las cuales las estrellas no se habrían formado ni habría surgido la vida en el universo. Por ejemplo, si la interacción nuclear fuerte (que mantiene la cohesión de los núcleos atómicos) hubiese sido un 1% más fuerte, jamás se habría formado el hidrógeno que, combinado con el oxígeno, nos dieron el agua, imprescindible para los seres vivos. Si hubiese sido mayor, por poco que fuera, la fuerza electromagnética (que confiere cohesión a los átomos y moléculas y les permite los enlaces químicos) quedaría descartada la posibilidad del surgimiento de la cadena del adn y, por tanto, de la producción y reproducción de la vida.
Como dijo el físico británico Freeman Dyson (1923- ): “Cuanto más examino el universo y los detalles de su arquitectura, más evidencias encuentro de que el universo sabía que un día, más adelante, íbamos a surgir”1.
En cada cosa encontramos el todo, las fuerzas interactuando, las partículas articulándose, la estabilización de la materia realizándose, nuevas relaciones surgiendo y la vida creando órdenes cada vez más complejos. En cada cosa podemos encontrar registrada la marca divina y de la naturaleza, una firma que trasmite mensajes que a nosotros nos toca descifrar.
La verificación de ese orden del universo hace surgir sentimientos de asombro y de veneración en científicos como Einstein, Bohm, Hawking, Prigogine, Swimme y otros. En todas las cosas hay un orden implícito que es invadido por la conciencia y el espíritu desde el primer momento. Como enfatizaba David Bohm, discípulo predilecto de Einstein, ese orden implícito remite a un orden supremo subyacente. La conciencia y el espíritu indican que hay una conciencia más allá de este cosmos y un espíritu trascendente.
Cómo emerge Dios en el proceso cosmogénico
¿Cómo explicar la existencia del ser? Qué había antes del universo en expansión y del big bang? Hablamos del muro de Planck, último límite que nos impide ver el otro lado de las cosas. La ciencia no puede decir nada acerca de eso, pues parte del universo ya constituido. Pero el científico, como ser humano, no deja de plantearse tales preguntas. Max Planck, quien formula la teoría cuántica, escribió: “La ciencia no puede resolver el misterio último de la naturaleza, porque, en definitiva, nosotros mismos formamos parte de ella y, por tanto, del misterio que intentamos desvelar”.
Sin embargo, el silencio de la ciencia no ahoga todas las palabras. Hay aún una última palabra que viene de otro campo del conocimiento humano: de la teología, de la espiritualidad y de las religiones. En ellas, conocer no es distanciarse de la realidad para desnudarla en todas sus partes. Conocer es una forma de amor, de participación y de comunión; es descubrir el todo más allá de las partes, es descubrir la síntesis previa al análisis. Conocer significa descubrirse dentro de la totalidad, interiorizarla y sumergirse dentro de ella.
En realidad, solo conocemos bien lo que amamos. El físico David Bohm, que también fue un místico, afirmó: “Podríamos imaginar al místico como alguien que está en contacto con las espantosas profundidades de la materia o de la mente sutil, lo llamemos como lo llamemos”. Nosotros lo llamamos Dios.
A partir del asombro surgió la ciencia como un esfuerzo por descifrar el código oculto de todos los fenómenos. De la veneración deriva la mística, la teología y la ética del cuidado y de la responsabilidad universal. La ciencia pretende explicar cómo existen las cosas, tal como afirmaba L. Wittgenstein (1889-1951) en su Tractatus. La mística se extasía por el hecho de que las cosas son y existen; venera a aquel que se revela y se vela detrás de cada cosa y del todo; busca experimentarlo y establecer comunión con él. La matemática es para el científico lo que la meditación para el místico y la reflexión reverente para el teólogo. El físico busca la materia hasta su última división posible, hasta la última y definitiva posibilidad de detectarla, llegando hasta los campos energéticos y al vacío cuántico (principio que da origen a todos los seres). La mística y la teología, realizadas con el debido celo, captan la energía que se densifica en muchos niveles hasta revelarse como el misterio de Dios y el Dios del misterio.
Hoy día cada vez más científicos, sabios, teólogos y místicos se encuentran en el asombro y veneración ante el misterio y el universo. Ellos saben que ambos nacen de una misma experiencia de base y apuntan en la misma dirección: al misterio de la realidad, conocido racionalmente por la ciencia y experimentado emocionalmente por la espiritualidad, la mística y la teología. Todo converge hacia aquel que no tiene nombre, provisionalmente llamado por los cosmólogos como la “energía de fondo”, el “abismo que alimenta todo”, la “fuente que da origen a todos los seres”.
¿Cómo podríamos trazar la imagen de Dios que irrumpe de la reflexión cosmológica contemporánea? Surge de la “cadena de remitentes” que la investigación tiene que elaborar: de la materia nos remitimos al átomo, a las partículas elementales; de estas partículas, a la energía de fondo, llamada también vacío cuántico, que de vacío no tiene nada pues en él se encuentran todas las virtualidades y potencialidades del universo. Esta energía es la última referencia de la razón analítica. Todo sale y vuelve a ella. Es el océano de energía sin márgenes, el continente de todos los posibles contenidos, de todo lo que puede suceder. Tal vez también sea el “gran atractor” cósmico, pues el conjunto del universo está siendo atraído por un misterioso punto central.
Pero la energía de fondo sigue perteneciendo al orden del universo, aunque tenga las características que atribuimos a Dios: innombrable, infinita, origen de todo. Qué pasó antes del tiempo? Qué había antes del antes? Es la realidad atemporal, en el absoluto equilibrio de su movimiento, la totalidad de simetría perfecta, la energía sin fin y la fuerza sin fronteras. Es Dios en su misterio.
En un “momento” de su plenitud, Dios decide crear un espejo en el que verse a sí mismo. Crea compañeros de su vida y de su amor.
Crear es decaer, esto es, permitir que surja algo que no sea Dios ni tenga sus características exclusivas (plenitud, simetría absoluta, vida sin entropía, coexistencia de todos los contrarios). Algo decae de aquella plenitud original. Por tanto, decadencia tiene aquí una comprensión ontológica (pertenece a la estructura de lo real), no ética.
Dios crea ese pequeño punto, billonésimamente menor que la cabeza de un alfiler. Es transmitido a su interior un flujo inconmensurable de energía. Ahí están todas las probabilidades y posibilidades en abierto. Nace una onda universal. El observador supremo (Dios) las observa y, entonces, hace que algunas se materialicen y se armonicen entre sí. Otras colapsan y vuelven al Reino de las probabilidades. Es la energía de fondo.
Todo se expande y, entonces, explota. Surge el universo en expansión. Más que un punto de partida, el big bang es un punto de inestabilidad que, debido a las relaciones de todo con todo, permite que surjan unidades holísticas y órdenes cada vez más relacionados. El universo en formación es una metáfora del propio Dios, una imagen de su potencia de ser y de vivir.
Si todo en el universo constituye una red de relaciones, si todo está en comunión con todo, como enfatiza siempre el papa Francisco en su encíclica, si la imagen de Dios está estructurada en forma de comunión, todo ello es indicio de que esa suprema realidad es fundamental y esencialmente comunión, vida en relación y amor supremo:
Para los cristianos, creer en un solo Dios que es comunión trinitaria lleva a pensar que toda la realidad contiene en su seno una marca propiamente trinitaria. Las personas divinas son relaciones subsistentes, y el mundo, creado según el modelo divino, es una trama de relaciones (Laudato Si’, nn. 239-240).
Ahora bien, las intuiciones místicas y las tradiciones espirituales de la humanidad ya expresan esta reflexión. La esencia de la experiencia judeocristiana se articula en este eje, el de un Dios en comunión con su creación, un Dios personal, una vida que, según la fe cristiana, se desvela en tres vivientes: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
El principio dinámico de auto-organización del universo está actuando en cada una de las partes y en el todo. Sin nombre y sin imagen. Como ya hemos dicho, Dios es el nombre que encontraron las religiones para sacarlo del anonimato e introducirlo en nuestra conciencia y en nuestra celebración.
Es un nombre de misterio, una expresión de nuestra reverencia. Él está en el corazón del universo. El ser humano lo siente en su corazón bajo la forma de entusiasmo (en filología, “entusiasmo” en griego significa tener un dios dentro). Lo vemos integrado en su interior como hijo e hija. En la experiencia cristiana decimos que él se acercó a nosotros, se hizo pobre entre los pobres para que nadie se sintiese excluido.
Ese es el sentido más profundo de la encarnación del Hijo del Padre que bajó a nosotros para llevarnos a la casa que él preparó para cada uno desde toda la eternidad.
El anhelo fundamental del ser humano no está solo en saber de Dios de oídas (cf. Job 42,5), sino en experimentarlo. Hoy día es la mentalidad ecológica, especialmente la ecología profunda e integral, la que abre mayores posibilidades para realizar dicha experiencia de Dios. Se sumerge en aquel misterio que lo abarca todo, lo penetra todo, resplandece en todo, lo soporta todo y lo acoge todo.
Pero para acceder a él no hay un solo camino y una sola puerta. Esa es la ilusión occidental, especialmente de las iglesias cristianas con su pretensión de monopolizar la revelación divina y los medios de salvación. Dios siempre se dio y se da a todos, en todo tiempo y lugar, pues todos son hijos e hijas queridos: “Muchas veces y de muchas formas habló Dios en el pasado” (Heb 1,1).
Para quien ya ha experimentado alguna vez el misterio que llamamos Dios, todo es camino, y cada ser se convierte en sacramento y puerta para el encuentro con él. La vida, a pesar de las tribulaciones y de las difíciles combinaciones de caos y cosmos y de dimensiones diabólicas y simbólicas a las que hicimos referencia en el capítulo 2, se puede transformar en una fiesta y en una celebración para toda la eternidad.
Dios como Trinidad, comunión de divinas personas: el cristianismo
Muchas religiones afirman el monoteísmo, la existencia de un único Dios creador y sustento de todos los seres. El judaísmo y el islam afirman con vigor la existencia de un único Dios. La fe cristiana no niega esta afirmación, pero dice que se trata de un monoteísmo pre-trinitario. El cristianismo afirma la trinidad de Dios —Padre, Hijo y Espíritu Santo—, dando origen a un Dios-comunión-amor-comunicación gracias a las relaciones eternas entre ellos.
La fe cristiana llegó a esta afirmación gracias a Jesús de Nazareth, que llamaba a Dios con el dulce apelativo “abba”, “mi querido papá”. Quien llama a Dios Padre se siente su Hijo. Jesús llegó a decir: “El Padre y yo somos uno” (Jn 10,30) o “Quien me ha visto a mí ha visto al Padre” (Jn 14,9). Además, actuaba en él una fuerza divina que le hacía curar enfermos, liberar personas psicológicamente presas (en aquel momento se decía que estaban endemoniados) e incluso resucitar muertos. Él era el portador de esa fuerza divina, que fue identificada con el Espíritu Santo. Ellos constituyen la santa Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
Se entrelazan, se compenetran y se unifican (se convierten en uno) sin dejar de ser distintos y un único misterio. Son distintos para poderse relacionar y comunicarse uno al otro, por el otro, con el otro y en el otro, sin nunca ser el otro. Y así permanecen eternamente juntos.
En el principio no está la soledad del uno (monoteísmo) sino la comunión de los tres (trinidad). El tres no es un número que pueda ser multiplicado siempre o al que poder añadir otro número, como pensaba el filósofo I. Kant (1724-1804), quien no entendió que las divinas personas son únicas, que los únicos no son números y que por eso no pueden ser sumados y multiplicados. Pero sí son relacionales. Por eso se relacionan tan radicalmente y se entrelazan tan completamente que emergen como un único Dios-relación-comunión-amor.
Son él único y mismo misterio realizándose eternamente en la persona del Padre, en la persona del Hijo del Padre y en la persona del Espíritu Santo, misterio este que expresa la unión del Padre y del Hijo del Padre y del Espíritu Santo, que es el nexo de unión entre ellos.
Esto es el monoteísmo trinitario, singularidad de la fe cristiana. Siempre existió, siempre existe y siempre existirá para siempre. Reverente, la inteligencia teológica se rinde al misterio, pues tiene conciencia de que Dios trinidad puede ser aquello que nuestra inteligencia apenas puede alcanzar.
Si Dios trinidad es esencialmente relación, todo lo que él creó estará también en relación de todo con todo. Es un espejo de ese misterio innombrable pero amoroso.
Un teologúmeno: la Trinidad entera viene hasta nosotros
Por “teologúmeno” entendemos una hipótesis teológica que aún no es una doctrina oficial pero tiene una base de sustento teológico seria.
Usamos un dicho muy divulgado entre los teólogos medievales, especialmente de índole franciscana: Deus potuit, decuit, ergo fecit, es decir: “Dios podía, era conveniente, por tanto lo hizo”.
Como nadie puede imponer límites a Dios y él es un ser de absoluta autocomunicación —hacia dentro entre las tres divinas personas y hacia fuera para el universo y los seres humanos—, la anterior afirmación tiene sentido: “Dios podía, era conveniente y por tanto lo hizo”.
Este teologúmeno sostiene una hipótesis: no solo el Hijo del Padre vino a nosotros y se encarnó en nuestra humanidad contradictoria y compleja, sino también el Espíritu Santo.
Afirmar la encarnación del Hijo del Padre en la figura humana de Jesús pertenece a la esencia de la fe cristiana. Esto es aceptado por todos los cristianos sin discusión. Pero para que hubiera encarnación fue necesaria una mujer (Miriam de Nazareth) que acogiera en su seno como criatura suya al Hijo del Padre.
En este momento sucedió algo a lo que la teología prácticamente no prestó atención. El evangelio de Lucas dice de forma explícita que “el Espíritu Santo vino sobre ella y montó su tienda en ella” (Lc 1,35). Se utiliza aquí el mismo verbo en griego (episkidsei, que viene de skené = tienda, morada permanente) que en el prólogo del evangelio de Juan, donde se describe la encarnación del Verbo (eskénosen, que también viene de skené). Dicho de otro modo, el Espíritu vino, no se fue, y estableció su morada permanente en María. Al pronunciar su fiat (Lc 1,38) fue elevada a la altura de lo divino. Por tanto se dice: “el consagrado que nazca llevará el título de Hijo de Dios” (Lc 1,35).
De ello se deduce que la primera persona divina enviada al mundo no fue el Hijo del Padre, sino el Espíritu Santo, que se detuvo en María. Sin su consentimiento (fiat) no habría encarnación.
Que el Espíritu haya venido a vivir en una mujer es lo adecuado, pues en todas las lenguas del Medio Oriente, y también en hebreo, el Espíritu es de género femenino. Así, hay una adecuación perfecta entre la mujer María y el Espíritu Santo. Es totalmente conveniente que el Espíritu viniera a “montar su tienda” (morada permanente) sobre María. Así como para el Hijo hablamos de encarnación, para esto podemos crear una palabra apropiada: una espiritualización de María. Esto es: María es habitada por el Espíritu Santo y de esta manera es espiritualizada.
Con esa espiritualización lo femenino (anima), que está explícito en las mujeres e implícito en los hombres (animus), alcanza su más alta exaltación.
En un determinado momento de la historia, el centro de todo está en esa humilde mujer del pueblo, Miriam de Nazareth. En su interior crece la santa humanidad del Hijo del Padre; en ella están las dos personas divinas, el Espíritu Santo y el Hijo del Padre. No sin razón en muchas representaciones —empezando por la Virgen-madre de Guadalupe, en México— aparece embarazada y es adorada por los fieles, que acuden por millones. Adoran al Hijo del Padre y al Espíritu Santo que está realizando su encarnación entre nosotros. Dios pudo, fue conveniente y por eso también lo hizo: elevó a Miriam de Nazareth a la altura de lo divino.
¿Y qué sucede con el Padre? Permanecerá distanciado de la humanidad? Sabemos que las tres divinas personas, debido al lazo de comunión eterna entre ellas, siempre actúan de manera conjunta, cada una a su manera. El Padre no quedó fuera; envió el Espíritu Santo y su Hijo al interior de la humanidad; dicho en términos cosmogénicos, al interior del proceso del universo en evolución. Este quedará eternamente marcado por la presencia de estas divinas personas.
En el Padre el misterio se muestra como misterio radical. El Padre es inefable, pero es siempre el Padre del Hijo en la fuerza del Espíritu Santo. El Padre no habla. Quien habla es el Hijo, el verbo eterno, simplemente la palabra. El Padre trabaja de manera silenciosa (cf. Jn 5,17) y a él se atribuye la creación. Al Espíritu compete ordenarla (cf. Gen 1-2).
José, trabajador, artesano y campesino mediterráneo, no habló nunca, solo tuvo sueños (cf. Mt 1,13.19.22). Ya dijimos antes que, desde el punto de vista psicoanalítico, el sueño es la manera de revelarse del misterio más profundo. Por tanto, hay adecuación entre José de Nazareth, trabajador, y el Padre-misterio, creador. Era conveniente que el Padre encontrara alguien adecuado a su naturaleza de misterio fontal: José de Nazareth. Él pudo, convenía y entonces hizo su entrada en nuestra historia.
Ahora el Padre se unió a su Hijo y al Espíritu Santo y vino a habitar y santificar la humanidad y el universo entero. El Padre se personaliza en la figura histórica del anónimo viudo, esposo de Miriam de Nazareth, artesano y campesino José. Él posee las características de misterio como el Padre: nadie sabe quién era su padre —el evangelista Mateo dice que era Jacob (Mt 1,16), Lucas, Elí (Lc 1,3)— ni dónde nació ni murió. Es un misterio apto para personalizar el misterio del Padre.
Así como hablamos de la espiritualización del Espíritu en María y de la encarnación del Hijo en Jesús de Nazareth, podemos hablar de la paternización del Padre en José. Ahora el Dios de la fe cristiana, la Trinidad (el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo) vive definitivamente entre nosotros y entra en el proceso cosmogénico, alineándose con la suprema realización cuando todo él, en palabras de Teilhard de Chardin, expandirá y explotará al interior del misterio trinitario.
En un oscuro lugar de Palestina, en Nazareth —tan insignificante que no se cita nunca en las Escrituras, alejado de los centros de poder de la historia, de donde corren las noticias y hablan los cronistas— se produjo el mayor acontecimiento de la historia: la venida total y una de Dios trinidad entre nosotros.
Ahora podemos descansar. Dios trinidad está siempre a nuestro lado, dentro de los procesos históricos y en el gran proceso universal de la cosmogénesis y antropogénesis. Solo a la luz de la fe podemos afirmar tales realidades pero, como teólogos, no debemos callar sino anunciar como buena nueva esa inefable y bienaventurada presencia de Dios-relación-comunión-amor en nuestra peregrinación terrena.
1 FREEMAN, Dyson, Disturbing the Universe, Harper & Row, Nueva York, 1979.