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I. PARECE QUE VA A LLOVER
Оглавление–Y dígame, joven, ¿usted no me ayudaría a encontrar a mi hija?
Aunque la tengo a mi lado y llevamos un buen rato de plática, por un momento pienso que esto, justo esto, no me lo dice a mí. Porque yo no llegué a Tijuana para buscar a nadie. O, al menos, eso creo.
–Señora, no sé… –alcanzo a murmurar, mientras intento un tono de voz cálido y firme que suavice mi rechazo–. ¿No le preguntó a otra gente por ella?
–¡Sí, sí! Ya le pedí a una maestra, aquí mismo, ayer. Me hizo el favor de buscarla tantito en la computadora. Pero algo debía estar mal, ¿sabe? Porque le salieron un chingo de fotos, pero ninguna era de mi hija.
María de la Luz Guajardo Castillo me prometió que contaría su historia, pero ahora hace lo posible por no hablar de ella. Conozco esa reacción, la he visto antes. Al ensayar el relato de su propia caída, unos se flagelan con los recuerdos más tristes de su vida y otros, al contrario, evocan lo que todavía los hace felices. En su caso, en sus respuestas a mis preguntas siempre aparece su hija.
–Yo no tuve cabeza para estudiar, me dormía en la escuela. Y mire, ella va a ser casi doctora. “Enfermera anestesióloga.” Le faltan tres años, pero es muy centrada. ¡Y es hija de una mamá que no sabe nada de escuela! ¿Cómo puede ser que haya salido tan inteligente?
Por lo que deduzco de su charla nerviosa y confusa, fue deportada hace menos de un mes. Tiene 57 años y la detuvieron tras un episodio de violencia doméstica en San Diego, donde residía desde 1999. De su pareja no habla mucho, quizá porque le apena que sea un hombre casado. Ni menciona la posibilidad de regresar a su Guadalajara natal. El hijo con el que vivía, Armando Fajardo, tiene 11 años y es autista. Según dice, iban a deportarlos juntos, pero él nació en Estados Unidos y los agentes no lo dejaron salir. Cuando los separaron, le prometieron que el niño sería enviado de inmediato al Hospital Psiquiátrico de San Diego.
–Pero mientras me lo quitaban, él empezó a llorar y a gritar muy fuerte y no hay quien lo calme cuando se pone así –agrega–. Luego llamé al hospital para saber cómo había llegado y la que lloraba era yo. A veces se pone muy malito. ¿Y si los enfermeros se enojan y le pegan?
De una bolsa de plástico negra saca un montoncito de papeles arrugados y los desparrama sobre la mesa, piezas del incierto puzzle donde se juega su futuro. En el reverso de un volante que anuncia cuartos en renta tiene escritos, con lápiz, el teléfono del hospital y el nombre de un enfermero. El papel que no encuentra es aquel con los datos de su hija, María Elena Martínez, que vive en Tampa. Por eso quiere que yo la busque, para que pueda contarle lo que le pasó y dónde y en qué condiciones está.
–Mis hermanos viven en Guadalajara, no me van a ayudar porque son bien egoístas. Y mi madre no quiere a mi hijo para nada. Me dice que por qué me ando metiendo con hombres casados. ¡Pero el señor me había dicho que andaba en los trámites del divorcio! Y ni mis hermanos ni mi madre saben lo canijo que es cuando una mujer está sola.
Yo no vine a Tijuana a buscar a nadie. Y la cabeza me da vueltas de sólo pensar en asumir un compromiso como el que me pide. Tengo que ser sincero con ella. Lo que voy a explicarle nos va a lastimar a los dos. Pero en lugar de eso, le pregunto:
–¿Y cómo podría buscar a su hija? ¿Dónde trabaja?
–Ahorita, no sé. Hasta hace unos meses era cajera en un Carl’s Jr.
No tendría que haberle hecho esa pregunta. Todas las cajeras de los Carl’s Jr. de Tampa se deben llamar María Elena Martínez. La miro y me doy cuenta que tiene demasiada confianza en mí. Tal vez no sea tarde para decirle que cualquier otra persona podría ayudarla mejor que yo. Pero no encuentro las palabras adecuadas y necesito hablarle ahora. Mientras pienso qué hacer, se acerca una chavita morena, delgada y bajita, de enormes ojos negros y el pelo recogido en una larga trenza. Dice que se llama Chayo, y me pregunta si yo soy “el de las historias”.
–¡Sí! ¿Quieres escribir la tuya?
–Si no le molesta, profe, mejor se la cuento. ¿Sí me entiende?
–Más o menos. Pero si prefieres contármela, está bien.
–¡Es que no sé escribir!
Vaya para donde uno vaya, lo primero que se ve a la salida del aeropuerto de Tijuana es la barda de chapa que separa a México de la nación más poderosa del mundo. Esas mismas chapas fueron parte de “Tormenta del desierto” (1990-1991), la operación militar contra Irak que lideró George H. W. Bush. Antes protegían a los invasores, hoy defienden al país de los que, según el presidente Donald Trump, podrían invadirlo. A lo largo de la barda cuelgan cruces de madera que recuerdan a quienes dejaron su vida en algún momento del paso al “otro lado”. La valla no es inexpugnable, pero intimida. Convierte el paisaje fronterizo en una escenografía bélica, sugiere y revela que allí se libra ni más ni menos que una guerra.
Lo curioso, o no tanto, es que esa guerra se combate en silencio. En la Ciudad de México, donde vivo, los nombres de Anastasio Hernández-Rojas, Guillermo Arévalo Pedraza, Sergio Adrián Hernández Güereca y José Antonio Elena Rodríguez, como los de muchos otros caídos, no les dicen nada a nadie. Al deportado Anastasio lo asesinaron en la garita de San Ysidro, en el frente de Tijuana. A Guillermo, en el de Nuevo Laredo, Tamaulipas, durante un picnic con su familia a orillas del río Bravo. Y a los adolescentes Sergio Adrián y José Antonio, en las trincheras de Ciudad Juárez y Nogales, respectivamente. En todas esas muertes hay agentes de la Border Patrol involucrados. En los casos de Anastasio y Sergio Adrián, hasta hay videos disponibles en YouTube que registran los ataques.1 Sin embargo, por razones que quizás haya que buscar en la diplomacia o la geopolítica, de ninguno de esos crímenes se informó en detalle a nivel nacional en México y las evidencias no resultaron suficientes para condenar a nadie ante la justicia estadunidense. La violencia y la ilegalidad constituyen las dos caras del mayor cliché cultural de la frontera, y las historias donde ambas se cruzan sólo refuerzan el cliché. Da lo mismo si sus protagonistas son los coyotes, los migrantes, la policía mexicana, los narcotraficantes o la Border Patrol. No es un asunto novedoso; por lo tanto, no llama la atención. Resulta más digno de una serie producida por Netflix que de un portal de noticias.
Como tantos otros residentes en la capital, yo no sabía nada de Anastasio, Guillermo, Sergio Adrián o José Antonio hasta que llegué a Tijuana. Durante el segundo semestre de 2015 viajé en varias ocasiones, invitado por el ya extinto Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), la Dirección General de Culturas Populares y el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA) para participar en el proyecto “Migración y memoria”, que se proponía recuperar el equipaje de historias con el que los migrantes deportados regresan de Estados Unidos. La intención era entrar en contacto con aquellos que habían perdido su casa y su familia, estimular la redacción personal de textos que narraran lo que le había ocurrido a cada uno y compilar todos esos relatos en un libro.2 Por entonces, a TJ arribaban unos 60 mil expulsados por año3 (un promedio de 160 diarios, uno cada 10 minutos) y parecía improbable que la crisis humanitaria en la frontera pudiera agravarse aún más. Tan improbable como que, muy poco tiempo después, un racista antimexicano ocupara la Casa Blanca.
En el equipo de “Migracion y memoria” éramos cuatro maestros; a mí me tocaba visitar TJ la última semana de cada mes. Mi rutina de trabajo consistía en presentarme poco antes de las 8:00 en el Desayunador Salesiano del Padre Chava, el principal lugar de la ciudad donde los deportados pueden comer gratis, y durante dos horas perseguir a quien se dejara para recoger los testimonios que integrarían el libro. Mientras el patio se llenaba de cientos de desposeídos famélicos, yo me acercaba a los que creía que iban a escucharme, les hablaba del taller, los acompañaba en su trayecto a un plato de comida caliente y los invitaba a platicar en la Techumbre, el espacio abierto que ellos mismos construyeron a un lado de la entrada para tener donde convivir poco antes de perderse por los puentes, los canales y los callejones de la garganta urbana que los había devorado.
La mañana de mi llegada, de la marea de sombras quejumbrosas que rodeaban el desayunador emergió Armando Estrada, jefe de la unidad regional de Culturas Populares de Conaculta, para darme la bienvenida. Durante esa primera charla, Armando me contó que, en su afán de llevar arte a los rincones menos favorecidos de la ciudad, instaló un cineclub al aire libre en el epicentro del comercio de droga de Tijuana. Para hacerlo, se vio obligado a pedirles permiso a los narcos que regenteaban la esquina, y casi tuvo que salir corriendo cuando la confianza en la cultura empezó a parecerse demasiado a una provocación. “¿Con qué me quedo de eso? Con que durante tres días no se vendió nada allí”, me dijo orgulloso, a sabiendas de que esa presunta victoria contra el crimen organizado era, digamos, relativa. Al recorrer por primera vez las instalaciones del desayunador, yo no podía saber aún que las victorias de la cultura sobre la marginación y la violencia suelen ser así, presuntas y relativas. Pero con todo lo que me contaba Armando, algo tendría que haber intuido .
–Aquí, al desayunador, llega todo tipo de gente –me alertó, mientras nos acercábamos a la fila que minuto a minuto se engrosaba más y más–. Como sabes, no pueden regresar legalmente a Estados Unidos ni tienen a dónde volver en México. En Tijuana no tienen casa ni trabajo ni documentos, y por eso corren el riesgo de convertirse en homeless. Ahora recibimos unos mil por día; cuando hay deportaciones masivas, la cifra ronda los 1,500. Setenta y cinco por ciento son drogadictos. Muchos no saben leer ni escribir. Dos por ciento de ellos eran pequeños empresarios en Estados Unidos, y los deportaron por infracciones tan irrelevantes como tener la placa del auto chueca. Hay delincuentes y padres de familia. Mexicanos, centroamericanos, sudamericanos, de todo pues. Ya vas a ver.
Como estábamos de cara a la entrada, en el patio fui testigo de la breve revisión a la que los someten antes de entrar. Primero les marcan un número en la mano, con plumón, para que no pasen dos veces; luego les revisan las mochilas sucias y rotas, en busca de droga. Como advertía Armando, llegaba toda clase de personas. Viejitos con muletas, señoras con bebés, parejas de jóvenes. Uno de edad indescifrable, con un feo perrito negro en una carriola. Otro, calvo y fuerte, vestido con una playera del alemán Mesut Özil, del Real Madrid de 2011. Un anciano barbón que a duras penas podía caminar, aferrado a un cajón de bolear zapatos con calcomanías de la Cruz Roja. Una, todavía alcoholizada, a la que no dejaron pasar porque “luego esto es un vomitadero”. Un abuelo en silla de ruedas. Otro no tan mayor, con saco de lentejuelas, guitarra y sombrero negro. Una mujer muy flaca con un ojo morado. Uno envuelto en un disfraz de Diego, el tigre de La era de hielo. Si me quedaba allí, en dos horas vería pasar todos los rostros que por unos minutos se hermanan en el comedor para indigentes más grande de América Latina. Pero quizá convenía moverse un poco, ya que el ambiente era tenso y producía diálogos de irritación contenida, que no auguraban nada bueno. Por ejemplo:
Un hombre, desde la calle:
–¿A qué hora se puede pasar?
Uno de los guardias, en la entrada:
–Ahorita, ya hay gente adentro.
–Pero con eso no me dice a qué hora se puede.
–Pos ya.
–¿Puedo pasar?
–No, se tiene que formar.
–¿A qué hora?
Desde la fila de los que esperaban en el patio, alguien con la paciencia y el hambre al límite me gritó:
–¡Güero! ¿Para cuándo?
Sin aclararle que yo no era uno de los voluntarios del lugar, entré al salón principal para averiguar qué tan larga sería la espera. El sitio, amplio y largo, sorprende por su tamaño, similar al de una cancha de baloncesto, con imágenes religiosas a los costados. Al ingresar desde el patio, lo primero que sentí fue una tibieza inesperada, casi palpable, que surgía de la cocina y evocaba el añorado pulso de un hogar. De fondo, como una caricia, sonaban versiones orquestales de clásicos de Whitney Houston.
En mi recorrido pasé de mesa en mesa, vi rezar a unos comensales que no sacaban los ojos de sus caldos humeantes, escuché a uno que pedía hablar con la directora porque acababa de recibir “una profecía divina” y a otro que repetía la frase “No tengo nada, güey, vete pa’fuera”, en plena conversación consigo mismo. En cada mesa me presentaba, hablaba del taller y avisaba que podían encontrarme en la Techumbre. En un momento, un anciano canoso, con sombrero y coleta estilo Buffalo Bill, me llamó desde el otro extremo de la sala. Mientras me acercaba, busqué mentalmente los mejores argumentos que aprovecharan su curiosidad y terminaran de convencerlo para que contara su historia. Pero cuando llegué y me hinqué a su lado, se limitó a preguntarme si le podía conseguir otra dona.
–¡El joven no está aquí para eso! –lo regañó la Madre Margarita Andonaegui, coordinadora general y cofundadora del desayunador–. Usted no respeta ninguna regla, ¿verdad? Si ya comió, en el primer piso le pueden cortar el pelo. Vaya, póngase guapo y luego me busca.
Durante los mandatos (2009-2016) de Barack Obama, Estados Unidos deportó a casi tres millones (2,955,880) de inmigrantes indocumentados, de los cuales 47 por ciento carecía de antecedentes penales. La cifra representa un récord presidencial que la administración Trump pretende superar. Entre 2009 y 2012, el régimen de Obama rondó las 400 mil deportaciones anuales y, por momentos, superó las 1,100 diarias. La tendencia comenzó a revertirse en 2015, cuando el Department of Homeland Security (DHS) confirmó que ese año se deportó a 235,413 extranjeros ilegales (644 diarios),4 57 por ciento de los 414,981 (1,137 por día) expulsados durante 2014, el año más crítico en la política migratoria del “deportador en jefe”.
En su reporte oficial, el DHS señala que la caída en el número de deportados se debió a “las nuevas prioridades de deportación de la agencia”, fijadas en un memorando interno del 20 de noviembre de 2014 que recomienda concentrar la atención policial en los delincuentes o en aquellos con antecedentes criminales. Sin embargo, a pesar de la orden que reclama esa circular, Inmigration and Customs Enforcement (ICE) informó en su estadística de 2015 que 41.1 por ciento de los deportados de ese año (96,045) no había cometido ningún delito. Una contradicción que el secretario del DHS, Jeh Johnson, no hizo más que profundizar cuando declaró5 que 98 por ciento de esos expulsados se encontraban en la “lista de prioridades” del memo6 de noviembre de 2014.
En esa lista, las prioridades son cuatro: primero, los considerados “amenaza a la seguridad nacional”; segundo, aquellos que ostentan un “extenso historial de violaciones a las leyes de inmigración o hayan cruzado la frontera en tiempos recientes”; luego, las personas con “cargos por violencia doméstica, explotación sexual, robo o cualquier delito que tenga más de 90 días como penalidad de cárcel”; y por último, “los inmigrantes con una orden final de deportación posterior al 1º de enero de 2014”.7
Pocos días después de mi arribo a Tijuana, volví a leer los documentos de ICE y DHS para tratar de entender cuál había sido la justificación que arrancó a la señora María de la Luz de su casa en San Diego.
–Mi esposo tomaba mucho, me cacheteaba –me había dicho ella–. En el refri había puras cervezas. Yo le puedo decir que conozco muy bien el maltrato del hombre. Y por molestar, por todo el ruido y los gritos, un día me mandaron a la policía.
Cuando la volviera a ver en el desayunador, tendría que preguntarle qué le había pasado exactamente. Pero, al margen de lo que le hubiera ocurrido con su pareja, ¿ser madre de un estadunidense no la calificaba para pedir el amparo del programa Deferred Action for Parents of Americans (DAPA)? Y, además, ¿su deportación no transgredía lo establecido por el Rehab Act, que protege los derechos de la madre de un niño autista?
La mañana de mi llegada al desayunador del Padre Chava, dejé que Armando me guiara y anuncié la buena nueva del taller por todos los rincones. Más tarde, ya en la Techumbre, vi que una señora muy delgada y un veinteañero con una gorra de Elektra que no paraba de hacer anotaciones en una libreta parecían esperarme, protegidos del sol por los gruesos bloques de madera del lugar. ¿Serían mis primeros alumnos? Iba a presentarme nuevamente cuando, detrás de mí, apareció un anciano de rostro curtido, con barba de varios días, sombrero negro y una guitarra llena de raspones. Antes de que me sentara, el hombre dijo que se llamaba Francisco Pérez Najar, y que tenía una historia para contar.
–Yastamos, mijo –soltó–. ¿De cuánto va a ser la feria?
–Uh, la verdad es que aquí no se paga…
–¡Ah, pues yo de gratis no puedo!
–No se preocupe, a ese ya lo conocemos. Y es muy conflictivo –me dice la señora que descansa en la Techumbre.
Sin ninguna intención de contradecirla, asiento y trato de decidir rápido qué hago con Francisco. ¿Debería pagarle? No me costaría nada. Se supone que mi tarea aquí es una forma de retribución, aunque obviamente es demasiado simbólica y pensar así me suena a una imperdonable excusa de tacaño. Además, la suma que le urge yo la gasto en un minuto y sin siquiera darme cuenta. Para un homeless local, la diferencia entre dormir en la calle y pasar la noche abrigado y protegido es de apenas 20 pesos, lo que cuesta el hospedaje en cualquier albergue de la ciudad. Si no tienen trabajo ni quién los ayude, es lógico que pidan para sobrevivir o, al menos, pagar el precio de una cama. Lo que me pregunto es qué podría pasar si entre los demás indigentes se corre la voz que al desayunador llegó alguien dispuesto a darles dinero. Francisco vuelve a formarse en la fila para el salón, quiere comer dos veces, a uno de los guardias del patio le asegura entre gritos e insultos que todavía no ingresó. Yo quizás tendría que pensar menos y soltar unas monedas, sin importar las consecuencias. Pero me preocupa tomar una decisión equivocada. La mala noticia es que, en este asunto, tal vez todas lo sean. La buena es que no estoy solo, ya que la mujer a mi lado puede leer mi mente.
–Usted no sabe, joven. Aquí la mayoría no pide para comer o dormir, sino para drogarse.
La señora que intenta explicarme cómo es la vida entre los deportados en Tijuana es Adelaida Hernández Castaño, la Güera, quien vivió en Montebello, condado de Los Ángeles, hasta su expulsión de Estados Unidos a mediados de 2012. Según cuenta, tiene 54 años y varias hijas ya mayores al “otro lado”. Alguna vez fue voluntaria en el desayunador; por eso, supongo, conoce a muchos de los que pasan, ya sean migrantes o empleados. Desde hace unos meses vive en el albergue La Roca de Salvación, donde paga 16 pesos por noche, y antes de que se lo pregunte me dice que no piensa regresar ilegalmente “para no darle un mal ejemplo a las niñas”. Ellas pueden visitarla en Tijuana y, mientras tanto, se las arregla como puede para mantenerse. “He limpiado casas y oficinas, he trabajado en taquerías y pequeños restaurantes”, señala. “Nunca he dependido de nadie para salir adelante y ahora también voy a salir adelante sola y con la ayuda de Dios.” Como habla casi sin parar, yo aún no puedo preguntarle de dónde es o por qué la deportaron. “Este lugar no es bueno, joven”, me previene. “Hay muchos drogadictos, marimachas, mouse.”
–¿Mouse?
–¡Ratas, rateros! Ya va a ver. A todos estos que andan por aquí, si les regalan un poco de ropa, la venden para comprar droga. Y si los ayuda, enseguida le van a querer sacar más y más. Hágame caso: mejor no le crea nada a nadie.
La Güera fue a la Techumbre para protegerse del sol, y mientras descansa acepta con entusiasmo la propuesta de escribir su historia. Tiene un rato libre antes de ir a su trabajo en un autoservicio; al desayunador viene todos los días para comer, bañarse y ver a los poquísimos que considera sus amigos.
–El bueno es Moisés, ese chavo que cuida la fila para que nadie se pelee. También los de la puerta. Y Nacho, al que ya va a conocer. De los demás, ¡mejor ni hablar! –bisbisea.
Desde la mesa, entre los huecos que dejan los bloques de madera, veo a los que se suman a la fila para la comida. Un anciano rengo, que lleva un peluche naranja de Elmo entre los brazos. Un señor bien afeitado, de camisa roja, pantalón negro y zapatos no tan sucios. Un chavo totalmente tatuado, con la cabeza rapada. Y un veinteañero vestido con playera de Mötorhead, bermudas negras largas y tenis de skater, que se me acerca, dice, para platicar un poco.
–Hoy amanecí triste y aquí no tengo con quien hablar. Pero a veces es bueno hablar, ¿no? –pregunta.
Yo me siento a su lado, como si fuera su confesor. Cuando le digo que estoy allí para que los deportados puedan contar sus historias, se incomoda. Quiere hablar, pero no me conoce y no sabe si puede confiar en mí. No huele mal como el resto, su ropa está limpia y calza tenis de marca. ¿No debería ser yo el desconfiado, cuando salta a la vista que él no es como los demás?
–Es que todavía tengo un poquito de dinero, para lo mínimo me alcanza –aclara–. ¿Se nota mucho? No quiero que se note. Aquí hay que mimetizarse, ¿me entiende?
Dice que se llama Nicolás y que nació en Eldorado, Sinaloa. Desde los seis años vivió en Estados Unidos; primero en Galveston, Texas, y luego en la ciudad californiana de San José. A medida que se anima a contar más de sí mismo se le escapa una sonrisa, y sólo baja la mirada cuando recuerda que pasó tres años en la prisión de San Quintín.
–Toda mi familia está en San José –murmura–. Mi padre es carpintero, tengo once hermanos y dos hijos hermosos. Pero no quiero hablar con ninguno porque me siento culpable. Yo sé que ellos sufren por mi culpa, y eso es algo que no me puedo perdonar. Por lo que hice, perdí mi familia.
–¿Por qué estuviste preso?
–La acusación fue de asesinato. Pero, ¿tengo que hablar de eso?
–No, si no quieres. Aunque serviría para tratar de entenderte.
–¿Entenderme? Entonces mejor te cuento del tambo. ¿Tú sabes lo que es vivir en la cárcel? Pierdes la noción de la vida, ya no sabes qué pasa afuera. Las únicas noticias que te llegan son que el negro se peleó con tal, que aquel va a conseguir droga, esas cosas. Gasté 180 mil dólares en abogados. Por eso me salvé de que me dieran 68 años. Pero no pude evitar que me deportaran, aunque allá estaba con green card.
Otra vez con la cabeza en alto, Nicolás recuerda que a los veintipocos años ya era dueño de su propia casa. Estudió arquitectura y construyó puentes, casas y edificios en Puerto Rico, Trinidad y Tobago, Maui y Cancún. Casado a los 22 años, en su futuro no se adivinaban sombras. “Había hecho suficiente dinero para vivir sin preocuparme”, dice, con una rara mezcla de orgullo y la mento. “Cobraba 60 dólares por hora, ganaba 2,500 a la semana. Y mira que en Estados Unidos no es fácil salir adelante. Nunca dejan de hablar de ti como ‘el mexicano’, pero a mi familia y a mí nos respetaban. Tenía mi vida. Entonces, ¿por qué lo hice? No tendría que haberlo hecho, Dios sabe que no. Pero Dios también sabe por qué. Ya me resigné, debo aceptar que todo es parte de la vida.”
–¿Con tu pena en la cárcel y tu deportación a México no pagaste por lo que hiciste?
–No creo. Lo que tengo que hacer es arrepentirme y ayudar a los demás. Estoy de voluntario en La Roca, de ahí conozco a la señora con la que platicabas y por eso vine a hablar contigo. Porque hay cosas que se tienen que contar. Aquí la policía persigue a los migrantes, ¿sabes? Si te ven flaco y con cachucha te paran cinco, seis, 10 veces por día si quieren. Te rompen tus papeles, te quitan el dinero. Y yo digo: si somos mexicanos, ¿por qué la policía nos para? Lo que deberían hacer es ayudar. Yo, cuando ayudo, siento que me curo.
Su manera de ayudar, o de curarse, es llevar a La Roca a los niños que viven en la calle. Encontrárselos “todos tirados”, dice, le parte el alma.
–Yo los he visto llorar de hambre a las 3 de la mañana en la calle –señala–, porque las madres son drogadictas y los mandan a buscar droga para ellas, ni se les ocurre cuidarlos. En Tijuana se ve que hay dinero; entonces, ¿por qué no hacen un albergue sólo para niños? No lo entiendo. Aquí la gente es muy coyota. Allá es distinto. La filosofía de allá es que tu palabra vale.
–¿Tienes algún plan?
–Sí, pasarme de vuelta. Me echaron tres años de castigo, debería esperar dos. Pero no voy a aguantar. Es muy duro, hasta preferiría estar encerrado. Un año se hace un siglo. Y cuando no has vivido las cosas que se viven aquí, es peor. Robarle el celu al que te ayuda, llevarte engañado a un bar para quitarte el dinero, ya sabes. Yo lo he visto. Y la poli no hace nada.
–Pero, ¿la solución es cruzarte de ilegal? ¿No deberías buscar el apoyo de tu familia y esperar un poco?
–Es que ya no puedo. Te digo que no se aguanta. Yo me voy a cruzar. Y mira: parece que va a llover. Eso es bueno.
Por el cielo pasan pesadas nubes oscuras, y yo sé que si Nicolás confía en el desorden que las tormentas provocan entre los guardias fronterizos es porque piensa cruzarse al “otro lado” en cualquier momento. Ya debe haber hablado con un coyote, ya tiene los 7 mil dólares que van a cobrarle, ya sabe que una de las pocas zonas de Tijuana por las que hoy se logra burlar la vigilancia de la Migra es los alrededores del Cañón del Muerto. Lo único que no tiene en cuenta, o no le importa, son las consecuencias de una nueva detención. Su arrebato pone en riesgo la posibilidad de volver a su casa en los próximos diez años. Pero, ¿quién soy yo para intentar disuadirlo? Si acaso lo convenzo, ¿podré cargar en mi consciencia con el peso de una decisión que sólo mi lugar de privilegio me hace ver como la más adecuada?
Algo no está bien cuando la sensatez es un lujo que no todos pueden darse. A pesar de mis dudas, respiro hondo para pedirle que contemple cualquier opción que no le implique meterse en más problemas. Pero antes de que pueda decir algo, la Güera se levanta de la mesa y me pide que mire hacia la fila del costado. Lo que veo es una pelea entre cuatro o cinco hombres, que se hace cada vez más virulenta porque quienes tratan de separarlos terminan golpeándose entre sí.
–¿Vio? Se lo dije –apunta, en tono de reproche–. Todo empezó por ese mouse de ahí, ¿lo ve? La vez que robó en el salón, hace unos meses, yo alcancé a darle unas patadas. Qué bueno que ahora lo corren, ojalá no venga más.
De regreso a su asiento, me entrega lo que escribió para mí. Al final de la página, leo: “Aquí todos somos personas deportadas, nos tienden la mano para ayudarnos, pero a veces somos egoístas y mezquinos. Nuestro mundo son las drogas y el alcohol, el poco dinero que conseguimos lo gastamos en droga, no nos importa nada más que andar bien pasados. Cuando nos ayudan, no lo vemos. En lo que a mí respecta, aquí fui voluntaria cinco meses tiempo completo, hasta que conseguí trabajo. Trato de no ser una carga para nadie. No le quito nada a nadie y salgo adelante trabajando honradamente. Ahora también estudio para ser una persona de bien”.
En su canónico ensayo Made in Tijuana (2004), el escritor Heriberto Yépez subraya que pocas ciudades mexicanas mantienen una lucha tan explícita contra el estereotipo como TJ. “Ya en 1888”, escribe, “un año antes del que ha sido considerado el de su fundación oficial, un periodista norteamericano de The Nation escribía que ‘en Tijuana hay más cantinas que construcciones’. Tijuana nació ya embotellada de origen”.
La anécdota es relevante y sugiere que Tijuana debe gran parte de su imagen festiva y bizarra a la visión impuesta desde el exterior. Pero, más de un siglo después del comentario de The Nation, quizá cabría preguntarse si la propia ciudad no cultiva ese espejismo hecho a la medida de los 19 millones de turistas que cada año llegan a la capital mexicana del vicio de bajo presupuesto para ver sólo aquello que desean ver. Como toda gran metrópoli, Tijuana son muchas Tijuanas a la vez. La más visible de todas es aquella que se ajusta a su mitología de ilegalidad, peligro y desenfreno, por donde se cruzan el peso del narcotráfico, las ilusiones del bandolero gringo que huye de la justicia y el brillo prostibulario que enceguece a lo largo de la legendaria avenida Revolución. El riesgo para quienes no vivimos allí es creer que ese rol histórico sintetiza su personalidad, asimilar sus múltiples perfiles a esa actuación brutal y convincente que la ciudad interpreta a las mil maravillas.
Yo a Tijuana llegué por encargo, como el detective que le debe prestar más atención a las razones del crimen que al lugar donde ocurrió. Sin embargo, tener los ojos clavados en los protagonistas de esa historia no me impidió atisbar los distintos escenarios que me mostraron un paisaje inabarcable, potente y lleno de contrastes, dignos de la frontera más transitada del mundo. En la ciudad por la que yo me perdí aún sobrevuela el misterio del asesinato de Luis Fernando Colosio en Lomas Taurinas, donde por cierto unas no menos misteriosas mansiones destacan en un laberinto de curvas y casas bajas. Y vibra el contrapunto entre la industria maquiladora trasnacional, que atrae a mujeres de todo el país por una paga de mil pesos semanales, y el turismo sexual, donde se cobra lo mismo, pero por diez minutos de privacidad valuados en dólares, tanto en la Zona Norte de los tables Hong Kong y Adelita como en los elegantes clubes de Zona Río.
En ese pulso cotidiano conviven los 50 mil vehículos que pasan a diario por la garita de San Ysidro, la amenaza de inundaciones y temblores, el añejo encanto del burro-cebra (zonkey), la omnipresencia de los casinos, los hippies que peregrinan al bar Zacazonapan tras las huellas de Jim Morrison, el enigma de los guetos chinos de La Mesa, los desalojos de deportados que la policía ensaya en la canalización del río Tijuana (el Bordo) y el temible zumbido de los drones de la Operación Guardián. Entre todo ese combo, que va de East TJ a Playas, pasando por el glamour de Zona Río y el vértigo de “la hermana república de Otay”, el corazón de TJ parece latir bajo el impulso del exceso y la deshumanización, la doble cara del deseo y la explotación en una moneda lanzada al aire del destino. O, al menos, eso fue lo que creí percibir de a poco, un viaje tras otro, cada vez más sorprendido por un conjunto de historias que me desafiaban a estar a la altura de lo que me tocaba ver.
En Tijuana, los migrantes deportados ya son figuras recurrentes, a nadie le sorprende topárselos y, por lo tanto, sus historias se han vuelto habituales. A su manera, forman parte del molde de lo cotidiano que cubre la ciudad, tan característicos como el zonkey o los silenciosos maleantes de la Zona Norte. Durante mis viajes a TJ, el único antídoto que se me ocurría para desactivar la anestésica bomba de la costumbre era incorporar a su retrato las pinceladas del pasado reciente. Tener en cuenta que desde que en 1994 el país vecino reforzó el control de la frontera con los drones, telescopios de visión nocturna y sensores sísmicos de la Operación Guardián, el paso de los migrantes ilegales se desvía de Tijuana hacia el desierto, donde el Estado ejerce una violencia silenciosa, clandestina, que mata sin asesinos a la vista. No olvidar que los cambios en los conceptos de legal e ilegal en la frontera entre ambos países han ido en paralelo con las transformaciones históricas en el proceso de la migración mexicana a Estados Unidos. Subrayar que la criminalización del migrante se profundizó desde los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, cuando el gobierno de George W. Bush convirtió la observancia de las leyes migratorias en una cuestión de seguridad nacional. Y no dejar de señalar que la amplia mayoría de los deportados que llegan diariamente a la ciudad no logra volver al “otro lado” ni reinsertarse en México.
Así fue como empezó esta historia. Luego, una vez terminado el proyecto “Migración y memoria”, regresé en varias oportunidades a Tijuana, empujado por dudas y preguntas que aún no sé si sabré responder. Por entonces, el muro de Trump aparecía en todas las noticias que hablaban de la frontera, pero mi interés no apuntaba a su viabilidad ni a sus implicaciones políticas, sociales y culturales. Yo quería saber qué había sido de los deportados que llegué a tratar en el desayunador del padre Chava, esos bad hombres que el magnate puso en la mira del mundo durante su campaña electoral. Y a medida que los conocía mejor, entre uno y otro viaje, noté que la onda expansiva de sus penurias me proponía un reto. Aunque me costara admitirlo, sentía que había visto en primer plano las cicatrices de un México invisible, y que mi deuda con el país que me había acogido como uno de los suyos comenzaría a saldarse si era capaz de narrar esa experiencia donde la crueldad y la esperanza, la vileza y la supervivencia mostraban mucho de lo que somos y podríamos ser.
Con y sin documentos, viví más de 25 años fuera de mi Argentina natal. La distancia me ha marcado y hoy admito sin dolor alguno que me cuesta mucho identificarme con los gustos, modos e ilusiones del lugar donde nací, en definitiva lo que buscaba cuando en 1992 me fui sin ninguna intención de regresar. Allá quedó mi origen, pero no mucho más. Si mi país lo sintiera mío, es probable que aún viviera allí. Pero, por distintos motivos, desde muy chico me pareció que mi crecimiento y plenitud me esperaban lejos, afuera. Claro que ese camino nunca fue fácil y estuvo repleto de fracasos de todos los tamaños, enormes incluidos. De hecho, en todo ese tiempo que residí en España, Hungría, Brasil y México, hubo al menos dos ocasiones en las que me sentí arrastrado hacia un abismo de soledad y desesperación que recordaría para siempre.
La primera fue en Viladecans, un gris suburbio de Barcelona, a principios de los 90. No conseguía trabajo, el dueño de la ruinosa pensión donde vivía me amenazaba con correrme si no saldaba parte de mi deuda, por necesidad había traicionado a los pocos amigos que todavía me aguantaban y acababa de gastar mis últimas monedas en una sardina que freía con una cebolla robada. No era el primer día que me quedaba sin dinero; era, sí, el primero que me dejaba claro que el futuro se había evaporado. Sabía que en unas horas no podría calmar la siguiente oleada de hambre, ya sin tener a dónde ir ni a quién recurrir. No veía ninguna solución y no tenía fuerzas para enfrentar el desastre inminente. Lo único que quería era aturdirme, olvidarme de todo, dejarme llevar. Desolado y perdido, recuerdo ahora, en un momento bajé las escaleras que daban a mi cuarto y me senté en un banco de la plaza de enfrente de la pensión, ido y abrumado por los problemas de una vida que se alejaba de mí. Y en ese estado de indefensión y abandono, triste al extremo de no sentir dolor, al banco donde estaba sentado se acercó un hombre que no había visto jamás. Mi mala memoria no conserva sus palabras, que hablaban de Dios, el amor y la fe. Antes de irse, me dejó una edición muy pequeña, con tapas azules, del Nuevo Testamento. El hombre era parte de un grupo de evangelizadores, se fue con el resto de los suyos y desapareció para siempre. Yo nunca fui una persona religiosa, no lo era entonces y no lo soy ahora. Pero, por alguna razón, durante años conservé ese ejemplar del Nuevo Testamento. Y esa tarde algo debió pasar conmigo, porque aquel encuentro me conmovió de tal manera que exorcizó la desgracia y me impulsó a salvar lo que quedaba de mí mismo.
A quienes no somos creyentes nos resulta muy sencillo negar la importancia del trabajo social de las instituciones religiosas. O no lo vemos o no lo queremos ver. Yo no sé qué tan eficaces sean en general, pero me consta que a veces cumplen con su función de ayudar a quien lo necesita. Como prueba, ahí está la historia de la sonorense Rosa Robles Loreto, detenida en 2010 en Tucson por derribar con su coche uno de los conos naranjas que la policía coloca en la calle cuando hay un desvío provisional. Casada, con más de 10 años de vida en Estados Unidos y madre de dos hijos, Rosa pagó su falta con una detención de dos meses y una orden de deportación que, tras sucesivas apelaciones, debía hacerse efectiva el 8 de agosto de 2014. Ese mismo día, mientras los agentes de ICE avanzaban hacia su casa para iniciar el proceso que la mandaría a México, Rosa se refugió en la Iglesia Presbiteriana del Sur, en Tucson, decidida a no salir de allí hasta que alguien escuchara su reclamo de no dividir a su familia. Y en la iglesia la recibieron, la alimentaron y le dieron cobijo, y se negaron a entregarla a las autoridades.
Un año antes, otra falta de tránsito había puesto al borde de la deportación al sinaloense Daniel Neyoy, quien a mediados de 2000 llegó a Estados Unidos tras pasar ilegalmente por el desierto de Arizona. En mayo de 2013, Daniel rechazó la orden de ICE y pidió asilo en una iglesia presbiteriana de Harrington. Por su condición de padre de un niño estadunidense, Neyoy logró que un juez de Texas dictara una prórroga de un año a su residencia en el país, renovada a mediados de 2015. Pero los hijos de Robles son mexicanos. Al momento de la infracción de su madre, ellos podían ampararse bajo el programa Deferred Action for Childhood Arrivals (DACA) para frenar su propia deportación, pero a Rosa no la protegía ninguna medida oficial. Tras 15 meses de autoexilio en la iglesia de Tucson, Rosa obtuvo un “acuerdo confidencial” con ICE y regresó a su casa.
Mientras tanto, gracias al impacto de los casos de Robles y Nayoy, iglesias de Atlanta, Los Ángeles, Colorado, Phoenix, Chicago y Portland abrieron sus puertas a otros inmigrantes, mexicanos y centroamericanos, obligados a cumplir órdenes de deportación. De acuerdo a la organización Church World Service, hoy hay decenas de iglesias estadunidenses unidas en esa red, Santuario, de asistencia a indocumentados. La versión contemporánea del movimiento Santuario de los 80, que por entonces reunió a más de 500 congregaciones luteranas, católicas y metodistas en apoyo a migrantes latinos.
En el desayunador, la fuerza moral de la religión se expresa en el saludo de la mayoría de los deportados al Cristo de dos metros de la entrada y a la imagen de la Virgen que los recibe a su derecha. Muchos de ellos, además, tienen el detalle de quitarse la gorra cuando se persignan.
–Eso fue así siempre, desde el principio –me dijo, una mañana, la madre Margarita–. ¿Sabe cómo empezó todo aquí? Un día, al padre Salvador Chava Romo le diagnosticaron cáncer terminal. Fue muy duro para él, pensaba que había desperdiciado su vida sin haber hecho nada por los pobres. Así que, ganándole tiempo al tiempo, primero invitó a desayunar a los que dormían en la calle. Les dábamos taquitos, alguna tortita. Hasta que por decisión suya ampliamos más y más el servicio. El primer desayuno se lo servimos a 17 muchachos, el 30 de enero de 1999. Al padre le habían dado tres meses de vida, pero vivió hasta el 30 de enero de 2002, justo tres años después de aquel primer desayuno.
Tras contarme esa historia, ella fue a la cocina, probó personalmente la limonada, recibió unas cajas de cereales y acomodó otras de té.
–¿Ya tomó café? –me preguntó, mientras me servía uno– ¡Es la primera obligación del día!
Con mi vaso lleno regresé a la Techumbre, a ver si alguien me esperaba. Y mientras pensaba en la coincidencia de que el día de la fundación del desayunador (y el de la muerte del padre Chava) también sea el de mi cumpleaños, vi que bajo los rústicos bloques de madera de mi nuevo lugar de trabajo estaba sentada una señora pálida y empequeñecida, encorvada, que pellizcaba nerviosa una bolsa de plástico negro.
Cuando me senté a su lado, se presentó con una sonrisa tan grande que entrecerraba sus ojos color miel. Se llamaba, me dijo, María de la Luz Guajardo Castillo. Media hora después, antes de despedirse, me dijo que yo le daba confianza porque hablaba “como el papa”, mi célebre compatriota. Al levantarme para tirar el vaso de plástico en el que había tomado mi café, volví a verla, esta vez junto a otra mujer tan enclenque, desgarbada y triste como ella, a un lado de la puerta de entrada del desayunador.
–Mira, ¿lo ves? –escuché que le decía, sin dejar de señalarme–. Ese es el joven que me va a encontrar a mi hija.