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Capítulo 1

Un 24 de diciembre


“Educamos más por lo que somos y hacemos

que por lo que decimos”.

Romano Guardini.

Una mañana, durante el tiempo de cuaresma, más precisamente el lunes santo, llegó un sacerdote a confesar al colegio donde cursaba mis estudios secundarios. Por aquellos años, en todos los colegios de mi pueblo estaba instalada esta práctica, así, aquellos que deseaban recibir el sacramento de la reconciliación pedían permiso para salir del aula por un momento.

Con casi 17 años solo me encontraba bautizado, sin haber recibido la comunión ni tampoco me había tomado el tiempo para participar de la catequesis en su momento. Pero ese día surgió en mí el interés de hablar con aquel sacerdote que pacientemente esperaba sentado en una silla en el rectorado, pasando de a unas las cuentas del rosario que tenía entre sus manos.

Al verme parado frente a la puerta hizo un gesto para que pasara. Una vez sentado frente a él y antes que se trazara la señal de la cruz para comenzar con la confesión le explique mi situación, que no sabía confesarme y además me faltaba recibir la comunión. Su propuesta fue enseñarme catequesis él mismo, dos veces por semana; para esto debería concurrir a la parroquia los días martes y jueves por la tarde. Así lo hice y en tres meses pude recibir la comunión. El trimestre siguiente sirvió de preparación para el sacramento de la confirmación.

Quiero hacer mención a un acontecimiento muy importante: el lunes santo había iniciado el camino de preparación para recibir los sacramentos y esa misma semana, el viernes o sábado santo, no lo recuerdo muy bien, visitó la ciudad de Paraná su santidad Juan Pablo II, hoy declarado santo. Fueron días inolvidables aquellos en los cuales el papa visitó nuestro país y esas horas en las que se encontró en la diócesis de Paraná saludando a todos los sacerdotes y fieles que habían concurrido llenaron de entusiasmo mi vida. Seguí todo lo acontecido por la televisión y estoy seguro que su presencia fue una fuente inmensa de gracias para todos los argentinos.

Volviendo a mi relato, durante ese periodo de preparación generé un vínculo muy estrecho con el Padre Luis, ese era su nombre.

Con frecuencia aparecía por mi casa en su auto, un Renault 4 para que lo acompañara a visitar enfermos o viajar hasta alguna de las tantas capillas que se encontraban en el campo donde debía celebrar Misa. Eran lindos momentos y con el tiempo llegué a ser yo quien le preguntaría si no tenía alguna actividad prevista para poder acompañarlo. En esos viajes al campo por caminos polvorientos, de huellas profundas, difíciles de atravesar, surgían charlas muy interesantes. Mate amargo de por medio repasábamos el catecismo y hablábamos de cosas de la vida. Siempre se esmeraba por dejarme alguna enseñanza.

En una oportunidad me preguntó que tenía pensado estudiar, y le manifesté mi deseo de ser militar. Me animó a encarar la carrera y no solo eso, también me brindó ayuda para redactar la carta de presentación. Así fue que a los pocos meses recibí respuesta y comencé a prepararme para el ingreso al Ejército Argentino. Recuerdo muy bien que una tarde el Padre Luis me llevó a su habitación para que le acomode unos libros y allí me advirtió que una vez en el ejército cuidara mucho las medias, porque eran fáciles de robar y que tuviera siempre listo una aguja con hilo por si se soltaba algún botón de la camisa. Y para asegurarse de que supiera coser, le sacó un botón a una de sus camisas para que se lo volviera a colocar.

La tarde del 24 de diciembre del año 1987, llegó a mi casa en su Renault 4, con el mate listo, para que lo acompañara a unas capillas de campo. Era la víspera de Navidad y debía celebrar Misa en tres lugares distintos. Sin tardanza subí al auto y comenzamos el viaje hacia la primera capilla a unos 30 kilómetros de la ciudad. Allí aguardaba un grupo de feligreses que rezaban el rosario bajo un techo de chapa que hacía transpirar hasta los bancos de madera que se encontraban en el interior del lugar.

Una vez allí, el padre, colocándose el alba sobre la sotana, se dispuso a escuchar confesiones bajo un árbol cercano a la puerta de la capilla. Celebró la Misa y luego de saludar a los feligreses por la navidad, emprendimos el viaje hacia la segunda capilla. El sol parecía enfurecido con nosotros y el 4L con sus pequeñas ventanillas era un verdadero horno. Transcurrida la celebración y los saludos de rigor continuamos nuestro viaje hacia la tercera capilla. Con la tarde ya entrada y el sol perdiéndose en el horizonte, el padre se dispuso a celebrar la tercera Misa. El calor era intenso y la pequeña iglesia con su correspondiente techo de chapa colaboraba para que se intensificara aún más.

Parado en la sacristía comenzó a revestirse una vez más con los ornamentos para la celebración. En ese momento sentí admiración por aquel hombre que luego de una larga y calurosa tarde, habiendo confesado y celebrado misa en dos lugares previos, se disponía con tanta piedad para la última Misa del día. No le importaba el calor, ni su sotana y ornamentos empapados en transpiración, ni el cansancio que se hacía notar en su rostro. Junto a esa admiración que experimenté, surgió un fugaz deseo de imitarlo. Había sido un día duro, sacrificado, difícil, pero sin saberlo me había transmitido su modo de vivir a pleno esa vocación de servicio. Su entrega a Dios y a las almas me conmovió.

Emprendimos el viaje de regreso y siendo casi la hora de cenar, luego de un fuerte abrazo y buenos deseos navideños nos despedimos. Ingresé a mi casa para compartir en familia la comida de nochebuena. Una vez hecho el brindis y con las campanadas de la media noche salí al patio para contemplar las estrellas. Se veían imponentes, brillantes, puras. En un instante pasaron por mi mente las tres Misas, la gente, el Padre Luis y sin oponer resistencia me dejé invadir por un interrogante, - ¿porque no imitarlo? -, pero ¿y mi inminente ingreso al ejército?, ya tenía en mi poder el pasaje en tren y el número de puerta por la que debería ingresar a campo de mayo aquel ansiado día.

¡Cuántos sentimientos encontrados!, pero a la vez experimenté una gran paz interior; me encontraba sumamente feliz, algo había sucedido en mí. Pasaron las campanadas y regrese con mi familia para continuar con el brindis. Al día siguiente estaba todo muy claro, devolvería el pasaje, notificando al ejército mi decisión de no ingresar. Estaba decidido, quería ser sacerdote.

En primer lugar, hablé con mi madre, quien me entendió y así como apoyaba mi vocación militar, acompañaría esta decisión tomada.

Luego de unos días me anime a hablarlo con el Padre Luis, quien me escuchó en silencio y sin salir del asombro y viendo mi determinación decidió acompañarme en este nuevo camino, un tanto precipitado, de ingresar al seminario.

Desde ese día lo visitaba a diario, hablábamos bastante y luego participaba de la misa vespertina. Entre rezos y despedidas de familiares y amigos esperé con intriga el momento de partir. Finalmente llegó el gran día y el 25 de febrero del año 1988 ingresé al seminario. Fue el Padre Luis quien me acompañó ese día y al llegar el momento de despedirnos, parándose frente a mí y con voz firme me dijo: “Sé santo”. Frase que siempre tuve presente.


Querido amigo, ¿recuerdas aún el día que aceptaste el llamado de Dios? ¿Quién o qué despertó en ti el deseo de seguir a Cristo con entrega absoluta?, ¿Recuerdas seguramente en qué época del año fue?, ¿Te llevó tiempo tomar tal determinación o aceptaste el llamado sin oponer resistencia?, ¿fue durante la época de tus estudios secundarios o ya te encontrabas en la universidad? Me enteré casos de médicos, estudiantes de abogacía a punto de dar su último examen o ya graduados y ejerciendo que abandonándolo todo ingresaron al seminario. Incluso conocí una historia donde hubo devolución de anillos de compromiso y división de bienes ya adquiridos para el futuro matrimonio que nunca llegó a ser. ¿Cuál fue la opinión de tus padres y hermanos al enterarse?, ¿y tus amigos que opinaron al respecto? ¡Cuántos sentimientos en lo profundo del corazón ese último día en tu casa al despedirte de todos ellos!; y una vez en el seminario, al abrirse las puertas, no solo de ese edificio en el que vivirías por algunos años, sino también las puertas a una vida nueva. Recuerdos inolvidables que quedarán grabados en la memoria por siempre.




No me avergüenzo del Evangelio

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