Читать книгу El chico sobre la caja de madera. Memorias del sobreviviente más joven de la lista de Schindler - Leon Leyson - Страница 5

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Capítulo 1

Corrí descalzo a través de la pradera y hacia el río. Una vez que estuve cerca de los árboles, arrojé mis ropas, me sujeté a una de mis ramas bajas favoritas, me columpié hacia el agua y me solté.

¡Una zambullida perfecta!

Flotando en la superficie, escuché un “¡splash!” y luego otro, cuando mis dos amigos me siguieron. Enseguida trepamos para salir del río y volvimos a correr hacia nuestras ramas preferidas para comenzar todo de nuevo. Al notar que los leñadores que trabajaban corriente arriba amenazaban con arruinar nuestra diversión al dejar que los troncos recién cortados se desplazaran en el agua, corriente abajo hasta el aserradero, adaptamos rápidamente el juego y nos recostamos de espaldas, cada uno sobre un tronco, observando cómo la luz del sol atravesaba el follaje de robles, abetos y pinos.

No importaba cuántas veces repitiéramos estos juegos, nunca me cansaba de ellos. A veces, en aquellos calurosos días de verano, nos poníamos trajes de baño si pensábamos que podría haber algún adulto cerca. Pero en general nadábamos sin ropa.

Lo que volvía más emocionantes estas escapadas era que mi madre me había prohibido ir al río.

Al fin y al cabo, yo no sabía nadar.

En invierno, el río era igual de divertido. Mi hermano mayor, Tsalig, me ayudó a construir unos patines para hielo con toda clase de materiales raros: restos de metal rescatados del taller de nuestro abuelo herrero, y trozos de madera sacados de la pila de leña. Éramos creativos para fabricar nuestros patines. Eran primitivos y estaban mal hechos, ¡pero funcionaban! Yo era pequeño y rápido; amaba correr sobre mis patines junto a los chicos más grandes, cruzando el hielo disparejo. Cierta vez David, otro de mis hermanos, patinó sobre hielo demasiado fino y este cedió. Cayó en el agua helada del río. Afortunadamente, era poco profundo allí. Lo ayudé a salir y nos apresuramos a ir a casa para cambiarnos la ropa empapada y descongelarnos junto a la chimenea. Cuando estuvimos secos y recuperamos el calor, volvimos a correr al río para otra aventura.

La vida parecía un viaje interminable y libre de preocupaciones.

Así que ni siquiera el más aterrador de los cuentos de hadas pudo haberme preparado para los monstruos a los que me enfrentaría apenas unos años después, las veces en que me salvaría de morir por poco, o el héroe, disfrazado él mismo de monstruo, que salvaría mi vida. Mis primeros años no me brindaron ninguna advertencia sobre lo que vendría.

El nombre que me dieron al nacer fue Leib Lejzon, aunque ahora todos me conocen como Leon Leyson. Nací en Narewka, un poblado rural en el noreste de Polonia, cerca de Bialystok, no lejos de la frontera con Bielorrusia. Mis ancestros habían vivido allí por generaciones. De hecho, por más de doscientos años.

Mis padres eran gente honesta y trabajadora; nunca aspiraron a nada que no se ganaran ellos mismos. Mi madre, Chanah, era la menor de cinco hermanos, dos mujeres y tres varones. Su hermana mayor se llamaba Shaina, que en idish significa “bella”. Mi tía era verdaderamente hermosa, pero mi madre no, y esto incidía en el modo en que los demás las trataban, incluidos sus propios padres. Ciertamente, mis abuelos amaban a sus dos hijas, pero consideraban a Shaina demasiado bonita para hacer esfuerzos físicos, mientras que no opinaban lo mismo acerca de mi madre. Recuerdo que ella me contaba que la hacían cargar cubetas llenas de agua para los hombres que trabajaban en el campo. Hacía calor y las cubetas eran pesadas, pero igualmente esta tarea resultó ser una fortuna para ella… y para mí. Fue en aquellos campos donde mi madre vio por primera vez a quien sería su esposo.

Aunque mi padre empezó a cortejarla enseguida, ambas familias debían acordar primero el matrimonio, o al menos debía parecer que lo hacían. Esa era la costumbre en la Europa oriental de aquel entonces. Afortunadamente, los padres de ambos estaban complacidos con el romance entre sus hijos. Pronto la pareja se casó; mi madre tenía dieciséis años y mi padre, Moshe, dieciocho.

Para ella, la vida de casada era muy similar al modo en que había vivido con sus padres. Sus días transcurrían haciendo las tareas del hogar, cocinando y ocupándose de su familia, salvo que en vez de sus padres y hermanos, ahora cuidaba a su esposo y, muy pronto, a sus hijos.

Al ser el menor de cinco hermanos, rara vez tenía a mi madre para mí solo, así que uno de mis momentos favoritos del día era cuando mis hermanos y mi hermana estaban en la escuela y nuestras vecinas venían de visita. Se sentaban alrededor de la chimenea, a tejer o confeccionar almohadas de plumas de ganso. Yo observaba a estas mujeres mientras juntaban las plumas y rellenaban las almohadas simplemente metiéndolas dentro de las fundas de tela y sacudiéndolas luego para que se distribuyeran en forma pareja. Inevitablemente, algunas plumas se salían y flotaban en el aire como copos de nieve. Mi tarea consistía en rescatarlas. Yo intentaba atraparlas, pero se alejaban flotando. De vez en cuando tenía suerte y capturaba un puñado; entonces, las mujeres recompensaban mi esfuerzo con risas y aplausos. Desplumar gansos era un trabajo duro, así que cada pequeña pluma era valiosa.

Siempre anhelaba escuchar a mi madre intercambiar historias y a veces un poquito de chismorreo con sus amigas. Así, podía verla de un modo diferente, más pacífica y relajada.

Aunque mi madre estaba muy ocupada, siempre tenía tiempo para demostrar su amor. Cantaba con nosotros y, por supuesto, se aseguraba de que hiciéramos nuestras tareas escolares. Cierta vez yo estaba sentado a la mesa, estudiando matemáticas, cuando escuché un crujido detrás de mí. Estaba tan concentrado en lo que estudiaba que no había notado que mi madre estaba allí y se había puesto a cocinar. No era la hora de comer, así que me sorprendió. Entonces, ella me sirvió un plato de huevos revueltos, que había hecho solo para mí, y me dijo: “Eres un chico tan bueno, que te mereces algo especial”. Todavía siento la satisfacción que brotó en mí en aquel momento. Había logrado que mi madre se sintiera orgullosa de mí.

Mi padre siempre se dedicó a tratar de darnos una buena vida a todos. Veía más futuro en el trabajo industrial que en el tradicional oficio familiar de la herrería. Poco después de casarse, comenzó a trabajar como aprendiz de operario de una máquina en una pequeña fábrica de botellas de vidrio de diversos tamaños. Allí, mi padre aprendió a confeccionar los moldes para las botellas. Gracias a su esfuerzo, su habilidad y su determinación, recibía frecuentes ascensos en su puesto de trabajo. Cierta vez, el dueño de la fábrica lo eligió para tomar un curso avanzado de diseño de herramientas en la ciudad de Bialystok. Yo sabía que era una oportunidad importante, porque él se compró una chaqueta especialmente para aquella ocasión. Comprar ropa nueva no era algo muy frecuente en nuestra familia.

La fábrica de vidrio progresó, y el dueño decidió ampliar su negocio mudándose a Cracovia, una ciudad próspera a 563 kilómetros al sudoeste de Narewka. Esta noticia nos entusiasmó mucho a todos en el pueblo. En aquellos días era raro que la gente, joven o de cualquier edad, abandonara su lugar natal. Mi padre fue uno de los pocos empleados que se mudaron junto con la fábrica. El plan fue que papá viajara primero. Cuando ganara dinero, nos llevaría a todos a Cracovia. Le tomó varios años ahorrar lo suficiente para encontrar un sitio adecuado donde pudiéramos vivir. Entretanto, viajaba cada seis meses para visitarnos.

Yo era demasiado pequeño para recordar con precisión el día en que mi padre dejó Narewka aquella primera vez, pero sí recuerdo cuando regresó para pasar unos días con nosotros. Cuando llegó, todo el pueblo se enteró. Él era un hombre alto y atractivo, que siempre se mostraba orgulloso de su apariencia. Le gustaba la vestimenta más formal que usaban los hombres en Cracovia, y gradualmente fue adquiriendo algunas prendas elegantes. Cada vez que venía de visita usaba un hermoso traje, camisa de vestir y corbata. Eso provocaba sensación en el pueblo, cuyos habitantes estaban acostumbrados a las ropas simples y holgadas de estilo campesino. Yo no podía adivinar que aquellos mismos trajes nos ayudarían a salvar nuestras vidas en los terribles años que vendrían.

Las visitas de mi padre eran siempre una fiesta. Todo era diferente cuando él estaba en casa. La mayoría de las veces, teniendo en cuenta lo atareada que estaba siempre mi madre cuidando de mis cuatro hermanos y de mí, las comidas solían ser bastante informales. Pero esto cambiaba cuando mi padre estaba allí. Nos sentábamos a la mesa, donde toda la vajilla estaba cuidadosamente dispuesta ante nosotros. Siempre había algunos huevos más para el desayuno y un poco más de carne para la cena. Escuchábamos las historias que él nos contaba sobre su vida en la ciudad, cautivados con sus comentarios acerca de las comodidades modernas, tales como los servicios sanitarios interiores y los tranvías, cosas que nosotros apenas podíamos imaginar. Los cuatro hermanos varones, Hershel, Tsalig, David y yo, nos portábamos mejor que nunca y rivalizábamos por atraer la atención de nuestro padre, pero sabíamos que su favorita era Pesza, nuestra hermana. No era de extrañar, ya que era la única niña en nuestra familia de chicos revoltosos. Cada vez que discutíamos por algo, recuerdo que nunca culpaban a Pesza, aun cuando tal vez sí tuviera la culpa. Si la molestábamos mucho, papá intervenía y nos reprendía. Pesza tenía el cabello largo y rubio, que mi madre peinaba en gruesas trenzas. Ayudaba en las tareas de la casa y era callada y obediente. Puedo entender por qué la prefería mi padre.

Con frecuencia, papá nos traía regalos de la ciudad. Las cajas de dulces tenían imágenes de algunos de los edificios históricos y los bulevares de Cracovia. Solía mirar esas fotos largo rato, tratando de imaginar cómo se sentiría vivir en un sitio tan glamoroso.

Al ser el menor, yo siempre heredaba mis cosas: camisas, zapatos, pantalones y juguetes. En una de sus visitas papá trajo de regalo pequeños maletines. Vi los de mis hermanos y pensé que, una vez más, tendría que esperar a que alguno de ellos me diera el suyo. Me parecía injusto. Pero esta vez ocurrió una sorpresa: dentro de uno de los maletines había otro, aún más pequeño, especial para mí. ¡Me sentí tan feliz!

Aunque sus visitas duraban unos pocos días, mi padre siempre se reservaba tiempo para mí. Nada me entusiasmaba más que ir con él hasta la casa de sus padres, mientras sus amigos lo saludaban por el camino. Siempre me llevaba de la mano y jugaba con mis dedos. Era como un gesto secreto entre nosotros para expresar lo mucho que me amaba a mí, su hijo menor.

Mi hermano Hershel era el mayor; le seguía Betzalel, apodado Tsalig; mi hermana, Pesza; mi hermano David, y por último yo. Hershel me parecía una especie de héroe, como Sansón. Era grande, fuerte y combativo. Mis padres solían decir que era un chico difícil. En su adolescencia, se rebeló y se negó a ir a la escuela. Quería hacer algo más “útil”. Por aquel entonces, mi padre trabajaba en Cracovia, así que mi madre y él decidieron que Hershel se fuera con él. Mis sentimientos al respecto eran contradictorios. Lamentaba que mi hermano mayor se fuera, pero también sentía alivio. Su actitud preocupaba mucho a mi madre y, aunque yo era muy pequeño, sabía que era mejor para Hershel que estuviera con mi padre. Él prefería la vida en la ciudad, y rara vez venía con papá cuando él nos visitaba.

Así como Hershel era fuerte y obstinado, mi otro hermano, Tsalig, era en muchos aspectos su opuesto. Tsalig era gentil y amable. Aunque tenía seis años más que yo y muchos motivos para mostrarse superior a mí, nunca lo hizo. De hecho, no recuerdo que me tratara ni una vez con fastidio. Incluso me dejaba seguirlo a todas partes en sus excursiones por el pueblo. Tsalig, un mago de la tecnología, era un superhéroe para mí. No había nada que no supiera hacer, o al menos eso parecía. Una vez fabricó una radio usando cristales en vez de electricidad, para captar emisoras de Varsovia y Bialystock, e incluso de Cracovia. Construyó él mismo el artefacto completo, incluida la caja que contenía los circuitos, y se las ingenió para armar una antena, hecha con un alambre largo, para conseguir buena recepción. Para mí, era magia pura cuando me ponía los auriculares que Tsalig me alcanzaba y escuchaba al famoso trompetista de Cracovia que daba la hora al mediodía con su instrumento, a cientos de kilómetros de distancia.

Mi hermano David, poco más de un año mayor que yo, fue mi compañero más cercano. Lo recuerdo contándome que, cuando yo era un bebé, él mecía mi cuna si me echaba a llorar. Casi siempre estábamos juntos. Aun así, uno de sus pasatiempos favoritos era fastidiarme. Sonreía con suficiencia cada vez que yo caía en una de sus bromas. A veces me frustraban tanto sus trucos, que mis ojos se llenaban de lágrimas. Cierta vez, los dos comíamos fideos y él me dijo que, en realidad, los fideos eran gusanos. Lo dijo tan seguro y durante tanto tiempo que me convenció. Sentí náuseas, y David aulló de risa. A pesar de esto, no pasó mucho tiempo antes de que los dos nos reconciliáramos… hasta que David encontró otra oportunidad para molestarme.

En Narewka vivían aproximadamente mil judíos. Siempre ansiaba asistir a la sinagoga con mis abuelos maternos, con quienes me sentía muy a gusto. Me encantaba escuchar las plegarias que resonaban en todo el edificio. El rabino comenzaba el servicio religioso con su voz fuerte y vibrante, que luego se mezclaba con las voces de la congregación. Cada pocos minutos, su voz volvía a destacarse nuevamente cuando indicaba qué líneas del libro de plegarias debíamos seguir. Pero el resto del tiempo, los fieles estaban cada uno en su mundo. Yo sentía que todos éramos una unidad, pero a la vez, que cada cual se encontraba en su propio momento de comunión con Dios. Supongo que para alguien que no pertenece a nuestra colectividad esto suena extraño, pero para nosotros era un sentimiento totalmente normal. A veces, cuando un polaco cristiano intentaba describir un evento caótico, decía: “Es como una congregación judía”. En aquellos tiempos de paz, un comentario como aquel no tenía connotaciones hostiles; simplemente expresaba lo extraños que éramos para quienes practicaban religiones diferentes a la nuestra.

La mayor parte del tiempo, cristianos y judíos convivíamos juntos en armonía en Narewka, aunque pronto aprendí que ponía a prueba mi suerte si caminaba por las calles con mi habitual despreocupación durante la Semana Santa, antes de las Pascuas cristianas. En esa época del año, nuestros vecinos cristianos nos trataban de manera diferente, como si de pronto los judíos nos hubiésemos convertido en sus enemigos. Incluso mis compañeros habituales de juegos se volvían agresivos. Me arrojaban piedras y me ponían apodos crueles e hirientes, como “Asesino de Cristo”. Eso no tenía sentido para mí, porque Jesús había vivido muchos siglos antes que yo. Pero mi identidad como persona pesaba para ellos menos que mi identidad judía; y para aquellos que nos detestaban, no tenía importancia dónde viviéramos: un judío era un judío, y cada uno de nosotros era culpable por la muerte de Jesús. Por fortuna, esta animosidad duraba solo unos días al año, y generalmente en Narewka judíos y cristianos convivían pacíficamente. Por supuesto, siempre había excepciones. La mujer que vivía frente a nuestra casa nos arrojaba piedras a mí y a mis amigos judíos solo por caminar en la acera frente a su puerta. Supongo que pensaba que la mera proximidad de un judío traía mala suerte. Aprendí a cruzar la calle cuando me aproximaba a su casa. Otros vecinos eran más agradables. La familia que vivía al lado nos invitaba todos los años para que viéramos su árbol de Navidad.

Con todo, Narewka era un lugar idílico para crecer durante los años 30. Entre el anochecer del viernes y el del sábado, los judíos observábamos el Shabat. Me encantaba la quietud que se cernía sobre las tiendas y las oficinas cerradas, un bienvenido respiro después de las rutinas agitadas de la semana. Después del servicio en la sinagoga, la gente se sentaba en sus porches o portales, a conversar mascando semillas de calabaza. Solían pedirme que cantara cuando pasaba por allí, porque yo conocía muchas canciones y tenía una voz que todos elogiaban, cualidad que perdí cuando entré en la pubertad.

Entre septiembre y mayo, asistía a la escuela pública por las mañanas y a la escuela judía o heder por las tardes. Allí nos enseñaban hebreo y estudiábamos la Biblia. Yo tenía cierta ventaja sobre mis compañeros porque había aprendido de mis hermanos, imitándolos cuando ellos hacían sus tareas de la escuela heder, aun cuando no entendiera bien qué estaban estudiando. Mis padres me inscribieron allí cuando tenía cinco años.

El catolicismo era la religión predominante en Polonia, y en la escuela pública ocupaba un rol bastante destacado. Cuando mis compañeros católicos rezaban sus plegarias, nosotros, los judíos, debíamos quedarnos de pie en silencio. Esto era algo fácil de decir, pero no de hacer; muchas veces nos reprendían por cuchichear a hurtadillas o por jugar a empujarnos cuando se suponía que debíamos estar parados como estatuas. Era riesgoso portarse mal, aunque fuera un poco, ya que nuestro maestro estaba siempre muy dispuesto a informar a nuestros padres. ¡A veces, mi madre sabía que me había metido en problemas aun antes de que yo llegara a casa por la tarde! Mamá nunca me castigaba físicamente, pero tenía su manera de hacerme saber cuando mi conducta la disgustaba. No me agradaba sentir eso, de modo que la mayoría de las veces trataba de portarme bien.

Cierta vez, mi primo Yossel preguntó a su maestro si podía cambiar su nombre por Józef, en honor a Józef Pilsudski, un héroe nacional polaco. El maestro le dijo que un judío no tenía derecho a tener un nombre polaco. Yo no podía imaginar por qué mi primo querría cambiar su nombre idish (que equivale a José en español) por su versión polaca, pero el rechazo del maestro no me sorprendió. Simplemente, la vida era así.

Mi segundo hogar era el de mi vecino Lansman, el sastre. Me fascinaba cómo dirigía finas salpicaduras de agua desde su boca hasta las prendas cuando las planchaba. Me gustaba visitarlos a él, a su esposa y a sus cuatro hijos, todos ellos hábiles sastres. Cantaban mientras trabajaban, y por las noches se reunían para tocar música con sus instrumentos y seguir cantando. Me sentí desconcertado cuando el más joven de los hijos, que era sionista, decidió dejar su hogar e irse a la lejana Palestina. ¿Por qué se alejaría tanto de su familia, abandonando su trabajo y sus encuentros musicales? Ahora comprendo que su decisión le salvó la vida. Su madre, su padre y sus tres hermanos murieron en el Holocausto.

Narewka carecía de todo lo que hoy consideramos necesario. Las calles eran de grava, sin pavimentar; muchos edificios estaban hechos de madera y no tenían más que un piso; la gente caminaba, o bien se trasladaba a caballo o en carretas. Aún recuerdo cuando la maravilla de la electricidad llegó a nuestro pueblo en 1935. Yo tenía seis años. Cada hogar debía decidir si deseaba o no tener su instalación eléctrica. Luego de muchas deliberaciones, mis padres decidieron tener el nuevo invento en casa. Un solo cable conducía a un agujero en el centro de nuestro cielorraso. Era increíble que, en vez de la lámpara de queroseno, ahora tuviésemos una bombilla de vidrio sobre nuestras cabezas, que nos iluminaba para poder leer por las noches. Solo teníamos que jalar un cordel para encenderla o apagarla. Cuando mis padres no me estaban viendo, me trepaba a una silla y jalaba la cuerda para ver cómo la luz aparecía y desaparecía como por arte de magia. Asombroso.

Pero a pesar de la maravilla de la electricidad, en muchos otros aspectos Narewka permanecía igual desde hacía siglos. No había tuberías de agua en los interiores de las casas y en el amargo invierno el trayecto hasta el retrete, que estaba afuera, era algo que yo trataba de demorar lo más posible. Nuestro hogar tenía una habitación grande que servía de cocina, comedor y sala de estar, y un solo dormitorio. La privacidad tal como la conocemos hoy era algo ajeno para nosotros. Había una sola cama, que compartíamos mis padres, mis hermanos, mi hermana y yo.

Sacábamos el agua de un pozo en nuestro patio; arrojábamos dentro una cubeta hasta que la escuchábamos caer, y luego la subíamos llena. El desafío era no perder demasiado contenido a medida que llevábamos la cubeta desde el pozo hasta la casa. Juntar toda el agua que necesitábamos nos llevaba varios viajes al día, así que íbamos y veníamos muchas veces. Yo también recolectaba huevos, apilaba la leña que cortaba Tsalig, secaba los platos que lavaba Pesza y hacía compras para mi madre. A menudo, además, iba al granero de mi abuelo a buscar una jarra de leche de su vaca.

Nuestro pueblo en la frontera del bosque de Bialowieza estaba habitado principalmente por granjeros y herreros, carniceros y sastres, maestros y comerciantes. Éramos gente campesina, sencilla y trabajadora, tanto los judíos como los católicos, y nuestras vidas giraban en torno a nuestra familia, nuestras festividades religiosas y las temporadas de siembra y cosecha.

Los judíos hablábamos idish en casa, polaco en público y hebreo en la escuela religiosa o en la sinagoga. También aprendí algo de alemán de mis padres. Resultó que saber alemán fue más útil para nosotros de lo que jamás hubiésemos podido imaginar.

Como la ley polaca prohibía a los judíos ser terratenientes, tal como sucedía desde hacía siglos con los judíos en toda Europa, mi abuelo materno, Jacob Meyer, alquilaba su granja a la Iglesia Ortodoxa Oriental. Soportó largas horas de duro trabajo físico para mantener a su familia. Él mismo labraba la tierra. Desenterraba las papas con una pala y cortaba el heno con una guadaña. Yo me sentía grandioso manejando su carreta cuando estaba llena con altos fardos de heno al finalizar la cosecha. Después que mi padre se fue a Cracovia, mi madre necesitó cada vez más la ayuda de sus padres. Mi abuelo venía con frecuencia a casa con papas y otros productos de su jardín para asegurarse de que su hija y sus nietos no pasaran hambre. De todos modos, aun con la ayuda de su familia, mi mamá estaba siempre muy ocupada, ya que por lo general estaba sola a cargo de un hogar lleno de niños. Solo alimentarnos, mantener nuestras ropas limpias y asegurarse de que tuviésemos todo lo necesario para la escuela era un enorme trabajo para ella. Nunca tenía tiempo para sí misma.

En Narewka todos conocíamos a nuestros vecinos y sabíamos a qué se dedicaban. Los hombres frecuentemente se identificaban según sus ocupaciones, más que por sus nombres. Mi abuelo paterno era conocido como “Jacob el herrero”, y nuestro vecino era “Lansman el sastre”. A la mujer siempre se la identificaba por el nombre de su esposo (por ejemplo, “la mujer de Jacob”), mientras que a los niños nos nombraban según quiénes eran nuestros padres o abuelos. La gente no pensaba en mí como Leib Lejzon. Ni siquiera como el hijo de Moshe y Chanah; en cambio, se referían a mí como el eynikl (nieto) de Jacob Meyer. Algo tan simple dice mucho acerca de cómo era el mundo en el que crecí. Era una sociedad patriarcal, en la cual se respetaba e incluso se reverenciaba a los mayores, en especial cuando su edad representaba, como en el caso de mi abuelo materno, toda una vida de trabajo duro, dedicación a la familia y devoción religiosa. Siempre me paraba más erguido y me sentía especial cuando la gente se refería a mí como “el eynikl de Jacob”.

Cada viernes por la noche y sábado por la mañana íbamos a los servicios religiosos en la sinagoga. Me paraba junto a mi abuelo, inclinaba mi cabeza cuando él lo hacía y seguía sus plegarias. Todavía me recuerdo mirándolo, desde mi corta estatura, y pensando en lo fuerte y alto que se veía, como un gigantesco árbol que me cobijaba. Siempre pasábamos la Pascua en la casa de mis abuelos maternos. Como yo era el nieto más pequeño, tenía el honor de hacer las cuatro preguntas tradicionales de la festividad, cosa que me ponía muy nervioso. Mientras recitaba las preguntas en hebreo, haciendo mi mejor esfuerzo para no equivocarme, podía sentir los ojos de mi abuelo fijos en mí, siguiéndome a medida que hablaba. Cuando concluía, yo soltaba un suspiro de alivio, sabiendo que había cumplido con sus expectativas. Me sentía afortunado de ser su nieto y siempre deseaba ganarme su aprobación y merecer su afecto. Disfrutaba especialmente pasar la noche con mis abuelos, solo ellos y yo. Dormía en su cama, feliz de no tener que compartirla con mis hermanos como sucedía en casa. ¡Cómo me gustaba ser el centro de la atención de mis abuelos!

Protegido por el amor y el apoyo de mi familia, poco sabía de las persecuciones que los judíos habían sufrido en Narewka y en otras aldeas a lo largo de los siglos, a manos de diversos gobernantes. Mis padres habían sobrevivido a estos ataques, llamados pogroms, en los primeros años del siglo XX. Luego de estos sucesos, muchos judíos de Narewka emigraron a América, entre ellos los hermanos de mi madre, Morris y Karl. Aunque no sabían nada de inglés, creían en la posibilidad de un futuro mejor en los Estados Unidos. Pocos años después Shaina, la hermana hermosa, también buscó una nueva vida en América.

Mis padres habían vivido también la Primera Guerra Mundial, entre 1914 y 1918. Antes de 1939 nadie se refería a esta guerra como la “Primera”, ya que no teníamos idea de que, apenas veinte años después, el mundo estallaría nuevamente en conflicto. Durante la Gran Guerra, los soldados alemanes que ocuparon Polonia eran bastante considerados con los polacos, sin importar su religión. Al mismo tiempo, en Narewka y en otros pueblos en todo el país, los hombres eran convocados para hacer trabajos forzosos. Mi padre trabajó para los alemanes en el ferrocarril de vía angosta que transportaba madera y otros suministros de nuestra tierra a Alemania. En 1918, cuando Alemania fue derrotada, las tropas invasoras se retiraron y regresaron a su país.

Viéndolo a la distancia, mis padres y muchos otros cometieron un terrible error al pensar que los alemanes que llegaron a Narewka en la Segunda Guerra Mundial serían como los que estuvieron en la Primera. Pensaron que serían gente como ellos, hombres que hacían sus tareas militares ansiosos por regresar con sus mujeres y sus hijos, y que apreciarían su hospitalidad y amabilidad. Del mismo modo en que todos depositaban sus expectativas en mí en función de quién era mi abuelo, todos relacionamos a los alemanes que ocuparon Polonia en 1939 con los que habían llegado antes que ellos. No había razón para pensar de otra manera. Después de todo, ¿por qué no deberíamos confiar en nuestra experiencia previa?

Cuando pienso en el lugar en el que crecí, el pueblo que me brindó tantos recuerdos que atesoro, me acuerdo de una canción en idish que solía cantar con Lansman y sus hijos. Se titulaba “Oyn Pripetchik”, que significa “En el corazón”. Con una melodía lastimera, la letra cuenta acerca de un rabino que enseña el alfabeto hebreo a sus jóvenes alumnos, igual que como yo lo aprendía en la escuela heder. La canción concluye con las palabras ominosas con las que el rabino advierte:

Cuando sean grandes, niños,

entenderán

cuántas lágrimas encierran estas letras

y cuántos lamentos.

Por las noches, cuando cantaba esta canción junto a la familia Lansman, sus palabras me parecían historia antigua. Jamás se me hubiera ocurrido que anticiparían mi futuro inminente y aterrador.

El chico sobre la caja de madera. Memorias del sobreviviente más joven de la lista de Schindler

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